lunes, 5 de marzo de 2018

Premonición

Esa noche, hace ya de esto unos cinco meses, debí soñar con Diego. Nada más despertarme, sin saber a cuento de qué, me acordé de él, se me vino al pensamiento de una manera extraña, apremiante, como cuando la Peque me manda a por algo, que ha de ser al momento. Sentí la necesidad urgente de interesarme por él. Tanto, que, una vez desayunado -lo primero es lo primero-, llamé al hospital para hablar con Esther.

Diego rondaría los cincuenta. Ha sido paciente mío desde que tenía veinte años. Hemos crecido juntos en el hospital. Ha sufrido una enfermedad crónica muy leñera y fastidiosa para un hombre joven: un Chron de intestino grueso complicado con fístulización entre el recto y la uretra. No me extenderé en más detalles por no alimentar el morbo. Durante tantos años, lo hemos tratado urólogos, cirujanos, digestólogos y un servidor. Pero su médico he sido yo, a mucha honra. Estos pacientes tan complejos y de abordaje multidisciplinar necesitan, más que ninguno otro, de una persona que coordine las distintas opiniones y actuaciones. Y, naturalmente, a esa persona le llueven elogios cuando la cosa pita, y le caen marrones cuando pintan bastos. Yo mismo.

Mi relación con Diego trasciende lo meramente profesional. Tampoco es amistad. Es una relación de confianza y afecto mutuos. Aunque os pueda parecer extraño, los médicos (muchos médicos) les tomamos cariño a las criaturas. No puede ser de otra manera. A Diego lo cogí con veinte años. Venía acompañado por su novia, que luego fue su mujer y que mucho más tarde sería su ex -cosas de la gente nueva-. En los últimos años he conocido también, claro está, a su nueva pareja, una mujer más joven pero no más guapa que la primera. A Isabelita, otra de mis pacientes señeras, la recogí con quince añitos, y tiene ya cerca de cuarenta. A José Luís, con veinte; a Pilar con dieciséis; a Mercedes, con veintitantos; a Isabel María, lo mismo... ¿Cómo no los voy a querer? Diego ha sido el más indisciplinado de todos mis pacientes crónicos. Rara vez podía verlo en su cita reglada. Él acudía sólo cuando se sentía mal, sin cita. Tenía que dejarlo para el último y casi siempre a la carrera. Las enfermeras de la consulta me criticaban -ahora veo sus razones- porque tenía muy mal acostumbrados a mis pacientes con la cosa de verlos a cualquier hora y sin cita, que eso no era ni bueno para ellos. Diego estaba ya informado por mí de mi próxima jubilación. Se lo dije la última vez que lo vi. Creo que se lo tomó bien, aunque es un hombre muy reservado y difícil de penetrar. Una de las pocas flaquezas que le he encontrado a mi jubilación ha sido el hecho de no haber dispuesto de tiempo para poder despedirme de mis pacientes como yo hubiese querido. Joer, es que éramos como familia, me cachis ya.

Pasados varios meses desde mi jubilación, en una fiesta de despedida que me dieron mis compañeros, Paco Lozano me dijo que Diego se encontraba muy mal, que su enfermedad se había complicado ahora con un tumor en el recto, y que estaba ya bastante avanzado. Mejor hubiera sido no saberlo. A la hora del cafelito encontré un hueco para conversar con Esther Sánchez, la médico que me ha sustituido, quien me confirmó punto por punto las malísimas nuevas anticipadas por Paco. Y ya no pude disfrutar del resto de la velada. Sentía una profunda tristeza por él, y se me agolpaban en mi pecho muchos reproches por no haber sido capaz de anticiparme al diagnóstico y que tal desgracia nunca hubiese ocurrido. Esther lo notó en mi semblante, y no paró de excusarme y de animarme repitiéndome hasta la saciedad que nadie hubiera podido adivinar tal cosa, sobre todo porque Diego silenció  los síntomas, por vergüenza y por miedo, hasta que ya el tumor prácticamente "se le salía por el culo".

Algo repuesto de tan nefasta noticia, a los pocos días le telefoneé. Pese a todo, lo noté animado. Se alegró mucho de escucharme y de que me interesara por él. Intenté evitar cualquier sospecha suya de fatalidad, le mentí a conciencia haciéndole creer que habíamos salido de lances más gordos, y que también superaría este de ahora.

Todo esto que os cuento ocurrió en noviembre del 2016. Desde entonces, había tenido un par de conversaciones telefónicas más con él, muy breves y muy difíciles para mí porque ya no encuentras argumentos de consuelo. Cambió de móvil y me quedé sin su número. En charlas y en e mail con Esther y con Amelia, la oncóloga que lo llevaba, era palmario que la cosa no tenía arreglo pese a la quimio intensiva. Y pasan los días y los meses, casi un año, y uno se va olvidando con la bulla y los afanes de la vida, la casa, la mudanza, el nieto, la hija preñada, la Peque con lo suyo...

Y, de repente, esa noche de octubre del 2017, me despierto sobresaltado  pensando en Diego. Llamé a Esther. Que me avisara cuando tuviera noticias de él, que sentía la necesidad de verlo, de despedirme de una manera personal. Me transmitió serenidad, que lo había visto hacía poco tiempo, que se encontraba en similar situación, estable, pero que no estaba respondiendo ya nada a la quimio, en una situación de stand-by, que cualquier cosa pudiera pasar. Y quedamos en que me avisaría.

A los pocos días recibo una llamada de Esther. Que Diego ha muerto súbitamente en su casa. Yo quise entender que fue ese mismo día y deseé ir al entierro. Llamé al internista de guardia de Valme para que me buscara el número nuevo de Diego. Enseguida lo tuve. Intentando apaciguar mi inquietud, marqué su móvil y lo cogió su pareja. Me reconoció en la voz. Pregunté por cuando era el entierro. Tardó varios segundos en responderme que el entierro había sido el pasado día diez, hacía catorce días. Día arriba, día abajo, cuando yo soñé con él. Mantuve, por cortesía, un ratito de conversación con ella. Me agradeció muchísimo el detalle y me endulzó el amargor del alma refiriéndome lo mucho que Diego me consideraba.

He tenido ciertamente escalofríos, se me ha puesto la piel de gallina al considerar que mi sueño y mi sobresalto de ese despertar hubiesen sido una especie de aviso telepático por parte de Diego, como si no quisiera irse sin que yo, su médico, lo supiera. "Oye, que me estoy muriendo, y tú ni te enteras".

Sin duda, todo habrá sido una casualidad, pero resulta un pelín espeluznante el pensarlo. No es que yo crea en el más allá, que no; yo creo en el más acá; creo que la gente nace -nacemos- con su destino pegado en la frente del genoma; creo en los errores médicos, en los míos también; creo firmemente que la felicidad y la fatalidad se reparten casi por igual en nuestras vidas.  Y también creo en el poder insondable de la mente humana, incluso en el mismo trance de la muerte.

Que descanse en paz un mal paciente y una persona buena y desafortunada.

4 comentarios:

  1. Me resulta raro comentar esto con un médico, es la primera vez que leo algo como lo que has escrito,no creo que sea algo muy usual; te describe como persona y como médico, no quiero alabarte y no se como seguir sin hacerlo, entiendo que tu no buscas alabanzas ni elogios, símplemente hablas de tu vida, quiero agradecerte, eso si, que tu escrito ayuda, y mucho, porque acerca esa figura, a veces un poco alejada, del médico, si era eso lo que pretendias te felicito. Un abrazo Fili.

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  2. Claro que sí, Paco. Quienes, como vosotros, seguís de cerca la trayectoria de este blog habéis podido comprobar cómo uno de los hilos conductores del mismo es humanizar la figura del médico, quitarle todo hieratismo y hacerlo hombre o mujer buenos, cercanos y sensibles. Muchos médicos son así, lo que ocurre es que las circunstancias del trabajo no son las más adecuadas en muchos casos y terminamos por avinagrarnos.
    Por otra parte, escribir sobre aciertos y triunfos es relativamente fácil. Yo lo he hecho, no me duelen prendas en echarme flores. Pero también me gusta escribir sobre fracasos, aprender de ellos, desahogarme con vosotros y conmigo mismo. Ningún médico se va de rositas al jubilarse. Todos llevamos nuestro alma en el armario. Uno puede seguir viviendo con tranquilidad de conciencia porque es consciente del mucho bien que ha repartido. Pero también llevo en mi mochila una carga nada despreciable de errores, de fracasos, de desdichas. Va en el oficio, es verdad. Imposible no equivocarse. Errare humanum est.
    Bueno, ya está bien. Un abrazo.

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  3. José María, la pregunta sobre el más allá es tan antigua como la vida sobre el Planeta.
    Es chocante al menos para el personal que andamos por la calle, que caigamos en la cuenta del más allá.
    A partir de que pensamos y queremos, está el a dónde van quienes nos dejan.
    Cada cual nos lo hemos de responder por nosotros mismos, según nuestro sentir.
    Yo prefiero creer que somos algo más que un accidente gracioso de la Naturaleza.
    Un abrazo
    Juan Martín

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  4. Disfruto amigo Fili leyendo tus relatos. En cada uno de ellos hay una etopeya de tu persona. Podemos conocerte y saber de tus pensamientos y sentimientos.Ese conocimiento unido a tu prosa acertada y amena hacen que nos sintamos atraídos por su lectura y que no podamos parar hasta concluirla. En cuanto al más allá coincido con Juan Martín.No creo que podamos ser explicados exclusivamente por un salto evolutivo. Un fuerte abrazo

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