-Señor, ¿quiere usted que avisemos a un médico? -me atiende solícita la azafata.
-No, no, de verdad, ya me estoy encontrando mejor -le respondo yo sin saber muy bien si reír o llorar-. Además que yo soy médico.
La Peque y mis amigos más cercanos creen que soy un hipocondríaco. Y yo -que para eso soy médico- creo que no, que lo que soy es un cagao, un cobarde, un acojonao, un pusilánime en términos más finos.
Pero esta vez no; esta vez ha sido de verdad. Y la cosa es que nadie me ha creído. Lástima que no estuviese presente mi amigo Agustín, ése sí que me comprende. Porque también él las ha pasado canutas alguna vez en algún avión.
Desde un principio, la cosa no pintaba bien, la verdad. Mi Peque estaba mosqueada, y con toda la razón. Basta con que programemos un viaje con cierto margen de tiempo para que, llegado el día, se vaya todo a hacer puñetas. Por hache o por bé, por lo que sea. Unas veces por asuntos luctuosos familiares, tan habituales por desgracia en los dos últimos años, y otras por rajadas mías de última hora. Nos hemos perdido ya tantos viajes que la Peque desconfía, ya casi ni se atreve a ilusionarse, la pobre, ¡con lo que disfruta haciendo el paseillo en busca de su puerta de embarque!...Y cuando, por fin, podemos completar un viaje, ya me encargo yo de echarlo a perder con mis miedos y aprehensiones. Como acaeció en octubre pasado visitando Salzburgo y Baviera con Paco y Ana, por culpa de una contractura dolorosísima en mi hombro derecho a causa del frío y la lluvia de aquellas latitudes. Decir de paso que debido a mi canguelo habitual llegué a considerar la posibilidad de que tal contractura fuera, en realidad, un tumor óseo metastásico, hasta el punto de que al tercer día obligué a Paco a buscar sobre la marcha el hospital más cercano para hacerme unas radiografías. Pero, insisto, no siempre la culpa es solo mía. Lo que parece claro de todo esto es que más nos valdría no programar nada, sino viajar de improviso.
El viaje a Mallorca con los Luna, los Jaimes y María Jesús en su verso libre estaba programado desde enero pasado. Lo hemos podido hacer, sí, pero de chiripa. Por mor de esas cosas que solo a mí me pasan. Digo que la cosa empezó a torcerse porque según se acercaba el calendario se acentuaban unas molestias en mi pecho tan sensible con los fríos y las empinadas cuestas de mi nueva ciudad. "Ya estás buscando motivos para no ir" -azuzaba mi hija, tan mordaz. Si realmente el cacao mío mental funciona así, de verdad que soy inocente, no soy consciente de ello. Pero tampoco lo niego, podría ser. El caso es que a una semana vista del viaje se me mete en la cabeza que estoy padeciendo angina de pecho, que hace un año que no me reviso mi corazón, y que me da repelús meterme en un avión y en una ciudad fuera de mi entorno sin saber qué me pueda pasar por esos mundos. Como me llevo tan bien con radiólogos y cardiólogos de mi hospital fue tarea fácil concertar las distintas pruebas para ya, para mañana mismo, que es que dentro de tres días salgo para Mallorca. Por fortuna, todo ha salido bien. La Peque ha sufrido lo suyo, porque, por una parte, sabe que no me pasa nada, pero, por otra, me pongo tan pesado que a final cede a mis pretensiones bajo la amenaza implícita de que no vaya a ser que esta vez sí venga el lobo de verdad. Al fin respiró aliviada, y yo volví a ver la ilusión en su mirada enamorada. Todo iba a salir bien.
El avión sale a las tres de la tarde. Hemos quedado en el aeropuerto a las una y media. Yo dispongo de las tarjetas de embarque de todos. A las doce, el Luna manda un wassapt anunciando que ya vienen por La Roda. Bien. Y yo, muriéndome a chorros. Nadie lo sabe. Nadie, salvo mi Peque, claro. A la una de la tarde me telefonea el Luna, que recoge a María Jesús, y tiran para el aeropuerto.
-Antonio -apenas me sale la voz del pecho-, que yo...
-¿Qué pasa ahora?
-Que no estoy en condiciones de viajar, tío, que he pasado una noche malísima, con fiebre y con dolor de barriga...
-Estás de cachondeo ¿no?
-Que no, que es de verdad. Ahora mismo estoy metido en la cama, mareado y sin poder moverme.
-La madre que ... ¡Y qué hacemos ahora?
-Pues nada, vosotros os vais. Le he dicho a la Peque que se vaya con vosotros, pero se niega a dejarme así. Ella ya ha salido con mi coche para recoger a los Jaimes, y luego se vuelve desde el aeropuerto.
Era verdad todo. Esa noche la Peque y yo dormimos en Gines, en casa de mi cuñada Miki. Y mira tú por dónde, apenas pude dormir por mor de unas molestias estomacales, tiritona y dolor de huesos por todo el cuerpo. Me levanté varias veces a por Omeprazol, paracetamoles y nolotiles... Pero nada, estuve fatal. Por la mañana me encontraba mareado, sin fuerzas; tuve arcadas y ensucié suelto un par de veces. La Peque estaba destrozada anímicamente. Otro viaje que se va al carajo. Por mi culpa. No hará ni diez minutos que ha salido en busca de Paki y de Jaime. En esto que, de repente, me sobreviene un ataque de valentía, cosa rara en mí, rarísima. Quizás me esté subiendo la fiebre -llegué a pensar-. Me levanté de la cama para probarme, vi que no me mareaba, bajé y subí las escaleras varias veces y aguanté el tipo... ¡A tomar por culo el miedo! Agarré el móvil y la llamé: "Peque, que te vuelvas a por mí, que nos vamos todos, con dos cojones"...
Entre abrazos y parabienes de todos me zampé un bocata de jamón y un nestée de limón en uno de los bares del aeropuerto. Y palante. "¿Cómo vas?" -me preguntaban de vez en cuando. "Bien, bien, sin problemas", mentía yo.
Por ahorrarme tres euros por barba yo había facturado desde mi casa todas las tarjetas de embarque sin asignación de asiento, de manera que estábamos dentro del avión todos dispersos, a tomar por culo unos de otros. Yo caí en el 6C, pasillo, y la Peque en el 22A, ventanilla. Si me giraba hacia mi derecha podía ver de refilón a Paki, a Pilar y al Luna, varias filas más atrás. Empecé a sudar. Malo, me dije. Abrí todos los grifitos a mi cabecera para que entrara aire. Un vecino de atrás me los cerraba, se conoce que le molestarían los chorritos. Intenté distraerme siguiendo la animada conversación que mantenían mis dos vecinos de al lado, un chico joven que iba buscando trabajo y una anciana pizpireta que pretendía alquilarle un piso nada más pisáramos tierra. Cuando quise meter baza en la cháchara el aparato empezó a moverse. Era esa suerte de paseo lento y suave con que el avión va buscando tomar posiciones. Se podría decir que resultaba hasta agradable. Pero hoy no. En este momento preciso, no. Empecé a marearme, mirada fija al frente, venga, tranquilidad, me autoimpuse, no vayas a meter la pata. Como pude me desprendí del jersey y me quedé en mangas de camisa. El avión aceleró un poco más y yo me eché a morir. Todo me daba vueltas, sudaba a chorros y me encontraba no frío, gélido. Maldije mi ataque de valentía, ¡con lo tranquilito que yo podría estar ahora mismo en la casa de mi cuñada tomándome un caldito! Estaba totalmente derrotado. Por megafonía están diciendo que vamos a despegar, creo. En ese momento pasa a mi lado un azafato. Hago el gesto instintivo y salvador de pararlo con mi mano derecha.
-Señor, ¿le pasa algo? -Se asustó al ver mi cara, seguro.
-Me encuentro muy mal. ¿Estoy a tiempo aún de bajarme?
-Lo siento señor, vamos a despegar.
-Estoy muy mareado -dije casi desplomándome.
Rápidamente, no sé de dónde sacó el hombre dos grandes bolsas de plástico y me las puso sobre la boca. De inmediato vomité en ellas, así, a ojo de buen cubero, toda la lasaña de carne y verduras del mediodía de ayer, un hojaldre con pasas del desayuno y, lo más fresquito, el bocata de jamón del almuerzo. Todo allí rebujado. Y me quedé en la mismísima gloria. Vomitar esa ingente cantidad de alimento con sus correspondientes jugos gástricos y pancreáticos y biliares y sentirme como nuevo fue todo una misma cosa. ¡Qué alivio!
Entonces fue cuando se me acercó muy solícita otra azafata, esta vez mujer, me trajo más bolsas por si las moscas, y me preguntó:
-¿Quiere usted que detengamos la maniobra de despegue?
-Sí, por favor -le respondí medio grogy todavía.
-¿Desea usted que avisemos a algún médico?
-No, no, de verdad que ya me encuentro mejor. Además, que yo soy médico.
Todo lo demás ya salió bien. Menos mal.