viernes, 30 de marzo de 2018

Ver para creer

La gente suele contar historias y anécdotas hospitalarias que nos parecen inverosímiles, pero resulta que son verdad, que la realidad vuelve a superar la ficción. Doy fe de ello. Porque esto que os cuento realmente parece increíble viniendo de mí. O a lo mejor es al revés, es creíble viniendo de mí.

Y es que uno, por muy curtido que esté en estas lides, va nervioso y pelín asustado. ¡Mira que habré visto yo a cientos de personas haciéndose una colonoscopia!... Pues, así y todo, ahora me toca a mí y voy cagándome vivo (literalmente).

-Señorita, necesito ir al servicio -imploro a la enfermera, una chavalita estirada y tiposa a quien no le pega su trato algo distante.
-Sí, sí, es lo habitual; ahora le indico -y me devuelve un esbozo de sonrisa. Mientras camino por detrás suya mi ojo perito no pierde detalle de la latitud y el penduleo de su bonito trasero. Hay cosas que ni el miedo puede aplacar.

Me introduce en un pequeño habitáculo donde hay un wáter, un lavabo, un banco de madera y un perchero. Apenas cabemos los dos juntos. Me entrega una bolsa grande y me da las instrucciones precisas: que dentro de la bolsa va una bata, que me desnude por completo, excepto los calcetines -menos mal, mis uñas no son presentables en sociedad, me temo-, que me ponga la bata, y que meta toda mi ropa y mis zapatos dentro de la bolsa. Y que le avise cuando esté preparado.

Me tomo mi tiempo. Mientras expulso las postreras mucosidades anales, más que nada fatuas ventosidades -mi colon debe de estar escamondado de tanto purgante-, voy pensando en la relativa "comodidad" de hacerse uno cualquier exploración médica en los sitios que uno conoce y donde es conocido y tratado con otro talante. Me hallo en el hospital de Marbella, donde soy uno más, un perfecto desconocido. Lo que van a hacerme es la extirpación de un pólipo plano, una mucosectomía se llama en términos médicos. En Valme no se hace esta técnica. Mi digestóloga de Antequera me ha recomendado Marbella. Y aquí estamos. La Peque y yo.


La Peque se ha quedado fuera, en una salita de estar. En Valme, seguro que me hubiera podido acompañar en todo momento. Ahora, en este instante, la echo de menos. Saco el contenido de la bolsa grande: una bata color verde quirófano, de ésas que te cubren por delante y te dejan el culo al aire; y dos gorritos, ¿para qué dos -me pregunto. Me desnudo, menos los calcetines, y meto todo dentro de la bolsa. Me coloco la bata procurando que me tape por detrás lo más posible, y me toqueteo la pichurra para que no se me arrugue más de la cuenta. Y ahora me cubro la cabeza con uno de los gorritos. No hay espejo, me gustaría ver mi propio esperpento. Entonces llaman a la puerta y es la enfermera. "Ea, ya estoy" -le digo envalentonado. Y ella, ante mi asombro, se echa la mano a la boca para apagar un poco el gritito de risa que se le escapa sin remedio. "¿Qué pasa?" -pregunto avergonzado pensando que ya he metido la pata. "Hombre de Dios, lo que se ha puesto de gorrito es un patuco para los pies, ¿no ha visto que vienen dos?" Nos reímos juntos, me metí para dentro y volví ya a salir hecho un pincel.

Os ruego discreción porque esto que os cuento no lo sabe ni siquiera la Peque. Porque parece mentira que le pasen estas cosas a un médico tan experimentado.

viernes, 23 de marzo de 2018

Hasta que llegue el lobo de verdad

-Señor, ¿quiere usted que avisemos a un médico? -me atiende solícita la azafata.
-No, no, de verdad, ya me estoy encontrando mejor -le respondo yo sin saber muy bien si reír o llorar-. Además que yo soy médico.



La Peque y mis amigos más cercanos creen que soy un hipocondríaco. Y yo -que para eso soy médico- creo que no, que lo que soy es un cagao, un cobarde, un acojonao, un pusilánime en términos más finos.

Pero esta vez no; esta vez ha sido de verdad. Y la cosa es que nadie me ha creído. Lástima que no estuviese presente mi amigo Agustín, ése sí que me comprende. Porque también él las ha pasado canutas alguna vez en algún avión.

Desde un principio, la cosa no pintaba bien, la verdad. Mi Peque estaba mosqueada, y con toda la razón. Basta con que programemos un viaje con cierto margen de tiempo para que, llegado el día, se vaya todo a hacer puñetas. Por hache o por bé, por lo que sea. Unas veces por asuntos luctuosos familiares, tan habituales por desgracia en los dos últimos años, y otras por rajadas mías de última hora. Nos hemos perdido ya tantos viajes que la Peque desconfía, ya casi ni se atreve a ilusionarse, la pobre, ¡con lo que disfruta haciendo el paseillo en busca de su puerta de embarque!...Y cuando, por fin, podemos completar un viaje, ya me encargo yo de echarlo a perder con mis miedos y aprehensiones. Como acaeció en octubre pasado visitando Salzburgo y Baviera con Paco y Ana, por culpa de una contractura dolorosísima en mi hombro derecho a causa del frío y la lluvia de aquellas latitudes. Decir de paso que debido a mi canguelo habitual llegué a considerar la posibilidad de que tal contractura fuera, en realidad, un tumor óseo metastásico, hasta el punto de que al tercer día obligué a Paco a buscar sobre la marcha el hospital más cercano para hacerme unas radiografías. Pero, insisto, no siempre la culpa es solo mía. Lo que parece claro de todo esto es que más nos valdría no programar nada, sino viajar de improviso.

El viaje a Mallorca con los Luna, los Jaimes y María Jesús en su verso libre estaba programado desde enero pasado. Lo hemos podido hacer, sí, pero de chiripa. Por mor de esas cosas que solo a mí me pasan. Digo que la cosa empezó a torcerse porque según se acercaba el calendario se acentuaban unas molestias en mi pecho  tan sensible con los fríos y las empinadas cuestas de mi nueva ciudad. "Ya estás buscando motivos para no ir" -azuzaba mi hija, tan mordaz. Si realmente el cacao mío mental funciona así, de verdad que soy inocente, no soy consciente de ello. Pero tampoco lo niego, podría ser. El caso es que a una semana vista del viaje se me mete en la cabeza que estoy padeciendo angina de pecho, que hace un año que no me reviso mi corazón, y que me da repelús meterme en un avión y en una ciudad fuera de mi entorno sin saber qué me pueda pasar por esos mundos. Como me llevo tan bien con radiólogos y cardiólogos de mi hospital fue tarea fácil concertar las distintas pruebas para ya, para mañana mismo, que es que dentro de tres días salgo para Mallorca. Por fortuna, todo ha salido bien. La Peque ha sufrido lo suyo, porque, por una parte, sabe que no me pasa nada, pero, por otra, me pongo tan pesado que a final cede a mis pretensiones bajo la amenaza implícita de que no vaya a ser que esta vez sí venga el lobo de verdad. Al fin respiró aliviada, y yo volví a ver la ilusión en su mirada enamorada. Todo iba a salir bien.

El avión sale a las tres de la tarde. Hemos quedado en el aeropuerto a las una y media. Yo dispongo de las tarjetas de embarque de todos. A las doce, el Luna manda un wassapt anunciando que ya vienen por La Roda. Bien. Y yo, muriéndome a chorros. Nadie lo sabe. Nadie, salvo mi Peque, claro. A la una de la tarde me telefonea el Luna, que recoge a María Jesús, y tiran para el aeropuerto.
-Antonio -apenas me sale la voz del pecho-, que yo... 
-¿Qué pasa ahora?
-Que no estoy en condiciones de viajar, tío, que he pasado una noche malísima, con fiebre y con dolor de barriga...
-Estás de cachondeo ¿no?
-Que no, que es de verdad. Ahora mismo estoy metido en la cama, mareado y sin poder moverme.
-La madre que ... ¡Y qué hacemos ahora?
-Pues nada, vosotros os vais. Le he dicho a la Peque que se vaya con vosotros, pero se niega a dejarme así. Ella ya ha salido con mi coche para recoger a los Jaimes, y luego se vuelve desde el aeropuerto.

Era verdad todo. Esa noche la Peque y yo dormimos en Gines, en casa de mi cuñada Miki. Y mira tú por dónde, apenas pude dormir por mor de unas molestias estomacales, tiritona y dolor de huesos por todo el cuerpo. Me levanté varias veces a por Omeprazol, paracetamoles y nolotiles... Pero nada, estuve fatal. Por la mañana me encontraba mareado, sin fuerzas; tuve arcadas y ensucié suelto un par de veces. La Peque estaba destrozada anímicamente. Otro viaje que se va al carajo. Por mi culpa. No hará ni diez minutos que ha salido en busca de Paki y de Jaime. En esto que, de repente, me sobreviene un ataque de valentía, cosa rara en mí, rarísima. Quizás me esté subiendo la fiebre -llegué a pensar-. Me levanté de la cama para probarme, vi que no me mareaba, bajé y subí las escaleras varias veces y aguanté el tipo... ¡A tomar por culo el miedo! Agarré el móvil y la llamé: "Peque, que te vuelvas a por mí, que nos vamos todos, con dos cojones"... 

Entre abrazos y parabienes de todos me zampé un bocata de jamón y un nestée de limón en uno de los bares del aeropuerto. Y palante. "¿Cómo vas?" -me preguntaban de vez en cuando. "Bien, bien, sin problemas", mentía yo.

Por ahorrarme tres euros por barba yo había facturado desde mi casa todas las tarjetas de embarque sin asignación de asiento, de manera que estábamos dentro del avión todos dispersos, a tomar por culo unos de otros. Yo caí en el 6C, pasillo, y la Peque en el 22A, ventanilla. Si me giraba hacia mi derecha podía ver de refilón a Paki, a Pilar y al Luna, varias filas más atrás. Empecé a sudar. Malo, me dije. Abrí todos los grifitos a mi cabecera para que entrara aire. Un vecino de atrás me los cerraba, se conoce que le molestarían los chorritos. Intenté distraerme siguiendo la animada conversación que mantenían mis dos vecinos de al lado, un chico joven que iba buscando trabajo y una anciana pizpireta que pretendía alquilarle un piso nada más pisáramos tierra. Cuando quise meter baza en la cháchara el aparato empezó a moverse. Era esa suerte de paseo lento y suave con que el avión va buscando tomar posiciones. Se podría decir que resultaba hasta agradable. Pero hoy no. En este momento preciso, no. Empecé a marearme, mirada fija al frente, venga, tranquilidad, me autoimpuse, no vayas a meter la pata. Como pude me desprendí del jersey y me quedé en mangas de camisa. El avión aceleró un poco más y yo me eché a morir. Todo me daba vueltas, sudaba a chorros y me encontraba no frío, gélido. Maldije mi ataque de valentía, ¡con lo tranquilito que yo podría estar ahora mismo en la casa de mi cuñada tomándome un caldito! Estaba totalmente derrotado. Por megafonía están diciendo que vamos a despegar, creo. En ese momento pasa a mi lado un azafato. Hago el gesto instintivo y salvador de pararlo con mi mano derecha.

-Señor, ¿le pasa algo? -Se asustó al ver mi cara, seguro.
-Me encuentro muy mal. ¿Estoy a tiempo aún de bajarme?
-Lo siento señor, vamos a despegar.
-Estoy muy mareado -dije casi desplomándome.

Rápidamente, no sé de dónde sacó el hombre dos grandes bolsas de plástico y me las puso sobre la boca. De inmediato vomité en ellas, así, a ojo de buen cubero, toda la lasaña de carne y verduras del mediodía de ayer, un hojaldre con pasas del desayuno y, lo más fresquito, el bocata de jamón del almuerzo. Todo allí rebujado. Y me quedé en la mismísima gloria. Vomitar esa ingente cantidad de alimento con sus correspondientes jugos gástricos y pancreáticos y biliares y sentirme como nuevo fue todo una misma cosa. ¡Qué alivio!
Entonces fue cuando se me acercó muy solícita otra azafata, esta vez mujer, me trajo más bolsas por si las moscas, y me preguntó:

-¿Quiere usted que detengamos la maniobra de despegue?
-Sí, por favor -le respondí medio grogy todavía.
-¿Desea usted que avisemos a algún médico?
-No, no, de verdad que ya me encuentro mejor. Además, que yo soy médico.

Todo lo demás ya salió bien. Menos mal. 

sábado, 10 de marzo de 2018

Sobre el agrado en la asistencia sanitaria

Podéis corregirme si queréis, pero yo entiendo que el agrado es algo con lo que uno nace, lo mismo, o casi igual, que el color de los ojos o la posibilidad de ahuecar la lengua -cosa que hace tan graciosamente mi Lucas, y que yo soy incapaz del todo-. No creo que se aprenda en la casa, en la escuela ni en la universidad. La persona de trato áspero lo será siempre, cada uno es cada uno. Tengo un compañero en el hospital al que le cuesta un güevo sonreírle  a sus pacientes. Y mira que es buena gente, con un corazón ajustado al tamaño de su testa, que no es cualquier cosa; es estudioso y muy competente en su campo, pero qué dureza de gesto y de jeta. ¡Y encima, es del Barsa! Bien sabe Dios que durante los muchos años que he sido su jefe le he exhortado de miles maneras a que haga por cambiar un pelín su carácter. Modestamente, algo hemos conseguido entre todos, lo vemos más solícito y, alguna vez, lo hemos sorprendido pellizcándole la cara a alguien de una manera extrañamente cariñosa. Pero le debe de costar lo indecible. Todo lo contrario de nuestro Benítez, el más sobón de todos los médicos mundiales. 
Agrado, ¡qué palabra más bonita! Es frecuente que los médicos escuchemos cuchichear a los familiares de los pacientes por los pasillos de las consultas o en la planta acerca de cómo les va a sus respectivos deudos con los distintos facultativos que les hayan sido asignados. Y me congratulo mucho cuando les oigo decir por lo bajo: “Pues el médico de mi marido, aparte de bueno, ¡tiene tanto agrado!” Por desgracia también tiene uno que escuchar en ocasiones lo contrario: “Será todo lo buen médico que quiera, pero, hija, ¡qué poco agrado tiene!” En cualquier actividad que tenga que ver con interrelaciones personales el agrado -o su carencia- no es lo principal, pero casi, lo primero que salta a la vista, la primera impresión. Allí donde dos personas tengan que mirarse a los ojos debería de brotar de manera espontánea bondad, comprensión, feeling, empatía... Agrado. Y donde más, en la asistencia clínica. Con todo lo goloso que soy me resulta más atractivo una pastelera agradable detrás del mostrador que todas las bandejas de dulces expuestas, que ya es decir. Ser agradable no cuesta trabajo, ninguno, para quien trae esa cualidad de serie, de natura. Pero debe ser la mar de difícil para quien ha nacido sin esa estrella. El agrado, repito, no se aprende en la facultad de medicina, ni luego tampoco. Debería de haber un test del agrado que se aplicase a los MIR aspirantes a una especialidad clínica, esto es, con mucho roce epidérmico. No sería necesario para otras especialidades más técnicas con escaso contacto con los pacientes. Pero un internista, un digestólogo, un cirujano, un médico de familia… no pueden tener mala uva, es -o debería serlo- incompatible con el oficio. Importante, sin embargo, no confundir agrado con gracejo. Hay médicos muy chistosos, pero bastante inútiles. Eso tampoco. Pero dar con médicos preparados, implicados, agradables y encima graciosos, eso es una bicoca. Y en Valme los hay. Yo los conozco bien.
Estoy hablando de médicos, me puede la querencia, pero lo mismo he de decir de otros profesionales sanitarios -enfermeros, auxiliares y celadores-, o más incluso de éstos, porque son ellos los que más tiempo conviven con los pacientes. El médico es el dios particular de cada enfermo, pero ese dios pasa con él diez minutos escasos. Sin embargo, enfermeros y auxiliares se tiran ocho horas haciendo "el trabajo sucio", ahí el dios médico poco se mancha las manos. Todos lo sabemos, hay cosas que no tienen precio, y personas que, por mor de la rutina, no valoran lo que hacen cada día. Cuando veo a una enfermera y su auxiliar lavar a un anciano impedido en su cama o darle el desayuno como se lo darían a un niño chico me emociono, es algo que, para mí, dignifica más que ninguna otra cosa el oficio de sanitario, más que ver una operación complicada, más, incluso, que la asistencia al parto, traer una criatura nueva al mundo, lo más de lo más... Y la costumbre, el hacer lo mismo cada día, nos hace perder la perspectiva. La auxiliar de enfermería es uno de los escalafones con sueldos más bajos dentro de los hospitales, y esto puede explicar también el escaso valor que estas personas otorgan, en general, a su trabajo, el más digno y sacrificado. Yo las arengaba durante los desayunos en la planta: "Si de todas formas tenéis que limpiarle el culo al viejo, hacedlo con alegría, coño, os sentiréis mucho mejor". Podéis imaginar la diferencia en el ánimo de un anciano hospitalizado cuando una auxiliar lo despelota al grito de "Abuelo, te voy a dejar el culo como una patena", a ésta otra que le diga "Abuelo, vaya porquería de mierda que has dejado en la sábana, ¿cómo se puede ser tan guarro?...

De todo hay en la viña. 

lunes, 5 de marzo de 2018

Premonición

Esa noche, hace ya de esto unos cinco meses, debí soñar con Diego. Nada más despertarme, sin saber a cuento de qué, me acordé de él, se me vino al pensamiento de una manera extraña, apremiante, como cuando la Peque me manda a por algo, que ha de ser al momento. Sentí la necesidad urgente de interesarme por él. Tanto, que, una vez desayunado -lo primero es lo primero-, llamé al hospital para hablar con Esther.

Diego rondaría los cincuenta. Ha sido paciente mío desde que tenía veinte años. Hemos crecido juntos en el hospital. Ha sufrido una enfermedad crónica muy leñera y fastidiosa para un hombre joven: un Chron de intestino grueso complicado con fístulización entre el recto y la uretra. No me extenderé en más detalles por no alimentar el morbo. Durante tantos años, lo hemos tratado urólogos, cirujanos, digestólogos y un servidor. Pero su médico he sido yo, a mucha honra. Estos pacientes tan complejos y de abordaje multidisciplinar necesitan, más que ninguno otro, de una persona que coordine las distintas opiniones y actuaciones. Y, naturalmente, a esa persona le llueven elogios cuando la cosa pita, y le caen marrones cuando pintan bastos. Yo mismo.

Mi relación con Diego trasciende lo meramente profesional. Tampoco es amistad. Es una relación de confianza y afecto mutuos. Aunque os pueda parecer extraño, los médicos (muchos médicos) les tomamos cariño a las criaturas. No puede ser de otra manera. A Diego lo cogí con veinte años. Venía acompañado por su novia, que luego fue su mujer y que mucho más tarde sería su ex -cosas de la gente nueva-. En los últimos años he conocido también, claro está, a su nueva pareja, una mujer más joven pero no más guapa que la primera. A Isabelita, otra de mis pacientes señeras, la recogí con quince añitos, y tiene ya cerca de cuarenta. A José Luís, con veinte; a Pilar con dieciséis; a Mercedes, con veintitantos; a Isabel María, lo mismo... ¿Cómo no los voy a querer? Diego ha sido el más indisciplinado de todos mis pacientes crónicos. Rara vez podía verlo en su cita reglada. Él acudía sólo cuando se sentía mal, sin cita. Tenía que dejarlo para el último y casi siempre a la carrera. Las enfermeras de la consulta me criticaban -ahora veo sus razones- porque tenía muy mal acostumbrados a mis pacientes con la cosa de verlos a cualquier hora y sin cita, que eso no era ni bueno para ellos. Diego estaba ya informado por mí de mi próxima jubilación. Se lo dije la última vez que lo vi. Creo que se lo tomó bien, aunque es un hombre muy reservado y difícil de penetrar. Una de las pocas flaquezas que le he encontrado a mi jubilación ha sido el hecho de no haber dispuesto de tiempo para poder despedirme de mis pacientes como yo hubiese querido. Joer, es que éramos como familia, me cachis ya.

Pasados varios meses desde mi jubilación, en una fiesta de despedida que me dieron mis compañeros, Paco Lozano me dijo que Diego se encontraba muy mal, que su enfermedad se había complicado ahora con un tumor en el recto, y que estaba ya bastante avanzado. Mejor hubiera sido no saberlo. A la hora del cafelito encontré un hueco para conversar con Esther Sánchez, la médico que me ha sustituido, quien me confirmó punto por punto las malísimas nuevas anticipadas por Paco. Y ya no pude disfrutar del resto de la velada. Sentía una profunda tristeza por él, y se me agolpaban en mi pecho muchos reproches por no haber sido capaz de anticiparme al diagnóstico y que tal desgracia nunca hubiese ocurrido. Esther lo notó en mi semblante, y no paró de excusarme y de animarme repitiéndome hasta la saciedad que nadie hubiera podido adivinar tal cosa, sobre todo porque Diego silenció  los síntomas, por vergüenza y por miedo, hasta que ya el tumor prácticamente "se le salía por el culo".

Algo repuesto de tan nefasta noticia, a los pocos días le telefoneé. Pese a todo, lo noté animado. Se alegró mucho de escucharme y de que me interesara por él. Intenté evitar cualquier sospecha suya de fatalidad, le mentí a conciencia haciéndole creer que habíamos salido de lances más gordos, y que también superaría este de ahora.

Todo esto que os cuento ocurrió en noviembre del 2016. Desde entonces, había tenido un par de conversaciones telefónicas más con él, muy breves y muy difíciles para mí porque ya no encuentras argumentos de consuelo. Cambió de móvil y me quedé sin su número. En charlas y en e mail con Esther y con Amelia, la oncóloga que lo llevaba, era palmario que la cosa no tenía arreglo pese a la quimio intensiva. Y pasan los días y los meses, casi un año, y uno se va olvidando con la bulla y los afanes de la vida, la casa, la mudanza, el nieto, la hija preñada, la Peque con lo suyo...

Y, de repente, esa noche de octubre del 2017, me despierto sobresaltado  pensando en Diego. Llamé a Esther. Que me avisara cuando tuviera noticias de él, que sentía la necesidad de verlo, de despedirme de una manera personal. Me transmitió serenidad, que lo había visto hacía poco tiempo, que se encontraba en similar situación, estable, pero que no estaba respondiendo ya nada a la quimio, en una situación de stand-by, que cualquier cosa pudiera pasar. Y quedamos en que me avisaría.

A los pocos días recibo una llamada de Esther. Que Diego ha muerto súbitamente en su casa. Yo quise entender que fue ese mismo día y deseé ir al entierro. Llamé al internista de guardia de Valme para que me buscara el número nuevo de Diego. Enseguida lo tuve. Intentando apaciguar mi inquietud, marqué su móvil y lo cogió su pareja. Me reconoció en la voz. Pregunté por cuando era el entierro. Tardó varios segundos en responderme que el entierro había sido el pasado día diez, hacía catorce días. Día arriba, día abajo, cuando yo soñé con él. Mantuve, por cortesía, un ratito de conversación con ella. Me agradeció muchísimo el detalle y me endulzó el amargor del alma refiriéndome lo mucho que Diego me consideraba.

He tenido ciertamente escalofríos, se me ha puesto la piel de gallina al considerar que mi sueño y mi sobresalto de ese despertar hubiesen sido una especie de aviso telepático por parte de Diego, como si no quisiera irse sin que yo, su médico, lo supiera. "Oye, que me estoy muriendo, y tú ni te enteras".

Sin duda, todo habrá sido una casualidad, pero resulta un pelín espeluznante el pensarlo. No es que yo crea en el más allá, que no; yo creo en el más acá; creo que la gente nace -nacemos- con su destino pegado en la frente del genoma; creo en los errores médicos, en los míos también; creo firmemente que la felicidad y la fatalidad se reparten casi por igual en nuestras vidas.  Y también creo en el poder insondable de la mente humana, incluso en el mismo trance de la muerte.

Que descanse en paz un mal paciente y una persona buena y desafortunada.