No; no es que lo haya soñado, no. Es que se me ha metido en la mollera una de esas figuraciones tontorronas que no dejan pasar al sueño. Oye, las tantas de la madrugada, y uno dando tumbos en la cama. Nada, que de tanto advertirme la Peque de que gaste cuidado con mi tontuna del golf en medio del campo, no vaya a ser que descalabre a alguien, pues ahí tengo pegada como una lapa una escena que se me representa como real. Y es que estoy en el Nacimiento de la Villa, un paraje natural maravilloso, un verdadero lujo enterito para mí, en la falda norte de la sierra del Torcal. Y que en uno de los drivers, la bola -un auténtico proyectil- impacta en la cabeza de un hombre desconocido que inadvertidamente pasea por allí cincuenta metros más adelante. Y que me lo he cargado, ipso facto, de un bolazo en todo el cogote.
Todo viene porque mi ciática no me permite caminar cómodamente por la calle, y por ello he optado por coger el coche e irme todas las mañanas al campo. Allí, a solas con mi perrita, nadie me pregunta qué que es lo que me pasa, que por qué ando tan malamente, que si me han operado de algo, que si vaya pataje que estoy cogiendo...
Es una delicia salir al monte en estos días de abril. Y Antequera es una ciudad privilegiada en su orografía. Son auténticas postales las vistas de la ciudad desde cualquier enclave elevado de tantos como la rodean. Y son paraísos naturales de verdor, frescura y pureza los cientos de caminos, senderos y parajes con que la naturaleza la ha dotado. Al principio, rotaba por los distintos sitios: los pinares del Hacho, los senderos del Romeral, la ruta de Matagrande, el convento de la Magdalena... Pero nada, para mi gusto, como los alrededores del Nacimiento de la Villa, sitio donde nace el río de Antequera brotando de la misma piedra. Por mucho que yo quisiera esmerarme en describir sus encantos sólo conseguiría achicarlos. Hay que venir un día de entre semana a comer tortilla y flamenquines con la parienta en la misma orilla del riachuelo. Solo así se puede apreciar la dicha en las cosas más sencillas.
Y de mi afición recuperada por el campo -si es que alguna vez la perdí- ha venido de la mano mi pasión por el golf. No lo puedo remediar, soy un vicioso. "Menos mal que no te gusta el vino -me regañaba mi madre-. Pa las cosas que te gustan, eres el más visioso del mundo". Pues eso. Hace muchos años, la Peque me había inscrito en el club de golf de Sevilla, en Montequinto; me compró palos, bolas y un gran macuto para transportarlos. Nunca llegué a pisar el circuito. Conociéndome, sabía que me podría el vicio y dejaría de estudiar por las tardes, la perdición de cualquier médico que quiera seguir al día. Me conformaba con irme al campo algún sábado (en Valencina, a Torrijos; en Palenciana, al campito del Cipri o al monte de el Realengo), y allí, a solas, le pegaba golpes a la bola. Autodidacta. Llevaba siempre en el coche todos los aperos, por si cuadraba encontrar un sitio apropiado, y paraba entonces para ensayar los drivers. En la casa de campo del Pintor, un día de visita, le embarqué una bola en el tejado haciendo añicos varias tejas; en muchas ocasiones, tiraba bolas desde mi jardín hasta el de un vecino que no vivía allí, ensayando los "aproach". Cuando vino un fin de semana con su familia se quejó de haberse encontrado partida en varios trozos una tinaja antigua y varias bolas de golf por el patio... De viaje con Jaime y Paki por el valle del Tiétar, teníamos que parar en cualquier dehesa que me gustara y entretenerme un rato pegando bolazos... Pero aquel fuego de juventud se fue apagando poco a poco hasta el punto de olvidarlo por completo. Tanto, que con las distintas mudanzas se ha extraviado casi todo el material. Sólo he podido recuperar un driver del 3 y un hierro 9.
Desde el Nacimiento, siguiendo una pista forestal transitable para los coches, que asciende monte arriba para luego llanear, he encontrado, a mi izquierda, una especie de amplia meseta, como una nava, entre retamas y espartos, que me ha venido al dedillo para mis prácticas. Incluso los fines de semana, imposibles en otros sitios por estar petados de domingueros, se ha probado apropiado este campo para mi solaz, ya que en este apartado lugar nadie ha dicho de montar su sombrajo. Una suerte. Es de risa, la verdad. Tengo identificadas calles cuyos límites laterales son las retamas; algún acebuche suelto me viene de perlas como obstáculo a superar; hay zonas de hierba alta, y otras de un suelo aterciopelado que asemeja al green; los espacios más pelados o con tierra los bautizo como bunkeres. Y lo más gracioso: los distintos hoyos para el put son los agujeros que hozan los jabalíes. Bastante más divertido que apuntarme al club de golf. Claro que hasta que mi perrita aprenda a encontrar las bolas, me paso más tiempo buscándolas que jugando.
¡Cojones con el podemita! -dirán algunos de mis críticos derechistas-. Ahora resulta que tiene el doctor gustos de capitalista, oye. Pues sí -me respondo yo mismo-. El placer nada tiene que ver con las ideologías, ¿verdad? Puede resultar difícil de comprender para alguien profano a este deporte qué satisfacción pueda haber en pegarle un palo a una bolita. Pues la hay. Veréis: yo siento que es la perfección en la ejecución del golpe. Sabes que como te distraigas en cualquier detalle mínimo el golpe saldrá fallido. Postura de la espalda, las piernas en su sitio, ligeramente flexionadas y apretadas al suelo como si estuviesen atornilladas, codos extendidos, y sin perder nunca de vista la bola, sobre todo en el mismo momento del impacto. Da un cierto gusto en los intestinos (parecido a cuando de jóvenes le veíamos una rayita de bragas a cualquier gachís sentada de regular manera) ver el vuelo de la bola hasta el cielo y la caída luego a plomo cincuenta metros más allá. Es lo que más me gusta de esto. Lo de meterla en el agujerito me llama menos la atención, ya sabéis, a nuestra edad hemos perdido bastante habilidad en ciertas cosas del meter, más que nada por la vista, como decía el del chiste.
Y por culpa de ese muerto en mis figuraciones fantasiosas me veo ya en la comisaría declarando ante un comisario al que me imagino bajito y calvo como Montalbano, mire usted que esto ha sido un accidente, una mala suerte, yo estaba completamente solo, cómo iba a pensar en que pudiese aparecer alguien de pronto... Sí -me contesta-, pero comprenderá usted que es una temeridad ponerse a jugar al golf en un sitio público... Bueno, y entonces qué hacemos -pregunto yo-. Pues esto -me dice el comisario- es un homicidio involuntario y tiene pena de cárcel... En fin, yo creo que ahí ya me dormí. Menos mal.
El caso es que al día siguiente, en mi campo ése que os he dicho, pegué un bolazo extraordinario con mi drive del 3 que voló ciento cincuenta metros por lo menos, y que, según iba cayendo la bola, apareció de la nada entre las retamas un buscador de espárragos. No me asusté mucho porque la bola cayó al menos diez metros más lejos, pero me hizo pensar. Joer, una premonición.
Bueno, en estas cosas me entretengo ahora por las mañanas. Las tardes las distraigo elaborando torrijas, caracolas de pasas y otras exquisiteces caseras, mientras me llega la hora de la operación de la dichosa ciática. Y siempre con el móvil en el bolsillo... Por si me llaman pa vacunarme.