jueves, 22 de abril de 2021

Entre retamas y espartos

No; no es que lo haya soñado, no. Es que se me ha metido en la mollera una de esas figuraciones tontorronas que no dejan pasar al sueño. Oye, las tantas de la madrugada, y uno dando tumbos en la cama. Nada, que de tanto advertirme la Peque de que gaste cuidado con mi tontuna del golf en medio del campo, no vaya a ser que descalabre a alguien, pues ahí tengo pegada como una lapa una escena que se me representa como real. Y es que estoy en el Nacimiento de la Villa, un paraje natural maravilloso, un verdadero lujo enterito para mí, en la falda norte de la sierra del Torcal. Y que en uno de los drivers, la bola -un auténtico proyectil- impacta en la cabeza de un hombre desconocido que inadvertidamente pasea por allí cincuenta metros más adelante. Y que me lo he cargado, ipso facto, de un bolazo en todo el cogote.

Todo viene porque mi ciática no me permite caminar cómodamente por la calle, y por ello he optado por coger el coche e irme todas las mañanas al campo. Allí, a solas con mi perrita, nadie me pregunta qué que es lo que me pasa, que por qué ando tan malamente, que si me han operado de algo, que si vaya pataje que estoy cogiendo...

Es una delicia salir al monte en estos días de abril. Y Antequera es una ciudad privilegiada en su orografía. Son auténticas postales las vistas de la ciudad desde cualquier enclave elevado de tantos como la rodean. Y son paraísos naturales de verdor, frescura y pureza los cientos de caminos, senderos y parajes con que la naturaleza la ha dotado. Al principio, rotaba por los distintos sitios: los pinares del Hacho, los senderos del Romeral, la ruta de Matagrande, el convento de la Magdalena... Pero nada, para mi gusto, como los alrededores del Nacimiento de la Villa, sitio donde nace el río de Antequera brotando de la misma piedra. Por mucho que yo quisiera esmerarme en describir sus encantos sólo conseguiría achicarlos. Hay que venir un día de entre semana a comer tortilla y flamenquines con la parienta en la misma orilla del riachuelo. Solo así se puede apreciar la dicha en las cosas más sencillas.

Y de mi afición recuperada por el campo -si es que alguna vez la perdí- ha venido de la mano mi pasión por el golf. No lo puedo remediar, soy un vicioso. "Menos mal que no te gusta el vino -me regañaba mi madre-. Pa las cosas que te gustan, eres el más visioso del mundo". Pues eso. Hace muchos años, la Peque me había inscrito en el club de golf de Sevilla, en Montequinto; me compró palos, bolas y un gran macuto para transportarlos. Nunca llegué a pisar el circuito. Conociéndome, sabía que me podría el vicio y dejaría de estudiar por las tardes, la perdición de cualquier médico que quiera seguir al día. Me conformaba con irme al campo algún sábado (en Valencina, a Torrijos; en Palenciana, al campito del Cipri o al monte de el Realengo), y allí, a solas, le pegaba golpes a la bola. Autodidacta. Llevaba siempre en el coche todos los aperos, por si cuadraba encontrar un sitio apropiado, y paraba entonces para ensayar los drivers. En la casa de campo del Pintor, un día de visita, le embarqué una bola en el tejado haciendo añicos varias tejas; en muchas ocasiones, tiraba bolas desde mi jardín hasta el de un vecino que no vivía allí, ensayando los "aproach". Cuando vino un fin de semana con su familia se quejó de haberse encontrado partida en varios trozos una tinaja antigua y varias bolas de golf por el patio... De viaje con Jaime y Paki por el valle del Tiétar, teníamos que parar en cualquier dehesa que me gustara y entretenerme un rato pegando bolazos... Pero aquel fuego de juventud se fue apagando poco a poco hasta el punto de olvidarlo por completo. Tanto, que con las distintas mudanzas se ha extraviado casi todo el material. Sólo he podido recuperar un driver del 3 y un hierro 9. 

Desde el Nacimiento, siguiendo una pista forestal transitable para los coches, que asciende monte arriba para luego llanear, he encontrado, a mi izquierda, una especie de amplia meseta, como una nava, entre retamas y espartos, que me ha venido al dedillo para mis prácticas. Incluso los fines de semana, imposibles en otros sitios por estar petados de domingueros, se ha probado apropiado este campo para mi solaz, ya que en este apartado lugar nadie ha dicho de montar su sombrajo. Una suerte. Es de risa, la verdad. Tengo identificadas calles cuyos límites laterales son las retamas; algún acebuche suelto me viene de perlas como obstáculo a superar; hay zonas de hierba alta, y otras de un suelo aterciopelado que asemeja al green; los espacios más pelados o con tierra los bautizo como bunkeres. Y lo más gracioso: los distintos hoyos para el put son los agujeros que hozan los jabalíes. Bastante más divertido que apuntarme al club de golf. Claro que hasta que mi perrita aprenda a encontrar las bolas, me paso más tiempo buscándolas que jugando.

¡Cojones con el podemita! -dirán algunos de mis críticos derechistas-. Ahora resulta que tiene el doctor gustos de capitalista, oye. Pues sí -me respondo yo mismo-. El placer nada tiene que ver con las ideologías, ¿verdad? Puede resultar difícil de comprender para alguien profano a este deporte qué satisfacción pueda haber en pegarle un palo a una bolita. Pues la hay. Veréis: yo siento que es la perfección en la ejecución del golpe. Sabes que como te distraigas en cualquier detalle mínimo el golpe saldrá fallido. Postura de la espalda, las piernas en su sitio, ligeramente flexionadas y apretadas al suelo como si estuviesen atornilladas, codos extendidos, y sin perder nunca de vista la bola, sobre todo en el mismo momento del impacto. Da un cierto gusto en los intestinos (parecido a cuando de jóvenes le veíamos una rayita de bragas a cualquier gachís sentada de regular manera) ver el vuelo de la bola hasta el cielo y la caída luego a plomo cincuenta metros más allá. Es lo que más me gusta de esto. Lo de meterla en el agujerito me llama menos la atención, ya sabéis, a nuestra edad hemos perdido bastante habilidad en ciertas cosas del meter, más que nada por la vista, como decía el del chiste.

Y por culpa de ese muerto en mis figuraciones fantasiosas me veo ya en la comisaría declarando ante un comisario al que me imagino bajito y calvo como Montalbano, mire usted que esto ha sido un accidente, una mala suerte, yo estaba completamente solo, cómo iba a pensar en que pudiese aparecer alguien de pronto... Sí -me contesta-, pero comprenderá usted que es una temeridad ponerse a jugar al golf en un sitio público... Bueno, y entonces qué hacemos -pregunto yo-. Pues esto -me dice el comisario- es un homicidio involuntario y tiene pena de cárcel... En fin, yo creo que ahí ya me dormí. Menos mal.

El caso es que al día siguiente, en mi campo ése que os he dicho, pegué un bolazo extraordinario con mi drive del 3 que voló ciento cincuenta metros por lo menos, y que, según iba cayendo la bola, apareció de la nada entre las retamas un buscador de espárragos. No me asusté mucho porque la bola cayó al menos diez metros más lejos, pero me hizo pensar. Joer, una premonición.

Bueno, en estas cosas me entretengo ahora por las mañanas. Las tardes las distraigo elaborando torrijas, caracolas de pasas y otras exquisiteces caseras, mientras me llega la hora de la operación de la dichosa ciática. Y siempre con el móvil en el bolsillo... Por si me llaman pa vacunarme.

  

jueves, 8 de abril de 2021

"Por favor, no llevarse las llaves de las taquillas"

Me provocó un pequeño ataque de risa leer ese cartelito de "no llevarse las llaves de la taquilla", escrito, además con muy mala letra de rotulador en una octavilla descolorida que pendía casi desclavada de la pared. Me vino bien. Y pensé en esa gente que compra en Mercadona y que se lleva las llaves del cierre de los carritos. ¿Para qué querrá la gente esas llaves? -se pregunta uno. En fin, digo que me hizo sonreír y aliviar un poco mi ánimo.

Sí, porque estaban dando las diez de la mañana, y yo, citado para mi epidural a las ocho y media, llevaba más de una hora sentado en el pasillo esperando que me llamaran. En el pasillo, sí, porque como soy tan aprehensivo no quería entremezclarme con otra gente que aguardaba, como yo, su turno de quirófano ambulatorio en la sala de espera. No. Yo, en el pasillo. Y sin la Peque, que no podía entrar por aquello de la seguridad Covid "Pero si yo ya estoy vacunada". Pues tampoco.

Y sin haber desayunado. "Veremos a ver si me va a dar un jamacuco de los míos..." "Ni se te vaya a ocurrir dar ahí dentro un espectáculo" -me había anticipado mi señora. Mi hermano Juan y yo somos mucho de esto, de los síncopes espectaculares en los hospitales. E intentaba distraerme pensando en las gansadas de mis nietos. "Abuelo -me decía días atrás el chico, el Daniel, un demonio- ¿pa qué te van a pinchar en el culo, pa no pegarte peos?" Me nombra como su abuelo el pedorro. Uno es como es. En mi años más tiernos, en el Convento, mis coleguillas de entonces, "El cabo Jiménez", Manolo "Piita", José María "El Cateto", José "El Botón", "Jeromo", Juan "El Pavito", Juan de "Chaparrito", "Churrete"... me pusieron el zafio y meritorio apodo de "José María Peos". La historia se repite.

Una voz por megafonía, nombrándome, me saca de mis ensoñaciones. "Sí, un servidor". Por fin... Un celador menudo y afable me conduce hasta un vestuario. El de las taquillas con sus llaves. La verdad no les aprecio nada que tiente a nadie a llevárselas. No sé... Un vestuario muy cutre, la verdad. "Aquí tiene usted los papis pa los pies, el gorrito pa la cabeza, la bata, se la pone usted abierta para atrás; se puede dejar los pantalones y los zapatos (vaya, pensé riéndome por dentro, un rato rebuscando en mi armario calcetines sin tomates, pa na); el resto de la ropa, el cinturón, las monedas... todo lo metálico lo deja usted dentro de la taquilla".

Mientras procedo calmoso para no equivocarme y ponerme los papis en la cabeza y los gorritos en los zapatos (no sería la primera vez), se me viene al pensamiento una de las varias pizcas de calidad que nos falta en lo público para rozar la excelencia, acabar con el cutrerío hotelero, por ejemplo: salas de espera mejor habilitadas y adornadas; vestuarios modernos, sin taquillas mohosas y desvencijadas y sin cartelitos tan catetos. Y mayor puntualidad en las citas. Y me da por pensar si no hubiese sido más acertado haberme hecho la epidural por lo privado, en Córdoba, donde un anestesista muy afamado me tenía pre concertada la intervención en el hospital de la Cruz Roja. "¿Cuánto me va costar?" -le había espetado unas semanas antes en su consulta. "Lo que es yo -me dijo- no te voy a cobrar nada, pero el hospital te cobrará unos cuatrocientos euros por ocupar un quirófano". La Peque, con ese lenguaje no verbal que tan requetebién dominan las féminas, me dejaba claro que sí, que sí, que sí. Pero ya sabéis todos de mi racanería. No es nada nuevo ni sorprendente. "No. Entonces, no -le respondí con franqueza. Puedo esperar diez días y hacérmelo en Málaga, en lo público". Y tan amigos.

Entrar en el quirófano y despejárseme del todo cualquier duda fue todo uno. Ya no me importa la larga espera, el ayuno prolongado, la zozobra en el pasillo, la incomodidad del vestuario, el haberme perdido un par de veces en busca del pabellón 5, planta segunda. Estoy en mi mundo. Como si estuviese en Valme: dos celadores, dos mediquitas, seguramente residentes de anestesia, lindísimas, me reciben como si me conocieran de toda la vida. Y don Mariano, mi anestesista, el que me va a colocar el rejón de diez centímetros en toda la raspa: "Buenos días, doctor -me sonríe-. ¿Are you ready?" "Preparadísimo y ansiosísimo por acabar ya con todo esto" -le contesto ya totalmente liberado de tensión. "Pues, vamos allá. Esto son diez minutos, no más".

Y así fue. "Ea, a juir por ahí" -me dice el tío. "¿Ya está?" -me levanto de la camilla. "Hemos acabado. Haz tu vida normal, sin miramientos. Puedes conducir ahora mismo, no te he puesto anestésico, solo la Betametasona, ya sabes. Y dentro de un par de días o tres notarás la mejoría. Esperemos que así sea". Y me despedí de todos a codazos, dándoles efusivas gracias.

Amigos, no hace falta que os lo diga. Así es el seguro: mucho cutrerío en lo accesorio; la pesada losa de la listas de espera, verdadero talón de Aquiles del sistema; mucho que avanzar en intimidad y seguridad, cierto, no todo son bondades. Pero, amigo, en lo que toca a calidad en lo sustantivo, en el personal, su disposición y su capacitación... Ahí no hay quien nos unte salivita en la oreja.

Ya os contaré cómo voy.


miércoles, 7 de abril de 2021

En la pescadería

Hoy, mis queridos lectores, os voy a entretener con una escena costumbrista. Un cuento. Pero con un toque de rabiosa actualidad. Con personajes reales, y con una trama que os resultará tremendamente familiar a muchas de vosotras, abuelas sesentonas. No es que el autor pretenda, ni mucho menos, ningunear a los abuelos, ¡qué va! Simplemente, que "la obra" se adapta mejor al papel de las abuelas, las madres de nuestras hijas y de nuestros hijos, ya me entendéis. Sí debo aclarar que, aunque real el guion como la vida misma, he almibarado un poquito el final. Para que todo el mundo quede bien.

Además, hoy la cosa cuenta con una novedad de género literario. En vez de un relato novelado, voy a adentrarme en el terreno del teatro. Se me ha ocurrido así por curiosidad "envidiosa" de mi amiga Caty, que lo borda; y luego, porque vengo de pincharme la epidural para mi ciática y no tengo ganas de escribir mucho. No queráis compararme con Caty, en cien años que yo viviera no podría ni acercarme a un metro de su imaginación y creatividad en esto del arte dramático. Simplemente, un si sale. Bueno, vamos allá.


ESCENA 1 (y única)


El escenario representa una pescadería. No de esas de Mercadona o de Carrefour, no. Un local de pueblo. Alejandro (el pescadero) y Ana (su mujer) aparecen de espaldas al público, afanados sobre una balda de piedra en destripar, lavar, cortar y envasar merluzas, bacaladillas o lubinas. Preparando los recados. En un ratito, Antoñita, una recién jubilada muy pizpireta, clienta habitual de la casa, entra en el local acompañada de su hija Carmen, que hoy ha terminado sus clases a una hora temprana y gusta de visitar la casa de sus padres, muy cerquita de la pescadería. En el amplio mostrador ambas mujeres peritan las bondades y frescura del género expuesto. La madre se pirra por los boquerones; la hija, por los lenguados y las Zamburiñas...

ANTOÑITA (ataviada de medio pelo porque viene de Málaga, de acompañar a su marido. No con su ropa de andar del diario. Pero con su desenvoltura acostumbrada) Alejandro, Ana... Buenos días. ¡Qué bien! Hoy tenéis boquerones grandes, los mejores para echarlos en vinagre...!

ALEJANDRO (Se vuelve hacia las mujeres. Hombre joven, no llegará a los cuarenta, jovial y entrante. Guantes de goma hasta los codos; delantal blanco salpicado de sanguasa; cuchillo disuasivo en la mano derecha...) Buenos días, señoras mías. Vaya que sí, boquerones de los que te gustan. ¿Y qué me dices de estos lenguados hermosos para tus nietos, eh?

ANA (se mete en la conversación. Mujer maciza y de sureñas "jechuras". Morena y de viva mirada. Guantes y delantal de parecido jaez al de su marido) 

Para los nietos y para la hija, ¡eh, Carmen! (se dirige a Carmen, guasona y guiñándole un ojo).

CARMEN (vestida formal, viene del Instituto, de dar sus clases de Biología. Una muchacha moderna, pero nada pija. De paladar total, anda cautiva del régimen, del nutricionista al pádel, menos un día libre que puede comer lo que quiera. Y es hoy ese día) 

Sí, es verdad, están riquísimos. Nada que ver con los de los supermercados. Este Alejandro se ve que se lo trabaja bien... Pero, a mí lo que me encanta de este local son las zamburiñas. Nunca había probado un bocado tan raro, tan exquisito. Te diré que, para mí, más sabroso que las ostras, fíjate.

ANTOÑITA (mostrando prisa)   Bueno, vamos a lo que vamos; que llevo levantada desde las seis de la mañana, y me toca hoy hacer de comer, que mi marido se ha acostado nada más llegar del hospital, el probe... (Se extrañan los pescaderos, y ella les aclara) No, nada serio. Que le han pinchado una epidural en la raspa por una ciática que tiene.

ALEJANDRO (presto a atenderlas)  Ea, pues venga. Vosotras diréis.


La escena continúa con los alternativos pedidos de madre e hija: cuatro lenguados para los nietos pide la madre; ocho zamburiñas pide la hija; una lubina salvaje, la madre; Un choco grande para hacerlo con papas, la hija... Y Alejandro, manos a la obra.


ALEJANDRO (terminado el pedido y echando mano de la calculadora)  ¿Junto todo o por separado?

ANTOÑITA  (con su mijita de cachondeo)    ¿Tú qué crees?

ANA  ¡¡Donde se ponga una madre...!!

CARMEN (en viendo la indirecta y observando a su madre echar mano del monedero)   No, no; esta vez pago yo, eh Alejandro. Invito yo, joer. Hoy me voy a tirar el moco, ea. (Y blande ante todos su flamante tarjeta).

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Lo que Alejandro no sabía (ni yo tampoco) es que la tarjeta que Carmen exhibe, sea por error o con intención, es la de una cuenta de sus padres, que la tienen a ella de asociada, o como se diga. Total, todo queda en casa.

¿Realidad o ficción?



 

viernes, 2 de abril de 2021

Sed tengo...

La quinta, estando sediento

por estar tan desangrado

dijo casi sin aliento

sed tengo, y le fue dado

hiel y vinagre al momento



El sermón de las tres horas (las Siete Palabras) era el acto litúrgico más multitudinario de nuestra Semana Santa en Palenciana. Tarde del Viernes Santo. Luto general. Todo el pueblo cerrado y mustio. Iglesia abarrotada. Recogimiento. Hombres en la izquierda; mujeres, a la derecha. Una parte nutrida de la Centuria, en el presbiterio, oculta al público por el gran velo azulón que pende desde el techo hasta el suelo. Cuchicheos muy apagados. Impaciencia porque empiece el acto. Primer aviso del cura. Severo, serio, circunspecto. Con don Juan González en el púlpito era verdad lo de las tres horas largas. Luego, el tiempo, ese trilero que todo lo envuelve para cambiarlo, ha ido aliviando cada vez más la cansina espera. Y alcanzar el momento final, apoteósico, en el que, tras acabar la última Palabra, y muerto el Cristo, mi chacho "Porrera" rasgaba con su espada el grandioso telón, y toda la iglesia se estremecía con el tronar ensordecedor de tambores y cornetas... 

Aún habiendo resistido a los años, este acto ya no es lo que era. Ahora no llegará a una hora. A continuación, resulta muy atractiva la teatralización del llamado "Paso de Longinos", el soldado romano que penetró con su lanza el costado del Señor. Una recuperación muy acertada de un elemento litúrgico y cultural de nuestros ancestros.

El formato argumental del sermón de las siete palabras consiste en el glosario que realiza el sacerdote acerca de cada una de las Palabras últimas que Cristo exhaló desde la Cruz. Enjuga la obligada seriedad del acto el canto coral que se intercala previo a cada una de las Palabras.

La quinta Palabra, "Tengo sed", ha sido siempre una de las preferidas por todos los curas que han pasado por el pueblo, la que más ha dado de sí. El sacerdote, sabiamente, extrapola la sed de agua a otros tipos de sed que pudiera tener nuestro Señor en esos momentos de agonía: sed de justicia, de caridad, sed de pureza, de esperanza, sed de santidad... Y si un servidor hubiese continuado su vocación sacerdotal, y hoy, Viernes Santo, estuviese al cargo de dar mi sermón, me explayaría en  la exégesis de este "Tengo sed". Y diría que en estos días de incertidumbre y desasosiego por el condenado virus, nuestro Señor tiene sed de civismo, de solidaridad, de sacrificio. Y señalaría con dedo acusador a tanto fiel que se amontona en las colas para visitar los pasos sin guardar la distancia debida, incluso con la mascarilla en la barbilla; y me enfrentaría a estos otros devotos que se han pasado por el forro los límites perimetrales para venir a sus pueblos a ver a sus "santos"; y mostraría mi enfado y mi indignación al saber que tantas personas de bien se han desplazado a segundas residencias a pasar sus vacaciones; y fustigaría con prosodia altisonante a los jóvenes (y no tanto) que frecuentan fiestas familiares y sociales a escondidas... En fin... Hemos creado una sociedad débil y facilona en la que la gente no ha mamado la capacidad para el sacrificio, no aguanta la sed: sed de diversión, sed de palique, sed de socializar, sed de libertinaje, sed de viajar... Por encima de cualquier otra consideración, la gente tiene que satisfacer su sed. ¡Cristianos del mundo -les exhortaría yo-: Jesucristo tuvo mucha sed y le dieron hiel y vinagre para beber!

Joer, quería escribiros un artículo de los míos, y me ha salido un sermón de don Juan.  




 

jueves, 1 de abril de 2021

El día del perdón y de la emoción

¡Qué raro para cualquier palencianero un Jueves Santo sin Romanos ni diana callejera...! Se despierta la gente asombrada con el silencio y la quietud en las calles. Esta mañana, muy temprano, alguien del wassapt familiar nos ha enviado un audio con la diana de la Centuria. Recién levantados, la Peque y yo nos hemos emocionado. 

En mi pueblo, la Semana Santa, la de verdad, comienza el Jueves Santo. Es el segundo día más grande de Palenciana, después del quince de agosto. Y el primer gran hito de ese día es contemplar el desfile mañanero de los Romanos, colorista, armonioso y marcial. Y musical. Los más perezosos, en pijama, se asoman a las ventanas de sus dormitorios para escuchar los tambores y las trompetas y atisbar el cortejo por entre las rendijas de las persianas. Para mi gusto, es éste el momento más deseado de este gran día. Y para mis hermanos, también. Luego se van sucediendo otros muchos, igualmente vistosos y bulliciosos: los ágapes -las convidás- en las casas de los "mandos"; el peregrinaje callejero detrás de los "soldados romanos"; el acto solemne -casi sagrado- de "sacar" la bandera de la Centuria... No hay en mi pueblo un acto social que concite más a la gente que éste de la bandera en la calle Sol. Si yo tuviese que elegir una seña identitaria que señale a cualquier palencianero diría, sin dudarlo, que en lo religioso, la Virgen del Carmen; y en lo lúdico, la Centuria Romana. Y todo ello impregnado y envuelto en los olores consabidos a borrachuelos, flores fritas y magdalenas. Y a la anochecida, el acto más solemne y de verdadero recogimiento espiritual: la salida del "Nazareno", un rostro tan humano, humilde y vulnerable que parece que te está mirando de verdad. Impresiona. Lo hacía cuando yo era niño y joven; y lo sigue haciendo ahora. Me mira. Y lo bueno de este Cristo es que no hay tristeza en su mirada. Ni reproche. Sólo piedad y perdón. Admirable.

De niño, además, el Jueves Santo era el único día en que nos librábamos los chaveas de regañuzas y alpargatazos maternos. "Te vas a librar por ser Jueves Santo" -nos sentenciaban nuestras madres. Costumbre que ha pervivido por los años. Esta misma mañana, la Peque me ha perdonado una de mis "fechorías" de ayer en la lista de la compra, que resulta que compré huevos de gallinas camperas, pero que venían de Galicia. "Anda, no te voy a decir nada porque hoy es Jueves Santo, pero vaya..." Pero es verdad. Cuando haces las cosas por obligación, sin ponerle la pasión necesaria, te puedes equivocar. Lo único que yo compro con verdadera pasión, con gusto y con frenesí son los pasteles, me cachis ya. Lo demás lo hago a desgana. Y se nota.

En nuestro primer año de seminario, los curas hicieron la probatura -la putada- de dejarnos sin vacaciones de Semana Santa. En su lugar, ejercicios espirituales. Un fiasco total. La murria se apoderó de todos nosotros, curas incluidos. Una eterna semana de velatorio sumidos todos en la tristeza y el sufrimiento. No hay derecho a someter a unos niños de doce años a seis meses de ausencia familiar y mundana. No volvió a repetirse, afortunadamente. No recuerdo haber llorado nunca de pena en el seminario, ni siquiera aquel primer día terrible en que te ves, de pronto, solo y abandonado en mitad de un paraje desconocido, extraño y abrumador. Pero ese Jueves Santo del año del Señor de 1965, sí eché mis lagrimitas. Por los borrachuelos de mi chacha Bibi; por las sábanas calentitas de mi abuela; por los abrazos de mi madre; por la mirada complacida de mi padre; por las pecas tan bonitas de mi hermana Josefa; por el son tumultuoso de los tambores a todas horas; por nuestro Nazareno, el Señor más bonito de todos los "Santos"...   

Jueves Santo en mi pueblo: emoción y perdón. Empieza abril con un día inmejorable: Jueves Santo. Y mi Peque vacunada. ¡Toma ya!

¡Feliz Semana Santa para todos!