Le echo trece años. Ni uno más ni uno menos. Empezando a hormonar. Esa edad basturrona en que los adolescentes se comportan como brutos entre ellos y como avergonzados entre los adultos. En su barbilla/ bebiendo sin mascarilla/ dos granos despachurrados/ le delatan como pajillero consumado. Me gusta versar con ripios. Se han sentado, su madre y él, enfrente de mí. El muchacho, tímido, no aparta su mirada del móvil por cuya pantallita sus dedos saltan ágiles como sábalos de río. Calzones cortos, a media pierna, y una camiseta del Barsa componen su juvenil indumentaria. Es su primer día. Resulta chocante un muchacho entre tanto vejestorio. Si está aquí, en espera de radioterapia, está claro que sufre un cáncer. Puede ser un linfoma de Hodgkin, un tumor renal (nefroblastoma, nada raro en jóvenes) o un sarcoma de Ewing... Una putada en cualquier caso. Estoy por meterme con él y su camiseta, pero alguien se me adelanta.
Nos conocemos todos en la sala de espera, somos siempre los mismos a la misma hora: un guiri alto y calvo y serio, que se pasa todo el rato leyendo; dos mujeres ya entradas en edad, con sus respectivos pañuelos en la cabeza a lo bandolero, y de un aspecto estupendo; una mujer guapa y hermosa, jaquetona ella, caballo grande; dos ancianos algo desmejorados con sus vestimentas camperas; un hombre grueso y quejica, de esos que protestan por todo, hasta de tener un puñado de tábarros en el culo; otro hombre de mi edad, más o menos, que viene en ambulancia desde Teba, y que es la alegría de la casa. Y yo, que poco a poco voy entrando en escena.
El hombre simpático, el de Teba, se levanta y se acerca al muchacho.
-Hola, chaval, ¿puedo tocarte la camiseta? -le pregunta con toda la guasa. El muchacho lo mira como si tuviera delante a un enajenado. Ante la risa de los demás, accede.
-Vale, como usted quiera - responde serio.
-¿Es del Barsa, verdad?
Y acto seguido, pasa su mano por la espalda del muchacho rozando apenas la camiseta. En un momento determinado, y ante la general sorpresa, retira su mano de manera brusca y rápida.
-Macho, macho -se dirige a la concurrencia-, ¡¡pos no que me ha dao un calambraso, la mu cabrona!!!...
Ahora, el muchacho no puede aguantar la risa y se suma al coro de guasa de toda la sala.
Me gustan las personas que tienen esa habilidad natural de romper el hielo; que poseen el don de la oportunidad; que conocen los secretos del hacer reír sin molestar; que han sido tocadas con la varita de la sensibilidad y la empatía. Siempre he procurado caminar por ese sendero de optimismo aun a costa de bastantes imprudencias.
Y me disgusta mucho, me entristece, la enfermedad en la gente joven. No pega. No pega ese muchacho en esta sala. Ni pega una sala entera ocupada por muchachos. No. Viendo la energía y la salud que derrochan mis nietos siente uno cargo de conciencia por estos jovencitos y niños que tan chicos ya tienen que cargar con el pesado fardo de la enfermedad. No hay derecho. Para eso estamos los viejos, para aguantar lo que nos venga. Hemos vivido lo nuestro y sabemos lo que ahora nos toca. Y lo aceptamos con desigual gallardía, unos más, otros menos. Pero los muchachos en flor... No y mil veces no. La Naturaleza, Dios de Espinoza, se ha equivocado en este asunto concreto. Si, por ahora, es ley de vida el enfermar y el morir, debería dejarnos vivir sanos y salvos hasta... qué digo yo, pongamos los setenta. Y de ahí en adelante que nos eche a los leones. Ojalá termine pronto y con éxito el calvario de este jovencito y el de su familia. Manque sean del Barsa.
-Perdona, chaval -sigue el de Teba-, es que en mi pueblo semos tos del Madrid.