Normalmente, nuestras estancias veraniegas en San Sebastián transcurren entre las sociedades de los amigos, alguna visita a los pueblos costeros y las juergas gastro-folclóricas en el caserío de Jesús y Begoña, nuestros anfitriones. Miguel con su guitarra y su cante es el alma de las veladas, sin menoscabo del duende de la Peque al baile y del arranque explosivo de espontáneos, que siempre los hay. Jesús y Paco son andaluces afincados en San Sebastián de por vida. Conocen el País Vasco mejor que la propia Andalucía, y me comentan que "estos vascongados" nos ven a los andaluces como gente exótica, tocada por la magia del arte. Y, la verdad, puede que sea así, pero precisamente Paco y Jesús no dan para esa talla. Paco, ameno conversador, atesora una vasta cultura, es un intelectual intimista; y Jesús tiene tan poco de andaluz que no tolera el sol, fíjate tú, y sólo está conforme leyendo, jugando al ajedrez o al mus, o haciendo de cocinilla. Aunque justo es concederles a ambos el buen gusto por la charla, el vino y el flamenco.
Nada que ver con las visitas de ellos, los vascongados, a nuestra Andalucía: no tienen asiento; no paran. Constreñidos en una tierra exigua entre mar y montañas, se encandilan con nuestros campos infinitos; aburridos de tanto bosque espeso e impracticable, alucinan con la inmensidad abierta de nuestros olivares; acostumbrados a las distancias cortas, se echan a nuestras carreteras sin rumbo fijo. De Córdoba a Sevilla, a Málaga, Écija, Antequera o Jerez, no les queda ya rincón andaluz por recorrer. Al no poder con su ritmo, los amigos de aquí les dejamos a su bola. Y tan felices.
Hubo un tiempo, sin embargo, en que para la mayoría de los españoles resultaba impensable visitar Las Vascongadas. Afortunadamente, ese tiempo ya es historia. Historia negra, ciertamente. Historia cruel y maldita. Pero historia. Con un ambiente social aún incierto, hace quince años me propusieron desde mi hospital trasladarme durante dos meses a San Sebastián para aprender un método novedoso de manejo clínico llamado "medicina basada en la evidencia", cuyo máximo exponente en España era un médico internista excelente, las cosas por su nombre. De un trato exquisito hacia los pacientes, y muy crítico con los privilegios médicos en el hospital -la bata blanca, decía-, la única mácula que yo le encontraba era su mal disimulada querencia con la cuerda abertzale. Me tocó el tiempo en que, entre mis enfermos, se encontraba ingresado el etarra De Juana Chaos, en huelga de hambre. Le vi la cara en muchas ocasiones, claro, pero a ninguno de los médicos nos estaba permitido tratarlo, salvo al jefe médico. Tiempos de zozobra y angustia en que cualquier español rechazaría de plano el más mínimo contacto con gente de aquel jaez, podría yo sin ni siquiera haber deshecho la maleta haber regresado a Sevilla. Pero aguanté el tirón. ¿Valentía? ¿Vergüenza torera?...No sabría decirlo. Ahora, echando la vista atrás, me alegro de mi decisión, pero en aquellos primeros días dudosos las pasé canutas. En el hospital procuré -y lo conseguí- intimar con otros internistas nada sospechosos. Y fuera, fui abducido por la sincera amistad de un puñado grande de vascos. Ellos y ellas han sido los responsables de mi devoción donostiarra. Y en eso estamos.
De aquellos mimbres, estos cestos. Disfruto de mis amigos vascos. Y me complace comprobar que aquella tierra tan privilegiada en su orografía, clima y gastronomía vuelve a ser patrimonio de todos. Quizá sean estas gentes las más parecidas a nosotros, los andaluces, en lo que respecta, sobre todo, al gusto por el buen vivir, la buena comida, la alegría en las calles, la jovial camaradería en las pandillas -cuadrillas las llaman allí. Les encanta lo andaluz, nuestro sol, nuestras playas y nuestro jamón de brillito. Prefieren, no obstante, su bonito del norte por encima de nuestro atún de Barbate, pero se pirran por nuestra manzanilla y nuestras ferias. Y por los toros, ¡maldita sea! "Qué bonita está Sevilla/ en sus tardes estelares./ En la barra, manzanilla;/ en la arena, Manzanares", escribe mi amigo Félix, el más veterano de la cuadrilla, en su libro de poemas.
Por ello me resultó chocante, en la tarde de calabobos intermitente en el caserío, en el debate improvisado acerca del sentido de la vida -la sidra nos pone trascendentes-, que alguien se pronunciara de una manera tan negativa. "Si me ofrecieran elegir, yo no volvería a nacer", dijo. Y añadió que el mundo que estamos dejando a la posteridad quizá no valga la pena padecerlo. La vida es lo mejor que tenemos, dije yo. Incluso en condiciones pésimas, la gente quiere seguir viviendo. Quizás nos aferremos a una esperanza de que todo puede cambiar para mejor, no lo sé, pero el caso es que muy poca gente desea morirse así como así. Huyo del catastrofismo, no soy persona apocalíptica, sino positiva. Nuestros bisnietos vivirán en un mundo mejor que el nuestro, así lo visualizo, así lo espero. Mil veces que me lo propusiesen, mil veces aceptaría volver a nacer y ser la misma persona que soy. Y me volvería a enamorar y a casar con la Peque. Que se fastidie. Tendría una nueva réplica de mi hija y de mis nietos. Y otra vez y mil veces más, me haría seminarista para tener los mismos amigos, y luego, médico para llevar esperanza y sosiego a la gente necesitada. Y subiría a San Sebastián con la misma frecuencia con la que Ramiro y María José bajan a Córdoba o Sevilla. Con ciertas mejoras, repetiría mi vida actual por mil veces más. Ea. Para eso soy un hombre rutinario.
No todo en nuestros encuentros se resume en panem et circenses, no sólo de pan vive el hombre, sino también de la charla sosegada en confortable compañía.
No me disgusta la forma de vida que llevan nuestros amigos de allí, yo creo que lo que dicen,de no volver a nacer,no lo piensan, por lo menos mientras estamos con ellos se lo pasan bomba.creo que se quejan de vicio
ResponderEliminarLo de volver, o no, a nacer excede mis actuales condiciones metafísicas, necesito una sobredosis de sidra, por lo demás que me quiten lo bailao y lo por bailar y además en cien años, como se dice, el país vasco será, casi, casi Andalucía.
ResponderEliminarMe parece interesantísimo que alguien proponga un tema tan vital. Sufrir es una condición casi inevitable en cualquier vida humana. En mayor o menor medida todos sufrimos.
ResponderEliminarSi el sufrimiento se volviera excesivo e irremediable yo también rompería la baraja, aunque mi lema sea resistir vivo cuanto me sea posible, (de ahí que no me haya vacunado).
Pero la pregunta fuerte que subyace en el "me quiero morir" creo que tiene más que ver con "¿para qué sigo viviendo?
Sin libertad no existe lugar para la creatividad y hay personas que no toleran la exclavitud o el vacío, aunque no son muchas.
Cada cual le da un sentido a su vida de acuerdo a su ego o personalidad. Si se produce un desequilibrio grave entre mente y espíritu pueden aparecer depresión o locura, y al perderse el amor a la vida TANATOS toma su lugar.
Respecto a estar dispuestos a repetir la misma vida porque estamos satisfechos de lo vivido, puede parecer una actitud loable pero supone un cierto conformismo y escasa autocrítica.
Siempre hay cosas que corregir, mejorar y aprender; de lo contrario estaríamos en una dimensión inimaginable.
Y lo de que la Peque se aguante y te aguante vida tras vida no creo que la Peque te lo compre, (seguro que ella te dirá cuatro cositas en las que deberías mejorar. Yo en tu lugar le daría las gracias por perdonarte tanto atrevimiento).
Gracias por este y los demás relatos que nos ofreces con tan encomiable humor.
Amigo Pedro, en sacándote del mundo pandémico, eres un verdadero maestro. Encuentro acertadísimas tus reflexiones. Por supuesto que la Peque cambiaría de vida y de maromo si el hados se lo permitiera. Por mi parte, en efecto soy un conformista feliz. Un abrazo.
Eliminar