sábado, 28 de junio de 2025

Laicismo en el pueblo

Predicar el laicismo en el pueblo de uno, donde uno vive, es una tarea complicada. 

En primer lugar, porque, por mucho que uno insista en explicaciones, mucha gente sigue creyendo que los laicistas somos todos unos ateos redomados y unos anti religión. Para esta gente, los laicistas queremos derribar los muros sagrados de nuestras tradiciones más queridas e identitarias del pueblo:  las procesiones, las romerías, las novenas marianas... Y, si nos dejaran, hasta acabaríamos con los curas y con las iglesias: unos anti Cristo. Y esto no es así. Tengamos en cuenta que no pocos creyentes son laicistas y que los no creyentes, por encima de nuestra no creencia, abanderamos la libertad de conciencia, es decir, consideramos lícito y natural que cada cual sea fiel a su creencia, a su conciencia. 

Lo que, de verdad, deseamos los laicos, lo que más nos importa y nos afecta es una verdadera separación entre Iglesia y Estado. Nos apoyamos para ello en nuestra propia idea de cómo debe funcionar una democracia y disponemos también del refrendo de nuestra Carta Magna que define España como un estado aconfesional, esto es, ninguna religión tendrá carácter estatal. Y esto se traduce en la práctica en que el Estado deje de financiar a la Iglesia, que se anulen los acuerdos con la Santa Sede y que ninguna institución o persona públicas hagan ostentación de simbología religiosa de ningún tipo.

Pero luego está el hecho de que uno se ha criado aquí, en el pueblo, ha sido monaguillo y seminarista durante muchos años y aunque no se esperan brotes verdes de aquellas plantas de fe, las semillas, posiblemente marchitas, permanecen enterradas en el jardín del subconsciente. Digo yo que será así.

Es difícil, sí. Y cuando ocurre, cosa habitual en los pueblos, alguna incidencia de fricción entre tu ideología laicista y la tozuda tendencia confesional de las personas públicas, entonces quieres buscar una conciliación algunas veces imposible.

La inminente coronación canónica pontificia de nuestra patrona, la Virgen del Carmen, aparte de tener alborotado al pueblo, casi al completo, en una especie de expectación mística como si esperáramos una aparición sobrenatural, está suponiendo un remozamiento y adorno de todas las fachadas de la plaza y de la propia iglesia, cosa muy de agradecer. En este sentido, mi felicitación porque este evento produzca un efecto colateral muy deseable. ¿Quién va a pagar el elevado montante de tal acontecimiento, al parecer el más grande y glamuroso de toda la historia del pueblo?  Ahí está el quid. Muchos feligreses de a pie han donado joyas, oros y dineros. Muy bien que está. Lógicamente, tendrá que apechugar la Hermandad de La Virgen. Sin problema, como debe ser. También va a rascarse el bolsillo la acaudalada diócesis de Córdoba. Chapeau, como tiene que ser. Pero también el ayuntamiento va arrimar el hombro. ¿Es correcto? Para el laicismo duro, el teórico, no lo es. Un paisano cortijero, de cuerpo agostado por el sol de la era, pero de lúcidas entendederas, me decía siendo yo un joven seminarista: "Niño, a la iglesia, ni un duro, que Dios se lo pague." 

Sin embargo, bajando a la realidad práctica, uno, siempre bien pensado, considera que la iglesia del pueblo, aunque subrepticiamente apropiada por la diócesis, es patrimonio de todos, creyentes y condenados. Toda la gente de mi edad (y más jóvenes) hemos sido bautizados en ella, hemos hecho la primera comunión, nos hemos casado en sus reclinatorios, hemos asistido a los funerales de nuestros familiares y amigos... Es algo nuestro. Y en ese sentido, puedo digerir, con la ayuda de algún antiácido, la participación del consistorio en el mantenimiento de la misma.

Pero el hueso imposible de roer es lo del altar para la procesión del Corpus en el zaguán del ayuntamiento. No es que no se ajuste a la legalidad constitucional, simplemente no tiene ningún sentido como no sea congraciarse el alcalde con los votantes creyentes mucho más numerosos que los no creyentes. Pero ni así. Los altaritos los monta la gente en sus puertas, allá cada cual, y resultan bonitas alfombras de flores y balconadas de colchas de colores. ¡Pero en el ayuntamiento...! Es el ejemplo perfecto de lo que no procede. El ayuntamiento nos representa a todos los vecinos y no sólo a los creyentes. "¿Qué importancia tiene eso? Eso no hace daño a nadie". Bueno..., se trata del respeto. Los no creyentes retiramos los coches de nuestras puertas para más lucimiento de la procesión y salimos a la calle vestidos de limpio para no desentonar con el séquito. Y lo hacemos por respeto a los creyentes. El altar en el ayuntamiento, por el contrario, lo considero una falta de respeto hacia los no creyentes. Es la tónica habitual: ningún otro símbolo navideño me fascina más que un Belén. Pues aun así, creo que tampoco debería  montarse en las dependencias del ayuntamiento. ¡Y mira que queda bonito...!

Ya lo dijo Jesucristo: Dad al César lo del César y a Dios lo de Dios. Pues eso.

domingo, 18 de mayo de 2025

Se nos fue El Cuarti

Por diciembre del año pasado, Jaime y yo nos reunimos en Córdoba con Rafa Roldán Molina. Estaban él y Russé pasando unos días de vacaciones, quizás aprovechando los días de Navidad. Se encontraba Rafa recién salido del "Reina Sofía" donde había ingresado unos días antes por culpa de unas fiebres que no venían a cuento. Los médicos le encontraron una masa en el pulmón derecho, muy sospechosa de un tumor. Le recomendaron mantenerlo ingresado para completar el estudio, pero él decidió que no, que ya lo seguirían los médicos en su hospital de Santa Cruz. Y me llamó para pedirme opinión. Y nos vimos en Córdoba, como digo.

Rafa ya estaba delicado desde unos años antes. No por el tumor, sino por una enfermedad hepática crónica y una insuficiencia cardiaca. Salimos a pasear por las cercanías de la casa de su cuñada, donde se alojaba, y nos sentamos luego en uno de los bancos de una plaza de por allí. Lo encontré mucho mejor de lo que yo esperaba, dados los antecedentes. No podía caminar mucho, es verdad, enseguida se cansaba, pero su aspecto y su actitud positiva me parecieron encomiables.

Mi hermano, médico internista en activo, tuvo acceso a las radiografías y me las envió al móvil. En efecto, se trataba de un tumor pulmonar. Con todo, yo guardaba una última esperanza, un as en la manga, en el sentido de que en ocasiones hay neumonías que parecen tumores. Y una neumonía se cura. A eso me agarré. Tan motivado estaba con esa última posibilidad, que casi llegué a creérmela de verdad y hacerla creer a Russé y al propio Rafa. Días más tarde, regresaron a Tenerife con un Rafa pletórico de ganas y de esperanza. Las instrucciones eran que se repitiera la radiografía pasados unos 20 días, que suele ser el tiempo medio en que una neumonía desaparece por completo. Y a esperar.

Para nuestra desgracia, no acerté. Aquello seguía allí. Era un cáncer con todas las letras. En su hospital lo han tratado de lujo. Han hecho todo y más de lo que se podía. No respondió a la quimio. Hubo una respuesta inicial muy positiva a la radioterapia, pero totalmente insuficiente. Con todo, a su mujer y a sus dos hijas les puede quedar la satisfacción de unos meses en que Rafa, aun consciente de todo lo que se le venía encima, ha mantenido esa actitud positiva de "siempre palante", como él decía.

Ha muerto esta mañana en su hospital tras varios días de sedación. 

Se nos ha ido Rafa. Se nos ha ido el cariñoso y bondadoso "Cuartillas", el amo de la Procura, el gordito "sine pecue" como lo llamaba cariñosamente su amigo Antonio Lara. Un hombre valiente que, nada más dejar el seminario, se embarcó en un negocio de ropa, y luego de fotografía y cartelería en Santa Cruz de Tenerife. Y le ha ido muy bien. Hasta que fueron llegando las dichosas dolencias. Pero también llegaron los nietos, ¡ay los nietos y las nietas, la salvación de los jubiletas! Y, pese a a su hígado esquilmado, a su diabetes y a su corazón lastrado, ha sido un hombre feliz. Me consta que sí. Hace tres años, en un viaje del Imserso con la Peque por Tenerife, Russé y él nos agasajaron de lo lindo, nos llevaron a sitios recónditos y disfrutamos de su compañía. Y pudimos comprobar que su mala salud corría paralela a su excelente ánimo. Era un enfermo conforme con su destino, un enfermo feliz. Así es como lo recuerdo.

Y nosotros ahora, ya con una edad y duchos en los responsos del gori gori, nos vamos acostumbrando a esto de ir perdiendo amigos y compañeros y a preguntarnos con cierta resignación que quién será el siguiente. Y también, como Rafa, podemos gritar al destino aquello tan castizo de que "nos quiten lo bailao". 

Adiós, amigo. Te lo has currado a base de bien. Tu misión está más que cumplida.

sábado, 10 de mayo de 2025

Oda a una madre

Son las seis de la siesta de una tarde de mayo de sol intermitente y picante. Estoy regresando a mi casa desde las Eras Altas donde he asistido a una amiga con alguna pequeña dolencia. Es lo que tiene estar jubilado y sin obligaciones: siempre disponible. No sólo no me pesa, sino que me hace sentirme bien, útil para mi gente y merecedor de la generosa pensión que cobro. 

Todas las personas somos importantes en los pueblos, todas necesarias, todas hacemos alguna cosa por la comunidad. Me rebelo interiormente cuando escucho lenguas maledicentes que critican al "sinhaciendas" que vive tan ricamente de algún tipo de subsidio. Incluso ese haragán, de mañana de dominó en la taberna y su medio de "Cobos" o de escaqueo callejero como perro sin amo, es necesario: muy posiblemente, sea el cuidador de su anciano padre o quien le trae los mandados a su vecina recién operada del menisco o se queda al cuidado de sus sobrinos pequeños para que su hermana pueda desahogarse de lo doméstico con un ratito de pilates o escribe poemas o pinta cuadros figurativos de aceituneros del pío pío, que no hay talento sin ocio, o te da una lección de filosofía (no, de política, no, por favor) en plena calle. Todos somos precisos.

A pleno sol, por la calle Arroyo, sube cansinamente una anciana encorvada sobre su andador de ruedas. Me acerco a ella y va jadeando. Un reguerito de sudor perlado brota de su frente apergaminada y va surcando la arruga que cruza desde su sien izquierda hasta la comisura del labio. Como el agua de lluvia que aprovecha la escorrentía de la montaña para bajar al valle.

¡Carmen, por Dios! le regaño cariñosamente— ¿Cómo se te ocurre salir a estas horas con todo el sol pegándote en la cabeza? La iglesia está cerrada, mujer, espera al primer toque por lo menos.

No, no voy a la iglesia. Voy a ver a mi hija.

¿A tu hija a estas horas? ¡Pero si te falta un kilómetro, mujer! ¿No puede ser un poco más tarde?

Es mejor ahora. Más tarde hay mucha gente. Yo necesito andar, para allá voy cuesta abajo y luego me trae mi yerno en su coche.

Pero es que te va a dar algo, mujer, un tabardillo de ésos yo, dándole cuerda en la sombra para que recupere el resuello, mientras le seco el sudor con pañuelitos de papel de cocina que siempre llevo en el bolsillo por si a mi perrita le da por estercolar en la calle.

Me conoces muy bien y sabes que soy una mujer fuerte, no me va a dar nada. Y te digo una cosa más, José María: cuando una hija está enferma una madre no entiende de calores ni de cuestas.

Y se fue alejando despacito camino de la plaza. 

Y uno piensa que cualquier hijo puede sobrellevar más o menos bien la enfermedad de un padre o de una madre, pero una madre preferiría morirse antes de sufrir el tormento de una hija enferma.

Madres del pueblo, madres del mundo, veneros inagotables de amor sin condiciones, tesoros que por tan comunes y cercanos no valoramos en su justa y merecida medida.

¡Que vivan las madres!!!

(Y que vivan también los holgazanes hacendosos, hombre).



jueves, 8 de mayo de 2025

Annuntio vobis gaudium magnum: ¡¡¡Habemus Papam!!!

 León XIV se va a llamar el hombre. 

Y yo me pregunto que qué más nos da quien sea el nuevo Papa. Poco, muy poco, va a poder hacer para modernizar la Iglesia Católica, para ponerla al día de la realidad social de un mundo que viaja en el AVE de los avances tecnológicos y científicos y  de derechos (siempre que no haya robos de cable)  mientras ella lo hace en la bicicleta de los dogmas inmutables y desfasados. Dudo mucho de que el nuevo pontífice supere en humanidad y tolerancia a Francisco, un hombre bueno y muy bien intencionado, que, pese a ello, no consiguió apenas nada en aggiornar de una manera más racional y más cristiana todo el entramado político y económico del Vaticano. Intentó democratizar la Iglesia, acoger en su seno a seres vulnerables y desheredados, pero muchos obispos y cardenales siguen leyendo proclamas misóginas y homófobas en sus cartas pastorales.

Si por una especie de enajenación mental yo me volviera creyente por unos minutos me gustaría exponerle al nuevo Papa un decálogo de reflexiones que considero cruciales a la hora de cristianizar a la Iglesia Católica.

1.- La Iglesia dejará de ser un Estado, y la Ciudad del Vaticano, entregada al estado italiano que se hará cargo de la conservación de todo su patrimonio artístico. Desmontar la Banca Vaticana. Su obsceno capital financiero debería revertir en la subsistencia de los países pobres. Ello permitiría acabar con es trípode anticristiano de Iglesia, Dinero y Poder. Renunciar a Satanás y a sus pompas.

2.-La residencia del Papa debería trasladarse a una casa digna y bien acomodada en un país suramericano o africano, para dar ejemplo de verdadera austeridad.

3.-Suprimir toda la teatralización de la Liturgia. Jesucristo y los apóstoles no necesitaron adornarse con sotanas ni casullas ni otros ropajes llamativos, mitras, báculos.... en sus tareas de apostolado. De la misma manera, el clero debería vestir ropas normales en las celebraciones de misas y otros actos litúrgicos. Si de verdad creemos en el fervor y devoción de las procesiones como manifestaciones piadosas de la religiosidad popular, deberían ser más austeras y desproveerse de tanto exorno y boato. Menos apariencia y más substancia.

4.-Democratizar la Iglesia: hombres y mujeres deben tener igual cabida en ella, y no sólo como creyentes, sino también como clérigos en sus distintos órdenes. La misoginia y la homofobia serán declarados pecados mortales.

5.-Pedir perdón a la sociedad por tantos casos de abusos sexuales a menores y condenarlos de forma clara y contundente.

6.- Desmitificar dogmas anacrónicos e increíbles en la  actualidad, tales como el de la infalibilidad del Papa, la virginidad de María y el de la transubstanciación del pan y del vino. Nada de ello, creo yo, debería de chirriar en la fe cristiana. 

7.-Anular los Concordatos con los distintos países y asumir que la Iglesia debe financiarse por sus propios medios sin dependencia económica del Estado. Al César lo del César y a Dios lo de Dios.

8.- Difundir urbi et orbi que el compromiso de todo cristiano es amar al prójimo como a sí mismo. O por lo menos intentarlo. Premisa ésta necesaria para aclamar a pleno pulmón un no rotundo a las guerras, al hambre y al individualismo y un SÍ categórico a la solidaridad y a la justicia social.

9.- Si es verdad para los cristianos que Dios nos ha dado la gracia de vivir en este mundo, uno de los mandamientos debería ser cuidar de nuestro planeta.

10.- La Iglesia deberá obligarse a no seguir siendo una rémora para cualquier avance científico, médico o social, ni para la puesta en marcha de las leyes legítimas que otorgan derechos constitucionales. Avances y derechos que no están penalizados en ningún texto evangélico, sino en las mentes retrógradas de muchos de sus obispos. 

Si se ponen en marcha estos 10 mandamientos, prometo abrazar de nuevo la fe perdida.

martes, 6 de mayo de 2025

Jornadas charnegas

Tan hecho estoy a mi pueblo, pequeño y escondido, que siento predilección por las ciudades pequeñas y poco conocidas. Me atosigan los hervideros de calles sevillanas, malagueñas o granadinas -menos mal que no aún las de Córdoba- y me sosiega pasear por Antequera. Pongo por caso.

 Y hablando de Palenciana, días pasados una nutrida delegación del pueblo hemos arribado a Tarragona con la misión de presentar el libro de "Nuestros Cortijos" a la extensa colonia de paisanos nuestros que viven allí. Ha sido un encuentro muy emotivo y perfectamente orquestado por la familia de los Riveritas y allegados. Un centenar largo de criaturas de todas las edades nos concitamos en el salón de actos del colegio de abogados para entregarnos juntos a un saludable ejercicio de vivencias, recuerdos y nostalgias. Para quien esto escribe resultó enternecedor poder abrazar a personas muy queridas y rozadas, pero ya casi desaparecidas de la memoria visual: a mi chacha Bibi y a mis primos Manolo "Porrera" y Paco "El Puigdemont" ; al hijo de Pulichana, a los Miguelillos, a Francisca, la hija de Remualdillo, a Juan Linares "El Cortezón", a Antonio Castro, primo hermano de nuestro Castro de aquí, a Josefina y a su marido, a la extensa familia de la Dolorcillas Ruiz, a los Pintos, a los Gabrieles, a la familia de "La Bermeja", propietarios de la casa Pirri antes de que la comprara el Pirreño, a Pedro Velasco, a su hermano "Mesortes" y a la Luisa del Sordillo, a Dolores García y a José Espadas... Gentes valientes y heroicas, casi temerarias, que acertaron de lleno en aquellos tristes y desolados días de los años sesenta y setenta en que hicieron el hato y se despidieron del pueblo para darles a sus hijos una oportunidad de futuro que jamás podrían adquirir en Palenciana. Esos hijos son hoy abogados, empresarios, ingenieros, médicos, artistas de la música o de la pintura, empleados, jefes de distintos departamentos comerciales... Y, sobre todo, gente de bien que (algunos de ellos) sin ni siquiera haber nacido en Palenciana la llevan en el tuétanos de sus sentimientos.

Josefina de Blas, maestra de ceremonias, dirigió el cotarro con ese arte y gracejo únicos, dándole la voz y la palabra a los demás componentes de la mesa y a cuantos participantes del público la pidieron. Hablaron alto y claro, con graciosa solemnidad, la Conchi y la Antonia del Araíllo, Cele Rivera el amo del recinto y Frasqui Espadas, el arte hecho fotografía. Se leyeron textos escritos para la ocasión por nuestro alcalde, Frasqui de Blas y Cristóbal García, que, por distintos motivos, no pudieron asistir al acto. Allí hubo risas, aplausos, abrazos y lágrimas. Allí se respiraba el aire de los Cuatro Cantillos, de la esquina Rute, de la Plaza del Carmen, de las Eras Bajas. Allí estaba el todo Palenciana.

Y todavía quedaban días para disfrutar de una ciudad desconocida para mí y de unos amigos y anfitriones que se volcaron para satisfacernos hasta la saciedad. Me faltaría teclado para poder expresar nuestro agradecimiento más sincero a los celestinos y sus respectivas esposas, a Pepe Aragón Pinto y a Mercedes, por tantas atenciones y delicadezas con que nos han agasajado. Cómo no sería eso de la saciedad que hasta yo mismo, un ayunador intermitente concienzudo, hube de cenar cada una de esas noches y acostarme a las tantas de la madrugada. Una pasada. 

Es Tarragona una ciudad mediana cuyo principal atractivo turístico lo constituye el teatro romano de Tarraco, capital de la provincia Hispania Citerior Tarraconensis. Y, aun tratándose de un monumento formidable y digno de admiración, despreciado y expoliado por los vecinos para sus propias construcciones hasta hace bien poco y felizmente recuperado para la historia grandiosa de la ciudad, si yo tuviera que escoger mis preferencias como turista común de la Hispania Baetica, me quedaría con otras gracias que la adornan. Gracias menos postinosas, pero más auténticas para mi particular forma de entender los pueblos y a sus habitantes. Como cuando aprecias en una mujer la belleza y elegancia de su vestimenta impecable y ajustada que esculpe su figura, pero te fijas mucho más en la profundidad inabarcable de su mirada verde azulona o, simplemente, en esa mueca tan graciosa y bien pintada de su boca cuando te sonríe. Una cosa así.

He apreciado en esta ciudad el encanto de lo imperfecto, de un polo químico, motor de la economía, castigado en su apartado rincón del pensar, exhalando sus fumatas blancas de cónclave certero, para no molestar a las visitas; de los barrios periféricos como cinturones protectores del corazón de la ciudad; de las escaleras mecánicas lisiadas para obligar a la gente al sano suplicio del caminar empinado; el encanto de lo inacabado, de su catedral gótica descabezada de torres y de una escalinata sólo apta para atletas; el encanto de lo decadente, de sus callejuelas céntricas y sus casas de piedra romana esquilmada al teatro, de sus tabernas modernas cuyos soportales son excelsas columnas clásicas de dóricos capiteles, de sus plazas antiguas, foros de encuentro y diversión de sus gentes. Tarragona es una ciudad moderna que ha conseguido conservar el espíritu antiguo de los pueblos, aquel sencillo ejercicio del paseo de su gente, chicos y mayores, por la Rambla Nova, la arteria pedestre jalonada de bares y comercios, que se asoma temeraria y desafiante al Mare Nostrum (balcón del Mediterráneo) y que exhibe orgullosa el monumento a su héroe más genuino, Roger de Lauria, terror de los mares. Y cómo no, el discreto encanto de su paseo marítimo en alto que desde la atalaya domina el mar con su barquitos pintorescos y donde este domingo de mayo sopla un vientecillo travieso y picarón que ondula y levanta tan graciosamente la falda suelta y despreocupada de alguna mocita. Y uno ahí, tan tranquilo en medio de tanto viandante, como el que pasea despistado comiendo pipas, pero sin perder detalle de esta brisa tan cachonda.

Con todo, la gracia que más nos interesa a nosotros, paisanos de corazón, es que Tarragona sea la ciudad española que cuenta con más vecinos nacidos en Palenciana. Y dicho de otro modo, quizá más rotundo: los nacidos en Palenciana constituyen la población foránea más abundante en esta ciudad antigua, castiza y acogedora.

Creo que este tipo de actos deberíamos de celebrarlo una vez cada año se pone el Cipri la mar de contento en una de las opíparas cenas.

Mejor que sea en años bisiestos responde Francis con toda su guasa.Y creo que no toca bisiesto hasta el 2039.

Y aún nos quedaba la pequeña sorpresa del atasco de nuestro AVE de vuelta de una hora y media entre Toledo y Ciudad Real. ¡Pelillos a la mar!

  


  



martes, 29 de abril de 2025

Historias paralelas del apagón

Son las 11 de la mañana del día de después. Acaba de llegar la luz a mi pueblo. Cuando yo era un crío la luz llegaba a las 8 de la tarde, que era cuando era menester. Hoy, según parece, no podemos vivir sin ella.

Todo bien: mis dulces no se han descongelado; mi sobrina María consiguió llegar al pueblo a trancas y barrancas a las tantas de la noche, mis amigos Paqui y Jaime aguantan insomnes en la estación de Sants de Barcelona y mi amigo Pepe Esquinas acaba de entrar en el quirófano para operarse de su hernia. 

Hoy, pasada la tormenta, todo nos parece hasta gracioso, ya circulan chistes por las redes culpando del apagón a la prueba del alumbrado de la feria de Sevilla con tantas bombillas y freidoras, y fotos de Putin bajando los fusibles de la luz. Vista la cosa desde la corta perspectiva de sólo un día, todos tenemos la impresión de que pudo más en nuestra angustia la falta de comunicación que la propia falta de luz. Y lo más positivo: todo un día sin llamadas de spam. Pero vámonos al día de ayer.

A las 12,45 horas, terminada mi partida de golf, llego a mi casa seguramente al tiempo en que los trenes y los ascensores se paran en seco y que Pepe recibe un mensaje en su wassapt en el que se le retrasa la intervención programada para hoy. 

"Se ha ido la luz me dice la Peque, mi hermano no ha podido sacar su coche del garaje y se ha llevado el mío para ir a recoger a su María que viene de Granada". Me extrañó un poco que en la casa de campo de Antequera donde compro en negro los huevos camperos de gallinas no inscritas (clandestinas) tampoco hubiese luz. La dueña no respondía a los timbrazos y hube de emplear los nudillos a la antigua usanza para llamar a la puerta. "Perdona José María, es que me he quedado sin luz y sin móvil ahora mismo". En Palenciana se va la luz a ratos cada dos por tres, pero qué casualidad que también en Antequera. El colmo fue cuando mi sobrina Rocío viene a mi casa y dice que la ha llamado un amigo de Barcelona y le ha dicho que no hay luz en toda Cataluña. Ya me mosqueé de verdad.

A esa hora, Pepe Esquinas intentaba repetida e inútilmente comunicarme su frustración por la anulación de su quirófano, mi cuñado Antonio deambulaba nervioso por la estación de Antequera sin noticias de su hija y Jaime y Paqui eran descargados en un terraplén como mercancía fungible en las cercanías de Zaragoza. Todos ellos ya conocían lo que estaba pasando, pero yo aún no.

Me voy al coche y pongo la radio: apagón general en toda la península. Gente atrapada en trenes, en ascensores, colapsos en tiendas, en hospitales y en la circulación de grandes ciudades... Se me vienen a la cabeza cosas malas, que mi hija se haya quedado atrapada en el ascensor de su bloque, que se trate de un ataque terrorista y me acuerdo del famoso kit de supervivencia, que tengamos corralito en los bancos y no pueda sacar dinero y me ha pillado sin blanca en la casa... Algo muy gordo tiene que estar pasando. Nuestra imaginación está mucho más entrenada para lo malo que para lo bueno. Cuando imaginas que te va a tocar la lotería o el cuponazo sabes que se trata de una fantasía, pero cuando piensas en un ciberataque terrorista lo vives como una realidad aplastante e irrefutable.

Peque, ahora mismo nos vamos para Antequera, a ver cómo están los niños.

Y ella, tan tranquila:

Primero vamos a comer, que lo que sea que esté pasando nos pille comidos.

En minutos, el mundo se te viene abajo y compruebas con cierto desencanto la enorme dependencia que tenemos de la tecnología y la relativa facilidad con que elementos naturales, fatalidades imprevistas o gentes fanatizadas por ideologías pueden no sólo desquiciarnos, sino incluso aniquilarnos. Avisos tan graves como la pandemia reciente o este mismo de ayer deberían alertarnos seriamente sobre nuestra contingencia, nosotros los humanos que nos creemos el centro del Universo y somos apenas minúsculas criaturas pretenciosamente endiosadas.

Con el último bocado partimos hacia Antequera con nuestro pequeño hatillo de pastillas, alguna muda y nuestra perrita, por si las moscas. La radio nos tranquilizó: ya había luz por el norte de España y por algunas zonas del sur, la cosa se iba a solucionar en pocas o muchas horas... Y, por supuesto, mi Carmen no se había quedado atrapada en el ascensor. Dormí mi siesta reglamentaria, mis nietos se revolcaron conmigo hasta romperme las gafas y nos volvimos al pueblo, sin luz, pero la mar de contentos.

Minuto arriba, minuto abajo, por ese tiempo mi sobrina María tenía ya la espalda quemada del sol de la vega granadina. Su tren paró cerca de Villanueva de Mesía, la mayoría de la gente, estudiantes universitarios que fueron alojados más tarde en sendas naves industriales de esta localidad y de otra cercana, Tocón. Ella lo cuenta como una aventura inesperada y enervante. Cientos de criaturas hacinados en un local a oscuras. Y lo que más le llamó la atención fue la respuesta inmediata de los lugareños que se presentaron con mantas, agua, bocadillos y chucherías por si había niños pequeños, que los había. En el tren, mi sobrina había pegado hebra con otra joven desconocida que vivía en Loja. Los padres de la muchacha supieron milagrosamente el paradero en Tocón y fueron a buscarla. Y la muchacha invitó a mi sobrina a irse con ellos. Y ella, encantada de la vida. Después de recorrer las distintas estaciones en Antequera, Loja y Villanueva, mi cuñado logró averiguar el paradero de su hija en Tocón, pero cuando, por fin, a las 10 de la noche llegó a la nave un agente de protección civil le comunicó que esa muchachita bonita y de ojos grandes se había marchado con otra familia a Loja. Y ya, desanimado, cansado, hambriento y sabedor de la seguridad de su hija, se volvió para el pueblo. Y al llegar a su casa se topó con la enorme sorpresa de que su hija había llegado antes que él. La familia de Loja la acercó hasta Palenciana. "Si le hubiese pasado a mi hija, yo agradecería mucho que hubiesen hecho lo mismo con ella", sentenció la mujer. Somos muchos más los buenos que los malos en este mundo, pero los buenos no mandamos. Ese es el problema.

Peor, mucho pero les fue a Paqui y a Jaime, mis amigos viajeros que se las prometían tan felices camino de Carcassone y estuvieron todo el santo día tirados en terraplenes, a la intemperie, en tierra de nadie entre Zaragoza y Barcelona. Bien ordenados y asistidos por un excelente equipo de bomberos, es verdad, pero en medio del campo abierto sin arboleda ni sombras donde refugiarse del sol candente. Pero en todo podemos encontrar cierto encanto: Jaime me contaba hoy al mediodía la buena camaradería con tantos otros pasajeros, la mayoría de ellos catalanes que venían de Sevilla con el contento de haberle ganado al Madrid, que eso, para ellos, culés aferrados, lo repetirían mil veces con tal de traerse a casa la victoria, mira tú qué fanfarrones, el año que viene se van a enterar... También el sentimiento tan agradable de solidaridad y apoyo mutuo entre desconocidos, jóvenes que ayudan a viejos a bajar del tren, que cogen en brazos a niños pequeños para que las madres puedan siquiera desperezarse, gente que comparte fruta o bocadillos. Porque lo natural entre las personas es eso, ayudarse mutuamente. Lo más gracioso, según Jaime, eran los corrillos que hacían las mujeres entre ellas para ir a mear, que los hombres sacaban la churra en cualquier apartadillo. Y a las cuatro de la madrugada, ya con luz eléctrica, el tren los llevó hasta la estación de Sants en Barcelona. Y ahí siguen.

Mi amigo Pepe Esquinas anduvo todo el tiempo en su casa de Córdoba sin ningún otro desvelo que su operación presuntamente parada y su impotencia para comunicarse conmigo. Esta misma mañana, a las siete de la madrugada, y en ayunas como mandan los cánones sanitarios, ya estaba en admisión del "Reina Sofía", por si sonaba la flauta. "Ya le advertimos ayer que no iba a poder ser, caballero, que solamente se atenderán las intervenciones de urgencia, no las programadas". Y nuestro hombre, educado, muy educado, pero tan educado como tozudo: "lo comprendo, señorita, pero, por favor díganle ustedes al doctor que estoy aquí preparado, que he venido". ¿Digo si lo han operado! El primero que ha entrado en el quirófano.

Anoche, sin tele ni Netflix, me acosté a las 10. La Peque, mis cuñadas y mi sobrina Rocío se quedaron esperando a María sentadas en la mesa camilla a la luz de unas velas. Las mujeres, siempre tan protectoras, tan unidas en la adversidad, tan fraternales... La sororidad. ¡Qué palabro más difícil, pero más significante!

Y la noche, la negra noche no pudo tener un mejor fin cuando al meterse en la cama mi mujer va y me dice: "Sema, yo creo que sin luz y sin tele el índice de natalidad en España subiría como la espuma". Iluso de mí, quise entender una indirecta y, ya casi dormido, se me desperezó el pajarito. "Pero nosotros no estamos ya en edad fértil". Y de esta lacónica manera cerró cualquier posibilidad de desahogo.

Y colorín, colorado...



  

viernes, 18 de abril de 2025

Jueves Santo: la emoción que retumba.

No es que esté borracho. O puede que sí. Pero no de vino ni de aguardiente. Si acaso, de borrachuelos de miel y de café con leche. No recuerdo haberme sentido tan excitado durante toda una mañana, como la de hoy de Jueves Santo. No estoy acostumbrado al café, eso ha debido de ser.

Luego, pasado el ardor guerrero, en el duermevela de mi siesta he visualizado las emociones de una mañana muy movida: un escenario diez o doce  veces repetido. Las dianas a los jefes de la Centuria. La primera, en casa de Manolo Pirreño, a las ocho y media de la madrugada. Con el estómago vacío suena más intenso el retumbar de los tambores y los chirridos de las cornetas, como gritos desgarrados de plañideras histéricas ante la muerte que se nos avecina mañana mismo.

Terminada la primera diana, charlo animadamente con Cristóbal, con Rafael, con Cipriano...mientras delecto con gusto mi primer rosco frito mojado en café con leche y un borrachuelo benjamín entre cuyos pliegues se esconde una almendra frita. Y vamos a la siguiente.

Como cada año, la diana en casa de Frasqui de Blas se alarga hasta las tantas. Josefina de Blas y Rafi del Chiqüelín se las apañan como nadie para organizar declamaciones de poemas sagrados y populares y simulacros de Los Pregones, como si ya estuviésemos todos los presentes entrando en la segunda fase de la embriaguez colectiva, la de los cánticos regionales. Me hicieron ( y yo me dejé con gusto) cantar el pregón de La Sentencia, que lo bordé, las cosas como son. Y luego siguieron Mari Gracia, Antonio Castro, Manolín Pinto y Ángel con otros pregones y una saeta, con desigual suerte. Se conoce que no lo tienen tan trillado como servidor.

En la diana de José Manuel "El Pichi" me encontré con Manolo Cañete, un amigo de la infancia, hijo de guardia civil, que abandonó el pueblo a los catorce años, pero que vuelve cada año por estas fechas "porque esta Semana Santa" es mía, es la mía, la que llevo grabada a fuego. En esta misma calle jugábamos a la pelota y de esta puerta de aquí salía Mari Gracia la de Aurelio a quitárnosla para que no le diéramos pelotazos a su fachada, ¿te acuerdas?"... 

Y por fin, la ceremonia que culmina la mañana: la recogida de la bandera de la Centuria. Es una liturgia laica que aglutina a todo un pueblo en la calle de Carmencita de Santiago, arropando con sus aplausos encendidos el marcial desfile de los soldados hasta la Casa Grande de los Santiagos donde se custodia la bandera. Un ritual de más de un siglo de vida que simboliza mejor que ningún otro la identidad religiosa y festiva de nuestra gente.

Y uno irremediablemente regresa al pasado. La Semana Santa es para nosotros los viejos una vuelta a los orígenes, a la emoción tierna y fresca de una infancia nostálgica que nos retumba en el estómago con cada golpe de tambor; al monaguillo que no apuraba las vinajeras porque -decía- sabían a sangre -la sangre de Cristo-; al "niño, tira paentro, que te vas a librar hoy por ser el día que es" (abuela dixit); a los mantecosos y borrachuelos; a mi chacho Antonio Hurtado, el cabo gastador más divertido e indisciplinado que haya desfilado en la Centuria; a las saetas de Navarrillo; a la seriedad jerárquica de Antonio Juanito y del Chiqüelín; a Manolo Porrera, imponente paseando la bandera; al nazareno con su cruz que desde El Berrinche bendecía olivares y pujares; al púlpito severo de un cura ladino que señalaba con su dedo; a la turbación del seminarista de primer año ante los muslos, desnudos por el viento, de su musa de adolescente, tan carnosos, tan fugaces...

Sin querer, sin poderlo remediar, como cuando canturreo conduciendo, como una cosa que fuese automática, me sorprendo marcando el paso en mi sitio, en la puerta de la Casa Grande, casi casi mentalmente: la izquierda, al redoble del tambor.

Y mañana, Las Siete Palabras.

miércoles, 26 de marzo de 2025

¿Qué hace un internista?

 

A lo largo de mi vida médica he escuchado en muchas ocasiones a algunos de mis compañeros que intentan definir al internista como una especie de director de orquesta: el que decide cuándo entra en acción este especialista o éste otro; el que indica tal o cual intervención; el que conduce el debate… No me gusta el símil. Sobre todo, porque, en mi opinión, no se ajusta a la realidad actual. Me resulta más atractivo pensar en el internista como aquel mecánico de taller antiguo que te arreglaba el coche sin más tecnología diagnóstica que atender tu relato, abrir el capó y escuchar el ruido del motor.

Todo eso, sin embargo, es filosofía. Por lo que sé, los internistas nos esforzamos, sin mucho éxito, en explicar al público qué es lo que somos. Y parece claro que esas explicaciones no llegan a la gente que sigue en las mismas, esto es, sin conocer nuestro quehacer. Creo que en ese sentido hemos equivocado la pregunta. En vez de qué es un internista, deberíamos responder a esta otra, puesto que somos aquello que hacemos: ¿a qué se dedica en la práctica diaria un internista en nuestros hospitales? 

Esta pregunta me la hizo anteayer mientras almorzábamos mi amigo Pepe Esquinas, un luchador incansable en la enseñanza de la necesaria comunión hermanada entre el hombre y la Naturaleza. El delicioso postre de Bienmesabe de mango me abrió las entendederas. Veamos ejemplos prácticos.

Existen muchas enfermedades que no son de un solo órgano, sino que afectan a muchos órganos y sistemas. Se les llama enfermedades sistémicas. El Lupus, la Sarcoidosis, la Amiloidosis, Hemocromatosis, Porfirias, las septicemias, las enfermedades inflamatorias crónicas, las temibles vasculitis, los síndromes autoinflamatorios, las fiebres prolongadas, los síndromes consuntivos, la enfermedad hipertensiva, las trombosis, las antiguas enfermedades psicosomáticas… Son procesos que escapan a la competencia de cualquier especialista “de órgano” y deben ser manejados por el internista, el especialista global.

Algunas enfermedades que terminan siendo de “órgano” (corazón, intestino, cerebro…) comienzan con síntomas muy inespecíficos, difíciles de asignar a ningún órgano concreto en sus inicios. El internista es el médico más adecuado para descubrir la sospecha y orientar al paciente al especialista más adecuado.

Hay bastantes pacientes que hacen acopio de más de dos o tres enfermedades, sobre todo los ancianos. En estos casos, resulta mucho más útil, cómodo y eficiente el manejo por un internista que por cinco especialistas. En general, las distintas patologías que se presentan en la ancianidad tienen unas connotaciones diferenciales muy significativas con respecto a esas mismas patologías en edades más tempranas. Y eso, los internistas lo sabemos de carrerilla.

Los enfermos ingresados en las unidades quirúrgicas no tienen ningún recato a la hora de complicarse cualquiera de sus otras enfermedades previas en el postoperatorio inmediato o tardío. Los cirujanos y los traumatólogos saben latín a la hora de operar, son la repera en el diseño, fontanería y costuras de nuestro cuerpo, pero no les pidas mucho más. No es nada infrecuente que estas unidades dispongan de un internista consultor para atender contingencias esperables o inesperadas.

La pandemia del Covid ha puesto de manifiesto la disponibilidad y versatilidad de los internistas ante cualquier situación catastrófica que pueda presentarse. Somos médicos para todo.

La gran mayoría de las unidades de cuidados paliativos hospitalarias está constituida por internistas. Cualquier enfermedad en sus estadios terminales se convierte en una enfermedad sistémica que no sólo afecta al cuerpo en su totalidad, sino sobre todo al ánimo, al afecto, al sentimiento. Y genera mucho sufrimiento. El sufrimiento no es medible ni abordable con ninguna de nuestras modernas tecnologías. Y allí donde no alcanza la técnica se alza la palabra, el gesto cariñoso, la medicina de los cuidados: nosotros, los internistas.

Y de la misma manera, como internista se comporta cualquier médico, no importa su especialidad, que asista a un paciente desde esa perspectiva abierta e integral, que se interese no solo por el órgano enfermo, sino por la persona enferma, que ponga los medios a su alcance para una asistencia de calidad y que no permita que el uso de la alta tecnología aplicada al enfermo despersonalice su actuación médica

¡Qué bien me ha sentado el postre, oye!!

 

 

                   

 

jueves, 6 de marzo de 2025

Monotonía de lluvia...

-Manolo, ¿Mañana saldremos al campo? -le preguntaban los aceituneros a mi abuelo.

-El tiempo, en el tajo. Pero esta vez me atrevo a decir que vamos a tener por lo menos diez días sin poder salir del cortijo.

Mi abuelo Manolo era el oráculo de La Capilla. La gente se fiaba mucho más de sus pronósticos que de los de Mariano Medina en la tele.

Y estos días de lluvia pertinaz me devuelven a aquellos otros de mi niñez y juventud en los que durante semanas enteras, por mor de la lluvia que no cesaba, los aceituneros tenían que dejar sus varas en reposo y entretener el tiempo poniendo trampas para los pichirubios o perchas para los zorzales y las aceituneras del pío pío, sin fanegas que coger, dedicarse a dar bajeros en las casas, lavar y lavar ropa y ponerla a secar delante de la gran chimenea de la cocina.

Esta mañana, de camino a mi golf, el barbecho que hay antes de llegar a San Benito se veía surcado por grandes arroyones de agua presurosa que casi llega a rebosar por la carretera. Parte de la vega antequerana está inundada por lagunas aquí y allá, y en mi campo de golf, las ranas se divierten saltando de charco en charco como si no hubiese un mañana. Y sigue lloviendo, ahora algo más fuerte, luego, lloviznando, más tarde, nublado, para volver a empezar. Los diez días de mi abuelo. La historia que se repite.

Pero ¡qué alegría de lluvia! Las ranas y los sapos son marcadores biológicos de una buena salud medioambiental. Los niños de antes, sin móviles ni tablets, jugábamos a coger "cabezones" (bebés de ranas, renacuajos) en la laguna que se formaba antes de llegar a la viña de mi abuela. Días pasados, desde Casabermeja a Málaga, me cayó un manto de agua solemne. Sin sustos ni danas. Lluvia plácida y constante con esa nieblecilla húmeda y translúcida que, sin ocultar el monte embravecido, lo transforma en un paisaje mágico donde destaca la nata de los almendros sobre el verdor insultante de las laderas. 

¡Qué bonito es ver llover! ¡Qué agradable el tintineo de las gotas sobre los coches antes de quedarte traspuesto en la siesta fugaz de estas tardes sombrías!

¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la cueva...!

¡Que llueva hasta ocho duros!, como decía el chacho José.

 

domingo, 16 de febrero de 2025

Médico sin sus avíos

En una siesta cualquiera, a eso de las tres de la tarde, me suena el móvil en la mesita de noche. Error garrafal que no siempre me acuerdo de corregir: el móvil, lejos de mi cama, ¡hombre ya!

Una prima mía, que si puedo por favor llegarme a su casa, que su madre se ha puesto mu malita y no sabe qué hacer. Que sabe que estoy en mi siesta sagrada, pero que está muy angustiada.

Me alargo, naturalmente. Mis siestas son de veinte minutos, ya casi estaba para levantarme. Últimamente, sin embargo, me recreo en la post siesta, esto es, ya despierto y todo, no me levanto, sino que me regodeo durante unos minutos más en pensamientos y reflexiones muy interesantes: os lo recomiendo. Lejos del ruido ambiente, en el silencio oscuro de mi dormitorio, me siento más lúcido, las ideas fluyen como más transparentes y limpias. No sé, será cosa de la edad.

A lo que vamos: en cinco minutos estaba en la casa de mi tía. Al principio, y conociéndola de siempre, creí que se trataba de una crisis de pánico, ella se pone muy nerviosa cuando le duelen "las cervicales". En la casa tenían Valium 5 y le di a beber dos pastillas. Pero aquello no sólo no mejoraba, sino que claramente iba a peor. Empezó a asfixiarse de verdad, tenía necesidad de respirar sentada y erguida, no soportaba reclinarse para atrás en su cómoda butaca y se le escuchaba desde fuera un gorgoreo en el pecho en cada espiración. Insistí mucho en si le dolía el pecho, y me decía que no. 

Entonces fue cuando empecé a mosquearme de verdad. La mujer llevaba unas semanas muy poco activa, casi todo el rato en el sillón y en la cama por mor de sus molestias cervicales y sus mareos. Lo primero que pensé fue en una embolia pulmonar masiva y lo segundo, en un infarto extenso con fallo ventricular izquierdo. Fuese lo que fuese, la realidad que estaba viendo era lo que llamamos los médicos un edema agudo de pulmón.

Llamé al 061. Enseguida me atendieron. Les expliqué que soy médico y que la situación clínica de mi tía era extremadamente grave: un infarto con edema pulmonar, le dije a la señorita. "Enseguida le mando la ambulancia", me dijo.

La ambulancia, en estos casos, tarda lo indecible, cada minuto se te hacen diez. Eché de menos mi maletín de médico antiguo, con mi esfigmomanómetro, mis seguriles, mis digoxinas, las ampollas de morfina, los trangoreses... Nada, no tenía nada con que poder aliviar el ahogo de esta pobre mujer que, a todo meter, se nos estaba yendo. Llamé a la farmacia del pueblo, a ver si me podían servir morfina en ampollas. No tenían, eso es un medicamento de régimen hospitalario, me dijeron.

A sus 88 años muy bien llevados y sin avisos previos, mi tía, mi madrina de boda, se apagó lentamente apoyada en mi pecho ante el espanto de mi prima y de la mujer que la cuidaba, testigos incrédulos de que una persona que estaba bien pueda morirse en media hora. Cuando al fin llegaron los servicios médicos, mi tía ya había fallecido.

Una embolia pulmonar masiva o un infarto extenso con fallo ventricular izquierdo son condiciones mortales, incluso dentro de los hospitales. Así lo entendí en aquellos momentos tan críticos, tan inesperados, tan dramáticos. No se me pasó por la tela del pensamiento otra cosa que no fuera acariciarla y sostener su cabeza en mi pecho como ayuda piadosa a una muerte en casa, en familia, entre los suyos. Al final di por buena la tardanza de la ambulancia, de haber llegado antes, mi tía hubiese muerto en el traslado al hospital entre gente extraña y puñetazos en el pecho.

Nunca más esto de encontrarme sin mis avíos médicos en una situación crítica. Me haré con un maletín de los de antes. En mi pueblo viven muchas personas mayores que se echan a morir de un momento a otro y a quienes, ante la lógica tardanza de la ambulancia, atiendo con cierta frecuencia. Nada hubiese evitado la muerte de mi tía, pero por lo menos yo hubiese logrado una agonía más confortable para ella.

Nuestra misión como médicos es la de curar; si ello no fuese posible, aliviar; y si tampoco, consolar. No es poco eso de consolar, pero de haber tenido mis avíos hubiese podido también aliviar.

viernes, 7 de febrero de 2025

Los chochos antiguos

 Antenoche unos amigos del pueblo, la Peque y yo fuimos al monólogo de Manu Sánchez en el teatro Cervantes de Málaga. Ellos estuvieron de peoná, todo el día zanqueteando por tiendas y tabernas. Yo me sumé ya en la atardecida después de un almuerzo tranquilo en casa y de mi buena siesta.

Albergaba mis dudas sobre lo acertado de asistir al espectáculo, pero, amigos, valió la pena. ¡Digo si  valió!

Cuando mi padre, un disfrutón nato, veía algo extraordinario para él, qué digo yo, contemplar la inmensidad de París desde lo alto del arco del triunfo o el infinito mar de olivos entre Alcaudete y Martos, pongo por caso, me decía "niño, nadie debería morirse sin ver esto". Pues yo pensé lo mismo antenoche en la velada del Manu.

El tío cachondo tuvo la habilidad y la gracia de envolver en un relato desternillante, sin parar de reírnos durante dos horas largas, todas las penalidades sufridas en estos últimos años por mor de su cáncer de testículo, sus larguísimas estancias hospitalarias, sus largos y tediosos tratamientos quimioterápicos, sus muchas intervenciones quirúrgicas que le tienen el cuerpo como un Frankestein, sus dificultades emocionales para hacerles comprender a su hijos pequeños el asunto suyo del cáncer, sus muchas anécdotas con amigos, médicos y enfermeras; su relación tan especial y tierna con sus padres...

Alternó con tacto y un talento innato la emotividad, la ternura, la reflexión seria sobre el valor de nuestra Sanidad Pública y, sobre todo, el humor, el chiste, la carcajada, el teatro que se nos venía encima de tanto reír la gente.

Sin ánimo de estropear (hacer spoiler, se dice ahora) la trama, hubo un alegato que no puedo resistirme a contaros. Me puede la picardía. Dice el tío que una vez acabada la quimio le ha brotado una barba nueva, muy diferente a la de antes, le ha salido negra, poblada y rizada, "una barba de chocho antiguo". El teatro fue un clamor, la gente ya no podíamos reír más, nos dolía la barriga de tanto reír. Un chocho antiguo, qué barbaridad. No dijo un coño, ni siquiera esa otra forma edulcorada de shosho, no. Dijo chocho, con ese énfasis grosero sobre esas dos ches tan singulares y que tanto nos gusta a los salidos. Siguió el relato diciendo que hoy ya no se ven chochos como antes, que casi todos están afeitados: "Yo veo bien que esa flora mediterránea de ahí abajo se pueda podar un poco, se deba sulfatar para evitar fauna extraña, incluso, que se le hagan cortafuegos laterales, pero, hombre, que siga pareciendo un chocho, coño ya".

En fin, un espectáculo por todo lo alto que, encima, resultó terapéutico para todo el mundo, pero sobre todo para las personas que tienen cáncer, por el optimismo con que afronta tanto reto y tanta penalidad, y por su sentido vitalista y humano. Un canto esperanzado a la vida, un regate habilidoso a la muerte. Un acierto total.

lunes, 20 de enero de 2025

¿Y si no hay una próxima vez...?

 ¡¡¡La próxima vez, llamo a la policía!!! 

Son las cinco de una tarde luminosa y fresca y me encuentro jugando solo en el campo de golf de Antequera. En el tee (salida) del hoyo 9. A mis espaldas, una vista panorámica de gran angular de toda la ancha Vega; por el Norte, hasta las sierras subbéticas; por el Este, el Indio en su impertérrito yacer y Archidona, brochazo de cal en la montaña parda y lejana.  Un espectáculo en la tarde soleada que empieza a declinar.

Me distraen unos ladridos y, enseguida, voces humanas muy airadas. Es bastante habitual ver a gente pasear a sus perros por el monte, en las inmediaciones del campo de golf, seguramente personas que habitan alguno de los chalets circundantes. Pero gente sosegada, no cabreada. Me puede la curiosidad.

Las encinas y el seto del campo me protegen de la vista desde fuera, pero me permiten fisgonear sin ser descubierto. Una mujer joven flanqueada por dos hermosos mastines se acerca vociferando a su móvil. Está nerviosa. Incluso iracunda. Apenas permite hablar al del otro lado: "¡que no, que no y mil veces no" grita. Se detiene a unos escasos diez metros míos y yo me agacho entre los árboles ¡qué vergüenza si me descubre! Parece como si ahora ella se hubiera dado un respiro para escuchar a su oponente. Y, de nuevo, responde, ahora llorosa: "no me vengas con perdones, no puedo creerte, ya no aguanto más..."

Y yo me siento ahora avergonzado de permanecer ahí, emboscado como la vieja del visillo, escuchando una conversación privada entre novios, amantes o cónyuges. Pero ya no me queda otra, no puedo moverme si no quiero que me descubra, la tengo a tiro de piedra.

"Que sea la última vez que me levantas un palo, la próxima llamo a la policía". Y colgó. Y se alejó taciturna monte abajo con sus perros guardianes, dudosa garantía de protección contra el palo de su compañero. 

Y me dejó sin ganas de seguir jugando. Pero muchacha, ¿y si la próxima vez es la definitiva? ¿Por qué esperas, mujer, a la próxima vez...? ¡Hazlo ya! ¡Llama a la policía, mujer de dios!



sábado, 18 de enero de 2025

El mejor deporte para los jubiletas

En algún sitio he escuchado que el golf es el segundo deporte más técnico de todos. No me acuerdo de cuál era el primero, quizás el boxeo o la natación sincronizada. Puedo dar fe de que, en lo que a mí respecta, el golf, desde luego, requiere de más concentración y de más técnica que ninguno otro de los que yo haya practicado. El deporte más sencillo y asequible es el caminar, y el más completo, el que más músculos mueve, la natación.

El caminar puede ser muy interesante y atractivo cuando vas de senderismo por parajes bonitos, pero resulta aburrido por cansino en los senderos de los pueblos, las famosas rutas del colesterol, tan de moda. Caminar o correr por el campo, en solitario o en grupo, pero sin competir, no es algo que me atraiga mucho que digamos y hace tiempo que mis rodillas y mis caderas se negaron en rotundo a jugar al tenis, mi penúltimo refugio de ocio. La natación, para mi gusto, tiene el inconveniente de la escasa disponibilidad de piscinas climatizadas en según qué entorno vivas. Pero incluso viviendo en Antequera, con una piscina climatizada espléndida y a un precio de un euro por sesión, me sentía algo agobiado por estar en un ámbito cerrado y respirando cloro volatilizado en el aire ambiente. Cada mañana salía con más mocos que mi nieto Lucas en su guardería. Además de resultar aburrido tanto viaje de ida y vuelta en tu misma calle. A lo último, más que nadar, lo que yo hacía era entretener mi vista cansada en la contemplación de algunas gachises con cuerpos esculturales. Además de lo bien que nadaban.

De manera que mi acercamiento al golf en la edad tardía ha supuesto para mí un regalo inesperado y muy gratificante. 

Para empezar a entender la dificultad de este deporte, el instrumento de juego en el golf, el palo, no es uno, como pueden ser una raqueta, una espada de esgrima, un balón de fútbol, una bici..., sino muchos: yo tengo en mi bolsa 11 palos y soy el que menos lleva. Un palo para cada distancia. Con el Driver, el palo más largo y cabezón, alcanzo 150 metros; con el hierro 7, 100; con el Wedge, 60... Soy de la opinión, sin embargo, de que ya con cierto grado de oficio se puede jugar al golf perfectamente con sólo cinco o seis palos.

Los palos de golf no se cogen de cualquier manera, tienen un agarre difícil y molesto, con ambas manos semi entrelazadas, hasta que no te acostumbras: ese agarre se llama el grip. Y luego vienen la postura, las piernas de esta manera, ni rectas ni demasiado dobladas, el brazo izquierdo siempre tieso, la mirada fija en la bolita sin perderla nunca de vista... Y repetir y repetir y repetir hasta que todos los movimientos queden fijados en tu cerebelo, de manera que ya te salgan de manera espontánea. Si hay algún deporte en que la constancia nos lleve a la perfección, ése es el golf.

Pero, tampoco. Llevo dos años en esto, juego casi casi a diario y sólo he conseguido bajar mi hándicap hasta el 28. Es muy complicado esto del golf. Y también es por días. Hay días en que eres el rey del mambo. Y otros en que te entran ganas de romper los palos. Incluso en los días buenos tendrás golpes muy malos. Si te va bien en los hierros, te irá mal con las maderas; si haces la calle en dos golpes, cosa fantástica, emplearás tres o cuatro en el green... Y esto no es algo que sólo te pase a ti, le ocurre a cualquiera de tus colegas de juego, incluso a los de hándicap más bajo, a los buenos.

Tal vez en esto estribe el enganche del golf, el más vicioso de todos los deportes, en la eterna imperfección, en la eterna insatisfacción, en la necesidad de una concentración máxima en cada golpe, en no dar ningún golpe por ganado...

Estoy convencido de la conveniencia de practicar el golf para cualquier jubilado que disfrute con el deporte al aire libre o que, simplemente, desee hacer un ejercicio físico saludable con el beneficio espiritual añadido de la contemplación y respiración de espacios abiertos, verdes y bellos. Muchísimo mejor ¡dónde va a parar! que encerrarse en un gimnasio oliendo a pinreles o en una piscina climatizada respirando cloro.

Eso sí, si me hacéis caso y os metéis en este berenjenal del golf, os doy una recomendación: mucha paciencia, mucha constancia, mucho disfrute y nada de cabreo. Y ser conscientes de que en los primeros meses, más que jugadores de golf pareceréis unos buscabolas.

¡Ánimo!!!



lunes, 6 de enero de 2025

Un regalo de Reyes

 

Mi hermano Juan nació el día 7 de enero de 1960, cuando servidor tenía siete años, un mes y veinticuatro días. Y coincidió con mi primer viaje al cortijo. Así, más o menos, es como yo lo recuerdo:

 

 Primeros de enero de 1960

 

Un olor dulzón a paja calentita y húmeda inunda la cuadra. Con sigilo y nocturnidad se ha colado el sueño en la humilde estancia para premiar con su quietud los afanes de un día de aceitunas y barro. Al reclamo de Morfeo, van cayendo hombres y bestias. Es ya muy de noche, quizás media noche. Estoy apretujado en un jergón de paja entre mi padre y mi abuelo en el suelo de la cuadra. De tanto querer arroparme, el abuelo se ha quedado sin manta, y me da un poco de vergüenza verlo con sus calzoncillos blancos enterizos, hasta los tobillos.

Hace un buen rato que se han quedado fritos los dos, padre y abuelo, y están a punto de empezar sus turnos de bufidos. Y yo, en medio de la paz nocturna y esperando al sueño, me pongo a pensar que en mi casa del pueblo, la de mi abuela, los Reyes Magos nos van a dejar un nuevo hermanito. Mi padre ya ha dicho que se va a llamar Juan, como él, pero mi madre presiente que va a ser una Carmencita, como nuestra chacha Carmen, la de la casa de Larrecife. Ya pronto seremos cuatro hermanos, y mi madre vuelve a estar muy agobiada con la faena de la casa y con su barriga. Quizás por ello me han traído al cortijo, para quitarme de en medio, que mi hermana Josefa ayuda en las tareas y cuida de mi Manolo, pero yo soy un estorbo que me paso todo el rato en el patio segundo martirizando a las gallinas con mis flechas de carrizos.

Y me distraigo contemplando el vaho de las mulas que se duermen de pie; o poniéndole cara y nombre a las telarañas que se entrecruzan alrededor de una bombilla que cuelga en el pasillo de los pesebres. La bombilla y su luz tintineante me hipnotizan al fin, hasta hacerme caer dormido…

Y me veo en sueños, camino del cortijo esta misma mañana, sentado en el borrico Casimiro por detrás de mi padre, abrazado a él, mi pecho contra la espalda ancha y fuerte de aquél, y mis brazos abarcando su pelliza hasta donde puedo alcanzar. De madrugada. Hace un frío cortante, de ese que no te deja ni componer el huevo con los dedos de la mano.

Amanece al paso por “La Cruz de las Parrizas” y con las primeras luces del día desafiando al frío puedo sorprenderme con las figuras de grandes fantasmas de los olivos y sus alfombras de escarcha en la travesía de "La Guililla".

De cuando en cuando, mi padre se echa su propio aliento en sus manos ahuecadas, y con ellas calentitas refriega las mías. Las manos de mi padre son fuertes y encalladas y ásperas al tacto como rama de olivo recién talada. Siento una emoción especial por mi padre. A lo mejor más que por mi madre que parece siempre enfadada y con la alpargata cargada. Claro que es ella la que brega con nosotros a diario, al padre lo vemos solamente los jueves, que es cuando viene del cortijo a vestirse de limpio, y algunos domingos...

 …Manijero de aceituneros, mi padre se va al campo y yo me quedo al amparo de mi abuelo, “El Pensaor”, y de “La Paloma ”, la casera del cortijo, una mujer de anchuras y simpática que me prepara una tortilla de dos huevos para el almuerzo sabedora de mi repugnancia por la olla de garbanzos. A la hora del Ángelus todo el cortijo se para. Toca a rezo la campana de la espadaña y mi abuelo se descubre y santigua y guarda silencio durante un rato… Dice que esa campana es como el alma del cortijo. Mi abuelo Manolo es como si dijéramos el oráculo, el que conoce Las Cabañuelas, al que todo el mundo pregunta si mañana saldremos al campo o no, el que cuida y se entiende con las bestias como si fuesen familia.

…A la caída de la tarde la casera me lleva hasta la puerta principal, la de los peñones, para no perderme la llegada de los aceituneros: un remolque atestado de mujeres cansadas pero cantarinas con sus pañuelos de colores y sus toneletes sucios de alpechín; y una caterva de hombres recios y embarrados que, al paso de un tractor asmático, desfilan en armónico desorden con sus varas al hombro. Una procesión campera, una verdadera algarabía. Para más sorpresa todavía, cierra la comitiva don José, el amo, en un impoluto coche de caballos guiado por el padre de mi amigo Agundo y que, por su bella elegancia y limpieza, realza aún más el contraste entre estos dos mundos, el de los señoritos y el de los jornaleros…

Al tercer día, mi padre y yo hubimos de salir pitando a lomos de Casimiro porque alguno de los jornaleros que esa mañana venía del pueblo traía el recado urgente de que  mi madre estaba de parto. Mi padre, loco de contento según íbamos bajando por Saballo hasta La Cañá: "Vaya regalo de Reyes que vamos a tener", gritaba al aire. Tan fuera de sí estaba, que le pasó desapercibida una rama de olivo traicionera que me agarró por el cuello y me tiró de espaldas al carril embarrado. Ni se enteró. Al escuchar mis gritos, cincuenta metros más adelante, se volvió para auxiliarme. Pero no pudo rescatar mis botas de agua, condenadas para siempre en el sumidero de aquellas gredas.

"Esto es un querubín", fue lo primero que dijo la chacha Carmencita al asomar mi hermano Juan su cabezota rubio caoba por entre las piernas de mi madre. "Un pedazo de querubín", se ratificó luego la partera al comprobar el corpachón de casi cinco kilos del muchacho y su barriga de batracio. "Me ha dejao destrosá del to", se escuchó luego el lamento de mi madre.

Ni siquiera mi abuelo Manolo, un visionario, un profeta laico de aquellos tiempos, pudo haber vaticinado que este muchachote de trazas nórdicas que se crio en el cortijo con su particular slogan de "esto pa Juan" mientras se palpaba su barriga, corriendo el siglo llegaría a ser el encargado de esta fabulosa finca de La Capilla.

Y hoy, día de Reyes, yo quiero ofrecerle este relato a mi hermano Juan para festejar con él su 65 aniversario y su mes de jubilación.

Suerte y mucha vida por delante.