En boca de don Juan González el sermón de las "Siete Palabras" duraba tres horas largas. El sermón de las tres horas. Pobre dominador del escenario, ataviado simplemente con la sotana y un roquete blanco, atemorizaba al pueblo desde lo alto del púlpito. De justicia es reconocerle su capacidad de amedrentar, de representar un dramatismo doloso. De acongojar. Para él, la exégesis de las últimas palabras del Señor era tan simple como demoledora. Implacable. Directa al alma. Todos somos culpables.
Días graves aquéllos. De colas en el confesionario, de rodillas acorchadas ante el Monumento, de rezos y genuflexiones a las Ánimas Benditas, de cabezas cabizbajas y avergonzadas. De abstinencia y de rechazo de la concupiscencia. ¡Aparta de mí, Satanás!
Hoy, en cambio, "Las Siete Palabras" dan de sí una hora corta. Son comentadas, con brevedad justa y con sentida devoción, por feligreses beatos y rematadas por don Lorenzo. La iglesia se llena, es cierto, pero no atiborrada como antaño, y la gente va más preparada a escuchar los cánticos del coro que a recibir reprimendas del cura. Tiempos.
Sea como fuere, antes y ahora, la tarde del Viernes Santo se aprovecha entera en el templo hasta el anochecer: Los Santos Oficios, Las Siete Palabras y por último, algo de la modernidad, un teatro religioso interpretado por algunas de nuestras jóvenes promesas, centrado en el plañir de las santas mujeres ante el Cristo yacente, rudo y feo nuestro Cristo, las cosas como son. Desde lo alto del coro sólo veo viejos y viejas que han cogido su asiento en el banco para pasar toda la tarde la mar de entretenidos con estas funciones sucesivas. Como en un patio de butacas. Ellos, arregladitos con el traje de los domingos; ellas, con sus permanentes plateadas o cenizosas. Lo digo sin mala fe y con todo mi respeto para los creyentes: me parece una obra de teatro. Un auto sacramental. Cada cual interpreta su papel, el oficiante principal, el protagonista, es el cura; los actores secundarios son la centuria romana y los que cantamos en el coro; hay también figurantes de relleno, los fotógrafos; y luego está el público, representado en su mayoría por el colectivo de ancianos, entregado e incondicional, que hace vísperas para la vida eterna. Módico, muy módico es el precio de la entrada: la voluntad, en el platillo del acomodador.
Entre todos hemos convertido la liturgia en un espectáculo. No soy quien para reprochar nada a nadie, quizás sea sólo un desagradecido, un hijo pródigo de la gran familia de la Iglesia. Escribo lo que veo. Ni siquiera digo que esté mal; es más, afirmo que me parece bien. Sin el boato estético las celebraciones religiosas resultarían aburridas y cansinas. Las palabras del cura, así en crudo, pueden resultar insípidas. El vasto recinto, el oropel de los retablos, los suntuosos ropajes, la pomposa prosodia, el órgano y el coro...se comportan como aditivos para una mejor digestión del mensaje. Para crear la magia. Por otra parte, la gente está recogida en un lugar sagrado sintiéndose bien y en paz consigo misma. Es posible que a cada cual se le extravíe el pensamiento de vez en cuando, pero el hilo conductor del cura, la música y los soldados lo traen, de nuevo, a esta realidad virtual y fantástica que, por la gracia sacerdotal, nos convierte a todos en santos por una tarde.
Por supuesto que no descubro nada nuevo, las procesiones en las ciudades son verdaderas exhibiciones públicas de un arte complejo que mezcla en proporciones desiguales devoción, colorido, olores, estética escultórica, música...hasta producir el efecto de cualquier obra de arte: la emoción del público. Que no siempre es canjeable por devoción religiosa. No solamente emociona la devoción. La emoción es una condición del sentir humano ante lo bello, lo grandiosos, lo sorprendente o lo desconocido. Me emociono en un teatro de manera parecida a como lo hago cada Viernes Santo ante el tronar de los tambores al rasgarse en dos el velo del templo.
Cristo ha muerto. Vana es nuestra fe si no resucita hoy, domingo. Y lo hará, digo que si lo hará...