He aprendido de mi amiga Victoria a valorar la artesanía rural, lo hecho a mano por las gentes de nuestros pueblos, con lo que intentan mitigar la penuria. Desde luego que no llego a tanto como ella. No es capaz de pararse delante de un tenderete en cualquier plaza y no comprar algo. Le puede. Los negros del paseo marítimo de Garrucha, donde veranea, la saludan con familiaridad. De tanto como les compra. Láminas, dibujos, collares de semillas, zarcillos, pañuelos...Aparte de su apego a las pequeñas manualidades su criterio es que ese dinero siempre estará mucho mejor empleado que si compramos en las tiendas de marca. Porque comprando en estos tinglados humildes ayudamos al vecino, y porque no alimentamos a la bestia lucrativa de las grandes empresas a expensas de la explotación infantil y de otros abusos laborales.
Quizás haya sido por ese machaqueo de mensaje que el pasado sábado, en mi pueblo, le compré dos o tres ristras de números a un paisano que pregonaba por la calle la rifa de un brazo de espárragos. A mi suegra se las dejé, por si le tocara el domingo.
Porque yo no soy de filigranas artesanas como Victoria o como mi Peque, a mí lo del campo me llega más, me acerca a mis orígenes. Me quedo embobado delante de los puestos callejeros de frutas. En otros pueblos, en los de la Sierra, la gente sale a por setas; en Palenciana, a por espárragos. Es el último vestigio, éste de buscar espárragos y venderlos por la calle, de lo que en su día fuese una plaza de mercado atestada de productos del campo. Apenas quedan ya cuatro huertas para uso particular, han desaparecido las viñas y se han diezmado las higueras. Los niños de hoy no saben de melonares, de matalauva, de remolacha ni de campos de garbanzos. En mi pueblo casi todo el campo es olivar. Será por las subvenciones. No sé. En el recreo los maestros nos daban permiso para subir a los cuatro cantillos a ver los puestos de hortalizas y frutas. Venían hortelanos del "Lislón", del huerto de los Pajaritos, del huerto del Mono, de la huerta del "recreo", de la Barca, de la Herradura; hortelanos también de Benamejí, de Alameda y de Cuevas Bajas, todos ellos ribereños como los nuestros. Me atraían, más que nada, los membrillos, con ese pajizo brilloso debajo de la pelusilla, tan duros y correosos de comer, antídotos naturales contra la caries. Y luego, por ese orden, las brevas y los chumbos tapaculos. Ahora me paro a comprar papas o naranjas en las rotondas. Naranjas de la Algaba, o de Palma del Río, dicen estos clandestinos, vete tú a saber de dónde las habrán agenciado. Pero me da igual. Todos tenemos derecho a comer. Nadie nos preguntaba ni a mi cuñado Frasco ni a mí la procedencia de los melones que vendíamos a los turistas en un sombrajo de la carretera de Málaga. Pues lo mismo.
Está bonito mi pueblo estos días de espárragos. La lluvia generosa y el viento de poniente han limpiado el cielo de malos humos llevándoselos hacia Benamejí. El campo muestra su estampa más auténtica. Frío, húmedo, encharcado. Y Florido, muy florido. El Genil baja soberbio, enfurecido, amenazando a Écija desde tan lejos. Echo de menos, es verdad, las antiguas señas de pueblo chico. Las subvenciones, los dineros del PER, las ayudas por el asunto de las termitas o cualquier otra cosa de la modernidad le han dado a Palenciana hechuras urbanísticas de pueblo grande. Ya no huele a chimenea en las casas ni a cagajones de borrico en las calles. El pavimento hormigonado no cría charcos. Los postigos se han transformado en cocheras y los pajares en áticos. Cuesta encontrar una casita humilde con su puerta de madera carcomida, su ventanuco y su cenefa de tinte colorado o de azulillo. No es queja. Sólo nostalgia. Menos mal que todavía siguen luciendo jaramagos en sus tejados.
Espero que en Palenciana no hagáis como en Lepe para limpiar los tejados de jaramagos, que hacen? …..subir los burros a los tejados para que se los coman, ja, ja ,ja,...
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