Esta mujer viene triste a la consulta. Cosa muy extraña. No hay más que verla entrar. Si no fuera por su hato azulón claro uno pensaría que está de luto riguroso. Y se me hace muy raro en ella. Sus ojos vidriosos y sus medias muecas están deseando confesarse conmigo.
-¿Qué ha pasado? -le pregunto nada más sentarse.
-¿El qué? -pretende hacerse la distraída.
-Venga mujer, que nos conocemos, ni me acuerdo ya desde cuándo.
-Desde hace doce años.
-Ea, como para no darme cuenta de las cosas.
En momentos como éste me siento un afortunado, un privilegiado. Intuyo un problema serio en cualquiera de mis pacientes y puedo charlar con él, no ya la protocolaria consulta al uso que casi pasa a un segundo plano, sino conversar con tranquilidad, sin que se perciba prisa en mi actitud ni en mis gestos. Sin tiempo. Puedo parar el reloj, como en el baloncesto. A los demás que esperan quizás luego los despache en cinco minutos, pero éste, esta mujer de hoy necesita desahogarse. Y tiene que ser conmigo. Y ahora.
- Que te enteres, sólo necesito veros la cara cuando salgo a la puerta para saber cómo viene cada uno. De manera que ya puedes ir desembuchando.
Y me relata una historia desgarradora. No tanto por truculenta, sino por descarnada. Resulta que su hija, de dieciséis años, tiene un serio problema de relación con su "chico". La cosa no iría a mayores, no sería la primera chica con desavenencias amorosas, si no fuera porque sus padres llevan tiempo sospechando una conducta "rara" de la joven hacia los hombres en general, incluído su propio padre. Me cuenta la madre que desde niña ha rehuído las caricias paternales o de cualquier otro miembro varón de la familia. Tanto, que han llegado a sospechar sobre una eventual homosexualidad. Pero no. Ambos novios están muy enamorados, aunque el muchacho ya ha alertado en varias ocasiones a sus padres propios y a los de ella sobre el comportamiento anormal de la chica cuando toca darse un beso mismo, no te digo ná de un refregón o de cogerse el culo.
Tirando de la hebra, con ayuda psicológica y todo, se ha llegado al meollo. El director de la escuela de primaria, un hombre recto, responsable y cariñoso, incapaz de cualquier mal, ha estado abusando sexualmente de esta chica y de otras cuantas amiguitas desde que tenían seis años hasta hace bien poco. Y ahora, al cabo de tanto tiempo, se descubre un pastel pestilento que ha aguantado diez años podrido.
-Pero a esa edad es imposible... -me quedo casi sin voz.
-Nunca hubo penetración, solo tocamientos...Y amenazas para mantenerlas asustadas.
-¡¡¡Dios mío!!! Pero... no te he notado nunca nada.
-Esto ha sido hace poco. Nos hemos enterado ahora. Aunque mi hija tuviera algún problema con los críos y haya tenido que repetir curso, siempre hemos querido verlo como algo corriente en una adolescente. Solamente la insistencia del muchacho que sale con ella nos ha hecho reaccionar.
Os presento, amigos lectores, una madre destrozada, hecha un guiñapo se dice en mi pueblo. De poco van a valer mis escogidas palabras, quizás sirvan más mis gestos, mi voz quebrada, la bola en el gaznate que apenas te deja resollar, apretujar mis manos contra las suyas, mirarla sostenidamente con pena, con lástima, con resignación. Por mucho empeño que yo pusiera, incluso creyéndomelo de verdad, sería imposible convencer a esta madre de que este buen hombre, este director de escuela intachable, está enfermo. Psicopatía social, pedofilia, ¿qué más le da a ella? Es un criminal, de ahí no hay quien la saque. La chica se va a curar, tiempo al tiempo, y la madre superará este trance, seguro. Pero este momento, este ahora, se les debe hacer interminable.
No me siento capaz de realizar ante vosotros una valoración crítica acerca de la conducta pervertida de este hombre. Ni desde el punto de vista médico ni siquiera desde la óptica de la moralidad. Es algo demasiado complejo, demasiado difícil de asumir y de comprender. A bote pronto, desde una perspectiva personal y emocional, a uno le parece esto el más execrable de los vicios. Me resulta imposible ponerme en el lugar de este hombre, intentar pensar por él, rebuscar en lo más profundo e insondable de mi conciencia una sola explicación para sus actos.
Puede, sin embargo, que me sea más fácil identificarme con la muchacha, ponderar las vivencias dramáticas que ha debido de sufrir en tan tierna edad, lamentar con ella todo lo que le ha sido robado, la afectividad, la ternura, la confianza en las personas, el roce paterno, en definitiva su adecuada preparación para la vida adulta.
Cuando echamos la mirada atrás nos gusta vernos y recordarnos de niños, de chaveas, de adolescentes, de mocitos. Particularmente a mí, que soy un sentimental (seguro que algún mal pensado ha leído semental). Miramos con cierto arrobo las fotos antiguas donde aparecemos borrosos e irreconocibles, "¿éste era yo?, vaya napia que gastaba." Y evocamos tiempos felices, días y años de seminario, maestros antiguos, partidos de fútbol en la calle o en las eras, amigos de la escuela, cariños de tu padre o de tu abuela, alpargatazos merecidos de tu madre por ir a bañarte al río, "a pique de ahogarte", pajillas clandestinas...Inocencia pura. Lo que siempre ha caracterizado esa etapa de nuestra vida, la edad de la inocencia. Creo que la sabia naturaleza se las arregla para borrar de nuestro disco duro los malos recuerdos y mantener solamente los buenos, los agradables, los inocentes. Ojalá fuese siempre así. Ojalá ocurra con esta chica.
Aún siendo así, si realmente lo es, el proceso es mucho más complicado que pinchar "delete" en la tecla del ordenador o del móvil. La goma de borrar que usa nuestro cerebro es de las antiguas, dura de aplicar, tarda años en hacerlo. Y no estamos seguros de si tiene, como la de Pelikán, una parte clara para borrar lápiz y otra más oscura para la tinta, puede que el proceso se lleve por delante todo, lápiz y tinta, bueno y malo. Las proteínas que codifican la memoria son muy resistentes, gracias a ello recordamos, aprendemos y sobrevivimos. Fijaros, si no, en las personas con Alzheimer, no lo pierden todo de momento, su enfermedad involuciona en muchos años. A uno ¿qué duda cabe? le gustaría un ejercicio selectivo de solapamiento, borrar solo la cara mala del mundo. Quizás esto le ocurra a algunas personas, tal vez me suceda a mí. Pensad en vosotros mismos.
Pero nadie que no haya sufrido un trauma psicológico de esta magnitud puede llegar a entender los sentimientos ni los mecanismos de adaptación que esta chica deberá necesariamente desarrollar para salir adelante. Con todo, me temo, y quiera Dios que me equivoque, que ningún eventual ni milagroso cortocircuito cerebral vaya a permitirle rememorar su infancia como lo que debió siempre ser, un tiempo feliz en donde sólo tiene lugar la alegría de vivir, la confianza en el mundo y en sus gentes, el cariño de familia y amigos y la esperanza de convertirse pronto en una persona de provecho. A esta chica, por desgracia para ella, le han robado la edad de la inocencia. Para siempre.
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PD: de esto hace ya tiempo. El hombre ya ha salido de la cárcel y todo, la chica ha cambiado al psicólogo por su antiguo novio, un buen maromo, y está recuperando su juventud. Pero la madre...-¡qué dura su mollera!- sigue emperrada. "Nada de enfermedad, tonterías, un hijoputa es lo que es, un criminal, si me cruzo por la calle con él me lo como".
Lo mismo que haríais cualquiera de vosotras.