No llevo mal quedarme solo en casa. Pero eso, solo. Estas últimas semanas, ausente la Peque por fuerzas mayores de sus padres, me las apaño la mar de bien. Bueno, nos las apañamos los dos, mi perrita y yo. No soy nada complicado, como ya sabéis. Hasta las tres, en el hospital; hasta las cinco, la siesta; hasta las siete, paseo con la Pelu por el campo; y el resto del día, hasta las diez, escribanía o estudio o preparar alguna clase. Y de noche, dormir y callar. Los lunes almuerzo sobras del domingo, los martes, en el hospital, los miércoles, en casa de Jaime y Paqui, los jueves compro comida prefabricada y los viernes... ¡llega la Peque!
Lo malo es cuando se presentan situaciones inesperadas o más exigentes. Ayer mismo.
Viernes por la tarde, la Peque trabajando y yo entretenido recogiendo hojarasca del patio. Para nada que no sea ponerme chorreando. Se presentan en mi casa -previo aviso, es verdad- mi Meli, su Pepe, dos amigos y otras dos amigas del pueblo. "Lo primero que hagas -me había sentenciado mi mujer- que sea recoger la cocina y luego, las camas; los patios, los dejas pa lo último". Pues yo, al revés. Estaba con los patios. Y lloviendo. Me voy pitando para la cocina mientras ellos, los invitados, llevan sus cosas a las habitaciones. Me precipito, pretendo poner el lavavajillas para aclarar el fregadero, pero... ¡me cachis!, está lleno de platos limpios, hay que vaciarlo primero, coloco los platos en su sitio, los vasos y los cubiertos. Ahora es el turno de los táper. En mi casa debe de haber tropecientos de esos cacharros de plástico. Parece que mi mujer los coleccionara. Los tenemos grandes y redondos como para las tortillas, medianos y cuadrados para las ensaladas y pequeñitos y rectangulares para las tapitas que se lleva la Peque al hospital, su dieta. Uno de los estancos de la cocina, el más voluminoso, los alberga a todos, "Te tengo dicho que cada táper con su tapadera correspondiente. Y bien colocados, que si no, no hay quien encuentre luego nada cuando a una le hace falta". Abro la portezuela del habitáculo, susto me da, allí está todo mezclado, unos encima de otros, volcados y revueltos, en equilibrios imposibles a punto de resbalarse, tapaderas sueltas... "Si yo no toco aquí, si sólo lo hacen mi mujer y Antonia ¿por qué tanto desorden? La culpa mía, seguro". En esto estoy cuando al intentar colocar el primer cacharro, como si pusiera la última carta en un castillo de naipes que se derrumba, ocurre de repente una especie de corrimiento de tierra, de manera que toda una montaña de objetos de plástico de mil formas y colores se desparrama precipitadamente por todo el suelo de la cocina. A comerme vivo. Estoy de rodillas y cubierto de plástico hasta las ingles ¡Me cago en la puta...! No sé si me atacó más la risa que la ira, el caso es que me dio por reírme y para rematar la faena terminé de vaciar todo lo que quedaba, ea, de coraje. El estruendo alarmó a mi hija y a sus amigos quienes, visto lo visto y muertos de risa, se ponen a echarme fotos con el móvil en lugar de ayudarme. Diez minutos por lo menos para dejarlo todo cuadriculado. ¿Cuánto tardará en volver a descuajaringarse? Ya veremos.
La cocina, que es muy desagradecida...
La cocina, que es muy desagradecida...
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