Casi un mes alejado de vosotros, mis fieles lectores. No tengo perdón de Dios. Y ahora sin excusas. Antes me era casi imposible escribir con cierto sosiego viviendo en un recinto de 40 metros cuadrados y sin ordenador. Lógico. Pero ya llevo un mes largo viviendo en nuestro pisito de Triana. Y con todos mis aperos disponibles.
Cierto que aún estamos de mudanza y nos falta asentarnos en la nueva casa; más cierto que andamos mangas por hombro sin el asiento necesario para la meditación y la reflexión, yo tan obsesivo del orden desordenado de mis cosas... Pero no pudo engañaros ni engañarme: la verdadera razón de mi abandono literario es, simplemente, la calle.
Parece que hubiese regresado a la infancia, "este niño está soseído con la calle" -refunfuñaban nuestras abuelas. Se me van las horas cadenciosas de estas tardes ya luengas reconociendo a pie mi nuevo barrio, escudriñando rincones ocultos, afanado en el feliz y casual encuentro con tantas pastelerías que abundan por doquier, a ver cual huele mejor, "Qué le pongo, dígame" -se ofrece rápida la dependienta-. "Ah perdone -balbuceo yo-, no, nada, sólo quiero ver y oler..." Acortijado en el Aljarafe durante treinta años, ahora todo me parece nuevo, toda una ciudad por descubrir, me da igual el tiempo, si amenaza lluvia salgo con mi paraguas, preciosa la vista del río lluvioso y neblinoso desde el puente al atardecer, "Toñi, la casa que compremos tiene que estar cerca del río" -fue quizás el único requisito que yo había interpuesto a la hora de las prioridades-, si hace bueno paseo a mi perrita Pelusa conmigo, me la llevo por el mismísimo borde del Guadalquivir a pique de resbalarnos, nos reconforta el colorido del agua profunda y el de los piragüistas que surcan solos o en comparsa el cauce, pasamos por praderitas verdes salpicadas de turistas y vecinos ávidos de sol que ya en marzo se tuestan en bikini delante nuestra mesma para mayor regocijo de nuestros ojos; de grupos grandes y pequeños de gente menuda que se trae la merendola y la esparcen en manteles en el suelo; de parejitas acarameladas que se meten mano de la manera más natural; de perritos como ella y otros perros más grandotes que corretean y juegan al pilla pilla y que en viendo a mi Pelusa se aprestan enseguida a olisquearle el culo, ella los incita con movimientos sensuales y cuando se ve agobiada me echa las patas; de magnolios, sauces y acacias que guardan la ribera, árboles majestuosos de espesísimo plumaje y de troncos tan vencidos que sus hojas y ramas parecen beber del río, árboles en alguno de cuyos cobijos furtivos urde su camastro un mendigo que perdió su portal... Y continuamos luego por un carril bici, siempre fieles y pegaditos al río hasta llegar al puente del Alamillo. Y regresamos.
Ha sido un acierto el cambio. Difícil, como toda tarea gloriosa, pero ha valido el esfuerzo. En mí, ya lo veis, es notorio. La Peque aún no lo ha saboreado del todo entre sus tardes de trabajo y los afanes de preparar y decorar la casa, lástima para ella que yo no sea un Frasqui o un Sebastián o mi hermano Juan mismo, gente que se entretiene y anima con los pasos sucesivos e indescifrables necesarios para el montaje de los muebles de Ikea, cosa imposible del todo para mí. No olvidemos que yo soy un intelectual. Cuenta, no obstante, con la ayuda bendita de su hermana Miki, un manitas en mujer. Pero es hambre que espera hartura. Y sin el más mínimo sentimiento de nostalgia de nuestra antigua casa. Nada. Se diría, con toda propiedad, que para nosotros ha sido una liberación todo este proceso de venta y compra. El chalet nos venía grande. En el mantenimiento y en lo económico. Y para dos criaturas solas y prácticamente aisladas del mundo. Hemos sido muy felices allí, allí hemos criado a nuestra hija y a nuestras dos sobrinas, treinta años hermosos y productivos. Pero la vida va por ciclos. Ese tiempo ya pasó. Ahora toca un tiempo nuevo. Cada edad requiere su cosa. Y ahora, al atardecer de nuestra vida, la cosa es la ciudad, la cercanía con la gente, la bulla, los bares llenos en la misma plazuela, los despertares de los domingos con las campanadas de la iglesia de santa Ana, el asomarse a la misa de doce, el jolgorio lúdico-erótico de las bodas de los sábados y ahora, en Cuaresma, los tambores, las trompetas y las procesiones. Vamos, en tó el bebe.
De manera que perdonadme esta licencia. Prometo que en cuanto se me pase algo esta fiebre trianera vuelvo a frecuentaros con la misma prestancia de siempre.
Un abrazo para todos.
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