Hoy, queridos amigos, toca nostalgia.
Resulta que teníamos ya ganas de visitar a Bego y a Jesús, amigos nuestros y residentes en Écija. Y nosotros mismos nos auto invitamos. Yo mismo cogí el teléfono el pasado viernes por la noche y le avisé a Jesús que el lunes nos preparase algo de comer, que nos íbamos a encalomar en su casa. Y que se estudiara una visita guiada, que queríamos conocer palacios y conventos que en esa ciudad decadente se cuentan por cientos. "Pero chiquillo -protesta tímidamente Jesús-, si faltan dos días"... "Pues tú verás cómo te las arreglas" -le dije riéndome. "Bueno, dime, ¿y qué os hago, arroz, garbanzos con langostinos, judiones?..." "Judiones -me lanzo yo, valiente-, de esos de a dos por cuchara". "Ele ahí los tíos - se guasea el otro-, judiones...¡con dos cojones!" "Y con tos sus avíos" -remacho yo.
Así que dicho y hecho. Naturalmente, siendo lunes, solamente fuimos los jubiletas, la Peque, Paqui, Jaime, Palanco y servidor. Y echamos una jornada muy agradable, la verdad.
Lo de menos fueron los conventos y palacios, muchos de ellos vacíos y abandonados, testigos agotados de pretéritos esplendores; otros, rehechos y transformados en casas de vecinos al estilo andaluz, con sus espaciosos patios centrales, donde echamos en falta la típica fuente cantarina y juguetona. Mención aparte merecen por su buen estado de conservación el palacio de los marqueses de Benamejí y la iglesia de Santiago, al César lo del César. Y pudimos observar con detalle -fieles a la norma del buen jubilado- las obras de restauración que se están llevando a cabo en el palacio de los marqueses de Peñaflor. Como era de esperar, pronto nos cansamos del trajín y buscamos reposo en uno de los abrevaderos de la plaza del ayuntamiento. Un par de cervecitas. "No pedimos tapas, que nos esperan los judiones" -me adelanto yo haciendo gala de mi consabida racanería. "Bien dicho -corrobora Jesús-, que al buen cocinero le fastidia mucho que no se le haga mérito a su obra". Y lo aclaró muy bien argumentando que si uno va a la mesa con hambre engulle cualquier cosa, pero si ya va completito desdeña hasta el manjar más exquisito.
Lo más gratificante fueron las reconfortantes horas de almuerzo y sobremesa en la hermosa y acogedora casa de indiano que se ha hecho esta gente en un céntrico rincón de la villa. Y con una marca muy personal que nuestras mujeres ya han bautizado como estilo "Bego". Aparte de buenos amigos, son, Begoña y Jesús, unos anfitriones fuera de lo común. Tienen la virtud de cuidarlo todo al detalle para nuestro mejor acomodo sin que notemos para nada la rigidez molesta del protocolo. Naturalidad. Lo que no fue nada natural fueron los dos platos de judiones que me zampé sin considerar -inmisericorde de mí- los posteriores daños colaterales que iban a padecer los sufridos ocupantes del coche de regreso a casa. No fueron solo los judiones, también aportaron lo suyo a los venideros efluvios la nata de la tarta y las sultanas, tan vaporosas ellas. Charlamos, ¡cómo no? de los tiempos del seminario, aún recuerda Jesús los partidos de ping pong con mi paisano Manuel Gámez, su adversario más enconado; de la Comandancia de la Guardia Civil de Córdoba, donde vivía y donde coincidí con él los domingos que yo iba a comer a casa de mis tíos, civileros también; del año de Preu en el Séneca; de su carrera de veterinario; de sus años de zozobra en San Sebastián, aquellos años terribles en los que ETA golpeó con más fiereza..., de cómo conoció allí a Begoña y de cómo cambió su vida desde entonces... Y hablamos y discutimos del futuro de las pensiones, de los políticos, de Podemos; y de médicos y de hospitales; de arritmias y de la puta madre que las parió... Una tarde completa y a gusto.
Lo de la nostalgia viene un poco porque a la salida para Sevilla pasamos por delante de san Fulgencio, el instituto de enseñanza media donde nos examinamos por libre en los cursos tercero a sexto de bachillerato; y por delante del bar Pirula, al lado mismo del instituto, donde esta gente mía se tomaba algún vinito al medio día, antes de los exámenes de la tarde. Yo, no; yo solo tomaba un vaso de casera de limón con una tapa de calamares fritos. Hasta que la Peque me despabiló he sido siempre así de tontorrón. El Tifus, decía mi madre. Para nosotros, san Fulgencio es una referencia inolvidable. Supuso nuestra primera salida al mundo exterior, nuestro primer contacto con muchachos como nosotros, de nuestra edad y de nuestro curso; nuestra primera relación con profesores seglares; nuestra primera ocasión de independencia y libertad, podías perderte en solitario por aquellas calles desconocidas como cualquier joven de trece o catorce años, meterte en un bar y pedirte un bocata de tortilla con mayonesa, o fumarte un cigarrillo, a lo primero a escondidas, y luego, más mayorcitos, abiertamente.
En quinto de bachiller fui cojo a los exámenes de junio (bueno, os aclararé que yo jamás me he examinado en septiembre. Jamás de los jamases). Jugando al fútbol en el patio de cemento de san Pelagio me había roto la rótula de mi rodilla derecha unos quince días antes. Iba con toda la pierna escayolada y con el pantalón rajado para que cupiera la escayola. Me sentaron en un pupitre para mí solo, con un silla enfrente para que apoyara en ella la pierna tiesa. En los descansos, mis amigos me transportaban de un lado a otro por turnos, que yo ya había dejado de ser aquel chavea enclenque y huesudo. Un curso, un año, unos exámenes... Inolvidables. Obtuve, cojo y todo, cinco matrículas de honor. "Joer con el cojo!" -decían los profesores a nuestros curas. "Claro, esta gente no hace otra cosa que estudiar y jugar al fútbol, no tiene otro desgaste". ¡Qué tontos! Se creerían ellos que nosotros, por muy seminaristas que fuéramos no nos la cascábamos como cualquier otro muchacho de nuestra edad.
En fin, una jornada muy bien aprovechada. ¡Hay que ver!... ¡Cómo vivimos los pensionistas!...
En quinto de bachiller fui cojo a los exámenes de junio (bueno, os aclararé que yo jamás me he examinado en septiembre. Jamás de los jamases). Jugando al fútbol en el patio de cemento de san Pelagio me había roto la rótula de mi rodilla derecha unos quince días antes. Iba con toda la pierna escayolada y con el pantalón rajado para que cupiera la escayola. Me sentaron en un pupitre para mí solo, con un silla enfrente para que apoyara en ella la pierna tiesa. En los descansos, mis amigos me transportaban de un lado a otro por turnos, que yo ya había dejado de ser aquel chavea enclenque y huesudo. Un curso, un año, unos exámenes... Inolvidables. Obtuve, cojo y todo, cinco matrículas de honor. "Joer con el cojo!" -decían los profesores a nuestros curas. "Claro, esta gente no hace otra cosa que estudiar y jugar al fútbol, no tiene otro desgaste". ¡Qué tontos! Se creerían ellos que nosotros, por muy seminaristas que fuéramos no nos la cascábamos como cualquier otro muchacho de nuestra edad.
En fin, una jornada muy bien aprovechada. ¡Hay que ver!... ¡Cómo vivimos los pensionistas!...
S. Fulgencio de Écija, aquellos exámenes por libre según bajábamos del autocar.
ResponderEliminarAmigo José María, ¡Qué recuerdos aquellos!
Algunos íbamos más a menudo, pues no todo fueron matrículas, que al personal de a pie siempre nos caían algunos cates.
Si recuerdo alguna vuelta por el pueblo en grupo mientras hacíamos hora, había un balcón muy largo en una casa.
Yo las mejores pochas las comí en la Rioja.
Como siempre, es un placer leerte.
Un abrazo.
Juan Martín.
Es verdad, Juan Martin. Lo de los cates. Yo nunca los deguste. Recuerdo que algunos de mi curso se disputaban ponerse detrás mía para poder copiar algo por encima de mi hombro. Yo me echaba a un lado de manera discreta...
ResponderEliminarEn fin, tiempos.