En mis años tiernos de los Ángeles era el amo de La Capilla don José Carreira Ramírez, ignota generación de una saga, los Carreiras, que procedente de Galicia aterrizó en mi pueblo como por casualidad a mediados del siglo XVIII. Como buenos gallegos, los Carreiras prosperaron. Mucho. Una leyenda urbana de Palenciana cuenta que un antecesor de Ramírez, un tal Carreira Gallardo, había comprado una casa antigua en Antequera con la intención de derruirla y hacerla nueva, y que en las obras de ampliación de la cimentación los albañiles se toparon con un baúl metálico del tamaño de un ropero, al parecer a rebosar de monedas de oro, el tesoro de los Carreiras. Nunca he sabido cuánto de verdad o cuánto de leyenda haya en esa historia. Ni los tatatataranietos lo saben. De lo que no cabe ninguna duda es de que goza de una aceptación aplastante en el imaginario popular. Nos contaba mi madre que su abuelo Higinio -Inio el viejo- había sido el carrero que transportó el tesoro hasta Palenciana. Y que el peso del convoy hizo reventar a los bueyes. Poseían extensísimas tierras de labranza y de olivar dispersas por los términos desde Lucena a Antequera. Innumerables, sus cortijos. Grandes terratenientes de la época. Hasta tenían su propia moneda de curso legal. Y repartieron mucho trabajo. No solo en Palenciana. Durante gran parte del siglo pasado la familia Carreira ha sido el principal motor económico de nuestra comarca.
Al primer Carreira que conocí, como digo, fue a Ramírez, el señorito Viejo, le decían. De monaguillo, yo acompañaba a don Juan González todos los domingos a decir misa en La Capilla, el Sancta Sanctorum de todos los cortijos y posesiones de la familia. Era obligatorio asistir a esa misa para todos los trabajadores que vivían en el cortijo y para toda la familia Carreira que debía de congregarse allí, oír misa, comer y pasar juntos el resto de la tarde. Un verdadero ritual. Al término de la liturgia don José solía sacar unas perrasgordas de su bolsillo y dárnoslas, así como quien no quiere la cosa, a Manuel "el del municipal", a Manolo "el de Mari Gracia" y a mí, los monaguillos habituales. Era ya un hombre muy mayor. Murió cuando yo cursaba tercer año en los Ángeles. Este singular señorito fue el único varón de entre la prole de sus padres, de manera que, siguiendo la costumbre de la época, sus dos hermanas solteras le cedieron bajo arrendamiento sus herencias respectivas. Y llegó, cual Felipe II, a dominar un vasto imperio, en este caso agrícola. Fue el Amo. Del cortijo, de Palenciana y de la Vega de Antequera. El medio Siglo de Oro de la familia. Católico, conservador y cacique -como no podía ser de otra manera-, un yerno suyo, el bueno de don Bernardo, fue diputado a Cortes por la CEDA durante la República, y un hijo, asesinado por los "rojos" en los primeros días de revuelta de julio del 36. El resto de la familia se salvó refugiándose en Lucena, zona nacional.
Palenciana se benefició de su magnanimidad, naturalmente. En aquellos años sombríos de la posguerra todo el mundo trabajaba para él. Aún con jornales de 20 pesetas, pero no había paro. Para un lugar tan pequeño y aislado de la civilización -apenas unas dos mil almas- podía presumir de una iglesia más bonita y grande que la de Benamejí, pueblo con el que desde siempre nos hemos estado midiendo, de un cuartel de la Guardia Civil muy decente, de un convento de monjas que hacía las veces de lo que hoy es guardería y primaria, y como taller de costura para las mocitas, de una escuela para niñas, de un lavadero público, de una piscina municipal y hasta de un hospital-albergue, dotaciones impropias de la época y del entorno y en cuyos logros este señorito ayudó de manera decisiva al ayuntamiento. Para mi padre -y también para nosotros, sus hijos- los Carreiras son su segunda familia, y La Capilla, su segunda casa. O la primera, no estoy seguro.
De boca de mi padre y de otros jornaleros de la época he escuchado historias muy curiosas acerca de este prohombre. De entre ellas, la que más incidirá luego en mi misma vida, la costumbre de apadrinar a algún muchacho del pueblo para su ingreso en el seminario. De hecho, su hijo mayor, José Carreira Jiménez -jefe de mi padre-, fue quien me becó en mi primer año en los Ángeles. Luego, en los años sucesivos ya se encargaron mis notas por sí solas. Pero la historia que hoy quiero relataros tiene algo que ver con una teoría económico-social, hoy obsoleta: la teoría del goteo. Dicha teoría sostiene que cuanto más favorezca el gobierno a los ricos y empresarios, más beneficios obtendrán los ciudadanos de a pie. Porque el "sobrante", las migajas en abundancia, rebosará la copa y chorreará hacia abajo. Pero sabemos que hoy la cosa no funciona así. Hoy no chorrea nada. Todo para la Banca.
Don José "El Viejo" se dejaba robar, en esto coinciden todos los testimonios. Pagaba poco, pero pagaba. Y se dejaba robar. Cuando algún arribista -pelotillero, dicen en mi pueblo- le iba con un chivatazo bienqueda, "Mire usted don José que fulanito se está llevando los garbanzos a sacos", solía responderle con un "Métete tú en tus asuntos y deja que fulanito se administre". Era esa, administrarse, una palabra muy en su boca. "Ya sé que os pago poco para el trabajo que realizáis, pero debéis saber administraros".
Y es que hay que saber saberse administrar, copiaría cincuenta años más tarde Joaquín Sabina.
Un carrero de entonces me ha contado que en cada carro de aceitunas que transportaba desde el tajo al molino del cortijo vendía, por el camino, media fanega a un propietario de una finca vecina; y que al final de temporada había sacado no sé cuántos billetes extra. En boca de todo el mundo, que por las madrugadas del verano las eras de sus cortijos tenían más visitas que El Caminito del Rey en temporada alta, que los propios guardas, naturalmente, participaban en el saqueo, que los garbanzos y el trigo no faltaban en ninguna casa, que la gente acumulaba papas casi para todo el año... En uno de sus cortijos, El Cordobés, donde existía una bodega de vino, los trabajadores tenían el vino gratis; en Eslava, la leche; en La Capilla, el aceite, el pan, los áridos y todo lo que pudieran mangonear de la huerta. Hasta mi padre, a quien siempre he tenido por un santo, fue tentado por aquella moda del trapicheo. Hace poco me he enterado de dónde pudo salir el dinero con el que se compró una bicicleta, su flamante BH: no fue del sobrante de alguna de mis becas, como yo creía. Salió de la venta de garbanzos birlados en la era. Y todo eso y más, a sabiendas de los números del cuartel de la Guardia Civil que había en La Capilla, que hacían la vista gorda.
Eran aquellos tiempos... No era justo, de acuerdo; nadie tendría que robar aquello que le pertenece, fruto de su trabajo. Pero al menos te dejaban un margen de supervivencia, el goteo. Ahora, ni eso. Ahora no funciona la teoría del goteo. La avaricia y la ruindad lo quieren todo para sí. Resulta paradójico y frustrante escuchar el debate parlamentario para conseguir 12.000 millones de euros para el salario básico de familias empobrecidas y sin recursos, y al mismo tiempo, que la banca ha ganado este año no sé cuanto millones, una burrada, vaya, un porcentaje vergonzosamente mayor que el año pasado... Está bien que el negocio gane, para eso está, es su razón de ser; pero no es la única. La empresa ha de ganar, de acuerdo, pero también tiene un deber con la sociedad: generar riqueza, servicios y empleo. Como hizo don José.
Que así sea.
Palenciana se benefició de su magnanimidad, naturalmente. En aquellos años sombríos de la posguerra todo el mundo trabajaba para él. Aún con jornales de 20 pesetas, pero no había paro. Para un lugar tan pequeño y aislado de la civilización -apenas unas dos mil almas- podía presumir de una iglesia más bonita y grande que la de Benamejí, pueblo con el que desde siempre nos hemos estado midiendo, de un cuartel de la Guardia Civil muy decente, de un convento de monjas que hacía las veces de lo que hoy es guardería y primaria, y como taller de costura para las mocitas, de una escuela para niñas, de un lavadero público, de una piscina municipal y hasta de un hospital-albergue, dotaciones impropias de la época y del entorno y en cuyos logros este señorito ayudó de manera decisiva al ayuntamiento. Para mi padre -y también para nosotros, sus hijos- los Carreiras son su segunda familia, y La Capilla, su segunda casa. O la primera, no estoy seguro.
De boca de mi padre y de otros jornaleros de la época he escuchado historias muy curiosas acerca de este prohombre. De entre ellas, la que más incidirá luego en mi misma vida, la costumbre de apadrinar a algún muchacho del pueblo para su ingreso en el seminario. De hecho, su hijo mayor, José Carreira Jiménez -jefe de mi padre-, fue quien me becó en mi primer año en los Ángeles. Luego, en los años sucesivos ya se encargaron mis notas por sí solas. Pero la historia que hoy quiero relataros tiene algo que ver con una teoría económico-social, hoy obsoleta: la teoría del goteo. Dicha teoría sostiene que cuanto más favorezca el gobierno a los ricos y empresarios, más beneficios obtendrán los ciudadanos de a pie. Porque el "sobrante", las migajas en abundancia, rebosará la copa y chorreará hacia abajo. Pero sabemos que hoy la cosa no funciona así. Hoy no chorrea nada. Todo para la Banca.
Don José "El Viejo" se dejaba robar, en esto coinciden todos los testimonios. Pagaba poco, pero pagaba. Y se dejaba robar. Cuando algún arribista -pelotillero, dicen en mi pueblo- le iba con un chivatazo bienqueda, "Mire usted don José que fulanito se está llevando los garbanzos a sacos", solía responderle con un "Métete tú en tus asuntos y deja que fulanito se administre". Era esa, administrarse, una palabra muy en su boca. "Ya sé que os pago poco para el trabajo que realizáis, pero debéis saber administraros".
Y es que hay que saber saberse administrar, copiaría cincuenta años más tarde Joaquín Sabina.
Un carrero de entonces me ha contado que en cada carro de aceitunas que transportaba desde el tajo al molino del cortijo vendía, por el camino, media fanega a un propietario de una finca vecina; y que al final de temporada había sacado no sé cuántos billetes extra. En boca de todo el mundo, que por las madrugadas del verano las eras de sus cortijos tenían más visitas que El Caminito del Rey en temporada alta, que los propios guardas, naturalmente, participaban en el saqueo, que los garbanzos y el trigo no faltaban en ninguna casa, que la gente acumulaba papas casi para todo el año... En uno de sus cortijos, El Cordobés, donde existía una bodega de vino, los trabajadores tenían el vino gratis; en Eslava, la leche; en La Capilla, el aceite, el pan, los áridos y todo lo que pudieran mangonear de la huerta. Hasta mi padre, a quien siempre he tenido por un santo, fue tentado por aquella moda del trapicheo. Hace poco me he enterado de dónde pudo salir el dinero con el que se compró una bicicleta, su flamante BH: no fue del sobrante de alguna de mis becas, como yo creía. Salió de la venta de garbanzos birlados en la era. Y todo eso y más, a sabiendas de los números del cuartel de la Guardia Civil que había en La Capilla, que hacían la vista gorda.
Eran aquellos tiempos... No era justo, de acuerdo; nadie tendría que robar aquello que le pertenece, fruto de su trabajo. Pero al menos te dejaban un margen de supervivencia, el goteo. Ahora, ni eso. Ahora no funciona la teoría del goteo. La avaricia y la ruindad lo quieren todo para sí. Resulta paradójico y frustrante escuchar el debate parlamentario para conseguir 12.000 millones de euros para el salario básico de familias empobrecidas y sin recursos, y al mismo tiempo, que la banca ha ganado este año no sé cuanto millones, una burrada, vaya, un porcentaje vergonzosamente mayor que el año pasado... Está bien que el negocio gane, para eso está, es su razón de ser; pero no es la única. La empresa ha de ganar, de acuerdo, pero también tiene un deber con la sociedad: generar riqueza, servicios y empleo. Como hizo don José.
Que así sea.
Mi nombre es Juan Bautista Gallardo Gomez,mis abuelos eran los encargados de La Capilla,mi abuelo Antonio Gomez era el responsable del mantenimiento del motor marino que daba luz a la zona.mi correo:restaura1917@gmail.com
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