Tal día como hoy hace 45 años, un 25 de julio de 1972, día de Santiago, acaeció en mi pueblo un hecho singular; hecho que luego, corriendo el siglo, resultaría trascendente.
-¿Tú te acuerdas, Peque?
- Sí, claro, pero sin tanto barroco como tú lo cuentas.
En aquellos pretéritos tiempos, era el de Santiago un día especial en Palenciana, un día de fiesta grande, de plaza llena y tabernas atestadas, ocasión sin igual para el estreno de prendas en las mocitas, y día de misa mayor concelebrada, con eso lo digo todo. Por esa fecha comenzaba la temporada de la siega y la trilla, y se calaban los primeros melones tempranillos.
Me encontraba en el pueblo. Entre otras cosas, mi condición de seminarista me obligaba a asistir a misa, acaso incluso a participar en el acto de la celebración de la misma. Para mi padre esa razón era la más válida, la más poderosa. Ellos, el resto de mi familia, vivían en el cortijo y allí permanecieron. Con la fresquita, sobre las nueve de la tarde, me llegué a recoger de sus casas a Frasqui, Rafael y Antoñillo, y nos fuimos a las Eras Bajas, a pasear carretera arriba. Al llegar a la altura de lo que hoy conocemos como "La Pichanga" la vi bajar, calle Molina abajo, y me hice el remolón con mis amigos para ganar tiempo. Era una chica tiposa y menuda, pero desde lejos y desde abajo me pareció mucho más esbelta, y hasta espigada diría, si no fuera exageración. En esos momentos, con la visión lejana aún de aquella figura casi angelical, se esfumó para siempre el enfado en que estaba viviendo durante lo que llevábamos de verano por culpa de aquella decisión de mi padre.
Yo había cursado con sobresaliente mi primer año de estudios teológicos en san Telmo y me encontraba de vacaciones en Palenciana. Mi padre no había consentido en mi viaje de trabajo a Francia con mi compañero Manolo Ruiz Nieto, pese a tener preparado todo el papeleo: pasaporte y contrato de trabajo por dos meses en un vivero de la Provenza. Adujo en su alegato que sacaría más provecho trabajando en La Capilla, y sin gastos ni peligros. Me sentó muy mal, la verdad. Agustín, Salva, Pedro, Jaime, el Luna... se encontraban ya trabajando en el aeropuerto de Mallorca. En aquellos años de premodernidad a muchos estudiantes en general, y a los seminaristas en particular, nos gustaba adquirir el marchamo de trabajadores sin privilegios que se financian los estudios por sus propios medios. Y no daba el mismo caché trabajar destripando terrones o regando el maíz con Miguel de la Trini que hacerlo en Mallorca, la costa o en el extranjero. La verdad de la buena era que detrás de aquellas nobles iniciativas bullía el natural sentir juvenil de libertad, de independencia, de divertimiento. Por entonces, yo no era -ni lo he sido nunca- un joven rebelde capaz de oponerse a la voluntad de su padre. No. Y tuve que aguantarme. Escribí una carta a Manolo explicándole mi decepción, y mi padre me colocó en el cortijo regando campos infinitos de maíz y de remolacha. ¡Toma vivero!
Lo que son las cosas, se cierra una puerta y se abre otra. En el autobús que cubría la línea Antequera-Palenciana -con parada en La Capilla- coincidí varias veces -y me sentaba a su lado- con una muchacha del pueblo, "la Arailla", por más señas, que estudiaba sexto de bachiller en la Inmaculada. Era una chica muy agradable de trato, con quien me sentía -y me sentaba- muy a gusto. Charlábamos de las materias de los exámenes que le quedaban pendientes para septiembre, del francés, de literatura... Y me gustaba pavonearme ante ella con mis conocimientos tan superiores, a decir de ella misma. Me confesó uno de aquellos días su intención de hacer enfermería, cosa que me agradó mucho, dada mi ya incipiente llamada por la medicina. Aquel gusanillo creció sin darse uno cuenta, tanto que olvidé a la Grego, mi "novia" de siempre. Sentía verdadero mono de ella el día que no la veía cuando paraba el autobús en La Capilla, y abusaba de la beatitud de mi padre para que me dejara ir al pueblo todas las tardes con la excusa de tener que oír misa. Y en el pueblo me hacía el encontradizo para verme con ella casi a diario, aunque solo fuera un hola o un adiós. Y notaba, sin pretenderlo, cómo aquella llama prendía cada vez con más fuerza. En ocasiones me reprochaba tanta afición. Ella tenía solo dieciséis años, una chiquilla; y yo, diecinueve. Y tampoco entraba en mi teológica sesera cómo una personilla tan pequeña era capaz de hacer tambalearse mis sólidos fundamentos vocacionales.
Y llegó, inexorable, aquella tarde de Santiago. Según la veía acercarse, más fuerte latía mi pecho. Intento pensar cómo abordarla, qué decirle, de qué hablarle... Pero nada, la mente en blanco, toda la sangre en el pecho y en el estómago. Ya está aquí, a diez metros, la veo espléndida, vestida con un traje de una sola pieza, muy ajustado gris azulón, de azafata se llama; la falda, cortita, más que cortita, dejaba al aire y a la vista unas piernas bronceadas y muy bien contorneadas, ni gordas ni flacas, lo justo. Mis amigos se dieron cuenta de mi azoramiento ante su presencia. Rafael, más avispado, se separó de nosotros para ir en busca de Araceli, su medio novia, y Frasqui y Antoñillo se quedaron conmigo para hacer de carabina, que no está bien que un seminarista se pasee a solas con una mocita.
-Hola Antoñita, ¡qué bonita que te has puesto! -apenas me sale la voz del cuerpo.
-Ea, la ocasión lo merece -se pone la muy descarada. Y yo no acertaba a saber si la ocasión era por el día que era o por encontrarse conmigo. ¡Qué nervios! Un hombre hecho y derecho, poseído y orgulloso de tanta formación filosófica, curtido en debates sobre Heidegger, Hume o Kant, y ahora, ahí lo tenéis, balbuceante, tímido, hecho un flan.
-¿Damos un paseito parriba? -Es lo único que se me ocurre.
-Vale. Y hacemos tiempo a esperar a la Mercedes y a Carmen de la plaza, que he quedado con ellas.
Y ahí, amigos míos, quedé totalmente atrapado para siempre. Ese fue, a partir de entonces, nuestro verano loco. Al año siguiente, en el siguiente verano, abandoné el seminario y me hice su novio. Y así, hasta hoy. Para que veáis qué sencillo es esto del amor.
Si este escrito llega a vuestros ojos será algo milagroso. La Peque es tremendamente celosa de su intimidad.