Es la una del mediodía. Uno de estos días en que la calor nos ha dado un pequeño respiro. Estoy en el pueblo, en la casa de mi suegra. La pobre -es una santa- se da cuenta de que en ocasiones echo en falta algo de intimidad, ya sabéis, a mí me gusta estar en mi casa en calzoncillos, incluso en pelotas, o simplemente haciendo payasadas. Y, claro, aquí no es lo mismo; no es que yo me corte mucho a la hora de meter la pata, pero algo sí. La Peque me regaña por detrás cuando me distraigo leyendo algún libro delante de mi suegra, me dice que primero es darle conversación, que está feo dejarla así abandonada a su aburrimiento y a su sueño. En fin, que como en su casa de uno, en ningún sitio. Y ella, mi suegra, con toda su inconsciencia: "José María, tú no te apures que ya mismo te vas a quedar con todo esto, en cuanto yo me vaya al otro mundo". Y yo, más inconsciente todavía: "Sí, suegra, ya lo sé, pero es que voy a tardar en heredar más que el príncipe Carlos de Inglaterra". Y los dos nos hartamos de reír.
En esas estamos cuando la Peque advierte ¡oh desgracia! que no hay ni un euro en su monedero. Se vuelve hacia mí en busca de auxilio. Se disponía a ir a por unas bacaladillas para después del salmorejo y me pide algo suelto. Me acuerdo ahora, además, de que debo dinero a mi cuñado por los regalos que hicimos a los antonios y antonias de esta casa por el día de su santo. Ya me estoy temiendo lo peor. Yo también estoy limpio. "Bueno, pues, a ver, no va a haber más remedio que ir al cajero". En mi pueblo no hay cajeros del Santander, pero sí de la Caja Rural. Por cien euros que saque no me van a cobrar tanta comisión, pero, tonto de mí, cogí el coche y me fui a Antequera. En el fondo de los fondos, quizás lo hiciera así para comprar media docena de dulces en una pastelería antequerana que me encanta. Dicho y hecho.
Antes de enfilar la carretera, a la salida del pueblo, hay un stop. Me paro y veo a a dos paisanos, él y ella, muy amigos míos, charloteando animadamente. ¡A las una y cuarto del día, en plena calle! Bajo la ventanilla y los saludo. A esa hora no hay coches que me piten por detrás. Ella es una mujer de armas tomar, lozana aún, frisando los cincuenta, animosa y simpática. Si hubiese que destacar una cualidad única entre las muchas que atesora, cualquiera diría lo mismo: dicharachera. Que no alcahueta. Tiene conversación para todo el mundo y para todo el día. Una cosa parecida a lo de mi hermano Manolo, pero en mujer. "Que sepas que hace un mes me han operado de pólipos vocales" -me dice. "Lo sabía -le contesto-, me lo ha contado tu hermano. Oye, ¿y cómo has aguantado tantos días sin hablar nada? Es increíble, ¡verdad?" "Pues, fíjate, escribiéndolo todo, he gastado un cuaderno entero de esos de anillas grandes". Los dejo allí con su cháchara y sigo para Antequera. A mi paso, veinte minutos para llegar. Claro, respetando las señales: en el antiguo hotel La Vega, a 60; por el puente de Lucena, a 50; y así. Aparco muy cerca del cajero, saco mi dinero, me alargo a la confitería, compro mis pasteles y vuelvo raudo para el pueblo. En total, alrededor de una hora. Llegué al pueblo sobre las dos y cuarto de la tarde. Lo que no os vais a creer es la escena con la que me encuentro al llegar al cruce del stop: efectivamente, mis dos amigos, ella y él, habían avanzado, quizás, unos diez metros, no más. Allí seguían, erre que erre, dándole a la sin hueso. "Pero, bueno, ¿será posible que sigáis todavía en el mismo sitio?- les grito-. ¡Mujer, que se te van a reproducir los pólipos!"
Llego a casa con hambre de salmorejo y de bacalao frito -a falta de bacaladillas- y están poniendo la mesa. ¡Estupendo! ¡A la propia! Pero como la felicidad nunca es completa resulta que se ha presentado mi cuñada Conchi y, ella solita, se ha auto invitado al almuerzo. No sé de qué me extraño. "Bieeennn -se pone nada más verme entrar-, ya tenemos postre güeno" -dice señalando mis dulces. ¡La madre que la parió! Ya de por sí, me cuesta compartir los pasteles, que el Señor me perdone, soy tan goloso... Pero es que mi cuñada no se contenta con comerse uno, que vale, paso por ahí; no, ella tiene que picotear, tiene que probarlos todos, tiene que cortar a dedo un cachito de cada uno. Y, joer, me los estropea todos. ¡Con lo que yo disfruto antes de comérmelos viéndolos tan parejitos, tan bien puestecitos! Éste, cuadrado, este otro redondito, aquél en forma de huevo frito... Pues nada, a joerse. Y así fue, naturalmente. A los postres, entre ella y mi suegra -tiene cojones siendo ésta diabética- me empercudieron toda la bandeja. Y ya no saben lo mismo, ea. Y encima me reprochan que soy un caprichoso.
Bueno, lo que no supieron es que yo ya había apartado y escondido el más apetitoso para después de la siesta. Y otro para llevárselo luego a mi padre.
Y así son mis días en el pueblo, cuando la calor y mi cadera ortoprotésica no me dejan salir al campo.
Antes de enfilar la carretera, a la salida del pueblo, hay un stop. Me paro y veo a a dos paisanos, él y ella, muy amigos míos, charloteando animadamente. ¡A las una y cuarto del día, en plena calle! Bajo la ventanilla y los saludo. A esa hora no hay coches que me piten por detrás. Ella es una mujer de armas tomar, lozana aún, frisando los cincuenta, animosa y simpática. Si hubiese que destacar una cualidad única entre las muchas que atesora, cualquiera diría lo mismo: dicharachera. Que no alcahueta. Tiene conversación para todo el mundo y para todo el día. Una cosa parecida a lo de mi hermano Manolo, pero en mujer. "Que sepas que hace un mes me han operado de pólipos vocales" -me dice. "Lo sabía -le contesto-, me lo ha contado tu hermano. Oye, ¿y cómo has aguantado tantos días sin hablar nada? Es increíble, ¡verdad?" "Pues, fíjate, escribiéndolo todo, he gastado un cuaderno entero de esos de anillas grandes". Los dejo allí con su cháchara y sigo para Antequera. A mi paso, veinte minutos para llegar. Claro, respetando las señales: en el antiguo hotel La Vega, a 60; por el puente de Lucena, a 50; y así. Aparco muy cerca del cajero, saco mi dinero, me alargo a la confitería, compro mis pasteles y vuelvo raudo para el pueblo. En total, alrededor de una hora. Llegué al pueblo sobre las dos y cuarto de la tarde. Lo que no os vais a creer es la escena con la que me encuentro al llegar al cruce del stop: efectivamente, mis dos amigos, ella y él, habían avanzado, quizás, unos diez metros, no más. Allí seguían, erre que erre, dándole a la sin hueso. "Pero, bueno, ¿será posible que sigáis todavía en el mismo sitio?- les grito-. ¡Mujer, que se te van a reproducir los pólipos!"
Llego a casa con hambre de salmorejo y de bacalao frito -a falta de bacaladillas- y están poniendo la mesa. ¡Estupendo! ¡A la propia! Pero como la felicidad nunca es completa resulta que se ha presentado mi cuñada Conchi y, ella solita, se ha auto invitado al almuerzo. No sé de qué me extraño. "Bieeennn -se pone nada más verme entrar-, ya tenemos postre güeno" -dice señalando mis dulces. ¡La madre que la parió! Ya de por sí, me cuesta compartir los pasteles, que el Señor me perdone, soy tan goloso... Pero es que mi cuñada no se contenta con comerse uno, que vale, paso por ahí; no, ella tiene que picotear, tiene que probarlos todos, tiene que cortar a dedo un cachito de cada uno. Y, joer, me los estropea todos. ¡Con lo que yo disfruto antes de comérmelos viéndolos tan parejitos, tan bien puestecitos! Éste, cuadrado, este otro redondito, aquél en forma de huevo frito... Pues nada, a joerse. Y así fue, naturalmente. A los postres, entre ella y mi suegra -tiene cojones siendo ésta diabética- me empercudieron toda la bandeja. Y ya no saben lo mismo, ea. Y encima me reprochan que soy un caprichoso.
Bueno, lo que no supieron es que yo ya había apartado y escondido el más apetitoso para después de la siesta. Y otro para llevárselo luego a mi padre.
Y así son mis días en el pueblo, cuando la calor y mi cadera ortoprotésica no me dejan salir al campo.
Gracia para contar el día a día no te falta, jodio. Lo bordas.
ResponderEliminarAdvierto que tu pasado de doctor te salva de las admoniciones de la Peque. A mí me recriminan en casa propia y ajena, el dulce, la sal, pasar de dos cafetitos diarios, la carne (sobre todo la pierna de cordero que me compro, horneo y "jalo" mensualmente), y todo lo que me suba la tensión, además de las cenas. ("No deberías cenar nada más que fruta").
Supongo que tienen razón y por eso me acabo de comprar un aparato de medir la tensión, aunque no me animo a sacarlo de la caja. Ahí mismo lo tengo esperando...
Virtudes cada vez tengo menos, en todo caso me queda la pereza. Y por eso ni me pongo a régimen, ni me morigero, ni escribo como tú.
Mi ÚNICO defecto: leer todo lo que nos cuentas y responderte antes que Juan Martín y Manuel Jurado, cuando no se me adelantan.
Yo ando con el tema de los implantes dentales (molares concretamente), pero supongo que mis sufrimientos esporádicos son más pasajeros que tu post operatorio. Que te mejores y no pierdas ese estilo gracioso y simpático que te caracteriza.
Un abrazo,
Pedro
Amigo José María,¡qué felicidad la tuya!.
ResponderEliminarCuando el mayor de los problemas es que te picoteen los dulces, o que el cura del pueblo lleve el Viático en procesión, quiere decir que vives instalado en el mismísimo paraíso terrenal.
Algunos otros estamos ya en pie a las seis y media, y ligeritos para tomar una ducha y el desayuno que hay que salir zumbando.
Coche en ristre sorteando obras. ¡Mira que hacen obras en verano y cortan calles! a buscar el nieto. Pues soy canguro de uno de los nietos y lo llevo a la guardería para que se habitúe, luego lo recojo a media mañana, lo cambio y le doy de comer.
Con suerte se duerme por el camino en el coche con el aire acondicionado y la musiquita, los dos solos como dos jabatos.
Hasta he perdido peso, y los bíceps y los dorsales de la espalda se me están ensanchando.
¡Que me prefiere a mí antes que a los demás, pero sin ningún rubor! Dicen que le consiento todo, nada pura envidia.
Un día de éstos, compraré unos dulces y los dejaré a la vista si me deja la mujer.
Lo dicho en el paraíso terrenal, pero te lo digo con la boca pequeña, que no me quejo en absoluto.
Muy al contrario, revivo el apego en los nietos que no pude disfrutar con los hijos por causa del trabajo.
La pintura ya la practicaré cuando crezcan un poco.
Un abrazo.
Juan Martín.
Jajaja, Pedro, qué gracia me haces. En cuanto a los cuidados de salud preventivos, quiera Dios protegerme de la diabetes. No sé cómo podría yo sobrevivir sin pasteles. Lo tuyo, creo, es más fácil: les dices a tus mujeres "dolientes" que tu amigo el médico te ha dicho que basta con comer poco pan y poco dulce. Que están permitidos la carne y los cafelitos diarios, siempre que seas disciplinado con las pastillas de la tensión. Incluso un poquito de sal no es dañina. In medio, virtus; in vino, véritas.
ResponderEliminarMuchas gracias por vuestra devota admiración.
Juan Martín, te comprendo perfectamente. Tanto, que mi mujer y yo acabamos de decidir hace una semana que nos mudamos a Antequera. Dejamos Triana y nos vamos a Antequera para estar más cerca de mi nieto, y de otro que viene en camino.
ResponderEliminarUn abrazo.