jueves, 20 de julio de 2017

Con lo que yo he sido...

Hasta ahora había hecho oídos sordos a las prevenciones que mi amigo Antonio Pintor, perito en ciencias del comportamiento, venía haciéndome. Según me advertía, uno de los síntomas iniciales que preludian la vejez es el hacer ruidos y muecas raros con la boca, sobre todo por la noche. Mi rechazo a tal teoría se ha basado en que en tal caso, de ser eso cierto, yo llevaría ya bastantes años de viejo, cosa que, a la vista está, no es así. La Peque lleva ya una eternidad quejándose de eso, de que cada vez que me rodeo en la cama, sin llegar siquiera a despertarme, emito una serie de onomatopeyas gustosas, algo así como quien paladea un dulce, un yam, yam, yam, muy gracioso las primeras veces, pero harto cansino y molesto noche tras noche. Por algo así no se va uno a hacer viejo.

Hace unos días, sin embargo, he padecido de un síntoma que, ese sí, me ha mosqueado seriamente. En ese sí que creo como premonitorio de senectud. Se trata de la pérdida del control esfinteriano. Si no controlas el postigo... Mala cosa. Os lo explico.

Estamos, la Peque y yo, paseando a nuestro Lucas por el parque de la paloma, en Benalmádena. Tan tranquilos y fresquitos en una mañana en la que, oh milagro, pega mejor el jersey que el bañador. Pocas cosas hacen más feliz a un abuelo que ver a su nieto, ajeno a toda contingencia, correteando a las palomas, a los patos o a los conejos, agachándose en cuclillas -qué envidia- para acariciar a los polluelos, o echándole mendrugos de pan duro a las tortugas, que ya el agua verde de la gran charca se encargará de ablandarlos. Inocente, dichoso, sano... Así deberíamos ser todos, va uno mascullando, felices, decentes, sin malicia. En esos pensamientos me encontraba cuando, de repente, siento el primer aviso, el primer estrujón. Ya sabéis, estas cosas ocurren así, de pronto. Es como cuando te da un infarto, que estás tan bien y te arrea el golpetazo en el pecho sin esperártelo. Considerando mi dilatada experiencia en este campo concreto no me alarmé demasiado. En este sentido, me encuentro bien curtido, de manera que tranquilidad. He aguantado apretones mucho mayores. No tenéis más que recordar aquellos de la Sainte Chapelle, en pleno París, o estos otros de los jardines del Cristina, aquí en Sevilla, o los del bar del hospital Reina Sofía, en Córdoba, como más representativos y enérgicos. Todos ellos saldados con otras tantas honrosas -o quizás no tanto- victorias. Retortijones menores con vaciamientos controlados habrán sido miles en mi abultada historia escatológica. No creo resultaros pretencioso ni petulante si os confieso que me considero un verdadero experto en esta materia fecaloidea. Herencia materna, mi madre, la pobre, ya de mayor, se iba de vareta en las circunstancias más insospechadas e inoportunas, la más sonada cuando se lo hizo en el Seat Ibiza de mi hermano Frasco, estrenando el coche que iba, por la cuesta de Archidona.

Así que decidí aguantar el tirón. Uno siempre dice lo mismo: "me da tiempo". "Estoy a dos pasos de mi casa". Y cosas así. Sí, sí... "Se te ha puesto mala cara -me dice la Peque-, ¿qué te pasa?" "Que me estoy cagando a chorros". "Venga pa la casa, que tú ya no eres el que eras, no nos vayas a hacer aquí un espectáculo". Viéndome débil, y desconfiando de mi portero de atrás por ser muchas y muy seguidas tantas acometidas, dejé en paz a abuela y nieto, y salí por patas del parque todo lo rápido que pude, teniendo, además, la considerable inconveniencia de ir caminando con una muleta por causa de mi reciente intervención de cadera. Para más abundancia. La cosa apretaba de lo lindo, yo cerraba lo que podía y los sudores y el desánimo me apabullaron. Pensé, claro, colarme en un bar de desayunos allí cerca donde quizás me reconocieran los dueños por haber comprado tres euros de churros hará cosa de dos días. Preguntaría por el baño y ellos me lo indicarían amablemente. Pero coincidió este pensamiento con un respiro del apretón y me envalentoné para seguir palante. Total, ya falta nada. Cuando llegaron los siguientes apretones iba subiendo por la mitad de la cuesta hasta mi bloque, "Ya llego, ya llego". Pude acortar algo porque la puerta de la piscina se la había dejado abierta un niño de esos que no hacen caso de las normas de la comunidad, bendito sea, pensé. Llegué con grandes espasmos hasta la cochera. "Si no veo salida, me cago aquí mismo, todo oscurito". Pero se encendieron las luces y un matrimonio bajaba a pie hasta la piscina. "Buenos días", "buenos días". Y pude llegar hasta el ascensor. Y me ocurrió aquello de hincharse de nadar para morir en la orilla. Ya estaba en casa, aguanta, hombre, diez segundos más, ya estás, es un segundo piso, venga, venga joer, que no se diga, que tú te has visto en otras mucho peores, ya estás... Al abrirse la puerta de salida del ascensor, quizás por simpatía, quizás por no poder aguantar más el postrero retortijón, se abrió también un pequeña rendija en mi puerta de atrás, nada, una mijita de nada, por probar a ver si por casualidad salía una ventosidad como anticipo. ¡Qué va! Salió la cabeza entera, y, una vez fuera la cabeza, aquello no tuvo contención posible. Estaba a cuatro pasos de mi puerta, me sentía toda la carga repartiéndose por mis bajos, temía que empezara a gotear o, peor, a chorrear por los perniles de mis calzones cortos. Pero no. Los calzoncillos aguantaron lo suyo. Menos mal. No pude abrir. Llamé al timbre, "¡Carmen, Carmen, abre rápido!" Mi hija abrió enseguida. La tufarada pestilente tan intensa que tuvo que aspirar le indicó el diagnóstico a la primera: "¡Ay Dios mío, te has cagao en los calzones"! Yo no sabía qué hacer, si irme rápido al wáter, o si atender a mi hija que, estando embarazada como está, empezó a vomitar, no por el embarazo, sino de asco. Pero, claro, cuanto más me acercaba a ella, peor se ponía. Así que me fui al aseo. Mi hija me acercó luego, entre arcadas, tres bolsas de basura, la fregona, el cubo con agua y una botella de lejía... Y una muda completa. Una hora.

En fin, ahora sí, ahora ha llegado la hora de admitir que me estoy volviendo viejo. ¡Con lo que uno ha sido!...

6 comentarios:

  1. Amigo José María, no es para tanto.
    Con estos calores los cuerpos se nos descentran una barbaridad con las bebidas frescas, las frutas frías, los pinchitos del bar, los aires acondicionados. Los retortijones son el pan nuestro de cada día. Esto no es hacerse viejo, eso le ocurre a cualquiera.
    Antes en nuestros pueblos, un retortijón se solventaba detrás de un olivo en un santiamén.
    Es la diferencia del cambio de época. Hoy todo son coches y asfalto, y así nos va.
    Me alegro de ver que te lo tomas un poco a broma. Hacerse viejo como tú muy bien sabes, es otra cosa bien distinta.
    Un abrazo.
    Juan Martín.

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  2. Jajaja, es verdad. Lo que pasa es que me gusta tratar el tema escatológico. Soy un poco guarrillo. Tengo, en efecto, historias de detrás de un olivo, en parques públicos, en bares, en la playa... qué sé yo. Como os digo, soy un experto.
    Un abrazo.

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  3. Lo tuyo no tiene remedio. Si eso fuera sintoma de vejez habrias nacido siendo viejo. Lo de los ruidos se lo escuché a Lucia Bosé en una entrevista donde dijo que para ella es viejo quien no para de hacer ruidos con la boca y ha perdido interés por el sexo. A mi me parece una buena definición

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  4. Ah claro, pero lo del sexo no me lo dijiste. En ese sentido sigo joven, entonces. Con bastante menos fuerza, pero con el mismo interés.

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  5. En tus escritos te muestras inocente y picaruelo, sociable y natural. Comprendo que con la recuperación de la operación de cadera no puedas hacer agachadillas com tu nieto, pero si te nos pones viejo ¡¿qué será de nosotros?!

    Evento similar al que narras me sucedió en Moscú visitamdo el museo de los adelantos o de lo que fuera. Desesperado busqué un lugar escondido para aliviarme. Y allí no había bares. Estuve a punto de meterme en unas dependencias militares que tenían un cuidado césped. Mi sentido común evitó un escándalo en prensa. Cuando más desesperado estaba dando vueltas como un loco, se me ocurrió lo evidente. El museo debía tener aseos. Volví a entrar en él con la esperanza floreciendo en mi maltrecho ánimo. Mi suposición fue certera y pude liberar mis intestinos felizmente. Lo malo fue que al tirar de la cadena comprobé que había dejado el váter completamente atascado. Me largué como quien no ha roto un plato y me reuní con mis amigos. No tardaron en explicarme que la causa debió ser el haber bebido agua del grifo del hotel. Las conduciones de agua en la todavia URSS de Gorbachov tenían fugas y a veces se contaminaban con las conduciones de las aguas de cloaca. No volvimos a catar el agua corriente. Bebíamos un refresco ligeramente dulce que expedían unas máquinas callejeras. Nuestras pesetas rubias servían a la perfección por lo que no gastamos en agua ni un céntimo de rublo.

    A causa del fresco nocturno sufrí un pequeño accidente mierdoso en Santiago de Compostela, ya terminado nuestro periplo caminante. Lo arreglé como pude y nos largamos temprano, sin despedir a los dueños del hostal. Sólo dejé una huellecilla marrón en la sabana bajera. Y es que... no estamos seguros en ningun sitio cuando sobreviene la traición intestinal.
    No cuento más para no alargarme.
    Salud y contención, hermanos.
    Pedro

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  6. No, si el que más el que menos tiene sus historias. Jajaja.

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