El grito negacionista y lúgubre "Illa, Illa, Illa, fuera mascarillas" me ha traído a la memoria, en una especie de asociación de ideas, aquel otro grito necrófilo de ¡¡¡Viva la muerte!!!" de Millán Astray, personaje siniestro. O, si queréis, en un tono más piadoso, el verso machadiano de "el coro de los grillos que cantan a la luna"...
El día 9 de enero, salvada la Navidad, había en la Unidad de medicina interna de mi hospital once pacientes Covid. Hoy, día 29, hay la friolera de setenta y dos enfermos. Sólo en medicina interna. En todo el hospital, más de doscientos. Casi la mitad de todas las camas están ocupadas por enfermos Covid. Un compañero anestesista, de mi edad, ha muerto en la UCI hace una semana, y uno de mis amigos más entrañables y queridos, aislado en una cama hospitalaria, lucha en estos momentos contra el maldito virus. En Andalucía, a día de hoy, tenemos 130.000 casos activos de Covid. Parece como si nada hubiésemos aprendido después de un año de calamidades. Ni gobernantes ni ciudadanos. Comprenderéis mi desgana en estos días de oscuridad a la hora de sentarme a escribir con cierto sosiego y mi hastío de tanta gente que desafía su propia muerte y la de sus allegados con actitudes y conductas deleznables.
Y conste desde ya que, pese a no entender para nada el fenómeno del negacionismo, no lanzo mis dardos contra dicha horda, minoría poco significativa a fin de cuentas, sino precisamente contra nosotros, la gente corriente, los creyentes no practicantes, que no nos damos por enterados hasta que el bicho muerde cerca.
Estoy dispuesto a admitir la poca utilidad de las mascarillas en la calle solitaria. Por supuesto que ninguna en campo abierto. Los datos epidemiológicos nos hablan claramente de dos focos principales de contagio: las reuniones familiares y las relaciones personales en bares, restaurantes y fiestas de amigos. Los demás posibles focos (trabajo, colegios...) se muestran como algo marginal. Y estaréis conmigo en que estamos obrando justo al revés: en sitios despejados, al aire libre, todo quisque con su mascarilla; en sitios cerrados nos vemos con la garantía y la licencia de prescindir de ella. Lo hemos visto a diario: jóvenes sentados en terrazas charlando animosamente y con la mascarilla en la barbilla; gente madura en mostradores departiendo como si tal cosa; familias que se reúnen para la merienda o para un cumple...Y sin mascarilla. En este punto, tengo que expresar mi admiración por el ejemplo de los escolares y sus maestros. Hay un colegio en Antequera cuyas ventanas de la planta baja -abiertas o entornadas, según el día- dan a una avenida amplia y muy transitada. Me hago el distraído para observar la disciplina de los niños, ajenos a la calle, aplicados en sus cuadernos y con sus mascarillas bien ajustadas. Y la compostura del docente, a pecho descubierto, escribiendo en la pizarra o impartiendo la clase en una suerte de ágora pública. Ésa debe ser la actitud. Parece que nos hemos creído que el virus respeta la intimidad de las viviendas y que vive danzando en la calle. Justo al revés de la realidad. Y así nos va.
A lo largo de este año de esperanza vamos a ser vacunados un alto porcentaje de la población, ojalá todo el mundo. Rezo porque seamos capaces de mantener la paciencia, la serenidad y el civismo necesarios para salir de esta tragedia con el menor daño posible. Que ya está bien...