viernes, 29 de enero de 2021

Un grito insensato

El grito negacionista y lúgubre "Illa, Illa, Illa, fuera mascarillas" me ha traído a la memoria, en una especie de asociación de ideas, aquel otro grito necrófilo de ¡¡¡Viva la muerte!!!" de Millán Astray, personaje siniestro. O, si queréis, en un tono más piadoso, el verso machadiano de "el coro de los grillos que cantan a la luna"...

El día 9 de enero, salvada la Navidad, había en la Unidad de medicina interna de mi hospital once pacientes Covid. Hoy, día 29, hay la friolera de setenta y dos enfermos. Sólo en medicina interna. En todo el hospital, más de doscientos. Casi la mitad de todas las camas están ocupadas por enfermos Covid. Un compañero anestesista, de mi edad, ha muerto en la UCI hace una semana, y uno de mis amigos más entrañables y queridos, aislado en una cama hospitalaria, lucha en estos momentos contra el maldito virus. En Andalucía, a día de hoy, tenemos 130.000 casos activos de Covid. Parece como si nada hubiésemos aprendido después de un año de calamidades. Ni gobernantes ni ciudadanos. Comprenderéis mi desgana en estos días de oscuridad a la hora de sentarme a escribir con cierto sosiego y mi hastío de tanta gente que desafía su propia muerte y la de sus allegados con actitudes y conductas deleznables.

Y conste desde ya que, pese a no entender para nada el fenómeno del negacionismo, no lanzo mis dardos contra dicha horda, minoría poco significativa a fin de cuentas, sino precisamente contra nosotros, la gente corriente, los creyentes no practicantes, que no nos damos por enterados hasta que el bicho muerde cerca.

Estoy dispuesto a admitir la poca utilidad de las mascarillas en la calle solitaria. Por supuesto que ninguna en campo abierto. Los datos epidemiológicos nos hablan claramente de dos focos principales de contagio: las reuniones familiares y las relaciones personales en bares, restaurantes y fiestas de amigos. Los demás posibles focos (trabajo, colegios...) se muestran como algo marginal. Y estaréis conmigo en que estamos obrando justo al revés: en sitios despejados, al aire libre, todo quisque con su mascarilla; en sitios cerrados nos vemos con la garantía y la licencia de prescindir de ella. Lo hemos visto a diario: jóvenes sentados en terrazas charlando animosamente y con la mascarilla en la barbilla; gente madura en mostradores departiendo como si tal cosa; familias que se reúnen para la merienda o para un cumple...Y sin mascarilla. En este punto, tengo que expresar mi admiración por el ejemplo de los escolares y sus maestros. Hay un colegio en Antequera cuyas ventanas de la planta baja -abiertas o entornadas, según el día- dan a una avenida amplia y muy transitada. Me hago el distraído para observar  la disciplina de los niños, ajenos a la calle, aplicados en sus cuadernos y con sus mascarillas bien ajustadas. Y la compostura del docente, a pecho descubierto, escribiendo en la pizarra o impartiendo la clase en una suerte de ágora pública. Ésa debe ser la actitud. Parece que nos hemos creído que el virus respeta la intimidad de las viviendas y que vive danzando en la calle. Justo al revés de la realidad. Y así nos va.

A lo largo de este año de esperanza vamos a ser vacunados un alto porcentaje de la población, ojalá todo el mundo. Rezo porque seamos capaces de mantener la paciencia, la serenidad y el civismo necesarios para salir de esta tragedia con el menor daño posible. Que ya está bien... 

 

domingo, 17 de enero de 2021

Cambio de estrategia?

Quienes seáis futboleros comprenderéis mejor que los demás lo que está pasando por mi mente estos últimos días. Así como a nosotros, aficionados al fútbol, nos pirra hacer de entrenador y corregirle alineaciones y estrategias al míster de turno cuando nuestro equipo va perdiendo, a mí, como médico que soy, me ha dado por enmendarle la plana al ministro Illa y a todos los consejeros de salud de nuestras autonomías en materia del plan de vacunación. Porque parece que el virus nos golea de manera escandalosa. 

Veréis, yo he sido alguien como médico clínico, pero ni puta idea de gestión ni mucho menos de política sanitaria. Y algunas nociones de epidemiología de tercero de carrera. O sea, muy poco. Con todo, y preocupado por cómo van las cosas, he hablado con mi amigo Pintor para proponerle la realización conjunta de una especie de protocolo alternativo al plan de vacunación oficial. Como si jugáramos a epidemiólogos. Repito que nada más lejos de mi ánimo que ser presuntuoso ni caer en el ridículo espantoso de creerme perito en la materia. Ni mucho menos. Simplemente, entrenar la mente, en estos días de tedio, en un ejercicio de imaginación positiva.

Mi propuesta es muy simple. Al virus le encanta que la gente se mueva de un lado a otro. Le gusta viajar y saltar de aquí para allá. Y conocer en la intimidad a personas distintas, y casas, bares, calles, ciudades, países diferentes. Y sabe que no puede hacerlo solo. Tiene que ir siempre colgado de alguien, de polizón. Necesita un vehículo humano. Tememos, con razón, que las nuevas cepas mutantes se vayan a extender por el mundo mundial. Y que no van a ser precisamente los ancianos de las residencias los responsables de su expansión. Porque dichos ancianos no se mueven. Ni esos ancianos ni otros que vivan tranquila y reposadamente en sus casas. Ni otros, menos ancianos, como vosotros y como yo, que, asustados y preocupados, procuramos cumplir las recomendaciones sanitarias. Vacunar a un anciano frágil supone protegerlo a él. De acuerdo. Muy bien que está. Sin embargo, esa vacuna en un individuo joven y activo protege a muchas otras personas, todas las de su entorno y su familia. En este punto, me vais a permitir la licencia piadosa de creer que las personas vacunadas no pueden contagiar, cosa que aún no ha dado tiempo a comprobar. Abrazo con la fe de un monje oblato la hipótesis plausible de que a lo más que llegaría sería a transmitir la infección, que no la enfermedad. Infección silente sin enfermedad nos traerán de la mano la inmunidad de grupo o de rebaño. Tampoco conocemos del todo la respuesta inmunitaria de la vacuna en los ancianos, puesto que ellos no han estado representados en la fase de experimentación humana. Y es muy probable que la mejor manera de protegerlos fuese la aniquilación del virus mediante la vacunación masiva de los portadores potenciales más prevalentes: la población activa.  

Por tanto, y simplificando: la primera tanda para la gente entre los dieciocho y los sesenta años. Estos son los que contraen el virus y luego lo transmiten. El virus no se cuela por las ventanas de las residencias de ancianos, lo llevan encima los trabajadores y los familiares. Vacunando masivamente a esta franja de población protegemos a los demás, ancianos incluidos, claro está. Vacunando a esta gente activa protegeríamos a los sanitarios y los hospitales y adelantaríamos en la apertura de negocios, hoteles, vuelos... Y llegaría antes la tan ansiada normalidad. Eso creo.

Vuelvo a reconocer que parece que estuviera jugando yo a ser entrenador de fútbol, a convertirme de pronto en epidemiólogo experto, y, sin embargo, con toda seguridad se me escapan muchos detalles. Lo que propongo sería factible si, en efecto, contásemos ya con tantísimas dosis de vacunas necesarias para este plan. Cosa que no es así. Y comprendo que ahora, la prioridad se haya puesto en la protección "inmediata" de la población más vulnerable. Y también creo que en el ánimo de nuestros dirigentes en esta campaña de vacunación pesa mucho el sentimiento de "deuda" que hemos adquirido para con nuestros ancianos por todo lo que han dado a nuestra sociedad actual y por tanto sufrimiento como están padeciendo en esta maldita pandemia. Todo ello es muy comprensible.

De manera que la cosa seguirá tal cual. Y nos nos queda otra que volver a apelar a la responsabilidad individual del cumplimiento de las normas hasta que se despeje el temporal.

viernes, 8 de enero de 2021

Vamos a desmontar el Carpe Diem

La Pelu, mi perrita, vive al día. Creo que feliz y contenta de la familia que le ha tocado en suerte. Puede tirarse horas eternas en el sofá en una especie de letargo casi orgásmico, solo interrumpido para chupetearse el "toto" en cada cambio de postura. No sabe -ni le interesa- si hoy es Reyes o anteayer fue Navidad. Ajena a su cuna en una tienda de perros de Córdoba y despreocupada por completo de su fecha de caducidad, vive feliz la vida. Vive el presente. Interpreta como nadie su carpe diem perruno.

Pero nosotros, los humanos, tenemos algo llamado consciencia que nos habilita para vivir el presente con lo aprendido del pasado individual y ancestral, y con un proyecto de futuro. Sabemos que polvo fuimos y que en polvo nos convertiremos. Y en ese continuo temporal de nuestras vidas  encuentran todo su sentido el pasado y el futuro. No es cierto que sólo exista el presente. No. No deberíamos, por tanto, enfatizar el manido Carpe Diem como un abanderado de nuestra conducta, como un modelo de vida. No vivimos solamente hoy. Hay también un mañana. Y hubo un ayer. Es un slogan falso y pernicioso ése del vivir el presente de una manera despreocupada y frenética. Además de que en su intención original por el poeta romano Horacio, Carpe Diem recomienda aprovechar el día. Que no es lo mismo.

Sin embargo, este paradigma de disfrutar el presente ha calado en mucha gente. Metámonos todos: hemos creado una sociedad superficial, un modus vivendi facilón y egocéntrico, en la que lo prioritario es el disfrute del momento sin mucha ponderación sobre las consecuencias que puedan derivarse de nuestros actos para nosotros mismos y para los demás. Porque tengo para mí que un uso desaforado del Carpe Diem, en unos, y una apelación inopinada e irresponsable a la libertad individual, en otros, han impulsado a muchas personas (jóvenes y no tan jóvenes) a desafiar distancias, recomendaciones, multas y perimetrajes con tal de disfrutar de la Navidad en familia. Y hoy, 8 de enero, infectada media España y salvada la Navidad, llega el tío Perico con las rebajas. ¡A buenas horas! ¿Qué parte del "Yo me quedo en casa" no hemos entendido? 

Y así tenemos ahora el panorama: España entera invadida por el virus. Los hospitales, de nuevo, al límite. Los sanitarios agotados. Y la gente que aun no ha sido tocada por la calamidad, tan pancha, como si nada. Hay pueblos en Córdoba que se habían mantenido impolutos durante toda la pandemia: cero contagios. Y ahora, en la salida de Pascuas, encabezan el ranking de contagios. Muy posiblemente, paisanos desplazados desde otros confines para pasar las fiestas hayan dejado en las abarcas unos regalos envenenados.

Habrá quien siga apelando, pese a todo, a la libertad individual. Permitidme que me entristezca. La libertad individual de muchos va a llevar al crematorio a otros tantos. Y eso no es ético ni tolerable. ¿Y qué decir de la responsabilidad ciudadana? Pues más de lo mismo. Un centro comercial de Marbella atiborrado para ver a Kiko Rivera de Rey Melchor. ¡Te cagas las patas abajo!  Fiestas y botellones ilegales por doquier... En la tarde-noche del cinco de enero, he presenciado una cola kilométrica de coches en Antequera para ir al Carrefour a ultimar las postreras compras de Reyes. ¡Demasiado misericordioso me parece el virus!

No me gustó nada lo ocurrido en Agosto, pero pude llegar a comprenderlo porque nos pilló casi de nuevas. Habíamos salido de un durísimo confinamiento, y la gente tenía necesidad de desahogo. Vale. Pero, ahora... Todos sabíamos que esto iba a ocurrir, pero hemos ido a lo nuestro, al Carpe Diem. Y el que venga detrás, que arree.

Nunca pude pensar que llegaría un día en que yo deseara que, por fin, acabara la Navidad.   

miércoles, 6 de enero de 2021

Feliz Epifanía

Lucas y Daniel -como tantos otros niños- han amanecido esta mañana con la ilusión desbordada. En la video llamada se les amontonan las palabras, el uno sobre el otro, para contarnos a los abuelos todos los regalitos, con precipitación, como si no hubiese más mañanas. Anoche, dormidos ambos con premura inusual y consentida, sus padres prepararon con esmero el salón: alrededor del árbol depositaron los más variados envoltorios de vivos colores etiquetados con sus nombre respectivos. Al desempapelarlos, descubrirán, emocionados, ejércitos de Vengadores y Superhéroes; figuritas de Dinos y de Legos, un robot que obedece a la palabra, un libro de postres infantiles... Qué sé yo... Y un trozo grande de carbón de dulce para la perrita... y para "la abela", se ríen. En el zaguán encontrarán un plato con mantecados y polvorones (algunos ya mordisqueados), una botella de aguardiente con sus tres copas y su culito de líquido, y una cartulina blanca donde puede leerse en mayúsculas vistosas: GRACIAS. 

Un año más, y se ha cumplido la magia. Aun sin Cabalgata. Porque esa magia no depende tanto de la suntuosidad y exuberancia de las distintas cabalgatas, sino de la fantasía inocente de los niños. Curioso el caso. De manera que, de niños, creemos en los reyes Magos no más de cuatro años (desde los cuatro a los ocho, más o menos). Y, sin embargo, dicha ilusión permanece de por vida, contagiada de hijos a padres y abuelos. Incluso entre nosotros, infieles ateos. Y republicanos.

Recordemos hoy, siquiera un momento, aquellas noches nuestras del 5 de enero. "Por el cinco de enero/cada enero ponía/mi calzado cabrero/a la ventana fría/... No. Nosotros tuvimos algo más de fortuna que el niño Miguel Hernández. Lo nuestro no eran abarcas, que eran botas de agua o zapatos recios del zapatero, o aquellos otros de "Gorila". Y nunca amanecían las botas desiertas ni vacías: algún martillo de caramelo, alguna zambombita de dulce, algún polvorón o mazapán... Y la botella inmarcesible de aguardiente de Rute con sus tres copitas, siempre la misma. Y al lado, muy bien dispuesto, el tambor de piel de oveja, ¡un tambor de verdad! No una lata vacía de atún, no; un tambor casi casi como los de los soldados romanos. O una pistola de mistos, ¡macho, qué pistolón! O un sable de plástico duro, qué lujazo. Y a nuestras hermanas, la muñeca pecosa de pelo caoba o el bastidor de costura. A muchos de nosotros no nos alcanzó la edad de las bicis ni los patines. Fuimos súbditos de unos Reyes magos más pobretones. Y bien poco que nos importaba. Nos resistíamos al sueño; deseábamos, con cierto canguelo y nerviosismo, asistir al momento más deseado y fantástico de nuestras cortas vidas: la entrada en nuestras casas de los Magos de Oriente. Aun sabiendo que era imposible, porque los Reyes nunca van a entrar en las casas si los niños están despiertos. ¡Qué nervios, qué angustia tan saludable y vivificadora, qué bendita impaciencia...!

-¡Alivé! -era la contraseña cantarina de mi padre para comprobar si nos habíamos dormido mi hermana Josefa y yo. Si alguno de los dos contestaba "el culo se te ve" era que no. Y al cabo de un rato volvía el alivé de mi padre, hasta que no hubiese respuesta. Entonces, y sólo entonces, los Reyes Magos entraban por nuestra puerta.

Como niños, bien pudiéramos vivir cientos de años que la imagen de esas noches de magia jamás desaparecerán de nuestra amígdala cerebelosa. Como padres que luego hemos sido, hemos disfrutado de esa noche casi tanto como lo hicimos de niños. Y no sólo de esa noche, sino desde dos meses antes cuando empezamos a pensar en "Los Reyes". Y ahora, como abuelos, cerramos el círculo recibiendo de ellos, de hijos y nietos, mucho más de lo que nosotros pudimos con ellos. Los Reyes de ahora se conoce que han prosperado.

Felices Reyes a todos. Y ojalá nos traigan pronto la deseada vacuna que nos devuelva la confianza, la paz y la hermandad. 

    

lunes, 4 de enero de 2021

Los cortijos

¿Quién no ha tenido alguna vez una fantasía de multimillonario? Una lotería, un pelotazo obsceno de tropecientos millones de euros. Yo meto poco, la verdad. Soy de los que se auto complacen con aquello de que bastante fortuna tenemos con disfrutar de buena salud para nosotros y los nuestros. Pero, aun así, alguna vez compro un cuponazo, nada de la paga, premio menor, poca cosa. Para una vez que tiento a la suerte que sea a lo grande: millones a espuertas.

Hace algunos años, en vida de mi padre, mi ilusión principal de millonario era poder comprarle a él, a mi padre, La Capilla. Enterita para él. Ese cortijo ha sido toda su vida. Un apasionado del campo: de las tierras calmas, los olivos, la remolacha o el maíz. En mi delirio, la propiedad sería suya, pero la gobernanza quedaría a cargo de mi hermano Juan, heredero natural de su buen juicio con tierras y gentes. Y nombraba albacea a mi hermano Frasco, no fiándome de mi buen progenitor que, de tan creyente y piadoso, era muy capaz de dejarle  a la iglesia la mitad de sus bienes. Y eso sí que no.

Ahora, no. Cuando sueño despierto con un premio gordo se me ocurre hacer una lista con la gente a la que pienso repartir la morterada: un tercio para nosotros; otro tercio, para mi hija; y el resto a repartir entre familia y amigos.

-¿Qué haces tan atareado? -me pregunta la Peque algunos viernes por la tarde.

-La lista para el reparto del Cuponazo.

-Si los tontos volaran... ¡Dios mío, qué hombre más simple...!

Al regreso de Rute, a escasos kilómetros, me he resguardado esta mañana en un cortijo arrumbiado pegado a la carretera para hacer aguas menores. La próstata. Le temo cuando en circunstancias parecidas de viaje me aprietan otras aguas, las mayores. Porque ahora, con mis achaques de caderas y rodillas, no puedo acuclillarme, y tengo que desescombrar a media anqueta y sin poder darle dirección al mortero. Esta vez, no. Sólo mear. Con el frío cortante de las alturas, a -2ºC, la pilila no salía de la portañuela, de manera que hube de desabrocharme el cinto y orinar con el culo al aire. Bien está. Nadie me va a ver protegido por las tapias y por un pino majestuoso que custodia la entrada. Al salir del escondite, mientras me atacaba el hato, me ha invadido una sensación muy placentera de plenitud. No tanto por el descanso de mi vejiga, cuanto por el mundo que se me ofrecía desde mi cota visual. De frente, una ondulada infinita de olivar coronada en lo alto por la ermita de Lucena; a mi derecha, La Horconera prieguense lejana y misteriosa, y Rute, más acá, como brochazo de cal desparramada en la falda de su sierra; y a mis espaldas, tapados por un collado de olivos, los cerros de Cuevas Altas. Una gozada. Si me toca un cupón me compro este cortijo, me he sonreído.

Me gustan los cortijos. Los habilitados y los ruinosos. Aquéllos, quizás porque mi niñez sigue jugando en sus patios y durmiendo en sus cuadras; Éstos, los arrumbiados, por ser ya los únicos testigos mudos de un tiempo primario y heroico de subsistencia, sacrificio y servidumbre. Un tiempo que, por suerte, no ha de volver.

¡Lo que van a dar de sí mis viajes a Rute, oye!