viernes, 22 de junio de 2012

Aires públicos

Que levante la mano quien no se haya tirado alguna vez un cuesco sonoro en público. Yo podría pasar por perito en este tema, perdonadme la inmodestia.

Esta paciente de hoy es una anciana torpe y desvalida, viene en silla de ruedas empujada por su hija y se ríe de contínuo sin saber bien de qué ya que es sorda como una tapia. Me cuenta la hija que la vieja lleva una semana acatarrada. Me levanto para echarle las gomas pero no puedo desencajarla del asiento encorsetado de la silla. Entre los tres, la hija, la enfermera y yo lo logramos al fin. Ea, ya tenemos de pié a la abuela.

Le arremango el hato y me dispongo a auscultarle el pecho. ¡Qué penita! ¿Cómo unos limones, o quizás melones, en su día horondos y lozanos, han podido llegar a ésto, sendos pimientos pochos y colgones?
-Doctor, ¿quiere que le levante más la blusa? -pregunta la hija.
-No hija, no, así está bien, ¡para lo que hay que ver..!
Que nadie se alarme, cuando les hablo así es porque hay confianza.

Me coloco por detrás y con el fonendo pegado a su espalda acartonada la conmino a gritos para que respire hondo.
-Josefa, ahora, ¡hondo!- Ah, nada, ahí no entra aire, abre mucho la boca, sí, pero no inspira lo suficiente para que yo oiga el ruído en sus pulmones.
-Más hondo mujer, venga.
-Mamá, por favor -intercede la hija-, respira fuerte-. Parece que lo hace mejor, ya ausculto algo, se conoce que la anciana entiende mejor lo de fuerte que lo de hondo. Y la animo.
-Venga, así, más fuerte, siga un poco más. ¡Más fuerte! Vale, muy bien-. Algo es algo, puedo ya oir el resuello. Y sigo con ella.
-Ahora, cuando tenga que expulsar el aire apriete todo lo que pueda, ¿vale?
-Sí.
La pobre no sabía ya si debía de apretar o simplemente inspirar. En el último intento, al escuchar mi grito de "ahora, fuerte" tanto debió de empujar la barriga y encasquetar la boca que pareció mismamente que todo el aire espirado, viéndose atrapado y sin salida, no tuvo otro remedio que  salir a escape hacia el salva sea la parte obsequiándonos a los presentes con un lánguido y musical castañazo. Sorda, no lo oyó, pero debió de notar su salida porque le faltó tiempo para excusarse.
-Doctor, usted dispense.
-Dispensada. Pero no hacía falta apretar tanto, mujer.

Y nos echamos unas risas, como dicen mis amigos los "vascongados."

Sírvanos esta introducción para traer a estas páginas el recuerdo, siempre celebrado, de algunos de mis aires más sonados. Lo haremos siguiendo un orden cronológico.

En san Pelagio ya tenía mis dieciséis años cumplidos. Sí, llegamos a Córdoba en el curso 68-69. A primera hora de la mañana, uno cualquiera de aquellos días felices, después de la misa y del desayuno, tenemos clase de Filosofía. En la tarima, y con sotana generosa que encubre sus primeras adiposidades canónigas, don Miguel Castillejo Gorráiz. Sí, el mismísimo don Miguel.
Le tenemos  respeto, es un cura que nos inspira solemnidad dentro de su pose de gañán, un poco mal enjaretado y algo bravucón, de andares bamboleantes y pueblerinos, pero listo y con esa fina inteligencia que otorga la cuna melariense. Nos da algo de coba. Muchos de nosotros le hacemos de monaguillos en las misas dominicales en el Sagrario de la Catedral y luego nos invita a un Coca Cola en el Fifty. Como soy el empollón de la clase me muestra aprecio. 
Está escribiendo en la pizarra de espaldas a la clase. Nos explica los silogismos, Césare, Darío, Celarent, Barbara, Festino, Baroco...No se oye una mosca. Quizás me haya sentado mal la mantequilla rancia o la leche cortada del desayuno. No lo sé. Noto un burbujeo muy peligroso en mi bajo vientre. Lo que sea ya está en todo lo hondo, no tiene espera. Voy a procurar soltarlo soto voce, como un susurro calentito. Pero ¡ay la juventud!, aún no tengo refinada la técnica. Cuando quiero apretar el músculo silenciador es tarde. Y profanando de muy mala manera el frío silencio de la clase se deja oir, nítidamente, un valladolidddddd larguísimo imposible de reprimir. Estos maricones ahogan sus carcajadas tapándose la boca con sus manos, yo, pidiendo silencio muy quedo con el dedo índice sobre mis labios, don Miguel duda, no se atreve a volverse, como lo haga sabe a ciencia cierta que he sido yo, va  a tener que suspenderme...Y se lo piensa. Por pocos  segundos de zozobra, la tiza deja de rayar la pizarra...Y al fin, sigue  escribiendo como si nada hubiera pasado. Toda la clase suspira al unísono.


Siendo residente, las guardias del hospital son fuente inagotable de anécdotas. Voy a relataros otro de mis famosos aires en público, ahora en el entorno laboral.
Me encuentro en una postura ciertamente incómoda. Es la una de la madrugada y estoy intentando realizar una punción lumbar. Como es habitual, a esa hora todo se me hace más penoso. He sido siempre de acostarme temprano. Encima, la mujer, sentada en la camilla dándome la espalda, no se puede flexionar bien hacia  adelante por mor de su barriga algo más que pronunciadita. Otros médicos se sientan detrás en un banquete para estar más cómodos y relajados a la hora de pinchar la aguja por entre los escondrijos de las vértebras lumbares. Yo no, a mi gusta hacerlo agachado, aguantando chepa, que se note que uno es de pueblo.
Ya lo tengo, no es fácil, ni mucho menos, ensartar el trócar por tan estrecha hendidura. En ocasiones hay que intentarlo varias veces. Lo tengo, ya veo salir el líquido por el extremo de la  aguja. Ahora no puedes moverte lo más mínimo, casi ni respirar puedes, es necesario mantener la  aguja en la misma postura, si se moviliza algo se para el goteo e, incluso, puedes lastimar alguna raiz nerviosa. Lucy, una enfermera de Lucena la mar de salada, está a mi lado recogiendo en un tubo de laboratorio el líquido que sale gota a gota. Y yo agachado, sosteniendo firme la  aguja.
Soy fácil de aire, ya lo sabemos, la una de la mañana, la posturita tan a propósito, ahí viene. Pero no puedo moverme, el proceso de recogida en el tubo puede llevarse un par de minutos o más porque el goteo es muy lento y no pocas veces se interrumpe. Y éste llega grueso, lo sé, ya lo he aprendido. Y no tiene espera.
-María José -llamo con urgencia a una  auxiliar.
-¿Qué pasa doctor Rivera?
-Mira, hazme el favor de coger esa silla de ahí y arrástrala de un lado para otro-. Y se me queda embobada como diciendo qué le pasa a éste a estas horas.
-¿Cómo???
-No preguntes ahora, ya te explicaré, haz mucho ruído con la silla, mujer, hazme el favor.
Apenas empezó el primer rasconazo de la silla en el suelo aproveché para soltar un petardo seco, de ésos que parecen rajarte el esfínter. Y tan tranquilo.

Yo creo que la paciente no se enteró, asustada como estaba y encima con el estruendo de la silla, pero luego las enfermeras me echaron de la consulta llorando de risa.



Éste que voy a contar ahora es un aire ajeno, muy familiar, pero ajeno.
Mi primer destino como médico. En mis tiempos, un médico recién terminado se come el mundo. Por lo menos yo me lo como. Me encuentro poderoso, todo lo puedo, todo lo curo, nada  escapa a mi conocimiento. He sido el número uno de la promoción ¿qué puedo temer? Estoy casado, además, con una enfermera. Ambos vamos a sustituir al médico y a la enfermera titulares de  Villaharta, don Asciclo y señora, en el mes de agosto del año del Señor de mil novecientos setenta y nueve. Llevamos en el pueblo apenas diez días y ya nos quiere la gente. Durante todo el mes hemos vivido de las propinas, nosotros dos, Antonio Pintor y Concha y mi cuñada Miki. El sueldo, íntegro, sin tocarlo. ¡Ésos eran tiempos!
Ya tengo un caché en el pueblo, tengo avisos de gente pudiente, tan desconfiada de los médicos del seguro. Incluso me llegan catalanes, hijos de emigrantes, que han venido a pasar las fiestas al  pueblo de sus padres, que éso ya es mérito. Me siento importante. El día de autos la Peque y yo vamos a la casa de un catedrático de Historia que veranea en un chalet de las afueras. Su mujer tiene un terrible cólico nefrítico y están pensando seriamente irse para el Reina Sofía. Pero alguien les ha hecho llegar noticias de mis alcances y van a ver si pueden evitar viaje tan fastidioso, con la calor que hace.
En los pueblos chicos es muy importante la sobreactuación para ganarte al personal, esto es algo que se aprende enseguida. Ante un cólico nefrítico cualquier vecina sabe que hay que poner un Nolotil (por entonces no existía el Ibuprofeno). La Peque y yo, muy ceremoniosamente, decidimos que aquello es, en efecto, un cólico nefrítico y que para su tratamiento vamos a emplear una técnica aprendida en el hospital y desconocida hasta entonces en el pueblo. Se trata de pinchar una poquita ración de anestesia local en varios puntos subcutáneos por todo el trayecto por el que se irradia el dolor, desde la región lumbar hasta el pubis. Como la cosa de las inyecciones es más de las enfermeras, yo doy las instrucciones y cargo las jeringas, mientras la Peque, ora agachada, ora en cuclillas, va dando los certeros pinchazitos en el flanco izquierdo de aquella doliente mujer sentada en el borde de la cama.

Toda la familia en el cuarto (en los pueblos no hay dormitorios, sino cuartos). Desde la abuela hasta el perro. Todos expectantes. Silencio, se rueda, algo así. De pronto, en uno de sus muchos acuclillamientos, a la Peque, mi enfermera, la mujer del doctor, se le escapa  un cuesquecito finísimo, silbante y hasta gracioso diría yo, si no fuera por estar donde estamos. Son de estas cosas que uno nunca espera, no sé cómo reaccionar ni qué decir. Son segundos eternos, se te pasa por la cabeza que a lo mejor no lo han oído, que ha podido ser el crujido del somier, o algún carraspeo de alguno de los presentes. O incluso el perro, coño. Pero no, todo el mundo, a la vez, se pone a charlar de cualquier cosa, con tal de disimular y que pase pronto el mal momento. La Peque, lejos de alicortarse, viendo la escena de estupor en mi cara y el nervioso charloteo en los demás, se echa a reír, la muy puñetera. Y la enferma, aliviada casi de inmediato por manos tan delicadas, oculta su risa tapándose la cara con el embozo de las sábanas.

Y yo con un cabreo de espanto.







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