viernes, 29 de junio de 2012

Médico en casa

Hace ya años, bastantes, en uno de nuestros viajes familiares a los Pirineos mi cuñada Ana María, la Sami, se puso mala. De pronto. Ella es así, está tan ricamente, te das la vuelta y se echa literalmente a morir. Nada de particular, la regla. Algo retorcida, sí, pero una regla, al fin y al cabo. Nos pilló desayunando en un hostal de Nuévalos donde habíamos pasado la noche para visitar al día siguiente, tempranito, el Monasterio de Piedra. Ella se pone más mala que nadie, le duele todo más que a nadie, aquello no eran aspavientos, aquello no eran alaridos, "llevadme con mi mama, que me muero". Tanto, que alarmó al dueño que nos  servía el café y las tostadas.
-Aquí, a escasos cincuenta metros, está el ambulatorio. ¿Quieren ustedes que llame al médico de guardia?
-No, no se apure usted -media enseguida mi padre-, si aquí dos de mis hijos son médicos...
-Bueno -responde el buen hombre-, ya se sabe...Yo no me fiaría mucho de los médicos de la familia.

Este aserto tan nuestro, y en ocasiones tan certero, no ha funcionado conmigo. He sido siempre el médico de mi familia. Para lo bueno y para lo malo. Cuando mi Meli tenía unos ocho o nueve años me echaba en cara que nunca la llevara al pediatra, "todas mis amigas de la escuela van al pediatra y al dentista y yo no sé ni quién es mi médico". "Tú tienes la suerte de tener al médico en casa" -le respondía yo. "Sí, de qué me vale, ni siquiera encuentras mi cartilla de las vacunaciones, me las tengo que saber de memoria". Mi Meli ha sido siempre muy suya.

Los médicos, en general, no se encuentran cómodos atendiendo a algún familiar. Dicen que se pierde objetividad, que la emoción puede nublarte aquello que para otro, desde fuera, resulta evidente. Puede ser. Pero yo discrepo. Hoy se nos llena la boca hablando de la atención integral y total al paciente. Para ello resulta muy conveniente conocer cuantas más cosas mejor del mismo. De esa manera podremos adaptar nuestras recomendaciones a los deseos,  convicciones y creencias de los pacientes. Decidme ¿quién conoce mejor a mi padre que yo mismo? Si por "los protocolos médicos" fuera, mi padre se tendría que hacer una biopsia prostática, un PSA cada seis meses y una colonoscopia cada año. Nada de eso, sus revisiones del marcapasos y a otra cosa. Por ejemplo.

He llevado el peso de las graves y letales enfermedades de mi madre y de mi hermana hasta sus muertes respectivas. Y ha sido muy duro. Sobre todo lo de mi hermana. Ni siquiera para mí, acostumbrado al merodeo contínuo de la muerte en mi hábitat natural, resulta explicable que una mujer sana y fuerte, alegre y vitalista, pueda morir en el plazo de ocho meses con solo cincuenta y tres años. Muy duro. Y todo el mundo, es natural, mira al médico. Y la duda eterna: ¿no se podría haber hecho algo más? ¿Y si se hubiera cogido antes? ¿Y si se hubiera tratado en otro hospital? ¿Y si...? Lo asumo, estoy preparado. Siempre lo he estado.

Ahora soy el médico de mis suegros, "oye Jose María" -se me pone mi suegra- "que digo yo que ya que me has aguantado viva hasta la primera comunión de la Mari, si no podrías alargarlo algo más". "¿Cuánto más" -me río con ella. "Bueno, pongamos hasta que se case tu Carmen". "Eso, suegra, es demasiado, porque la Meli no se va a casar nunca". "Pues por eso..." A mi suegro no le he podido evitar el glaucoma y apenas ve ya casi nada. Y uno se siente culpable en alguna medida, pero lo supero porque soy consciente de mis limitaciones y de las de la propia Medicina. En fin, toda la familia se fía de mí. Ahora, es cierto, comparto la carga con mi hermano Frasco, internista como yo. Somos los médicos de nuestros hermanos, cuñadas, sobrinos, de nuestra madrina  y ¿cómo no?, de mi mujer, la Peque. Pero de ésta, yo solo.

La Peque apenas ha necesitado de mis  servicios médicos. Hasta ahora, solo le he conocido una salmonelosis un mes antes de parir. Y no pude asistirla porque yo estaba de la cagalera mucho peor que ella. Mi madre le decía que era más fuerte que un "renno". Nunca he sabido lo que sea un renno, me parece que es una garrapata de esas que se agarran al pellejo de los perros y no hay Dios que las pueda arrancar. Muy fuerte, muy valiente, muy "echá palante", demasiado quizás. A lo único que le teme es al agua, el apartamento de la playa lo disfrutan mi hija y Pepe porque ella no ha tenido aún la dicha de meter un pie en la orilla. En mi casa, se sienta en el borde de la piscina y patalea en el agua como los niños chicuelos, a éso es a lo más que se atreve. No le pega, con lo atrevida que es para todo.

Y ahora, en dos meses, dos sustos. Primero un nódulo mamario que ha quedado en nada. Bueno, en algo más que nada, en un pedazo de hematoma que le ha puesto una teta que parece silicónica. Ha quedado tan redondita e hinchada que me entran ganas de que le biopsien también la otra. Y luego, en estos días, una diverticulitis aguda, que es una cosa parecida a la apendicitis pero que no hay necesidad de operar. Solo ponerle antibióticos. Aquí la tengo en casa, todo el día leyendo en su libro electrónico y, si no, regañándome por cualquier simpleza, haciéndome de mandadero, de cocinero, de friega suelos...,de todo, menos de ardiente amante, que es lo que uno quisiera. "Sema" -se me pone seria- "es que con el follisqueo se puede perforar el colon". Joer, ni que yo la tuviera tan larga.

Ella achaca estos males a la edad, "es que ya tenemos una edad, eh", sus amigas le dicen que todo es por mor de las hormonas, de la menopausia fastidiosa y por no comer semillas de lino y yo intento convencerlas de  que la culpa es la falta de sexo. Pero no me cree ninguna y, menos que nadie, ella misma. 

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