lunes, 11 de junio de 2012

El paraíso terrenal


Finales de mayo del 2011.


Los campos serranos de mayo son un regalo inapreciable para los sentidos. Tanta agua chorreada días y meses atrás no ha sido, ni mucho menos, baldía. Aún sin apearse uno del coche, yendo a paso corto, a medio gas, el paisaje es abrumadoramente bello. Os hablo hoy del tramo entre Lora del Río y san Nicolás del puerto. Nada más dejar la verde vega del Guadalquivir nos empinamos suavemente hacia la sierra. Mejor aprovecha ir de copiloto, como la Peque, que se recrea a sus anchas en la contemplación casi mística de las ondulaciones de un terreno quebrado y multicolor comandado con autoridad por el verde majestuoso: álamos rectilíneos y zarzales en los arroyones y escorrentías; lentiscos, madroños y sicomoros en los bajos; chaparros y acebuches entremezclados cubriendo las laderas. De trecho en trecho, amplios rodales de amapolas y de margaritas amarillas y blancas remedian la espesura del bosque y nos ofrecen un colorido mágico. Incluso los bordes greñudos de yerbajos, periquitos y avenas resultan de adorno inesperado para las estrechas cunetas.
No debería permitirse tanta belleza paisajística en estas carreteras, te distrae más que fumarte un cigarro o que hablar por el móvil, es un claro peligro para la conducción. Y para tu propia integridad física, si vas de piloto, ya que la distracción por la belleza que te rodea lleva aparejado su respectivo codazo en el hipocondrio con el que tu santa te avisa de la siguiente curva.
Llegados al lugar, el camino a pie ligero por la ruta verde es de lo  más relajante que una criatura puede conseguir en estos días de quebrantos, recortes y crisis que no cesan. Se recomienda, claro, ir bien acompañado con tu pareja, tu hija, o algún amigo, pero que sean poco habladores, que dejen hablar, mejor, a la naturaleza circundante. No molestan, para nada, cuatro ciclistas que te saludan de trecho en trecho, ni grupos esparcidos de abuelos del inserso que, casi exangües, te preguntan cuánto queda para el Cerro del Hierro. Ni siquiera afea el cuadro alguna piara de gorrinos oscuros hozando en una ladera pelada. Casi todo el tiempo vas paralelo al río, combinando las sensaciones de su melódico rumor con el de la salmodia incesante de los pajarillos y con el de los aromas cambiantes de florecillas, higueras bravías y romero. En la travesía no hay lugar para el desánimo, ni competencia  alguna, no hay que llegar antes que nadie, ni a tal hora, solo hay sitio para el disfrute. No importa que después de dos horas no llegues a la otra punta, te vuelves a comer y esta tarde ya veremos. O mañana.
Después de trasponer el túnel, yendo hacia arriba, es aconsejable apartarse de la senda y, campo a través, guiándote solo por el ruido de la corriente, hocicar en el río. Te creerás, si no fuera por el calor que hace, estar en la mismísima Artiga de Lin, en el valle de Arán. Tal es la fuerza, tales son los saltos y cabriolas con los que te sorprenderá este curso de un río desconocido apenas recién nacido un par de kilómetros antes. Enseguida divide su cauce en dos ramales que compiten entre sí por la belleza y audacia en sus chorreras. Nadie que no conozca estos parajes se puede imaginar que va a toparse, sin pensárselo, con unas piscinas naturales de fantasía.

Tiempo ahora para reponer fuerzas y para el descanso en el camping del Batán de las monjas. “¿Han decidido ya?” -inquiere amable la camarera, cuarentona, pero prieta de carnes-. “Sí”, -me adelanto yo, guasón-. “A mí me va a poner albóndigas caseras, y aquí a mi señora una ensalada de ésas de tres delicias, ¿no?”  “Nada de eso” -salta enseguida la Peque-, “yo voy a querer revuelto de setas, y de segundo, carrillada.” Y acompaña su decisión con una mueca de esas de retorcer los labios que tan bien les sale a las mujeres, como de más autoafirmación, vaya que sí. “Peque, ¡la dieta!”  -me apresuro a advertirle-.  “¿Te quieres ir por ahí?" -me responde airada-, "¡con todo lo que llevo andado hoy!” Y ya me callo, claro, no vaya a ser que eche a perder el refregamiento carnal prometido para la siesta. Los hombres sabemos bastante de estas cosas, minucias tales pueden dejarte con la leche aterronada una semana larga, larguísima. 
Luego, bien entrada la tarde, en uno de los vados del río, te recuestas sobre un álamo con los pies en remojo en la misma orilla para leer tu libro “el rey Lobo”. Tu santa no, ella es muy escrupulosa y se sobresalta cada vez que pisa una raíz suelta creyéndola una bicha. No me digáis que no es la imagen del cielo que uno quisiera: al lado de tu chica, leyendo, en la paz serena de un riachuelo paradisíaco. Así era, más o menos, siendo nosotros chaveas, el Edén de nuestros primeros padres.

No me caben dudas, en este fin de semana, último de mayo, el paraíso terrenal ha puesto sus tiendas aquí, en san Nicolás del puerto, a orillas del Huesna.

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