viernes, 1 de junio de 2012

Mi padre en casa

Amanece apenas y ya está mi padre liado con los patios. En la quietud de la mañana de domingo me despiertan los lamidos ásperos de la escoba rama sobre las lozas de chino lavado. Rashsss, rashsss, raaashss. Más que ruídos, parecen sones acompasados, cadenciados, tan agradables, casi, como los del piar de los gorriones tempraneros del olmo y  del ciruelo. Por unos momentos mágicos se alternan, como hecho adrede, con las campanadas atenuadas de la iglesia de Salteras dando las ocho. Pero me despabilan, claro. 
Se disfraza de barrendero con alguno de mis chándales desahuciados y con unas zapatillas desgastadas y se pone a pegar bandazos con una escoba  dejándolo todo como el jaspe, escamondado. Tiene mérito a sus años, y más todavía con el redoblado esfuerzo de tener que quitarse de encima cada dos por tres a la pesada de mi Pegui, infatigable en su denuedo de hacerle jugar al balón, o de desbaratarle los montones de hojas. Y termina los patios y le mete mano al níspero. Ea, ya está podado, a otra cosa. "Pero, hombre. ¿adónde vas tan temprano? -me asomo por la ventana del dormitorio-, ¿qué prisa tienes?"  "Tengo que acabar antes de la hora de misa."

Mi padre es…enorme. No se ya cómo definirlo, de tantos piropos que se ha llevado de mis labios. Muy poco ha de faltarle para ser perfecto. Ni siquiera tiene ya aquellos prontos de genio que lo hacían temible en unos segundos, ni se cabrea con nosotros porque no vayamos a misa los domingos. Bueno, ni los domingos, ni los lunes, vaya. La edad lo ha apaciguado y está en un punto de equilibrio personal y emocional que más de uno quisiera para sí mismo.
Se ha venido a mi casa una temporada, eso dice. Luego serán siete días mal contados. Así son los viejos, como en su casa de uno en ninguna parte. Yo lo dejo a su aire. A sus ochenta y nueve años no es todavía un viejo del todo, se arregla solo, hace de comer cualquier cosilla fácil, la cabeza en su sitio, buen gobierno de mente y de cuerpo (se reduce algo el pesebre y hace su gimnasia todos los días), se acuerda de sus pastillas, bueno, no siempre, no se mete donde no le llaman, no molesta en casa ajena y se ha vuelto muy prudente. Le viene bien, estupendamente, cualquier cosa que diga o haga la Peque, agradecido en la mesa como nadie, se come todo lo que le pongan por delante, si mucho, bien, y si poco también, nunca pone faltas, y ni siquiera gotearía cuatro gotas de nada en la tapa del wáter si no fuera por la dichosa próstata. Vaya, para casarse con él. Y además me desvareta el olivo, me hace un sombrajo con la parra y me barre los patios.
Es un peligro, sin embargo, llevarlo de compras al Corte Inglés. De todo se extraña, todo le asombra y, lo que es peor, todo le gusta. Ayer se trajo un pijama, una gorra, unos pantalones y una camisa. Claro, se para en todos los tenderetes haciéndose el remolón. Y la Peque pica.
-Juan, ¿te gusta esa gorra?
-No, ésa es muy oscura, me hace muy viejo, ésta me gusta más.
Se la prueba, se mira en el espejo de pared y dice su palabra mágica:
-¡Estupendo!
Cuando dice eso ya sabe mi mujer que sí, que se la queda.
Se para un momento en los pantalones.
-Ningún pantalón me cae tan bien como los que me compras tú –se deja querer.
-¿Cómo estás de pantalones? – le insinúa la Peque
-Psss, no sé qué decirte, me parece que no me he comprado ninguno desde la última vez que estuve aquí.
Se prueba un par.
-¡Estupendo!
Al pasar por las camisas, le sale del alma:
-De esto sí que estoy malamente.
Y así hubo tres o cuatro estupendos más.
Me lo contaba después mi Meli, “mira papi el abuelo es una jartá de reír, yo me parto con él, así a lo tonto a lo tonto, en cada sitio que se paraba conseguía algo, y mami, en vez de discutirle, como hace conmigo, lo animaba oye.”  “Tú sabes -la consuelo- que mami es una derrochona para los demás. Y no te quejes, que seguro que tú también has pillado algo.”
Cuando mis mujeres malgastan en ropa no me lo dicen porque me mosqueo. Ya sabemos de mi racanería. Me tienen engañado. Una tontería, porque luego me entero cuando llega la puntual misiva de la factura mensual del Corte Inglés. A la Peque le tonifica el ánimo ese fino silbido de la tarjeta a su paso por la cinta lectora, sswiiss, sswwiis. Le puede. O la elegancia de ahora de la firma en una pantallita con un boli electrónico. No le va lo de teclear su número secreto, nunca se acuerda, "bastantes cosas tengo en mi cabeza". La única manera de salir de la crisis es gastar, ésta es una de las máximas de mi mujer. Si alguna vez salimos de ella conste que la Peque ha contribuido de forma muy notoria.
Admiro el armazón mental de mi padre, su carácter, su temple, su fuerza, quizás sea eso que se llama hoy inteligencia emocional. No lo sé, pero sería muy conveniente para las familias tener viejos como él. Ha superado antes y mejor que todos nosotros las muertes de su mujer, nuestra mama, y de su hija, nuestra hermana mayor, la niña grande. Este tío joven y fuerte disfrazado con piel y canas de viejo puede con todo. En ocasiones los médicos minusvaloramos las posibilidades de las personas mayores, creemos que ya han cumplido su singladura vital, que no deben quejarse tanto porque vayan perdiendo vista, porque se fatiguen subiendo la calle empinada o porque tengan "dolamas" en las coyunturas, todo lo achacamos a la edad, nada de éso tiene remedio. Y no siempre es así. No necesariamente. Pero nos encontramos más cómodos ante ancianos entregados. También ocurre a la inversa, viejos rebeldes que no aceptan las limitaciones impuestas por el envejecimiento "normal", que desmienten su DNI, que pretenden unas expectativas desmesuradas. Ni una cosa ni la otra, pero prefiero un viejo exigente a otro resignado. Me resulta muy provechosa la imagen de mi padre barriendo los patios o zamarreando mi olivo cuando me enfrento en la consulta a un paciente de su edad. Para no darlo nunca por perdido.
Dentro de unos tres días se irá, de nuevo, al pueblo. Mi padre no aguanta mucho aquí. Una vez concluidos sus laboreos en el jardín se aburre, a él le gusta salir y entrar, cruzarse con gente por la calle, jugar su partidita de dominó con los viejos, tomarse su cafelito en el bar de Riles, su rutina del pueblo. Lo entiendo. Antes, la excusa para tan corta visita era que mi hermana Carmen lo necesitaba para cuidar de su hija, ahora es que teme no ser reconocido por sus bisnietos, todos pequeñitos, si prolonga mucho la estancia. Pero yo lo conozco. No, no son los enanos, no es tampoco  ninguna novia. Sé que anda rondando comprar los olivos del “Tesorillo” o los de mi madrina y que no pasa dos días sin platicar con el corredor. A sus ochenta y nueve años.

¡Igualito que yo!

4 comentarios:

  1. Crcivico@hotmail.com5 de junio de 2012, 14:06

    Yo tambien hago por salir de la crisis, jaja

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    1. Sí Carmen, sobre todo los los ebooks que compramos eh? jajaja

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  2. El abuelo es un personaje allí donde los haya. A mi me gusta su frase de "Pues esa parte no la conozco yo". Y allí que se planta el tío en el viaje!! Anda que me hizo contarle y deletrearle todos los pueblos que hay desde el pueblo hasta los Pirineos para que lo apuntase en una libretita y poder eneñárselo desués a sus amigos en el bar de los viejo. Qué tío.

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