domingo, 23 de junio de 2013

Médico de pueblo.


Ni me he enterado. Me tumbo boca abajo en la camilla de la consulta mientras Antonio saluda al personal del ambulatorio y le explica lo que pasa, la Peque y Victoria me bajan los calzones hasta una bajura prudente, de reojo veo a mi amigo entrar con pintas de cirujano, me espurrea el culo con un líquido gélido que anestesia de frío, a ver, coge esta plaquita con la mano, esto para qué es Antonio, para que no te dé la corriente,  ¡pero me puede dar la corriente? No, pero cógela. ¿Duele?, me pregunta al primer chispazo. No. ¿Has notado algo? Un pellizquito. Ea, pues ya está. ¿Ya, coño, tan pronto? Ya.

Ayer tarde, sábado, estuvimos en Adamuz. Acierto pleno. No sé si la cosa surgió de manera espontánea o si ya  la tenía planeada el zumbón de mi amigo el Pintor. Da igual. Yo creo que mitad y mitad. Antonio tenía decidido que era el día para quitarme de una vez un garbanzo pendulón que me cuelga de mi nalga izquierda, una marca de familia. Debió imaginar que después de un copioso y "colesterólico" almuerzo en El Carpio, en la casa de Sebastián y de Pepi, y tras una agradable sobremesa con otros amigos cordobeses, seguida, naturalmente, de una siesta reparadora, sería el momento adecuado para engatusarme. A la hora de la despedida me sorprende con un "nosotros cuatro tiramos para Adamuz"; "Antonio, que estamos mu cansaos", protesta Victoria, "si vamos al pueblo no tendremos ganas de salir esta noche"; "no seáis tan tiquismiquis, está a un paso, y quiero que José María vea mi consultorio, joer".

Un camelo, como os digo, lo que quería era meterme mano. Más de un año lleva el pobre con el afán de extirparme la dichosa verruga con su bisturí eléctrico, también por presumir un poco, vaya, que veamos que él también sabe de cosas que yo ni me atrevería a intentar. Y yo, siempre reticente, siempre con excusas. Hoy no te escapas, supongo que pensaría. Distraído como voy al volante admirando el trueque tan rápido de un paisaje ribereño a otro de sierra y dehesa, tardo en apercibirme de lo que sale de su boca.
-Fíjate José María qué oportunidad.
-Dime, dime.
-Na, que se me está ocurriendo que ya puestos..., que te quito la verruga, ea.
-Ah, eso, vale... -le respondo de manera automática, como quien no está prestando atención alguna. Hasta que caigo-, ¿cómo has dicho, tío? Mariconaso, lo tenías preparado, eh?, mira tú el suavito...-. Y los tres se mean de risa a costa de mi sorpresa.
- Hoy o nunca. No me digas que la ocasión no lo merece. Venga hombre, asúmelo de una vez, ahí con dos cojones.
-Pero, oye, ten cuidado, ya sabes, mi taquicardia, que estoy tomando aspirina, a ver si voy a sangrar mucho...
-Cagao, más que cagao, si no fuera por eso, por lo cagao que eres hasta me molestaría que no te fíes de mí.
-Sea lo que Dios quiera.

Hasta ahí, lo previsto por mi amigo. Verruga achicharrada en un parpadeo y a otra cosa. A partir de ahora lo improvisado. "Vamos a subir por esta calle, a la sombrita, que os voy a llevar a un Mercado Medieval". "Ofú Antonio, con toa la calor..." El mercado tuvo la curiosidad de que todos los puestos estaban dominados por mujeres. Dice Antonio que Adamuz parece, en ese sentido, un pueblo gallego en donde las mujeres llevan el manejo de casi todo. Naturalmente, la Peque compró algo de artesanía popular y yo pasteles caseros para el desayuno de hoy domingo. Visitamos la casa de la cultura, una iglesia a mitad de calle y paseamos largo rato para rebajar la pesadez del condumio. Muy agradable.
El recorrido de esa calle principal del pueblo fue para mí especialmente entrañable. Siendo Antonio el protagonista, yo me he sentido igual o más emocionado que él. He revivido escenas ya olvidadas de nuestros viejos tiempos en Villaharta y en Peñarroya cuando ambos éramos médicos bisoños y valientes. Médicos de pueblo. Cada dos pasos tenemos que parar para que Antonio salude a esta abuelita en silla de ruedas carcomidas por la artrosis ambas, la abuela y la silla, o a este hombre rústico con su vasito de vino de un puesto de más arriba, pruébelo usted don Antonio, buenísimo, y tu tensión qué, no abuses hombre, por un día no pasa na, don Antonio, o a este grupito de jovencitas ataviadas de doncellas que le espetan con picardía, don Antonio esta noche no estará usted de guardia ¿no?, por si llegamos algo bebidas, o a su propia enfermera, convertida hoy en aldeana que regenta un puesto de pestiños en forma de tejeringos, o a gente que, sin pararnos, cuchichea por lo bajo, mira, es don Antonio ...¡Qué bonito! De verdad. He sentido mucha envidia sana de mi amigo.

A la salida del pueblo me hace dar una vuelta, métete por aquí, que no tío que es dirección prohibida, ah sí, por la siguiente entonces, hay que ver que no sabes ni circular por tu pueblo, oye; que no es mi pueblo, que sólo llevo aquí cuatro años; ¿y te parece poco? Anda, aparca aquí ya. Y nos lleva el buen hombre a una casa particular. ¿Qué trampa es ésta Antonio? Calla coño. Nos abren dos viejas y un viejo. "¿Cómo está hoy Ana María", pregunta el médico, "¿está visitable?" "Sí, sí, claro que sí, pase usted don Antonio, por favor pasen ustedes". La primera habitación a la derecha es el dormitorio de Ana María. Bueno, lo que queda de Ana María. Es una pasita de ciento un años que ocupa menos cama que mi perrita Pegui. Arropada hasta el cuello, sólo le vemos media cara. La otra está invadida y comida por un tumor cutáneo que parece haberle crecido a borbotones. Siendo todos sanitarios, aún así resultó una cosa impresionante. Tenía que habernos puesto sobre aviso el "guevón" de mi amigo. 

-Ana María -la saluda el médico- que me he enterado que el otro día estuvo aquí el obispo visitándote.
-Sí -se despabila pronto al detectar visita-, y me dio la comunión y todo.
-Ea, pues hoy te traigo yo al mejor médico de Sevilla, pa que veas.
-Mucho gusto -dice la pobre-, mu agradecida.
-¿Cómo se encuentra usted hoy? -me acerco a ella y le paso mi mano por la frente.
-Mal, como todos los días, hijo.
-¿Por lo de la cara?
-Por todo, hijo, por todo. Lo de la cara es un cáncer, yo lo sé, no hacen falta tapujos. Y además que ya me he acostumbrado. Como no me miro al espejo...,pues, ya está. Lo único que no veo casi ná por este ojo.
-Por la catarata ¿no?
-¡Qué va hombre! Porque el tumor me tapa casi el ojo, ¿no lo ve?

El desparpajo y lucidez que muestra nos hace reírnos a todos. Es una anciana entera que según se entona con la conversación deja salir una voz, un pensamiento y una energía insospechados. No permite que la saquen de su casa, casi ni de su dormitorio. Tiene sus ideas clarísimas, salir sólo con los pies por delante. Antonio lo ha intentado todo para que la operen o le den radioterapia. Los especialistas del Reina Sofía se ha quedado con dos palmos de narices esperándola. Nada. No sale de su cuarto.

-Pero Antonio ¿por qué no la obligas más? -le insisto una vez en la calle-. Yo apuraría un poco.
-Imposible. Ella se niega en redondo y yo la respeto. Es más, hago cosas con ella con las que no estoy conforme, sólo porque ella me lo pide. Encima de cómo está la pobre, para negarle algo. Me pide inyecciones, inyecciones, que una untura, untura, que tal calmante, ahí que lo tiene. Por lo menos que no se sienta desasistida.
-Lo que tú digas, tío. El que la lleva la entiende.

Hoy, os lo repito, le tengo un montón de envidia a mi amigo. Envidia sana. Porque tenéis que saber que yo no me hice médico para ser un figura en Colagenosis ni para ser jefe de servicio ni para obtener el reconocimiento en mi hospital. Cosa distinta es que luego las corrientes marinas de la vida, la fortuna, determinadas decisiones, las oposiciones..., hayan empujado mi barco hasta este puerto sevillano. Me hice médico para ser lo que hoy es Antonio, un hombre bueno, un hombre cercano y cariñoso que cuida de la salud de la gente humilde. Un médico de pueblo. 

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