El equipo vikingo
Ahora me vais a permitir que escriba una
semblanza escueta sobre cada uno de los participantes en nuestro “Gran Hermano”
vikingo. Os lo cuento tal como yo lo he vivido. Excluyo a Delfín porque ya se
llevó su ración en un escrito anterior. Pero no así a Carmen, su esposa,
que desde Benalmádena ha seguido nuestra aventura como una más, disfrutando con
nosotros y también sufriendo cuando tocó. Una mujer a quien no conocíamos de
nada, pero que ha sabido entrar en nuestros corazones por su valentía y su
sencillez.
Manolo. Mi hermano Manolo, ha sido el hombre
omnipresente, la mano derecha del míster, el ojeador a quien se envía en
vanguardia para alertar de peligros, el que hace dos veces el recorrido, porque
va y vuelve, vuelve y va…, el que, en fin, se enrolla con todo quisque. Y
también el despistado pierdelotodo. No le aguantan las cosas en sus bolsillos,
se les salen solas hartas de tantos jaleos como les da. No puede llevar nada,
todo lo pierde. ¡Menudo bajonazo el que nos llevamos todos el día que extravió
la llave del coche de alquiler…!!! Perdidos en tierra de nadie, no veíamos
solución porque la casa arrendadora, a trescientos kilómetros, no tenía medios
de hacernos llegar otra llave. Mr. Loupez y sus hijos movieron Roma con
Santiago para dar con una solución: alquilar otro coche en una población
cercana.
La Sam. Aclamada por todos como Miss Simpatía por
tantas divertidas ocurrencias y por charlar con todo Dios que se encontrara en
una especie de esperanto muy particular. En un refugio de alta montaña donde
paramos a tomar un tentempié (el bizcocho de manzana, hummm, insuperable)
entabló tal cháchara ininteligible con la dueña que al despedirnos vino la
robusta mujer y le plantó dos besos sonoros en la cara de la Sam. ¡Por
Córdoba!, gritó la mujer al soltar a la Sam. Por los walkies con que nos
comunicábamos los cinco coches nos contó anécdotas y chistes muy malos, pero
que en su prosodia de la calle Gracia nos hicieron mucha idem y nos hartábamos
de reír. El chiste más jaleado fue aquel del polvo tan caro que les salió a
unos padres que intentaron distraer al hijo llevándolo al balcón mientras ellos
hacían sus cosas, prometiéndole un duro por cada persona que pasase por la
calle. El niño iba relatando, uno a uno, a todo el que pasaba, pero le entró
mucha risa cuando le gritó al padre que terminaran pronto la faena porque venía
calle arriba un entierro. Ha superado en este viaje el pánico a los aviones,
pero, con todo, en los despegues y aterrizajes se hacía un cucuñito pegada a
mí.
Hermanos García Ballesteros. ¡Qué barbaridad de
erudición! Dos enciclopedias universales de aquéllas de Espasa Calpe. Dos
wikipedias andantes. Saben de todo. Rafael tiene un pase, pero lo que es
Fernando es un fuguilla incansable que puede estar las 24 horas del día dándole
a la sin hueso sin parar. Bético hasta lo fanático, ha paseado su gorra
verdiblanca por doquier y no se ha desprendido de ella ni para dormir. Va tan
de prisa a cualquier sitio que en un test del reloj que le hice de manera
improvisada le dije que pintara las cinco y media y señaló con las agujas las
seis y media, una hora más. Una mañana, al comienzo de una de nuestras
caminatas, se me pegó para contarme cosas: cosas de su casa de campo “la Jara”,
que está reformando. Y de pronto me salta con que si yo sé el porqué del nombre
de la compañía aérea Raynair. Y me dijo que se debe a que el dueño de la
compañía se llama Rayn. El sufridor más abnegado de tanta erudición y charla ha
sido míster Loupez, el chófer del coche donde iban ellos: “estos dos empiezan a
charlar y charlar, sus mujeres, aburridas, se duermen y yo tengo que ir todo el
rato pendiente de la carretera y de sus disertaciones”. ¡El pobre!
Sus santas esposas. Lola y Charo han sido también unas
abanderadas en paciencia, virtud indispensable para aguantar toda la vida tal
grado de información y no han tenido otra que urdir algún tipo de estrategia
para refugiarse por momentos de la ráfaga que no cesa. Un día fuimos José Antonio
y yo a hacer la compra de nuestra cabaña y se vino con nosotros Charo para
hacer lo propio para la suya. Antes de arrancar el coche se nos subió también
Lola. ¿Para qué venís las dos? -les dije yo-. Con una será suficiente ¿no? Y
Lola: pues vamos las dos para quitarnos de en medio un rato de estos dos
insufribles”. ¡Qué lástima!!
José Antonio y Mari Carmen. Después de una semana
compartiendo coche y cabaña con ellos, puedo afirmar con conocimiento de causa
que son la pareja perfecta. Han conseguido estar todo el tiempo discutiendo
cualquier cosa por banal que fuera sin que jamás se les haya notado el más
mínimo enfado. Discutirlo todo sin reñir nunca. Entenderse discutiendo. De
nota, las disputas tan graciosas y entretenidas cuando juegan al dominó, el que
sabe es él; la que gana es ella. A falta de dominó, en este viaje hemos jugado
al “Burro”, un juego de cartas. Pues lo mismo da. Discusión que te crio. Ni
siquiera aquella tarde en que José Antonio perdió sus pastillas de Sintrom,
brebaje imprescindible para su corazón cual bálsamo de fierabrás, perdió Mari
Carmen la compostura. Y no sólo eso, sino que rebuscó y rebuscó hasta dar con
ellas en un escondrijo imposible: la estrecha ranura que separa el asiento del
coche con uno de los cubículos laterales. Hasta para pedirse unas pizzas
discuten. “Pedimos dos pequeñas”. “No, eso va a ser muy poco”. “Bueno, pues dos
medianas”. “No, eso va a ser mucho”. Al final se presentaron con una pizza
pepperoni grande, tan grande como la cagada de una vaca de los Pirineos. Mari
Carmen, la mujer ideal para un marido despistado.
Mr. Painter. Mi amigo El Pintor ha sido, sin duda, el
que más me ha sorprendido. Al igual que en otras ocasiones en que hemos viajado
allende su Arrecife preferido, yo esperaba encontrarlo si no serio y aburrido,
simplemente resignado. Resignado a los designios siempre fastidiosos de su
amada Victoria, una mujer todoterreno incapaz de permanecer un día inactiva
disfrutando del lugar, cosa que es lo que él busca, y, en este caso, resignado
también al deseo de todo el grupo que hace piña con ella. Pues nada. Se ha
comportado como un disfrutón más, caminando, gateando y encharcándose como
cualquiera. Ver a Antonio Pintor entusiasmarse con la visión de un paraje
natural es una suerte de contradicción en los términos, otro oxímoron. “Esta
vez sí que estoy disfrutando de verdad”, se me confiesa un día.
María Victoria. Aunque ella no lo crea por lo mucho que
nos enfrentamos, es mi ojito derecho. Ella es el orden y yo, el desastre. Posee
un algo que yo admiro: la franqueza, siempre por derecho. En ocasiones mete la
pata, pero ¿quién no? Es una excelente analista de la realidad, no se cree nada
así como así, le pica la curiosidad y se obliga a comprobarlo todo. Es
quisquillosa y algo maniática, cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa.
Y le fascina la naturaleza salvaje y libre de la mano humana. Y lo que más: el
agua limpia y pura. Es de la pocas veces que no la he oído protestar por el
agua, porque ella a cualquier arroyo, manantial o incluso playa le encuentra
defectos: “este agua tiene espumilla”. En este viaje lo ha flipado.
Fraski Espadas. Un hombre pegado a su máquina. Le
ha fastidiado tanta lluvia al no poder disponer de su trípode ni de su cámara
profesional todo el tiempo que él hubiese deseado. Pero se las ha arreglado
bien con su móvil. Para los demás, ha sido un verdadero descubrimiento el arte
fotográfico de este hombre. Para nosotros, los del pueblo, no, porque de sobras
tenemos conocimiento del mismo. Se ha comportado en todo momento como un hombre
serio y ordenado. Ha desdeñado almuerzos sabrosos y colesterólicos para comer
sólo un plátano y un yogurt. Ha pasado desapercibido en muchas de las
excursiones, porque él (y su compañero de fatigas, Jesús) busca el aislamiento
para encontrar el mejor foco. Pero, desde luego, donde mejor ha comulgado con
todos (y sobre todo con la gente de su cabaña) ha sido a la hora de preparar
las cenas. Un chef por todo lo alto, de ésos que con cualquier cosilla te
cocina un manjar. Se ha desquitado bien de la frugalidad de sus almuerzos.
Francis “El Carpin”. Muchacho lacónico en palabras,
en parte por su ser natural, en parte por ser el más descolgado de los
distintos grupitos previos que conformábamos el conjunto. El hecho de compartir
coche y cabaña con Manolo le ha servido, sin duda, para acoplarse enseguida y
disfrutar como el que más. Porque Francis, como le ocurre a Victoria o a la
Peque, es un enamorado del campo y de la Naturaleza. Contrariando mi pronóstico
particular, Francis ha dado el callo en todas y cada una de las subidas. Yo,
que lo creía el compañero ideal para quedarse retrasado conmigo… Y en la
cabaña, entre él y Fraski Espadas se las han arreglado para todo, porque Manolo
y La Sam estaban siempre de bureo por ahí.
Jesús Paniagua. El otro fotógrafo de categoría.
Pareja perfecta con Fraski, se les ha visto juntos en todas las excursiones
compartiendo ideas y cosas de los artistas. Hombre poco hablador, se ha
integrado perfectamente en un grupo de casi desconocidos gracias a su saber
estar y a su prudencia. Por su facilidad de flotación al ser el que más agua
desaloja de todo el grupo (jajaja), ha sido el único capaz de tirarse al fiordo
helado desde el trampolín y el que más ha sudado en la sala de sauna. Pero el
detalle más gracioso que recuerdo de este hombretón bueno y afable lo reservo
para cuando toque hablar de su mujer.
Mari Cruz. Ea, ya le toca. Mari Cruz es la
esposa de Jesús. Ha sido un verdadero placer para los machos de la manada
contemplar cada mañana su figura esbelta y elegante protegida por su eterna
gabardina blanca y perfectamente ajustada para no desfigurar un tipo tan garboso.
Como dije antes, me ha recordado a la mejor Lauren Bacall de sus mejores
tiempos. Delgada y fina como es, aguantó mal el infierno de la sauna. Yo, a su
lado, la miraba con ojos peritos por si se mareaba, porque eso no eran los
sofocos que le entraban… De frágil apariencia, ha subido a todas las alturas
que se le pusieron por delante, tanto al glaciar como a la cascada más alta de
Noruega, aquélla en que El Pintor, la Sam y un servidor nos quedamos en el
refugio de la señora amable y besucona.
En la bajada de la cascada de
Lúster, al parecer es mandatorio abrazar fuertemente el grueso tronco de un pino
centenario, porque eso te concede suerte en la vida. Y todos lo hicimos. Cuando
le tocó a Mari Cruz, va y suelta: “abrazar este tronco es lo más parecido a
cuando abrazo a mi marido” . Ya sabéis, su marido, el que desaloja ciento y
pico litros de agua cuando se tira al fiordo.
Frasqui “de Blas”. Frasqui es mi amigo desde chico
y de él ya lo tengo dicho todo. Para eventos como éste, en los que hay que
bregar con mucha gente, posee un talento especial para el orden y la
organización. Es una persona de ésas que
inspiran confianza y seguridad, como revestidas de un cierto halo reverencial. Aunque
en esta ocasión todo estaba perfectamente dirigido por Delfín, Frasqui y
Antonio Zamora han estado pendientes de cualquier posible desavenencia. En el
único momento crítico que hemos vivido, cuando lo de la pérdida de llave de mi
Manolo, fue el primero en poner cordura y paz y el que me dijo por lo bajini
que “lo que haya que pagar, que cuentes con nosotros”. Son de esas cosas que
marcan la diferencia.
Pilar Molina. Mi amiga Pili es un encanto de
mujer. En su casa será, como cualesquiera de las nuestras, una regañona
exigente y quisquillosa, pero de puertas afuera es la discreción, la sencillez
y la amabilidad hechas personas. Hace unas migas estupendas con la Peque, lo
cual acrecienta en mucho la cantidad y la calidad en nuestras relaciones de
amistad. En nuestros años jóvenes de Córdoba, ella, de parecida talla que la
Peque, me servía de modelo cuando yo quería sorprender a mi novia con el regalo
de algún vestido. Ella se los probaba primero. Yo pretendía que también se
probase los bodys, por entonces prendas muy apreciadas por nosotros, mocitos
calientes, pero por ahí no pasó. En este viaje hemos coincidido mucho, ella y
yo, en las largas caminatas y, sobre todo, en las cuestas arriba, que son lo
que más nos cuesta. En alguna ocasión nos hemos retrasado tanto que nos hemos
creído perdidos de la mano Dios. Recatada, como hija de su madre que es, no se
atrevió a bajar a la sauna por no haber echado el bikini y presentarse en
bragas y sostén.
Chari de Guitarro. Recuerdo que, a decir de mi hermana
Josefa, la madre de Chari era la alegría de la calle. Bueno, pues, más o menos.
Chari ha sido la alegría del grupo, la sonrisa permanente, si no la más
disfrutona, lo ha parecido. Contagia felicidad. Primos terceros (o cuartos),
como somos, poseemos muchas afinidades. Somos rojos y descreídos y nos chiflan
los pasteles. Es curioso: en los super nadie hacía caso de la bollería, todo el
mundo le daba de lado como queriendo evitar la tentación, pero luego, en el
salón donde desayunábamos, todos acudían a mis dulces como moscas a la miel. Y
la primera La Chari.
Antonio Zamora. La imagen que se me ha quedado más
grabada de Antonio en este viaje fue aquélla de cuando llegamos a las cabañas
de Lúster: unas casitas preciosas en el mismo borde del fiordo con unas vistas
espectaculares a la gran cascada. Pero… ¡ay! Tenían una pequeña dificultad: una
escalera vertical, como la que usan los encaladores del pueblo, para acceder al
dormitorio de arriba. Y llego yo y ni corto ni perezoso va y le digo: “Antonio,
Chari y tú que sois más nuevos, arriba. Frasqui y Pili, abajo”. Por unos
momentos, su seriedad gestual contradecía sus palabras: “por supuesto, por
supuesto”. Ha sido Antonio uno de los miembros del grupo más sorprendidos por
esta experiencia tan espectacular de viaje, aun siendo un experimentado
trotamundos. Ya en la vuelta, en el restaurante “El Cántaro”, mostró sus
habilidades organizativas y financieras haciéndose cargo de las distintas
comandas y del fraccionamiento de la “multa”. En realidad, ninguno nos
esperábamos haberlo pasado de esta manera realmente fantástica.
La Peque. De mi Peque lo tengo dicho todo. Si tuviera
que destacar algo de ella en este viaje diría su atrevimiento, sus ganas de
pasárselo en grande sin miramientos por su rodilla maltrecha o por su ciática.
“Que le den por saco, que a mí no me amargan estos días”. Ése ha sido su
slogan. Y vaya si lo ha cumplido. Al día siguiente del regreso, ya en casa,
empiezan las dolamas. “Que me quiten lo bailao”.
Yo mismo. Yo lo he pasado del diez, como se
dice en Córdoba. Dejando atrás el gran disgusto por el accidente de mi Manolo,
nada me ha pesado. Ni siquiera los vuelos, que yo, manque no lo diga, soy tan
cagao para eso como lo es la Sam. La experiencia ha superado con mucha mis
expectativas, que ya eran, de por sí, muy elevadas. Dado que, de alguna manera,
me sentía responsable de haberos embarcado a todos en esta gran aventura, mi
satisfacción final ha sido multiplicada por muchos enteros al comprobar el éxito
de una empresa fabulosa. El haberos visto tan felices a todos y el haber
conocido a la persona que es Delfín (y
de paso a toda su familia) ha supuesto para mí un chute de orgasmo espiritual.
Por cierto, hablando de orgasmos… Ni un solo polvo. Es lo único que me ha
faltado.