Me cuentan mis compañeros más jóvenes, los que tienen niños en la escuela, que se ha puesto de moda en los colegios entablar debates de alumnos entre sí y con los profesores. Eso está bien. Debates sobre temas de actualidad, donde se propicie la discusión razonada, se aprenda a dirimir diferencias mediante el diálogo y se consiga erradicar, desde chicos, la norma tan nuestra de que quien chilla más fuerte tiene la razón. Me gusta.
Ya hubiéramos querido nosotros disfrutar de un entorno académico parecido. No es que me queje, eran otros tiempos y otros modos de enseñar. Entoces ni sabíamos qué fuera un debate. Solamente existían verdades absolutas: la palabra bronca de don José, maestro y alcalde a la vez, la ley; la voz no por melíflua menos santa de don Gaspar, el rector del seminario; la mirada flamígera de don Antonio, prefecto, jefe de estudios y centurión de todas las falanges; y el reblandecimiento de la médula causado por tanta masturbación. Eran cosas inamovibles. La Biblia.
Según me dicen, en las escuelas de ahora hoy le puede tocar a un grupo de niños reprender con firmeza la actuación de Bretón con sus hijos y mañana defender sus hipotéticas razones con el mismo afán, unos días eres fiscal y otros abogado defensor. Sigo viéndolo bien. La realidad es siempre mucho más compleja de lo que aparenta y es muy provechoso para la madurez personal saber ponerse en todos los supuestos. Aunque he de reconocer que para las personas normales nos resulte imposible comprender los motivos de un psicópata. Aplaudo este tipo de iniciativas.
Hoy, sin embargo, quisiera tener con vosotros un debate de adultos. A ver si hemos sabido reengancharnos a lo que no aprendimos de niños. Me siento movido a compartir con mis lectores mi actual estado de inquietud, de cierta duda corrosiva por un asunto delicado que en ocasiones se nos presenta a los médicos.
Después de días y semanas de tiras y aflojas parece que este paciente vaya a aceptar mis consejos ante una enfermedad grave. No es una enfermedad cualquiera, ni se trata de un paciente cualquiera. Como ya habréis imaginado, la enfermedad es un cáncer con posibilidades reales de supervivencia prolongada, no diré curación, y el paciente un hombre de convicciones rígidas. Este hombre es un apóstata de la medicina oficial, acude a mí por fe personal, es un creyente de la naturaleza pura, de evitar tantas interferencias, tantos venenos en nuestros remedios artificiales de laboratorio. Encima le asiste la razón de que muchas de nuestras actuaciones médicas son propiciadas o inducidas por la industria farmacéutica, tan poco escrupulosa con las eventuales consecuencias de productos dañinos. Lo primero es el negocio. Este hombre suma, en homeopatía, más que la Mercedes, Victoria y el Palanco juntos. Confía más en la medicina natural que en la "nuestra". Pero, aún siendo así y respetando estas creencias, existen situaciones concretas ante las que no nos queda otra que claudicar. "Olvida tus convicciones", le reprocho, "ahora toca vivir; ¡de qué te servirán en el cementerio?" Casi me arranca la confesión ahogada de su fatalidad si no acepta el tratamiento. Siendo de francés (como casi todos nosotros) se ha empapado de la bibliografía científica sobre su enfermedad, toda ella en inglés, aportada por mí a petición suya.Y al final creo que se va a rendir ante el enorme peso de la evidencia. Aún no las tengo todas conmigo.
Después de días y semanas de tiras y aflojas parece que este paciente vaya a aceptar mis consejos ante una enfermedad grave. No es una enfermedad cualquiera, ni se trata de un paciente cualquiera. Como ya habréis imaginado, la enfermedad es un cáncer con posibilidades reales de supervivencia prolongada, no diré curación, y el paciente un hombre de convicciones rígidas. Este hombre es un apóstata de la medicina oficial, acude a mí por fe personal, es un creyente de la naturaleza pura, de evitar tantas interferencias, tantos venenos en nuestros remedios artificiales de laboratorio. Encima le asiste la razón de que muchas de nuestras actuaciones médicas son propiciadas o inducidas por la industria farmacéutica, tan poco escrupulosa con las eventuales consecuencias de productos dañinos. Lo primero es el negocio. Este hombre suma, en homeopatía, más que la Mercedes, Victoria y el Palanco juntos. Confía más en la medicina natural que en la "nuestra". Pero, aún siendo así y respetando estas creencias, existen situaciones concretas ante las que no nos queda otra que claudicar. "Olvida tus convicciones", le reprocho, "ahora toca vivir; ¡de qué te servirán en el cementerio?" Casi me arranca la confesión ahogada de su fatalidad si no acepta el tratamiento. Siendo de francés (como casi todos nosotros) se ha empapado de la bibliografía científica sobre su enfermedad, toda ella en inglés, aportada por mí a petición suya.Y al final creo que se va a rendir ante el enorme peso de la evidencia. Aún no las tengo todas conmigo.
En ocasiones como ésta muchos médicos sufrimos al no poder evitar que una persona elija el camino equivocado. En algunos casos llegamos incluso a la autoinculpación por no haber sido capaces de conseguir el sí quiero del paciente. Pero ¿quién sabe con certeza cuál es el buen camino? Nuestros alegatos se basan en estadísticas fiables, sí, pero el paciente individual, tú o yo, podemos ser la desviación que se sale de la media. Eso también es estadística y también ocurre. No siempre le toca el Gordo de Navidad a quien más papeletas lleva, aunque éste tenga más probabilidad. Además, en el tema concreto de la Oncología, los investigadores toman como resultados muy positivos de un ensayo clínico supervivencias de cinco o seis meses, algo suficiente para el valor significativo de la "p" y de la "odd ratio", pero totalmente frustrante para el paciente. Por otra parte, al contrario de lo que ocurre con las matemáticas y con la estadística, los modelos biológicos del enfermar y del curar no son tan predecibles. En cualquier caso, la discusión sería baladí si los pronósticos médicos fuesen siempre certeros y los tratamientos fuesen inócuos. Pero la quimioterapia puede ser también tóxica, incluso mortal. Por tanto, todo ha de ser muy bien analizado.
Cuando yo me formaba esto era impensable, magister dixit, lo que usted diga doctor. En un análisis superficial aquello era mucho más fácil para todos. Para la familia y para el propio paciente porque delegando en el médico tranquilizaban ánimos y conciencias. Para el médico porque era el que sabía, se sentía maestro de ceremonias y potenciaba su autoridad y su magia. Era el antiguo paternalismo médico. Y nos lo explicaban en clase y todo: si usted va al Corte Inglés a comprarse un traje para una boda y no tiene ni idea de modelos ni de marcas tendrá que confiar en lo que le diga un profesional que lleva allí trabajando diez años y conoce el paño ¿no? Pues sí o pues no. Ya veremos. El paternalismo médico daba por supuesto cosas que no siempre iban a ser ciertas. Ni lo eran antes, ni lo son ahora. El criterio del médico no es necesariamente siempre el más acertado, no somos infalibles. Además, el vendedor de trajes de "El Corte Inglés" bien pudiera tener intereses espurios a la hora de colocarte el modelo que a él más le conviniera en ese momento, no el que mejor te cayera. Que de todo hay en la viña. Puede que con este traje elegido haga el ridículo en la boda de mi primo, pero es el que a mí más me gusta. Ya sé, ya sé; no me atosiguéis, no es lo mismo hacer el ridículo que morirte; no es igual comprarte un traje que ponerte quimioterapia. Pues ahí está el ser o no ser, ahí la duda corrosiva de la que os hablé antes.
Hoy se le ha dado la vuelta a la tortilla. La excesiva información mediática sobre temas relacionados con la medicina nos ha convertido a todos en mediquillos de tres al cuarto que acudimos a la consulta médica con recortes de periódicos o incluso con informaciones on line en el móvil que tratan de tal o cual enfermedad. Por no hablar de la gente que viene exigiendo la última novedad que han visto en la tele, la vacuna contra el Alzheimer, todavía en fase de investigación. La tele, la dichosa tele que podría haber sido un potentísimo vehículo de cultura, de educación para la ciudadanía y de ocio y que se ha quedado en una máquina de gastar, ya ni para el fútbol que es de pago casi todo, sino para un esparcimiento ñoño y decadente. Ni paternalismo ni populismo, ni una cosa ni otra. In medio virtus.
Bienvenida por tanto la ley de autonomía del paciente que obliga al médico a consensuar con aquél, no a imponer, cualquier decisión a tomar, considerando por igual las necesidades puramente técnico-científicas del caso y las convicciones, ideas y creencias de cada paciente. Y es lógico que así sea. Cada persona es dueña de sus decisiones y de su vida. El médico ha de informar de una manera comprensible, aconsejar, dirimir pros y contras; siempre, y esto es muy humano, intentando arrimar el ascua a su sardina, claro, pero la decisión última es del paciente.
Mi insistencia respetuosa y mis argumentaciones como vendedor experto han surtido el efecto deseado. Parece que este hombre tozudo va a ponerse el traje que yo le he recomendado. Pero ¡y si al final no acertamos? ¿Vale la pena tanto esfuerzo, tanta dedicación en violentar la voluntad explícita de este hombre para que luego muera en la orilla? La solución a esta pregunta nos la dará el tiempo. En este caso concreto, el de este hombre, mi respuesta es sí. Simplemente porque no hay alternativa. Este paciente no debería cerrarse de manera voluntaria y consciente la única puerta conocida para seguir vivo, para alentar la esperanza de una supervivencia prolongada. La alternativa no es otra que morirse antes de meter siquiera un pié en el río.
No siempre se consigue convencer a los pacientes. Aún poniendo el mismo empeño. Recordaréis a aquella mujer de sólo sesenta y tantos años que no consintió hacerse una biopsia de la mama y, mucho menos, operarse de ella. Adujo, de forma infantil, que la operación desfiguraría mucho su pecho y le estropearía el traje de madrina para la boda de su hijo. De esto hará unos siete u ocho meses. Llegó a tiempo para la boda, sí, pero ya está en el cielo. Y lo que es peor, sin su traje.