Tachadme de romántico y de nostálgico. No os faltará razón. Uno de mis pocos defectos (perdón por la inmodestia) es vivir en exceso de cara al pasado. Parece que lo único que me interese del futuro sea saber cuándo meceré a mi primera nietecita. Muchos aspectos de mi vida son demasiado añejos. Quizás.Ya habéis podido comprobar tantas referencias a mi infancia y al seminario. Y no os cuento intimidades de mis primeros años de noviazgo con la Peque porque ella no me deja, es muy reservada para estas cosas.
Tal vez por este anclaje en el pasado (para mí, pretérito perfecto) no comprenda bien algunas cosas de la gente nueva, entre otras, las maneras de ennoviarse y enamorarse, que se me antojan demasiado facilonas, poco serias. Conseguir el amor en nuestros tiempos era tarea mucho más trabajada que ahora, eran necesarios muchos paseos por la plaza, bastantes convites a Fanta o a Coca Cola, hacer el ridículo aguantando en público el aparente rechazo del ser amado...¡Qué os voy a contar!
Por romántico y por nostálgico será que siento una especial debilidad por esta pareja de amigos, Paco y Ana, que, a sus años, no solamente se han rejuntado sino que se han casado y todo. Y en secreto, dicho sea con mi habitual indiscreción. Ante la creciente fragilidad del compromiso matrimonial en nuestros días, otro signo de los tiempos, yo celebro con entusiasmo que gente con los genitales plateados se casen, si no como Dios manda, sí con todas las de la ley. Y celebro no sólo el matrimonio en sí, sino también la manera como han sabido conducir un enamoramiento en unas circunstancias anímicas nada favorables.
Porque Paco y Ana han sido novios de los de antes, se han comportado como hacíamos los novios en nuestros tiempos mozos, han seguido una cadencia, un protocolo de acercamiento gradual y progresivo, nada de aquí te pillo, aquí te mato, de tanta actualidad. Solo les ha faltado la pedida de mano, pero, claro, frisando los sesenta no es fácil dar con unos padres vivos y lúcidos. Se conocieron, bueno, mejor se reencontraron, casi de casualidad, en la casa de Mariqui, la que tiene en el Rocío. Hará cosa de seis o siete años. Tontearon un tiempo por aquí, los primeros tanteos; paseos de la mano por la ribera, charlas de reconocimiento mutuo, que si quedamos a comer en el "Azafrán", que si una copa en "Abades", que si por qué no te vienes conmigo este finde a Madrid y menudencias así. Como quiera que en la cata de prueba, un par de polvos seguidos en el "Alcora", superaran el test, aunque, todo hay que decirlo Paco, raspando el suspenso, se dijeron que sí, que palante y se compraron un piso en Tomares a donde Ana se mudó y donde Paco se solazaba de tanto viaje los fines de semana. Hasta que ella logró prejubilarse y, juntos para siempre, se fueron a vivir al piso de Paco en Madrid. De cine.
De cine ahora. Antes de conocerse, cada uno por su lado, han llevado su cruz respectiva hasta el Gólgota. Pero el amor les ha redimido sin necesidad de crucifixión. De Ana conozco menos. Su anterior pareja, al parecer, era un hombre de muy escasa sensibilidad. El matrimonio fracasó, se divorciaron de mala manera (como casi siempre) y Ana, una real hembra con hechuras mulatonas, quedó libre, pero desconcertada, inexplicablemente desaprovechada para la causa marital. Sin otro apoyo que sus amigas de Sevilla (toda su familia es asturiana), ha pasado lustros de triste soledad hasta conseguir sacar adelante a sus hijos, ya todos adultos. Una historia demasiado truculenta que a ninguno nos interesa hurgar hoy, que la ha perseguido durante años y que ella querrá borrar de su memoria para siempre. Y ahora, con las aguas tranquilas, sin esperarlo, se le presenta el amor en bandeja. Y lo ha aprovechado, digo. Para Ana, el encuentro con Paco ha supuesto un antes y un después, el hallazgo gozoso e inesperado de su príncipe azul, del hombre bueno que toda mujer desea (y encima con taco), una oportunidad milagrosa de sentir el cariño de verdad, el de alguien que te quiere, que se interesa por ti y por tus cosas. Y nuestro amigo Paco es único para eso. Quizás demasiado. Pero parece que nada es demasiado para ellas. No he conocido persona más detallista y considerado hacia las mujeres que él. Consigue que a su lado una mujer se sienta importante. Yo mismo en más de una ocasión le he dicho a la cara: Paco, si yo fuera tía me casaba contigo. Con Ana, además, es que se derrite. Y ella, que lo sabe, lo provoca aún más poniéndole ojitos. Después de tanto tiempo de oscuridad y de ostracismo esta mujer, este pedazo de hembra, se ha hecho visible, ha salido a la luz del día para regocijo de los ojos, propios y ajenos.
Cuando lo conocí, hará ya unos buenos veinte años, Paco era un hombre abandonado a su suerte en el sentido de la afectividad, un alma en pena. Daba pena de verdad ver a un tiarrón de dos metros y ciento y pico kilos vagando por Tomares o por Sevilla como perro sin amo esperando el favor de sus amigos por si les apeteciera salir esta tarde a dar un paseo con él. Ingeniero industrial con un puesto de relevancia en una empresa alemana en Madrid, su competencia y valía profesionales eran comparables a su descarrío en el terreno personal. La vida de Paco, siquiera resumida, daría para un bet seller. Pero me falta el nihil obstat del propio interesado. En sus buenos tiempos, según relatan sus amigos, que son los míos, era el tío más vicioso y juerguista que hubiera parido madre. Era el último que se iba a la piltra, su estómago daba acomodo sin reparo a litronas y litronas, le amanecían los sábados perdido por sabe Dios dónde; uno de aquellos sábados gloriosos fue hallado vivo, resacoso y amnésico en Cabra, junto a Javier, hermano chico de Jaime, sin que ninguno de ambos fuera capaz de dar una explicación coherente de cómo hubieron podido aterrizar allí. Un tío bragado, vaya.
Otro día contaremos los motivos que llevan a todo un señor ingeniero, nada menos que de los madriles, a enamorarse de Sevilla hasta el punto de vivirla con mucha más intensidad y frecuencia que la propia capital. Es demasiado largo para nuestro propósito de ahora. El caso es que, total y absolutamente integrado en la vida sevillana con éstos, sus amigos del alma, sus hermanos de adopción, una serie desgraciada de desamores, desencuentros y desengaños lo conducen a la ruina anímica más absoluta. El Paco jovial, dicharachero, el Paco juerguista y cachondo desaparece casi de la noche a la mañana y se transforma de manera increíble en un hombre demasiado formal para los que lo han conocido de antes, serio, tristón y taciturno. Sus alegres y festivos fines de semana se convierten ahora en largas y meditativas estancias en la casa de Jaime y de Paqui que hacen de amigos, de confesores, de padres y de posaderos.
Y es en este punto de su vida cuando lo conozco por primera vez. Una piltrafa de hombre, con todos los respetos. Desesperanza sea quizás la palabra que mejor definiría su estado anímico de entonces. Pero no faltaríamos en nada a la verdad si añadimos desilusión, depresión, astenia, anhedonia, murria, indiferencia por todo lo referente al amor, al cariño, a la vida en común con alguna mujer. Él mismo lo confesaba abiertamente: ya no valgo para esto, me doy por vencido. Con todo, y ante nuestra insistencia cansina de que tenía la obligación consigo mismo de intentarlo, probó varios escarceos amorosos con chicas guapísimas, de aquí de Sevilla y de Madrid. Pero nada. Se mostraba totalmente incapaz de mantener una relación más allá de unos meses. Perdido para la causa. "Cualquier día de éstos, rompe en maricón", pronosticaba Juan Francisco. Demasiados años de tristeza y de soledad hasta que llegó su momento.
Para Paco, el descubrimiento de Ana ha sido una bendición del cielo, un ser o no ser, un darle la vuelta completa al calcetín, un emerger del pozo umbrío de la desesperanza. En estos pocos años el sol ha vuelto a salir cada día también para él, aún habiendo habido tiempos neblinosos como aquéllos del balón gástrico para ver si enflacaba o éstos de ahora de la carpintería metálica sobre sus dientes gastados. Poco importan ya esas pequeñas vicisitudes. En estos momentos, muy pendiente de su inminente jubilación, este hombre, aunque aborrezca el bullicio, quién te ha visto y quién te ve, se ilusiona con sus visitas a los amigos de siempre, con las caminatas ribereñas con el Palanco, con su cofradía de san Bernardo, con las frecuentes escapadas con su novia a hotelitos con encanto o, simplemente, con una vida tranquila entre Madrid y Sevilla siempre pendiente de su Ana. Este hombre, os lo digo yo, ha resucitado a la vida. Por mucho que no sea, ni por asomo, el brioso corcel que en su siglo cabalgara con unas cuantas yeguas y ahora se vea a sí mismo como un cansado percherón que no alarga medio metro de meada.
¿Por qué, Ana de Dios, no apareciste antes, diez años antes? Dime. No hay respuesta, la vida es como se presenta.Y bien mirado no ha estado mal que haya ocurrido así, que estos tortolitos hayan encontrado el cariño, el sosiego interior, la tranquilidad de espíritu en esta etapa de la vida que agradece mucho más el calor y la compañía que la pasión desbordada. Un amor maduro, un amor tardío, el amor sereno del otoño.
Paco y Ana, Ana y Paco, estaba escrito y cantado desde los tiempos de los Beatles: todo lo que necesitabais era amor.
Ya lo veis, soy un romántico.
Por romántico y por nostálgico será que siento una especial debilidad por esta pareja de amigos, Paco y Ana, que, a sus años, no solamente se han rejuntado sino que se han casado y todo. Y en secreto, dicho sea con mi habitual indiscreción. Ante la creciente fragilidad del compromiso matrimonial en nuestros días, otro signo de los tiempos, yo celebro con entusiasmo que gente con los genitales plateados se casen, si no como Dios manda, sí con todas las de la ley. Y celebro no sólo el matrimonio en sí, sino también la manera como han sabido conducir un enamoramiento en unas circunstancias anímicas nada favorables.
Porque Paco y Ana han sido novios de los de antes, se han comportado como hacíamos los novios en nuestros tiempos mozos, han seguido una cadencia, un protocolo de acercamiento gradual y progresivo, nada de aquí te pillo, aquí te mato, de tanta actualidad. Solo les ha faltado la pedida de mano, pero, claro, frisando los sesenta no es fácil dar con unos padres vivos y lúcidos. Se conocieron, bueno, mejor se reencontraron, casi de casualidad, en la casa de Mariqui, la que tiene en el Rocío. Hará cosa de seis o siete años. Tontearon un tiempo por aquí, los primeros tanteos; paseos de la mano por la ribera, charlas de reconocimiento mutuo, que si quedamos a comer en el "Azafrán", que si una copa en "Abades", que si por qué no te vienes conmigo este finde a Madrid y menudencias así. Como quiera que en la cata de prueba, un par de polvos seguidos en el "Alcora", superaran el test, aunque, todo hay que decirlo Paco, raspando el suspenso, se dijeron que sí, que palante y se compraron un piso en Tomares a donde Ana se mudó y donde Paco se solazaba de tanto viaje los fines de semana. Hasta que ella logró prejubilarse y, juntos para siempre, se fueron a vivir al piso de Paco en Madrid. De cine.
De cine ahora. Antes de conocerse, cada uno por su lado, han llevado su cruz respectiva hasta el Gólgota. Pero el amor les ha redimido sin necesidad de crucifixión. De Ana conozco menos. Su anterior pareja, al parecer, era un hombre de muy escasa sensibilidad. El matrimonio fracasó, se divorciaron de mala manera (como casi siempre) y Ana, una real hembra con hechuras mulatonas, quedó libre, pero desconcertada, inexplicablemente desaprovechada para la causa marital. Sin otro apoyo que sus amigas de Sevilla (toda su familia es asturiana), ha pasado lustros de triste soledad hasta conseguir sacar adelante a sus hijos, ya todos adultos. Una historia demasiado truculenta que a ninguno nos interesa hurgar hoy, que la ha perseguido durante años y que ella querrá borrar de su memoria para siempre. Y ahora, con las aguas tranquilas, sin esperarlo, se le presenta el amor en bandeja. Y lo ha aprovechado, digo. Para Ana, el encuentro con Paco ha supuesto un antes y un después, el hallazgo gozoso e inesperado de su príncipe azul, del hombre bueno que toda mujer desea (y encima con taco), una oportunidad milagrosa de sentir el cariño de verdad, el de alguien que te quiere, que se interesa por ti y por tus cosas. Y nuestro amigo Paco es único para eso. Quizás demasiado. Pero parece que nada es demasiado para ellas. No he conocido persona más detallista y considerado hacia las mujeres que él. Consigue que a su lado una mujer se sienta importante. Yo mismo en más de una ocasión le he dicho a la cara: Paco, si yo fuera tía me casaba contigo. Con Ana, además, es que se derrite. Y ella, que lo sabe, lo provoca aún más poniéndole ojitos. Después de tanto tiempo de oscuridad y de ostracismo esta mujer, este pedazo de hembra, se ha hecho visible, ha salido a la luz del día para regocijo de los ojos, propios y ajenos.
Cuando lo conocí, hará ya unos buenos veinte años, Paco era un hombre abandonado a su suerte en el sentido de la afectividad, un alma en pena. Daba pena de verdad ver a un tiarrón de dos metros y ciento y pico kilos vagando por Tomares o por Sevilla como perro sin amo esperando el favor de sus amigos por si les apeteciera salir esta tarde a dar un paseo con él. Ingeniero industrial con un puesto de relevancia en una empresa alemana en Madrid, su competencia y valía profesionales eran comparables a su descarrío en el terreno personal. La vida de Paco, siquiera resumida, daría para un bet seller. Pero me falta el nihil obstat del propio interesado. En sus buenos tiempos, según relatan sus amigos, que son los míos, era el tío más vicioso y juerguista que hubiera parido madre. Era el último que se iba a la piltra, su estómago daba acomodo sin reparo a litronas y litronas, le amanecían los sábados perdido por sabe Dios dónde; uno de aquellos sábados gloriosos fue hallado vivo, resacoso y amnésico en Cabra, junto a Javier, hermano chico de Jaime, sin que ninguno de ambos fuera capaz de dar una explicación coherente de cómo hubieron podido aterrizar allí. Un tío bragado, vaya.
Otro día contaremos los motivos que llevan a todo un señor ingeniero, nada menos que de los madriles, a enamorarse de Sevilla hasta el punto de vivirla con mucha más intensidad y frecuencia que la propia capital. Es demasiado largo para nuestro propósito de ahora. El caso es que, total y absolutamente integrado en la vida sevillana con éstos, sus amigos del alma, sus hermanos de adopción, una serie desgraciada de desamores, desencuentros y desengaños lo conducen a la ruina anímica más absoluta. El Paco jovial, dicharachero, el Paco juerguista y cachondo desaparece casi de la noche a la mañana y se transforma de manera increíble en un hombre demasiado formal para los que lo han conocido de antes, serio, tristón y taciturno. Sus alegres y festivos fines de semana se convierten ahora en largas y meditativas estancias en la casa de Jaime y de Paqui que hacen de amigos, de confesores, de padres y de posaderos.
Y es en este punto de su vida cuando lo conozco por primera vez. Una piltrafa de hombre, con todos los respetos. Desesperanza sea quizás la palabra que mejor definiría su estado anímico de entonces. Pero no faltaríamos en nada a la verdad si añadimos desilusión, depresión, astenia, anhedonia, murria, indiferencia por todo lo referente al amor, al cariño, a la vida en común con alguna mujer. Él mismo lo confesaba abiertamente: ya no valgo para esto, me doy por vencido. Con todo, y ante nuestra insistencia cansina de que tenía la obligación consigo mismo de intentarlo, probó varios escarceos amorosos con chicas guapísimas, de aquí de Sevilla y de Madrid. Pero nada. Se mostraba totalmente incapaz de mantener una relación más allá de unos meses. Perdido para la causa. "Cualquier día de éstos, rompe en maricón", pronosticaba Juan Francisco. Demasiados años de tristeza y de soledad hasta que llegó su momento.
Para Paco, el descubrimiento de Ana ha sido una bendición del cielo, un ser o no ser, un darle la vuelta completa al calcetín, un emerger del pozo umbrío de la desesperanza. En estos pocos años el sol ha vuelto a salir cada día también para él, aún habiendo habido tiempos neblinosos como aquéllos del balón gástrico para ver si enflacaba o éstos de ahora de la carpintería metálica sobre sus dientes gastados. Poco importan ya esas pequeñas vicisitudes. En estos momentos, muy pendiente de su inminente jubilación, este hombre, aunque aborrezca el bullicio, quién te ha visto y quién te ve, se ilusiona con sus visitas a los amigos de siempre, con las caminatas ribereñas con el Palanco, con su cofradía de san Bernardo, con las frecuentes escapadas con su novia a hotelitos con encanto o, simplemente, con una vida tranquila entre Madrid y Sevilla siempre pendiente de su Ana. Este hombre, os lo digo yo, ha resucitado a la vida. Por mucho que no sea, ni por asomo, el brioso corcel que en su siglo cabalgara con unas cuantas yeguas y ahora se vea a sí mismo como un cansado percherón que no alarga medio metro de meada.
¿Por qué, Ana de Dios, no apareciste antes, diez años antes? Dime. No hay respuesta, la vida es como se presenta.Y bien mirado no ha estado mal que haya ocurrido así, que estos tortolitos hayan encontrado el cariño, el sosiego interior, la tranquilidad de espíritu en esta etapa de la vida que agradece mucho más el calor y la compañía que la pasión desbordada. Un amor maduro, un amor tardío, el amor sereno del otoño.
Paco y Ana, Ana y Paco, estaba escrito y cantado desde los tiempos de los Beatles: todo lo que necesitabais era amor.
Ya lo veis, soy un romántico.
Una bonita historia de amor, muy bien contada que supongo habrá encantado a los protagonistas. Me alegro muchisimo por ellos pues me parecen dos personas encantadoras y que alguien como tú haya podido recoger y narrar en este breve relato su apasionante experiencia. Enhorabuena a los tres.
ResponderEliminarUn abrazo