miércoles, 19 de septiembre de 2012

La furgoneta erótica


Bien entrada la noche a José Luis le despiertan unos ruidos desacostumbrados. Poca gente mejor que él sabe interpretar los  silencios de la madrugada en el arrabal sevillano. Todas las noches lo mismo: Sobre las diez, los chaveas más postreros y viciosos apuran sus últimos minutos gamberreando hasta que al fin aparcan sus bicis tirándolas en las entradas de sus casas. Con cierto orden desacompasado se van oscureciendo las ventanas de los bloques. Cuando la señora Paquita del 3 D eche el cierre de la persiana de su balcón, sobre la media noche, Heliópolis entera duerme. Todo lo más, algún frenazo intempestivo o el estruendoso acelerón de un motero desaprensivo. A José Luis, sin embargo, todavía le queda.

 En la oscura quietud de la calle y cautivo en su propia furgoneta, trabaja sin prisa, sin tiempo. Su única compaña es una bombilla de luz tibia y mortecina que no despierte sospechas. Con pulso exquisito y la boca apretada, casi en cuclillas, toca y retoca deleitosamente un bodegón que ha de presentar mañana en la clase de pintura. Éste  es su momento mágico. Silencio, se trabaja, se crea. Se recrea el tío a destajo hasta que venga el sueño. En la parte trasera de su furgoneta tiene preparado el dormitorio: un colchón raído de  espuma, unas  sábanas enrolladas en los pies y una almohada rehundida a la cabecera. Ahí duerme.

Sus trabajos de fines de semana en el puerto de Algeciras y los pocos encargos de pinturas y retratos que ya le hacen, no dan todavía para pagarse una pensión barata, ni para ir y venir todos los días de Algeciras a Sevilla. A sus veintinueve años ha descubierto su vocación tardía y se ha metido en la Facultad de Bellas Artes. Aquí en Sevilla, la furgoneta es su casa y también su medio de sustento, realizando portes que le encargan los vecinos o sus propios compañeros de Facultad. Un buscavidas. Siempre atraca en su sitio, en la calle Manuel Siurot, muy arriba, a la altura del campo del Betis, en un aparcamiento anexo a un instituto, justo debajo de un árbol grande de  desparramado ramaje, un castaño de sombra, que los cobija  a ambos, al coche y a él.

Las nenas de su curso se lo rifan. No sabe uno a ciencia cierta si es por su moreno mediterráneo, por sus espaldas de estibador o porque, no nos vamos a andar con rodeos, la mayoría de los muchachos de la clase son mariquitas. Pero él, mocito viejo y prevenido, solo se ha dejado amadrinar por la Peque que lo protege como gallina clueca de estas niñatas modernas y arpías. Algunas noches de diluvio mi mujer, compañera suya de pupitre, se lo ha traído  a casa, que coma caliente, que duerma arropado y que se duche, joer, que no hay quien pare a su vera. Y entonces, con la barriguita satisfecha y vestido de limpio, nos cuenta historias. Más que historias, su vida.
-Oye, José Luis, que digo yo, que si nunca se te ha ocurrido llevarte a tu furgoneta a alguna de las lagartonas de la clase -le suelto con mi guasa e indiscreción habituales. -Y entonces se pone muy azorado, mirando a la Peque como si fuese mismamente su madre, como avergonzado.
-No, hombre, ¿qué cosas tienes? Bastante tengo con mis ajetreos y con las faenas y trabajos de la Facultad. No, no; además que tengo una medio novia en Algeciras.
-Vaya hombre, y yo que creía que serías el picha brava de la clase.

Soltero convencido y algo refunfuñón, vive con su madre en Algeciras. De niño no pasó de la escuela porque se le iba todo el tiempo pintarrajeando en los cuadernos dibujos y caricaturas de sus compañeros y de los maestros; a éste le ponía de narizotas; a éste otro de cejijunto; a don Práxedes, el despistado, lo pintaba divinamente, con sus gafas de culo de vaso y su sombrero. A los doce años, visto el fracaso, su padre se lo llevó a trabajar con él al puerto. No le quedó otra que despabilar. Pero el duende no se amilanó. Pintaba en los ratos libres, allí mismo, en el muelle, sobre una mesita plegable que se agenció para tal fin. Bocetos y apuntes miles, a lápiz, de su tema favorito, su fuente de inspiración: los niños moritos en tránsito con sus padres; sus sayales, sus caperuzas, sus sandalias..., todo tan distinto a lo nuestro; sus coches destartalados y renqueantes...Todavía conserva algunos de aquellos bocetos enrollados en un gran canuto de cartón y nos los enseña orgulloso extendiéndolos sobre la mesa del comedor con similar pericia a como mi hermano Frasco despliega un mapa del Michelín. Muerto el padre, precisamente en un accidente laboral en el puerto, tomó la gran decisión: se preparó el acceso a la universidad para mayores.Y aquí lo tenemos. Durmiendo en su furgoneta.

No le inquietan ya los ruidos del silencio nocturno. Distingue muy bien los goterones de la lluvia y la caída de hojarasca y de semillas en el techo de su habitáculo, los maullidos lejanos de gatos callejeros, las risas calladas y prohibidas de alguna pareja trasnochadora…Se ha  acostumbrado a todo ello. Pero esa noche no. Extraños ruidos le despiertan. Algo se mueve encima de su furgoneta, el techo tiembla. Piensa, medio adormilado todavía, en un gato que se ha escurrido desde el árbol y que intenta trepar de nuevo. Pero no. Los ruidos tienen cierto ritmo, cruje el techo con cierta cadencia, se para, vuelve a crujir. Y se sorprende todavía más, ya despierto del todo, al escuchar también quejidos de gente, ayes entrecortados que no parecen dolorosos sino muy complacientes. No puede creer lo que  está pensando. Pero ya está cantado. Una parejita muy necesitada ha gateado por una rama, se ha ocultado allí y está de cariñitos encima de su furgoneta.

-¿Y qué hiciste José Luis?

-Pues ¿qué iba  a hacer? Dejarlos terminar, y luego seguir durmiendo.
Bien hecho, hombre. Cuando la necesidad aprieta cualquier sitio vale, lo mismo da el suelo, que el coche,  que el techo de una furgoneta.

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