Mi Meli y Pepe se han extrañado un montón cuando me han visto saludar con cierta efusividad al portero del teatro "Lope de Vega". Es natural, no estaban avisados. ¿De qué va a conocer mi padre a este hombre fofo de carnes, de aspecto bonachón y con cara de Pedro Picapiedra?, pensará en ese instante. "Pero papi, ¡si lo has saludado como si fuera un amigo del seminario, oye!". "Vaya, eso parece ¡verdad?", me hago el interesante. Ellos, Pepe y la Meli, no conocen la historia. Ni vosotros.
Aprovechando su estancia en nuestra casa este largo fin de semana del Pilar, la Peque los ha convidado al teatro. Ella es así; cuando tenemos invitados, y más si son nuestra propia hija y su novio, pierde el culo por agasajarlos; no se contenta con preparar boquerones en vinagre, su tortilla de papas tan solicitada, las varias fuentes de natillas con galletas y limón (de rechupete) o sus flamenquines de fama nacional. No es suficiente con que luego, a la vuelta, les cargue en el maletero (medio a escondidas mías) una cesta grande, de esas verdes del Mercadona, atestada de sobres de mi jamón envasado, de mi trenza de hojaldre favorita o de croquetas congeladas. Hay que hacer algo más. Bueno Sema, los llevamos a almorzar al "Sevruga", tan elegante, mirando al Guadalquivir, y por la noche vamos al "Lope de Vega". Pero qué ponen, preguntaré yo. Da igual, me responderá, si es más que nada para que vean lo bonito que está...Pero Peque, que son ochenta euros los cuatro, tía. Chiquillo, y ya se me pone al borde de los nervios, ¿ni con tu hija te vas a estirar..? Y entonces me callo, claro.
Y aquí estamos, entrando en el teatro. Me quedo el último; ellos ya han pasado y me esperan dentro del hall a escasos metros de mí. Desde que estamos en la cola he observado al portero, al que pellizca las entradas. Es el mismo de siempre. Mi amigo. Algo más rechoncho. Ya ni me acuerdo de la última vez, quizás dos años o más. Pero seguro que me reconoce, verás tú.
-Buenas noches -le digo mientras le muestro mi entrada. -Se me queda mirando un segundo-. ¿Usted no se jubila? -le suelto enseguida.
-¡Hombreeee! ¡Me cachis en la mar! Me alegro mucho de verlo. -Y me tiende su ancha mano para estrechar la mía sacudiéndola varias veces de arriba abajo-. Hacía ya mucho que no lo veía por aquí.
-La crisis será, digo yo.
-¿Y su mujer? ¿Viene usted solo esta vez?
-No, no; ha pasado antes, por ahí debe andar.
-Vaya, no me he dado cuenta.
-Claro, es que con ella no llegaste a intimar.
-Verdad, verdad.
-Bueno, hasta otra, que estamos alargando la cola.
-Me alegro mucho, eh. -Y me deja ir, soltándome por fin la mano.
-Papi, ¿de qué conoces al portero? ¿Es paciente tuyo?
-No me digas Meli que nadie te ha contado mi rollito con ese hombre.
-Venga ya y larga de una vez, antes de que dé comienzo esto.
Y les conté a ambos la pequeña historia de mi amistad efímera e intermitente con este hombre, un perfecto desconocido.
Ni me acuerdo ya cuánto hará de la primera vez. Seguramente en el siglo pasado. Era el tiempo en el que la Peque se apuntaba a todos los torneos de tenis de toda la provincia. Dineros ganó pocos, pero trofeos, copas y placas suplantan a mis libros de las estanterias. Me da cosa tirarlos, son bonitos y, además, me trasladan a aquellos años no tan lejanos de nuestros partidos de entrenamiento en los que mi mujer presumía de piernas con sus modelitos de faldas cortitas y ligeras. "Pos tú ni eso, ni piernas ni premios, con tos los años que te tiraste jugando", me refriega enseguida. Ahora ya no le gusta enseñar las cachas, se ha inventado la teoría de que a su edad resulta patético. Pues a mí no me lo resulta, ni a mis amigos tampoco.
Un sábado de aquéllos fuímos al "Lope de Vega" a ver no sé qué obra. La Paqui, Jaime y yo nos iríamos en un mismo coche con tiempo para esperarla a ella, a la Peque, que, en el suyo, se había ido a Alcalá de Guadaira a jugar la final de dobles de un torneo. El teatro era a las 20,30 horas y el partido debió comenzar a las 16 horas. Tiempo sobrado para acabar y llegar al teatro. Por supuesto. De eso nada. A las 20,25 horas no había un alma en la cola. Todo el mundo dentro menos nosotros tres esperando a la Peque. No eran tiempos de móviles y aunque lo hubieran sido, el móvil es un trasto inútil en el fondo del bolso de mi mujer; las más de las veces sin batería; y las otras, cuando suena, no le da tiempo a encontrarlo. ¿Qué hacemos?, nos dicen nuestras miradas respectivas. El portero, sin otro asunto más importante que atender y estando al loro, interviene felizmente:
-Entren ustedes dos -señala a mis amigos- y que el marido se quede esperando a la rezagada. -Muy finolis él, el portero. Y así se hizo-. Caballero -se dirige a mí- la función va a dar comienzo y debo cerrar la puerta, lo entiende usted, ¿verdad?
-Claro, hombre, por supuesto. Cierre usted. -Pero al momento rectifica.
-No, no puede ser.
-¿Y eso?
-Es que si cierro no podrán entrar cuando llegue su mujer.
-Ah, vaya, es verdad.
-Verá usted lo que voy a hacer: encajo la puerta sin cerrarla del todo; cuando llegue su mujer me sisea bajito y ya les dejo.
-Vale. Se me está ocurriendo -le digo viendo la buena disposición del buen hombre- llamar al club de tenis y preguntar qué habrá podido pasar, vayamos a que haya tenido un accidente, quién sabe.
-¿Un accidente? ¡Ande hombre! Parece mentira que con su edad no conozca usted a las mujeres. Ésas se han quedado por ahí después del partido. Tomándose sus cervecitas.
-¿A estas horas?
-¡Coño, las propias!
-De todas formas yo me quedo más tranquilo llamando. Tienen ustedes teléfono aquí dentro, en el hall?
-Sí, pero ahora, con la función ya iniciada no vamos a poder. Mire, ahí enfrente, en ese restaurante, hay un teléfono público.
Voy al sitio y me entretengo un buen rato, más que nada para hacer tiempo. Al cabo, entre preocupado de veras y aburrido me dirijo de nuevo a la puerta del teatro, por si llegara la Peque. Y el portero, ya podemos decirle mi amigo, allí esperándome.
-¡Qué!
-Nada, no contestan.
-Claro, hombre, lo que yo le he dicho, a su mujer se le ha ido el santo al cielo y está por ahí de cachondeo. Eso es señal de que ha ganado el partido.
-Bueno, hombre, muchas gracias por la ayuda. Pero no quisiera ser más molestia para usted. Haga lo que tenga que hacer.
-No, no se preocupe; tengo que permanecer dentro hasta que termine la obra. Con usted, aquí fuera, estoy más distraído. Además, que ya me ha picado la curiosidad y estoy deseando ver en qué termina todo esto. Aparte de conocer a su mujer, ¡buena tiene que ser!
-No se lo creerá usted, pero ahora, cuando llegue, si es que llega, ni siquiera le puedo regañar.
-Por supuesto que no. Sería empeorar las cosas. Las mujeres son así. No pasa nada cariño, ya me lo explicarás luego en casa. Y a tragar. Eso es lo que hay, amigo.
Con la cháchara entretenida ya se ha pasado más de media función. Ni rastro de la Peque. Cansados de estar de pie, mi amigo el portero y yo nos sentamos en la escalinata de la entrada para seguir nuestras cuitas más cómodos. Como si fuéramos dos colegas que se conocen desde la mili en Artillería. A las nueve y media de la noche y por sitio tan escondido y sombrío no pasan ni los grajos. Nosotros dos solos en amistosa conversación.
-De todas maneras, aunque llegara ahora su mujer, cosa que ya dudo mucho, no valdría la pena que entraran, ¡si ya está acabando!
-Ya no me preocupa tanto eso, sino que le haya pasado algo.
-Que no hombre, no me sea usted pesimista. Mire, si le hubiera pasado algo grave ya lo sabríamos. Tranquilo. ¡Si habré visto yo cosas aquí!
-Bueno, pues paciencia, a ver. De todas formas tengo que decirle que antes, cuando fui al restaurante, telefoneé tambien a la Policia y al Valme, por si las moscas. Mi mujer y yo es que trabajamos allí, en el Valme, ¿sabe? Me tranquilicé mucho, me dijeron que no había ningún accidente registrado hasta esa hora.
-¿Lo ve?
-Sí ya, pero no se me acaba la inquietud.
Hubo un tiempo, por entonces, en el que me hice, no sé a cuento de qué, más cagueta que nunca. Cada vez que la Peque o mi Meli se retrasaban media hora más de lo previsto me ponía nerviosísimo, me atacaba, me daba por llamar al hospital y a la Policia, "No señor Rivera, esta tarde tampoco ha habido ningún siniestrado con ese nombre", me conformaban desde la centralita.
-Estoy pensando que usted se quede con las dos entradas -tercia de nuevo, como para sacarme de la murria.
-¿Y para qué?
-¿Para qué va a ser?, pues para que no las desaprovechen. El día que a ustedes les venga bien no tienen más que ponerse aquí en la cola; como yo lo reconoceré ya les buscaré una localidad lo más parecido a la suya, o mejor todavía. Y así pueden ver la función completa y más relajados, claro.
-¡Vaya! Muchas gracias, hombre.
En esto estábamos cuando se presenta la Peque toda presurosa, tan guapa y esclarecida que a ver quién es el bonito que le dice algo. Nos levantamos del suelo para recibirla. Ya sentía el culo aplastado.
-Peque, por Dios, ¿qué ha pasado?
-Me cachis ya, perdona Sema. Es que el partido ha durado tres horas y media. Increíble.
-Pues haberte venido, mujer.
-Eso, y dejo a mi compañera sin pareja...
- Bueeeeno, por lo menos habréis ganado ¿no?
-Muy apurado, pero sí.
-A todo esto, ya medio amigos y sin conocernos. Yo soy José María, ¿cómo se llama usted? -le pregunto a mi amigo.
-Sebastián, para servirles.
-Sebastián, le presento a usted a mi mujer, tan chiquitilla pero tan intensa.
-Pues ha valido la pena esperarla ¿verdad? -se pone el tío guasón.
Mira el reloj, es la hora, la función va acabar en breve. Nuestro amigo se despide muy cariñosamente y abre los portones. Al momento, ese edificio grandioso, oscuro y medio oculto por la arboleda y por el gran Casino de la Exposición, empieza a echar muchedumbre afuera, transformando en un momento un rincón solitario y umbrío en una plazuela animada por gente guapa que, en corrillos, se ríe y hace comentarios de la obra vedada hoy para nosotros. Vemos a Paqui y a Jaime a lo lejos. Nos encontramos al fin.
-Habéis podido entrar?
-¿Entrar? Dos horas aquí sentado charlando con el portero.
-Pero...
-Nada, aquí la Peque que acaba de llegar.
Y les relaté a los tres mi lance con este buen hombre.
Desde entonces, cada vez que vamos al teatro, de Pascuas a Santiago, nos saludamos como amigos cercanos. Por mucha gente que haya, por mucho bullicio en la cola, siempre me reconoce. En esta ocasión, yo mismo me he extrañado porque hacía mucho tiempo que no íbamos al "Lope de Vega". Pues nada, tan amigos.
Es que fue mucho el roce. Y muy intenso.