sábado, 20 de octubre de 2012

Conejo de ciudad

Andaba yo en la falsa creencia de ser el último de los inocentes; que entre la gente nueva, con tanto i phone, i pad, twiter y facebook, no habría ya ingenuos como fuímos muchos de nosotros en nuestra primera juventud. A mí cualquiera me podía tomar el pelo tan tranquilamente, todo me lo creía. En la escuela me tocaba casi siempre borrar la pizarra o ir a por el cafelito de don José, en la Capilla me engañaban los ganapanes con recados mentirosos de "tráeme la llave del cigüeñal" o "niño, dónde has puesto el costal de los gamucinos", y luego, en los Ángeles, no sé cómo me las arreglaba, pero me veía, una vez sí y la siguiente también, bajando a por la pelota a lo hondo de la huerta o hasta el mismo Bembézar. Mis amigos del seminario, los de hoy, aún queriendo, poco hubieran podido hacer por sacarme del letargo, bastante tenían ellos con salir de  su propio plomazo. El único que podía haber socorrido algo mi tontuna era "el Cuatro Mitras", un muchacho de Fuente Tójar, bragado y aguerrido, pero como se salió tan pronto...Yo no despabilé hasta bien tarde, a mí me despabiló la Peque. Creo.

 El otro día, sin embargo, descubrí mi error. No soy el último. Aún quedan jóvenes cándidos. Y me resultó reconfortante. Encontrar gente sencilla enmedio de tanto sabihondo.

Ocurrió en la consulta. Un paciente gotoso me pidió consejos dietéticos para el ácido úrico, como dicen ellos. En lugar de darle un folleto al uso me dirigí a mis estudiantes y les dejé esa prueba, esa especie de exámen práctico en vivo y en directo. Y empezaron: debe usted evitar los mariscos, dice una de las chicas; y el tomate, dice la otra; y las vísceras y las legumbres y las carnes...Se tropezaban la una con la otra a ver quién decía más cosas. A todo esto, el estudiante varón, muy calladito. Oye, Pablo, dí tú algo, que estas fierecillas te apabullan, le animo. Lleva poco tiempo de prácticas pero promete. Uno enseguida se da cuenta de por dónde respira la criatura. Vosotros, la mayoría docentes, estaréis conmigo en que bastan pocas horas de contacto con los alumnos para que el profesor descubra las bondades de  cada uno, al igual que mi cuñado Frasco reconoce al mejor melón sin necesidad de calarlo. Se huele. ¿Hay algún otro alimento que no hayan dicho?, le pregunto directamente a él. El conejo, me responde lacónicamente.

Ya váis conociéndome. No me puedo resistir. Es que me lo ponen a huevo.
-El conejo, muy bien. Supongo que te refieres al conejo de campo, claro está.
-¿Es que hay otros conejos? -se pone el chaval. -A mí me entra esa risa floja y viciosa que no puedes detener y que cuanto más lo intentas más te ríes. Me duelen las sienes de la risa. El propio paciente se contagia y lo mismo; y las chicas se tapan la boca sin poder salir de su asombro. Cuando consigo controlarme me dirijo a él de nuevo.
-Vamos a ver Pablo, no me digas que no sabes los distintos significados del término conejo.
-No, un conejo es un conejo.
-Sí, es verdad.  Pero existe el conejo de campo y el conejo de ciudad ¿no?
-No lo sé, yo solo conozco el conejo de campo. -Este tío está más alelado que yo, pienso para mí.
-¿Tú de dónde eres, Pablo?
-De los Palacios.
-Y en los Palacios no se sabe qué es un conejo de ciudad?
-Yo no. Ah, bueno, sí, el conejo de granja ¿no?
-¡La madre que te parió! Chicas, ¿vosotras lo sabéis? -Se miran la una a la otra, como avergonzadas del cachondeo que estoy liando.
-Sí, claro...

El paciente no puede disimular la risa, las niñas tampoco y yo no acabo de creerme del todo lo de este chico; llego a pensar que se está quedando con todos. Pero no, nada más verle su expresión de despiste y de sorpresa me recuerda mucho a su profesor de hoy cuando tenía veinte años: listo y aplicado en los estudios, pero completamente tímido y candoroso. Y entonces tuve que escenificar allí delante de todos cuál es la diferencia entre ambos, el conejo de campo y el de ciudad. Ya sabéis. Pablo, mira, le dije, el conejo de campo se coge así (hice el ademán de coger algo, con la mano hacia abajo) y el de ciudad se coge así (y volví la mano hacia arriba). Todo el mundo allí presente se partía de risa, pero el chaval no se enteraba. Una pista más le dí: le tarareé la cancioncilla de la Loles tenía un conejo chiquitito y juguetón... Ni por ésas.

-Pablo, menos mal que tienes aprobada la Anatomía, que si no te ibas a llevar un rosco como un donut de grande.

Todavía tuve la templanza de aguantarme y no aclararle la verdad del conejo, por ver si caía en la cuenta. A lo mejor resulta que en los Palacios no se sabe algo tan conocido, no sé, pero me extraña. Consideré conveniente averiguarlo. Tengo por costumbre intentar adivinar de qué pueblo es cada paciente que entra en la consulta. La mayor parte de las veces acierto, bien sea por la antigüedad del sujeto bajo mis cuidados, bien por los apellidos; por ejemplo quien se apellide Alcón, Falcón, Caro, Dorantes, Bertholet, Bellido, Ganfornina o Vidal no puede ser más que de Lebrija o, como mucho, de El Cuervo. Pero este día, lo que son las cosas, no aparecía nadie de Los Palacios, me cachis ya. Que te crees tú eso. La última de la lista se apedilla Mulero Reyes. De los Palacios, seguro. En efecto, es María Fernanda, acompañada por su marido.  Hay confianza.

-Buenas tardes, sentaros por favor.
-Muy buenas.
-Un poco tarde ¿no?
-No me hable, Rivera -salta el hombre-, la culpa ha sido del Gordillo ése y de la gente de Marinaleda, que tienen cortada la autopista, oye.
-Es cierto, todos los que venís de por ese lado habéis llegado tarde.
-Claro, hombre, no hay derecho.
-Bueno, no pasa nada. Vamos a ver María Fernanda, esto que te voy a preguntar tiene mucha guasa, no te lo tomes mal, eh.
-Veremos a ver con lo que me sale usted esta vez.
-Mira, ¿en los Palacios sabéis lo que es un conejo de ciudad? -le suelto riéndome. Pero esta mujer tiene correa.
-¡Qué cosas se le ocurren a este hombre, en mi vida he visto cosa igual! Pues claro que sí.

Y me vuelvo hacia Pablo.
-¿Te das cuenta?
-Ya, pero bueno...ya me entararé -dice algo agobiado. No insisto más, no quiero avergonzarlo de nuevo.

Ahora bien, cuando terminó la consulta, los cuatro a solas, me faltó tiempo.

-Pablo, me voy a cagar ya en la leche, el conejo de ciudad es la parte noble de las tías. La de aquí abajo, joer.

Y nos hartamos de reír. ¡Qué bonito y qué edificante!, diréis con cierta ironía algunos de vosotros, el profesor de coleguilla, haciéndose el gracioso con los estudiantes, para luego acribillarlos con escarnio a la hora de las notas. Podéis salir de vuestro error. No es que uno sea  Teresa de Calcuta, no; pero tampoco soy Jiménez Collado ni Peinado ni el Velasco, profesores estrictos y severísimos. Mis alumnos saben mis exigencias: quien estudia aprueba. Así de simple. Aunque no sepa de conejos.

Lo que pasa es que no todo lo que enseñamos a los estudiantes va a ser medicina, hombre. Cultura general.

3 comentarios:

  1. Di que si, no solo de pan vive el hombre, ,,,,,,,
    de vez en cuando un conejo.

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  2. Y siguiendo el comentarios del leñero...
    Los que somos gotosos tendremos que suplir esta carencia y "conformarnos" con los de ciudad y además por prescripción facultativa.Que le vamos a hacer,así es la vida.
    Nos vuelves a hacer reir

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  3. A todos vosotros: casualmente, hoy he ido a una boda. Se ha celebrado en una finca en medio del campo. He visto corretear por los alrededores algún que otro conejo, pero la sala estaba repleta de otros conejos invisibles. Lástima.

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