Hoy me voy triste a casa. En el hospital he visto los ojos de mi hermana Josefa, fallecida hace ocho años. Con mucha frecuencia la recuerdo, incluso le hablo intentando explicarle, explicarme a mí mismo, los motivos de su fatalidad. Y me rebelo por dentro. Precisamente por conocer lo traicionero del cáncer de ovario he tenido, y lo mantengo, un profundo sentimiento de impotencia.Ya lo he rumiado, eso creo, parece algo natural; un médico debe sentirse mal cuando permite que mueran su madre o su hermana mayor. Lo de mi madre fue mucho más digerible: tenía setenta y dos años y estaba muy enferma del corazón. Pero mi hermana...Una mujer tan hermosa, tan saludable, todo optimismo y ganas de vivir, con su Conchi embarazada del Chemita, el que iba a ser su primer nieto...No hay derecho. Aquella primera noche en una cama del hospital de Cabra, recién salida del quirófano, tiritando y cubierta de mantas hasta el cuello (como si las mantas fuesen a aliviar el miedo), ví los mismos ojos que he visto hoy: ojos tristes, ojos esperanzados, ojos suplicantes.
Estos ojos de hoy pertenecen a una mujer joven, no pasará de los cuarenta. Como mi hermana en su día, se ha operado de un cáncer de ovario. Ella lo sabe, está tranquila porque le hemos asegurado los médicos que no tiene metástasis. A mi hermana la tuvimos engañada con que era un quiste, forma piadosa de llamar al cáncer. Y tampoco iba a tener metástasis. Pero el ovario es así, se ríe de tí, del TAC y de la Resonancia. Cuando abres el vientre te encuentras el pastel que no esperabas. Y donde solamente debería de haber un tumor accesible y fácilmente extirpable te sorprende un cáncer diseminado por encima de la vejiga, por el colon y alcanza, el muy cabrón, hasta el hueso ilíaco.
¿Cómo es posible que con tantos adelantos y tanta citología se nos escape algo tan frecuente y tan maligno? ¿Por qué las pruebas de imagen no son capaces de mostrar toda la maldad que oculta este tumor tan singular? Hay tumores fácilmente detectables, por ejemplo el de pulmón, el de colon o el de próstata. Muchos de ellos se curan gracias a una política de prevención que permite diagnosticarlos a tiempo. Todos vosotros conoceréis a gente que se ha curado de alguno de estos tumores. También se puede curar el de ovario, no creáis. Pero no es tan fácilmente prevenible, ni siquiera con la citología ni con la ecografía vaginal. Cuando menos acuerdas te pega el zarpazo.
Esto le sucedió a mi hermana Josefa y esto mismo le acaba de pasar a esta mujer joven de ojos tristes. Ambas con metástasis ocultas. Mi hermana no quería saber nada, esto es algo bastante frecuente: intentar negar la realidad. "Si tengo algo malo, tú no me lo digas, no quiero saberlo", me repetía una y otra vez desde que enfermó. Y mira tú que tenía que saberlo, por fuerza, cuando la llevábamos a las sesiones de quimio. Pues no. "yo no quiero saber nada". Incluso en sus últimos días, con su espíritu ya encomendado, mantuvo esa actitud. Y yo la respeté.
Es muy duro para un médico, para un hermano, bueno, para cualquiera, hacerse cargo de que se nos vaya una mujer tan joven, solo cincuenta y tres años, tan optimista y vitalista, tan sana de apariencia. Siendo rellenita como era, la pérdida de peso apenas le afectó a su hermosura ni a su lozanía de pueblo; se murió guapa, con su melena caoba y postiza. Es difícil, sí. Es algo muy humano; en casos así todo el mundo cercano cree que podría haber hecho algo más, aún a sabiendas de que no. Si el ovario tiene metástasis ya no hay curación posible. Hubiera podido, sí, hacerla operar aquí, en el Valme, a mi cuidado, pero hubiese dado igual, el resultado final habría sido el mismo. Ella confiaba plenamente en mí, "lo que tú digas, niño". Y no puedes evitar ese sentimiento de fracaso absoluto. Es curioso cómo tienen que ocurrir las cosas. Nunca piensas que esas desgracias le vayan a suceder a nadie de tu familia, eso les ocurre a los demás, a mis pacientes, pero no a mi hermana, una mujer vigorosa donde las haya.
Ocho meses sobrevivió a la operación. Tiempo intensísimo de viajes, hospitales, quimioterapia, pelucas, risas, emociones y llantos a la par, de vida familiar mucho más estrecha, de mimos, halagos y cariños. Todo lo que se pudo. Esta fase de su enfermedad puso a prueba la cohesión familiar y confirmó la grandeza del cariño. Toda la familia, cada uno en la medida de sus posibilidades, estuvo al máximo de entrega y de apoyo. Sobresaliente para todos; matrícula de honor para mi cuñado Frasco y para mi padre. El Convento devino en cuartel general de toda la familia y mi casa en el centro logístico desde donde se dirimía todo lo referente a sus cuidados. Tuve la oportunidad de desquitarme por un tiempo de la sensación de derrumbe anímico, de volcarme completamente con ella con ocasión de tantas visitas como sesiones de quimio se le dieron. Extremé las dos facetas que más apreciaba en mí: la de médico y la de caricato. Me hizo contarle hasta la saciedad chistes verdes y asquerosos que ya conocía de tantas reuniones familiares previas. Pero se comportaba lo mismo que el niño que hace repetir a su abuelo veinte veces la misma historia. "Sema, cuéntame otra vez ése del tío que se limpiaba en la cortina después de chingar, ¿cómo era?"
Nos profesábamos, el uno al otro, ese roce y esa complicidad especiales entre los hermanos mayores, quizás por sentirnos como los segundos padres de los otros más pequeños, por haber compartido las penurias de nuestra infancia, por haber porfiado tantas veces por la onza de chocolate más grande, por habernos peleado tanto de niños, ella un demonio y yo un tontorrón; creíamos insultarnos de la manera más sucia posible, yo le gritaba "caoba" en medio de la plaza, delante de todas sus amigas. Se la llevaban los demonios. Ya ves tú, siendo una cosa de verdad, que era caoba y pecosa. Ella me respondía con un "mariquita azúcar", improperio el más grave y sentido que se le podía decir a un adolescente en aquel siglo nuestro; fíjate lo equivocada que andaba la pobre. Y todo porque se había enterado por mi abuela de que siendo yo muy chico había tenido un huevo escondido, a ver si me entendéis, no un huevo de gallina, sino uno de mis testículos alojado en el conducto inguinal, que fué perezoso para bajar a su bolsa pellejona, vaya. Y ya por eso iba a ser yo sarasón, ¡te quieres ir por ahí!
De mocita era guapísima; a fuerza de potingues había conseguido lavarse la cara de pecas. Las dichosas pecas que la habían mortificado tanto de niña. Yo no lo entendía; siempre me pareció bonita. Su pelo caoba, rarísima avis en mi pueblo, y su cara poblada de pecas le conferían un aspecto totalmente diferente al de sus amigas. Parecía escocesa, o vikinga. Ella se veía rara, distinta y acomplejada. Nunca fue capaz de mirarse al espejo y contemplar ese genio, ese ángel, esa mirada suya tan absorbente, esa alegría cautivadora en su cara; solo tenía ojos para las pecas y los rizos caoba. Sin las dichosas manchas, se sentía una nueva mujer, la más alegre, revoltosa y atrevida de sus amigas. Yo, tontorrón como digo, le espantaba a los novios. Ninguno me gustaba; quizás fuera un forma infantil de aferrarme al objeto querido. Recuerdo que siendo solamente cuatro de familia, mis padres, ella y yo, una noche, cenando en la cocina el triste gazpachuelo de huevo, me puse solemne y dije: "Mama, yo, cuando sea grande, me quiero casar con la niña". Se morían de risa. "¿Y eso?", pregunta mi madre. "Para que así estemos siempre todos juntos". Paseando ella por la plaza en pandilla con sus amigas, me ponía a su lado, muy pegadito, para que ningún muchacho se le acercara. Y si alguna vez, vencido por el vicio, me alejaba un rato a las Eras Altas a echar un combine (medio partido de fútbol), a la vuelta la cogía por el brazo y me la llevaba a casa si la veía tontear con algún pretendiente. Ya os digo, un tontorrón. Llegado su momento, ella no se vengó; al contario, fue para mí una eficaz aliada a la hora de convencer a mis padres para que me dejasen salir a la calle con mis amiguitas del pueblo, siendo ya seminarista.
Lo que más me duele de su ausencia es que no haya tenido ocasión de conocer y achuchar a sus nietos contra su pechuga generosa. Eso me irrita, me da rabia y sentimiento de impotencia. Ella, tan niñera, tan gallina clueca de todos...Es mejor no pensarlo. Le encantaban las reuniones de familia en el Convento, su casa. Ahí hemos celebrado, y lo seguimos haciendo, todas las fiestas del pueblo. Cocinaba para un ejército y, aún viviendo todavía nuestra madre, se sentía la verdadera matriarca de la familia. Es verdad, era la madre, la hermana, la chacha de todos nosotros; sus sobrinas más chicas, aquéllas que apenas tuvieron tiempo de conocerla, la María José de Almería y la Carmelilla, la nombran con cariño como la chacha del convento. Da pena pensar en lo que ella disfrutaría ahora en esas reuniones sin poder atender sus obligaciones de cocinera por culpa del revuelo que le formarían sus nietos, una niña preciosa con sus mismos rizos (pero sin pecas) y cinco machotes a cada cual más becerro. ¡Qué lástima, coño!
A mí, personalmente, una de las pocas satisfacciones que me pueden quedar de esta cruel historia de mi hermana mayor, de mi niña, es el que haya muerto en su casa del convento, sin pisar el hospital, sedada y tranquila. En paz. Un par de meses antes le habíamos cambiado el dormitorio a la entresala, ya no estaba en condiciones de subir y bajar escaleras. Desde ese emplazamiento, el más fresquito de la casa, dominaba toda la situación, a mitad de camino entre la cocina y el cuerpo de casa, sin parar de mandar a unos y a otros, "Dios mío, cómo me tendrán la cocina estos adanes", solía quejarse ya derrotada. Sin ganas, con cuatro hilachos de pelos estratégicamente distribuídos y sus labios y ojos acicalados, recibía visitas diarias de sus amigas las del coro y de sus vecinas disimulando su pesar y su abatimiento con sonrisas forzadas y engañosas. Pero nunca pensó que la muerte la acechara tan de cerca. Se sabía enferma, seguramente de algo malo, pero no se iba a morir tan pronto, para eso estaban allí, ya de vacaciones, sus dos hermanos médicos. Pero un fatídico día diez de julio ocurrió lo inevitable. Después de una noche necesitada de inyecciones frecuentes de morfina, sobre la media mañana, cuando parecía más tranquila y relajada nos hizo alguna seña; nos acercamos, le subimos la almohada, eructó un humor negruzco y expiró en las manos de sus hijas y en las mías propias.
Querida niña: para mí nunca habrás muerto del todo. Te seguiré viendo siempre en los ojos anhelantes de mis pacientes sentenciados.
Estos ojos de hoy pertenecen a una mujer joven, no pasará de los cuarenta. Como mi hermana en su día, se ha operado de un cáncer de ovario. Ella lo sabe, está tranquila porque le hemos asegurado los médicos que no tiene metástasis. A mi hermana la tuvimos engañada con que era un quiste, forma piadosa de llamar al cáncer. Y tampoco iba a tener metástasis. Pero el ovario es así, se ríe de tí, del TAC y de la Resonancia. Cuando abres el vientre te encuentras el pastel que no esperabas. Y donde solamente debería de haber un tumor accesible y fácilmente extirpable te sorprende un cáncer diseminado por encima de la vejiga, por el colon y alcanza, el muy cabrón, hasta el hueso ilíaco.
¿Cómo es posible que con tantos adelantos y tanta citología se nos escape algo tan frecuente y tan maligno? ¿Por qué las pruebas de imagen no son capaces de mostrar toda la maldad que oculta este tumor tan singular? Hay tumores fácilmente detectables, por ejemplo el de pulmón, el de colon o el de próstata. Muchos de ellos se curan gracias a una política de prevención que permite diagnosticarlos a tiempo. Todos vosotros conoceréis a gente que se ha curado de alguno de estos tumores. También se puede curar el de ovario, no creáis. Pero no es tan fácilmente prevenible, ni siquiera con la citología ni con la ecografía vaginal. Cuando menos acuerdas te pega el zarpazo.
Esto le sucedió a mi hermana Josefa y esto mismo le acaba de pasar a esta mujer joven de ojos tristes. Ambas con metástasis ocultas. Mi hermana no quería saber nada, esto es algo bastante frecuente: intentar negar la realidad. "Si tengo algo malo, tú no me lo digas, no quiero saberlo", me repetía una y otra vez desde que enfermó. Y mira tú que tenía que saberlo, por fuerza, cuando la llevábamos a las sesiones de quimio. Pues no. "yo no quiero saber nada". Incluso en sus últimos días, con su espíritu ya encomendado, mantuvo esa actitud. Y yo la respeté.
Es muy duro para un médico, para un hermano, bueno, para cualquiera, hacerse cargo de que se nos vaya una mujer tan joven, solo cincuenta y tres años, tan optimista y vitalista, tan sana de apariencia. Siendo rellenita como era, la pérdida de peso apenas le afectó a su hermosura ni a su lozanía de pueblo; se murió guapa, con su melena caoba y postiza. Es difícil, sí. Es algo muy humano; en casos así todo el mundo cercano cree que podría haber hecho algo más, aún a sabiendas de que no. Si el ovario tiene metástasis ya no hay curación posible. Hubiera podido, sí, hacerla operar aquí, en el Valme, a mi cuidado, pero hubiese dado igual, el resultado final habría sido el mismo. Ella confiaba plenamente en mí, "lo que tú digas, niño". Y no puedes evitar ese sentimiento de fracaso absoluto. Es curioso cómo tienen que ocurrir las cosas. Nunca piensas que esas desgracias le vayan a suceder a nadie de tu familia, eso les ocurre a los demás, a mis pacientes, pero no a mi hermana, una mujer vigorosa donde las haya.
Ocho meses sobrevivió a la operación. Tiempo intensísimo de viajes, hospitales, quimioterapia, pelucas, risas, emociones y llantos a la par, de vida familiar mucho más estrecha, de mimos, halagos y cariños. Todo lo que se pudo. Esta fase de su enfermedad puso a prueba la cohesión familiar y confirmó la grandeza del cariño. Toda la familia, cada uno en la medida de sus posibilidades, estuvo al máximo de entrega y de apoyo. Sobresaliente para todos; matrícula de honor para mi cuñado Frasco y para mi padre. El Convento devino en cuartel general de toda la familia y mi casa en el centro logístico desde donde se dirimía todo lo referente a sus cuidados. Tuve la oportunidad de desquitarme por un tiempo de la sensación de derrumbe anímico, de volcarme completamente con ella con ocasión de tantas visitas como sesiones de quimio se le dieron. Extremé las dos facetas que más apreciaba en mí: la de médico y la de caricato. Me hizo contarle hasta la saciedad chistes verdes y asquerosos que ya conocía de tantas reuniones familiares previas. Pero se comportaba lo mismo que el niño que hace repetir a su abuelo veinte veces la misma historia. "Sema, cuéntame otra vez ése del tío que se limpiaba en la cortina después de chingar, ¿cómo era?"
Nos profesábamos, el uno al otro, ese roce y esa complicidad especiales entre los hermanos mayores, quizás por sentirnos como los segundos padres de los otros más pequeños, por haber compartido las penurias de nuestra infancia, por haber porfiado tantas veces por la onza de chocolate más grande, por habernos peleado tanto de niños, ella un demonio y yo un tontorrón; creíamos insultarnos de la manera más sucia posible, yo le gritaba "caoba" en medio de la plaza, delante de todas sus amigas. Se la llevaban los demonios. Ya ves tú, siendo una cosa de verdad, que era caoba y pecosa. Ella me respondía con un "mariquita azúcar", improperio el más grave y sentido que se le podía decir a un adolescente en aquel siglo nuestro; fíjate lo equivocada que andaba la pobre. Y todo porque se había enterado por mi abuela de que siendo yo muy chico había tenido un huevo escondido, a ver si me entendéis, no un huevo de gallina, sino uno de mis testículos alojado en el conducto inguinal, que fué perezoso para bajar a su bolsa pellejona, vaya. Y ya por eso iba a ser yo sarasón, ¡te quieres ir por ahí!
De mocita era guapísima; a fuerza de potingues había conseguido lavarse la cara de pecas. Las dichosas pecas que la habían mortificado tanto de niña. Yo no lo entendía; siempre me pareció bonita. Su pelo caoba, rarísima avis en mi pueblo, y su cara poblada de pecas le conferían un aspecto totalmente diferente al de sus amigas. Parecía escocesa, o vikinga. Ella se veía rara, distinta y acomplejada. Nunca fue capaz de mirarse al espejo y contemplar ese genio, ese ángel, esa mirada suya tan absorbente, esa alegría cautivadora en su cara; solo tenía ojos para las pecas y los rizos caoba. Sin las dichosas manchas, se sentía una nueva mujer, la más alegre, revoltosa y atrevida de sus amigas. Yo, tontorrón como digo, le espantaba a los novios. Ninguno me gustaba; quizás fuera un forma infantil de aferrarme al objeto querido. Recuerdo que siendo solamente cuatro de familia, mis padres, ella y yo, una noche, cenando en la cocina el triste gazpachuelo de huevo, me puse solemne y dije: "Mama, yo, cuando sea grande, me quiero casar con la niña". Se morían de risa. "¿Y eso?", pregunta mi madre. "Para que así estemos siempre todos juntos". Paseando ella por la plaza en pandilla con sus amigas, me ponía a su lado, muy pegadito, para que ningún muchacho se le acercara. Y si alguna vez, vencido por el vicio, me alejaba un rato a las Eras Altas a echar un combine (medio partido de fútbol), a la vuelta la cogía por el brazo y me la llevaba a casa si la veía tontear con algún pretendiente. Ya os digo, un tontorrón. Llegado su momento, ella no se vengó; al contario, fue para mí una eficaz aliada a la hora de convencer a mis padres para que me dejasen salir a la calle con mis amiguitas del pueblo, siendo ya seminarista.
Lo que más me duele de su ausencia es que no haya tenido ocasión de conocer y achuchar a sus nietos contra su pechuga generosa. Eso me irrita, me da rabia y sentimiento de impotencia. Ella, tan niñera, tan gallina clueca de todos...Es mejor no pensarlo. Le encantaban las reuniones de familia en el Convento, su casa. Ahí hemos celebrado, y lo seguimos haciendo, todas las fiestas del pueblo. Cocinaba para un ejército y, aún viviendo todavía nuestra madre, se sentía la verdadera matriarca de la familia. Es verdad, era la madre, la hermana, la chacha de todos nosotros; sus sobrinas más chicas, aquéllas que apenas tuvieron tiempo de conocerla, la María José de Almería y la Carmelilla, la nombran con cariño como la chacha del convento. Da pena pensar en lo que ella disfrutaría ahora en esas reuniones sin poder atender sus obligaciones de cocinera por culpa del revuelo que le formarían sus nietos, una niña preciosa con sus mismos rizos (pero sin pecas) y cinco machotes a cada cual más becerro. ¡Qué lástima, coño!
A mí, personalmente, una de las pocas satisfacciones que me pueden quedar de esta cruel historia de mi hermana mayor, de mi niña, es el que haya muerto en su casa del convento, sin pisar el hospital, sedada y tranquila. En paz. Un par de meses antes le habíamos cambiado el dormitorio a la entresala, ya no estaba en condiciones de subir y bajar escaleras. Desde ese emplazamiento, el más fresquito de la casa, dominaba toda la situación, a mitad de camino entre la cocina y el cuerpo de casa, sin parar de mandar a unos y a otros, "Dios mío, cómo me tendrán la cocina estos adanes", solía quejarse ya derrotada. Sin ganas, con cuatro hilachos de pelos estratégicamente distribuídos y sus labios y ojos acicalados, recibía visitas diarias de sus amigas las del coro y de sus vecinas disimulando su pesar y su abatimiento con sonrisas forzadas y engañosas. Pero nunca pensó que la muerte la acechara tan de cerca. Se sabía enferma, seguramente de algo malo, pero no se iba a morir tan pronto, para eso estaban allí, ya de vacaciones, sus dos hermanos médicos. Pero un fatídico día diez de julio ocurrió lo inevitable. Después de una noche necesitada de inyecciones frecuentes de morfina, sobre la media mañana, cuando parecía más tranquila y relajada nos hizo alguna seña; nos acercamos, le subimos la almohada, eructó un humor negruzco y expiró en las manos de sus hijas y en las mías propias.
Querida niña: para mí nunca habrás muerto del todo. Te seguiré viendo siempre en los ojos anhelantes de mis pacientes sentenciados.
Tu profesión muy satisfactoria y fructante a la vez, satisfactoria cuando sanas (la mayoria) y fructante cuando no puedes (las menos). Conociéndote un poco sé que esto te hace más fuerte. Se nota tu paso por el Seminario, te preparaban para curar almas y elegiste sanar cuerpos.Es un poco atrevido decirlo pero profesionales como tu deberian tardar en jubilarse.Animo campeón, !Tú sí que vales!
ResponderEliminarPor si no fuese bastante tu valía personal y profesional que sobrepasa el sobresaliente, ahora lo mismo nos haces reir que llorar con tus magnificas dotes para escribir.Seguramente será porque escribes tal como sientes.
ResponderEliminarUn abrazo