miércoles, 28 de noviembre de 2012

En defensa de la sanidad pública

En términos futbolísticos es sabido de todos que la mejor defensa es un buen ataque. Éste va a ser mi propósito de hoy: defender la sanidad pública atacándola. Mira tú qué paradoja. Pero bueno, seré benévolo, ya me váis conociendo.
Antes de seguir hablando, ha de quedar meridianamente claro para todo el mundo que yo soy un médico público, que siempre lo he sido y que siempre lo seré. Treinta y tres años de ejercicio lo avalan. La verdad, no me veo cobrando por una consulta. Iba a continuar diciendo que mi compromiso de vida y de profesión es con lo público, pero rectifico a tiempo: mi compromiso es con la persona enferma. Lo que ocurre es que siempre he desarrollado mi actividad en hospitales públicos y de ahí la lógica de  confundir el todo por la parte, como si no existiese otra alternativa a lo público. Pero la hay. Y quizás sea conveniente conocerla, más que nada para quedarnos con lo bueno que pueda ofrecer, que para lo malo ya estamos nosotros. Mal empezamos.

A la gente corriente se le llena la boca hablando de la sanidad pública, de lo buenos profesionales que somos, de los magníficos hospitales que tenemos, de la tecnología tan avanzada, de las resonancias, del aparato ése de operar tan moderno, un cirujano robótico al que llaman DaVinci, de los transplantes y donaciones, ejemplo para el mundo entero...Y todo eso es verdad. Pero no es menos cierto que la gente, en general, se conforma con poco. Las encuestas sobre satisfacción en la atención sanitaria nos ponen por las nubes. Y ya empiezo yo a ponerme de los nervios. Porque los que vivimos dentro conocemos mejor que nadie nuestros trapos sucios. Que los hay. Tiene uno la impresión de que todas las deficiencias que el personal detecta en nuestro sistema (que no son pocas) las pasa por alto con tal de que la asistencia siga siendo gratuita y con que no le quiten nunca la posibilidad de ir a las Urgencias de los hospitales cuando a cada cual le venga en gana. Gratuidad y libertad. Esas dos cosas son lo más valioso para el ciudadano de la calle. La calidad en la asistencia, como el valor en el soldado, se presupone. Les importa bien poco a nuestras criaturas de Dios que una consulta con el especialista tarde tres meses, si no más; o que una cadera deformada y artrósica tenga que esperar seis meses para ser intervenida y que pasar dos veces por "la prueba de la anestesia". Les basta con coger el autobús del pueblo y venirse a las Urgencias. Les trae sin cuidado que sean atendidas en las mismas por personal médico inexperto, residentes de primer año, porque saben que lo suyo no es de mucho cuidado; soportan gustosas permanecer todo el santo día en la sala de espera porque se llevan, de una tacada, todas las pruebas hechas; se pelean a gritos con el personal de enfermería de la sala de observación cuando el familiar enfermo no sube a la planta por falta de camas, pero no ponen reclamaciones ni van a la puerta del director a protestar. Todo se queda en ladridos. Nuestra querida sanidad pública es universal, sí, pero tiene mucho margen de mejora en la equidad y en la calidad.

¿Y los médicos? ¿Qué pensamos los médicos al respecto? Yo creo que todos los que trabajamos en lo público somos conscientes de éstas y otras muchas deficiencias, algunas tan vergonzosas que atentaría contra el decoro ponerlas sobre el papel. Hay de todo, naturalmente. Muchos de nosotros queremos este modelo público, pero ocultamos sus carencias. Nos sucede algo parecido  a esos padres que, conociendo la debilidad de algún hijo, se molestan muchísimo hasta llegar incluso a perder las amistades si alguien, con la mejor de las intenciones, les insinúa lo más mínimo. Hay médicos también, pocos afortunadamente, para quienes lo público es sólo un sueldo asegurado. En la actual huelga de residentes, algunos de estos médicos de los que hablo, han salido a la palestra mediática muy ofendidos por el contínuo y despiadado ataque de la Administración contra la sanidad pública. Y en realidad, cuando conoces los entresijos, te enteras de que el motivo de su airado clamor no es otro que tener que retomar su trabajo sin disponer de sus peones de carga. En fin, hay médicos también que, desde una ideología claramente izquierdista, han montado una plataforma social "en defensa de la sanidad pública". Médicos éstos honestos y trabajadores que pelean a capa y espada por nuestro actual modelo y demonizan cualquier otra alternativa. Su error, creo yo, es pensar que todos los médicos del seguro somos tan buenos y tan decentes como ellos.

¿Cuál es mi posicionamiento? Creo que pertenezco al primer grupo, al que se da cuenta de los fallos pero no los denuncia ni hace nada por corregirlos. Soy hombre muy acomodadizo, me adapto enseguida al medio en vez de intentar cambiarlo. Soy cómodo, ya está. Puedo presumir de una consulta la mar de saneada, de ser un médico querido por los pacientes, de recibir lisonjas y regalos por parte de ellos, de ser competente y honesto. Pero tengo conocimiento de que mi lista de espera es de un mes de promedio. Problemas de agenda, solemos decir; excesiva demanda por parte de los médicos de cabecera, nos excusamos. A lo mejor podría ampliar un poco mi agenda. Sería igual, me justifico a mí mismo, al cabo de poco estaríamos en las mismas: cuantos más huecos dejas más se llenan, cuanto más oferta mayor es la demanda. Es así. Por otra parte, un excesivo número de pacientes en la consulta puede empobrecer la calidad en la atención a los mismos. Si nos ponemos encontramos explicación para todo.

Pero entonces ¿en qué quedamos? ¿Qué te convence más, la sanidad pública o la privada? Hace treinta años no había color, la pública, por supuesto. Hoy también, pero con ciertos reparos. Conozco muy poco de la privada. Nada desde el punto de vista profesional, algo desde la visión del usuario. Muchos de vosotros sois docentes y tenéis compañías privadas (Asisa, Cáser, Adeslas, Orgasmos..., no, no, borrad lo de Orgasmos, que es un chiste). Quizás estéis más autorizados que yo para opinar de esto. Os puedo decir que en las ocasiones en que he acompañado o visitado a alguno de nuestros amigos con enfermedades serias, tan serias como un cáncer de pulmón, un infarto de miocardio, una intervención quirúrgica a corazón abierto, la colocación de un desfibrilador implantable, la intervención de un aneurisma de la aorta o simplemente una pequeña operación sobre el oído o sobre los senos nasales, he tenido buenas sensaciones, tanto por el manejo científico-técnico de las distintas patologías como, por supuesto, por la hostelería. Cuando alguno de vosotros solicitáis cita con cualquier especialista de vuestro libreto la tenéis en una semana, no más; por la mañana o por la tarde, a voluntad. Por ejemplo. La impresión que uno extrae con motivo de este conocimiento se aleja mucho de la opinión dada el otro día en la tele por el diputado Alberto Garzón, merecedor de todas mis simpatías, en el sentido de que en la sanidad privada los enfermos son clientes y en la pública son ciudadanos con derechos. No estoy de acuerdo. Creo que este buen hombre y buen político habla sin el adecuado conocimiento de los hechos. Nuestros gestores públicos también se refieren a los pacientes como clientes, cosa que no ha calado para nada entre los médicos. Para nosotros siempre son pacientes, ni siquiera usuarios. Pero es más, si este buen hombre, Alberto Garzón, tuviera  ocasión de visitar la sala de evolución en mi hospital de Valme, pongamos un lunes a las doce de la noche, y viera el esperpento tercermundista de pacientes apelotonados, sin la más mínima intimidad, separadas sus camas por un cortinaje corredizo que siempre se queda a mitad de cierre, viejo echándole el culo a vieja, vieja demenciada con todo el hato arrollado en el cuello y todos sus pellejos a la vista..., se iba a  empapar de lo que son ciudadanos con derechos.

No quisiera ser demagógico ni tremendista. Lo que cuento es real y sucede a diario, pero no quiero hacer más leña. Es cierto también que la sanidad privada juega con mucha ventaja: sus asegurados suelen ser gente joven o madura que presentan enfermedades agudas en las que el uso adecuado de alta tecnología es muy eficiente, muy rápido y muy limpio. La gran mayoría de los ancianos pluripatológicos y con una pléyade de enfermedades crónicas, sin embargo, son carne de hospital público, no tienen cabida en los privados. Habría que ver cómo se las arreglarían éstos si tuviesen que soportar la enorme carga social, sanitaria y económica que supone el sostenimiento de esta población, la que más  recursos sanitarios consume. 

¿Por qué este deterioro de  lo público en los últimos tiempos? No es por la crisis, esto viene de antes. De alguna manera todos somos culpables. La población, por ser tan conformista, por no haber aprendido a usar los recursos sanitarios de una manera razonable, por equivocarse en la elección de las personas objeto de sus protestas...La Administarción, los gestores, unas veces por incompetencia, por no haber sabido acomodar el modelo fantástico de sanidad de los años setenta y ochenta a las circunstancias socio sanitarias y económicas actuales, otras por consentir una sociedad con un montón de derechos y ningún deber y siempre, cautiva del voto popular y temerosa de la prensa, por actuar solo a golpes de paternalismo demagógico y de desmentidos mediáticos. Los médicos, porque ya no somos los que fueron, ni siquiera los que fuimos. Ya hace tiempo que no encuentro en los pasillos o en las habitaciones de mi hospital a gente como don Ricardo López Laguna, don Pedro Sánchez Guijo, Gonzalo Miño, don José Jiménez, el propio don Carlos Pera, tan pinturero él, maestros todos ellos que fueron de mis primeros años de estudiante y luego de residente. Se está esfumando aquella afección al hospital y a nuestro quehacer diario, considerado  mucho tiempo como sagrado. La vocación es un término anacrónico para muchos médicos, algunos quizás ni sepan qué significa. Nos hemos convertido en trabajadores por cuenta ajena que trabajamos de ocho a tres (y gracias). Menos hospital y más vivir la vida. Otro de los signos de los tiempos Los más viejos ya no tenemos las mismas ganas que antes, pero tampoco hemos sabido transmitir a nuestros residentes que cultiven esa esencia mágica del chamán, que aprecien la dimensión espiritual de nuestro oficio. No. Y el resto del personal sanitario, enfermeras y auxiliares, contagiado quizás de la desidia médica, vive el hospital con desacostumbrada desgana, como un lugar hostil donde no queda más remedio que echar duras horas de trabajo para sacar el jornal. Con muchas y muy honrosas excepciones. Y del Real Cuerpo de Celadores hablaré otro día que tenga más ganas.

Sanidad pública sí, pero distinta a ésta que sufrimos. Necesitamos una población más educada en lo sanitario, menos temerosa de la enfermedad y más exigente con la calidad. Echamos en falta una Administración competente y valiente que apueste de verdad por lo público, por la ciudadanía, que se arriesgue por su personal y confíe en los profesionales. Que se crea de verdad que somos, todos los trabajadores sanitarios, el principal activo de la empresa. Y los médicos tenemos la obligación moral de recuperar nuestros antiguos y olvidados valores de empatía con los pacientes y de implicación con el sistema. Que así sea.

Menos mal que la cosa va por la defensa de la sanidad pública. El día que me dé por atacarla... 

jueves, 22 de noviembre de 2012

Monjitas de hoy

A las siete y media de la mañana, antes de que amanezca el día, ya huele a café calentito en todo el pasillo de la séptima izquierda. Me gusta entrar en la planta oliendo a café. Es un aroma envolvente y agradable que me contagia una sensación de familiaridad, algo de casa. Entro en la sala de las enfermeras a dar los buenos días y a coger las llaves de la secretaría. Se me ha adelantado el Benítez, otro médico de mi quinta. "Buenos días", "buenos días; cada día llegas más temprano, José María, parece que la Peque te echara de la cama". "No, qué va, es el nuevo horario, ¿no lo sabes, tío?" Llego canturreando por lo bajito y bromeo con Mari Carmen o con Maribel o con Elena o con Juanma, enfermeras y enfermeros antiguos, con merecido caché, que aguantan de forma casi heroica en nuestra planta, una de las más penosas del hospital. Sobre el infiernillo en ascuas la cafetera palmea su plof plof y expele un penacho de humo blanco dando parte del hervor en su punto. Pronto  se arremolinarán en la mesa estas sufridas trabajadoras de la noche para dar un sorbo caliente que las despabile para el último arreón.

Es dura la madrugada en el hospital. Y larga. Los enfermos que habitan en nuestra planta de medicina interna son todos ellos viejos muy achacosos. Treinta y dos pacientes para dos enfermeras y una auxiliar. Y treinta y dos acompañantes, que también dan su castigo. Y toda la noche por delante. Doce horas; de ocho a ocho; de luna a luna. Los médicos, al menos, nos turnamos, podemos echar alguna cabezadita, incluso una confortable dormida cuando la noche se ofrece calmosa. Las enfermeras y auxiliares, no. No pueden; a lo más se despatarran en el sofá de escai, cubierto con una sábana arrugada para que sude menos. Antes, no hace tanto, hacían crochet; ahora les puede el Internet y el Wikipedia. Son las vigías de la madrugada, los centinelas que alertan de algo que pudiera ser más que un simple achaque. Y siempre en el alambre, en el difícil equilibrio entre no llegar (que se les pueda pasar por alto algún síntoma importante) y el pasarse, que no es otra cosa que molestar al médico sin necesidad, por cualquier tontería, que los médicos somos muy nuestros. Pero, todos lo sabemos, la noche acobarda; un síntoma que a la luz del día parece banal, a las cuatro de la mañana asusta. Debe ser la oscuridad que nubla la vista y también las entendederas. Quizás suceda, luenga es la noche, un rato de silencio; parece que ha dejado de toser el abuelito de la 715 y que se han apagado  los lamentos mortecinos de la mujer del cáncer de páncreas, pobrecita.

El día tiene un aire distinto. Más trabajo para ellas, pero diferente. Mucho ajetreo, mucho ir y venir a las habitaciones, a los despachos de los médicos, muchos  sueros y medicamentos que preparar y administrar, mucho familiar que incordia más que otra cosa..., pero es de día. Están de otro ánimo. Tienen siempre algún médico a quien recurrir en caso de duda. La luz sureña las revitaliza. Las ventanas del Este les asoman a Bellavista, barrio de casitas bajas sin tejado y blancas de cal que bien pasaría por poblado rifeño si no fuera por el moderno bulevar que lo atraviesa. Las del Poniente les brindan arcos iris de cielo entero, de cuento, barcos de varios pisos que parecen surcar la tierra llana de la marisma y también los campos feraces del cortijo "El Cuarto" anegados por esta pertinaz lluvia que no para. Luz del día, nada que ver con la noche tenebrosa.
Si de madrugada son las guardianas del descanso de los pacientes, de día son el alma de la planta. No me parece justo que seamos los médicos quienes acaparemos casi en exclusiva el agradecimiento de pacientes y familiares. Nosotros permanecemos con ellos diez o quince minutos cada día, la visita del médico; ellas, las enfermeras y las auxiliares, doce horas. A nosotros, siempre buenas caras, "¡qué simpático es mi médico!", o si acaso, "mi médico es muy serio, sí, pero muy correcto y bueno". Ellas, en cambio, soportan los fallos propios y ajenos, bregan, chocan, sufren, lloran y ríen con los enfermos y sus acompañantes.Viven con ellos como si fuesen una suerte de familia de acogida transitoria.

Me resulta admirable observar el trabajo de campo de las auxiliares por las mañanas: retirarles a los viejitos impedidos los pañales de la noche rebañando a conciencia el último resto de caca pegado al culo; lavarlos de arriba abajo en sus camas hasta dejarlos escamondados; emborrizarlos de crema hidratante para que no se piquen por la espalda; ceñirles bien atado su pijama celestito;  luego, haciendo de sus manos un improvisado hisopo, esparcirlos de colonia barata, que huelan bien para las visitas; levantarles la cabecera de su cama articulada; darles de desayunar con santa paciencia, como a un niño chico a quien hay que engañar para que coma... Son cosas que, en viéndolas, se me ponen los vellos de punta. No es necesario estremecerse con las imágenes de la tele de hospitales de campaña o de enfermeras y médicos de oeneges dando de comer a niños famélicos. A mí me basta con este espectáculo diario, tan tierno, tan entrañable, tan poco reconocido de que una mujer, una muchacha extraña, trate y cuide a un anciano enfermo y desvalido como lo hiciera con su propio padre. Admirable. Para eso les pagan, me diréis los más descreídos. Y yo os digo, ¿cómo se paga eso? Esa labor abnegada y bien hecha no tiene precio. ¿Cuánto cuesta una mirada compasiva, una palabra cariñosa, una caricia? ¿Va en la soldada la delicadeza en el trato y el mimo en los cuidados? ¿Cuánto vale limpiarle las miserias a un viejo, o mejor, a una vieja que no se deja lavar así como así? Las cosas valiosas de verdad no tienen precio.

Me molesta que ni ellas mismas se lo crean. Que son ellas, enfermeras y auxiliares, las personas más importantes que sustentan el trabajo en el hospital. Son imprescindibles. Mi planta, la séptima izquierda, aguanta perfectamente un día sin médicos. Y dos días también. A veces casi mejor que con ellos. Sería un caos total si falta una enfermera o una auxiliar en cualquiera de los turnos. Se lo digo a ellas con frecuencia: que su trabajo, llevado a cabo con esmero y con cariño, es mucho más importante para el enfermo que el nuestro. Que ellas, con su actitud de dedicación y entrega, tapan muchos de nuestros fallos y dignifican la asistencia a nuestros pacientes. Pero no se lo creen.

En mis tiempos de estudiante de medicina aprendí a emocionarme con este ímprobo quehacer, el de los cuidados de los pacientes mayores. Entonces, esta labor la realizaban con cristiana abnegación las monjitas. En la actualidad, las enfermeras y las auxiliares de mi planta, pese a que  no les agrade mucho la comparación, son, para mí, las monjitas de hoy. Aunque más nuevas, más lucidas. Y más bonitas.

lunes, 19 de noviembre de 2012

El artista y la tendera


Hacían una pareja singular, algo estrambótica, desde luego nada corriente. Frisando ambos los setenta, enseguida llamaban la atención de cualquiera que los mirara con un poquito de interés. Ella, bajita, regordeta, culo bajo y cara muy acicalada, parecía una muñeca pepona; como si los mejunjes pudieran esconder los años. Él, en cambio, era un hombre con un porte de elegante decadencia, chaqueta ajada y sin corbata, pero siempre bien compuesto. Mientras ella se  expresaba como cualquier maruja de su pueblo (con todos mis respetos), aunque con toda corrección, él sabía elegir las palabras, las justas, sin florearlas; se le veía versado y culto. Contínuamente la corregía, pero el desparpajo de ella superaba cualquier intento por mejorar su prosodia. Eran tan distintos en todo que se me hacía indescifrable penetrar en el cariño verdadero que ambos se profesaban. "Murió en mi pecho, Rivera, como él había deseado", me contó pocos días después, "me despertó de madrugada, que le dolía mucho el corazón, y yo me puse tan nerviosa..., no sabía que hacer, y él, con una carita...; por fin agarré el teléfono", "¿qué haces", me dijo moribundo; "llamar al 061, le contesté"; "Sofía, no llames, no va a dar tiempo, déjame morir solo contigo". "Y se me murió acurrucado en mi pecho. Un santo, Rivera, un santo."

Hace tiempo que le he perdido la pista a Sofía. No se ha dejado ver. Tampoco yo he hecho mucho por verla a ella, la verdad. Mejor. Hay pacientes tan absorbentes que es bueno y saludable para el médico (y quizás también para ellos) un cierto distanciamiento. Pero es que lo nuestro ha sido un total desapego. Una enfermera de su pueblo, que trabaja en el hospital, me ha comentado que vive en una Residencia desde que murió su marido.
 
Mi relación profesional con Sofía estuvo marcada en su día por la especial personalidad del Benítez, su marido. Lo de ella era una patología muy corriente: obesidad, celulitis en las piernas, diabetes y su poquito de colesterol. Después de un año asistiendo a mi consulta lo teníamos todo bajo control, como decimos nosotros. Benítez fue el culpable de mi interés en mantener la continuidad en una consulta que ella ya no necesitaba. Así ha sido en efecto. Una vez muerto el marido, hará cosa de dos años, Sofía, la Sofi para mí, ha desaparecido del mapa.

"Rivera, este hombre es un demonio", se enfurecía en mi consulta contándome algunas de las excentricidades de su marido. Benítez, como ella lo llamaba, era un artista, un excelente dibujante y pintor. Pero muy extravagante. "Con lo bien que podríamos vivir si este hombre pintara cosas normalitas..., con esa mano que Dios le ha dado..."  Nunca pudo comprender la tendencia pictórica de su esposo, hombre de rígidas convicciones anticlericales y anarquistas. Su leif motif artístico era mofarse de la altas jerarquías eclesiástica y política. "¿Quién va a comprar cuadros como ésos", se quejaba la Sofi, "¿por qué coño (con perdón) no pinta bodegones y paisajes, con lo requetebién que le salen? Estaríamos ricos". "¿Se da usted cuenta, Rivera?", me contestaba él, "a esta mujer sólo le importa el dinero, no es sensible a mi concepto del arte". "Pero, hombre obtuso, ¿qué arte es ése de pintar al rey y al Papa juntos en una casa de mujeres lagartonas, esperando turno? ¡Por Dios bendito!", se desesperaba la Sofi. "Es arte alegórico, de protesta y de compromiso", se ponía él. Después de todo, pensaba yo, sólo eran disputas de una pareja ya vieja y sin hijos que tenían en esa pelea la razón única para mantenerse vivos y unidos. 

Pero a mí cada vez más me picaba la curiosidad y me dejaba querer. "Pues, Benítez, que sepa usted que mi mujer estudia Bellas Artes y ha elegido pintura en el tercer curso", lancé un día el anzuelo con más vergüenza que otra cosa. "Mi casa y mi estudio están a su disposición. El día que usted disponga se vienen usted y su mujer, vemos mi obra y almorzamos juntos". Por fin estaban de acuerdo en algo. Sofía resplandecía de satisfacción. "Claro que sí, Rivera, no vaya usted a decir que no, que me haría tanta ilusión...Si hace falta se trae usted también a algunos amigos, si no quieren venir solos; mi casa es grande y dos viejos pellejos agradecen la compañía". Total, que quedamos. No me acuerdo cómo enredaría yo la cosa, el caso es que Paqui y Jaime también se apuntaron.

No creáis que os resultaría fácil imaginar la "obra" del Benítez. En el cuerpo de casa tenía apilados, dándose la espalda unos a otros, decenas de cuadros que nos fue mostrando uno a uno. Con haber visto el primero hubiera sido bastante. Su tema era monocorde: santos, curas y prelados pillados in fraganti con putas. El que más me impresionó fue "las tentaciones de san Agustín", donde se apreciaba el sufrimiento del santo, medio en cueros, la Biblia en una mano, el crucifijo en la otra y tres o cuatro tías güenas  en pelota picada bailándole en derredor. Arriba, en la cámara, tenía su taller. Nada más subir, sobre la pared de enfrente te topas de sopetón con un cuadro de enormes dimensiones que ocupa todo el testero. Se reconocen en él incontables personajes famosos entremezclados y asincrónicos, el rey, Camilo José Cela, Unamuno, Tejero, el Camarón, el mismo Benítez al lado de Goya, Benavente departiendo con el doctor Durán, el endocrino del Benítez, Clinton, Lola Flores..., qué sé yo, cientos de criaturas. En el primer plano del cuadro se alinean seis o siete tías completamente desnudas. El Benítez es generoso en pintar pelucones negros y rizados que por arriba, como hilera de hormigas, se afilan casi hasta el ombligo. Se conoce que es un tío tan salido como yo.

-¿Qué tienen que ver las tías en este cuadro? -le pregunta el Jaime.
-Nada en absoluto -le replica.
-¿Entonces..?
-Si no es por las tías ¿quién se iba a fijar en él?  Están ahí de adorno, de reclamo, hombre.

Durante el prolongado almuerzo (la Sofi nos hizo anular la reserva en un restaurante del pueblo) y la alargada sobremesa nos contaron su historia. Comida de pueblo, a mi gusto. "Rivera, ¿qué les pongo  para comer?, ¿son sus amigos gente muy fina?", me había llamado por teléfono una semana antes. "Sofi, que no, que comeremos en un restaurante que nos han recomendado". "Ni lo piense, para una vez que viene mi médico a mi pueblo come en mi casa, y no se hable más". ¡Qué delicado esmero en preparar la mesa!, ¡de qué manera tan especial se puede disfrutar de un almuerzo sencillo! Nada de exquisiteces: ensalada, papas fritas, huevos, filetes de pollo empanados (tres fuentes a rebosar), queso y carne de membrillo. Debió estar cercana la Navidad porque el postre fueron mantecados de los pegajosos. Un almuerzo muy entrañable que ninguno de los presentes olvidará fácilmente.

Siendo muy niño, quizás con meses, el Benítez emigró con sus padres a Cataluña. Allí se crió y apenas tuvo algún contacto esporádico con su pueblo. A la Sofi ni la conocía. Estando en la mili, en Gerona, el Benítez se pira del cuartel y, prófugo de la justicia militar, viene a esconderse a su pueblo, en la casa de unos parientes lejanos con quienes mantenía correspondencia. La intervención de altas influencias de la base aérea americana, a través de estos parientes, consiguió apaciguar a la Guardia Civil y sobreseer el caso. Con las aguas tranquilas y ya la marea favorable, consigue una beca especial para jóvenes talentosos sin recursos y estudia Bellas Artes en Sevilla. Y aquí entra la Sofi. Un día, unos gamberretes del pueblo que estudian en la ciudad entran en una tienda de ultramarinos a comprarse unos bocadillos y unas cervezas. Dándose cuenta enseguida que la tendera era una chica entrante, guapetona y metidita en carnes empiezan con el cachondeito propio de estos casos, que si niña quién fuera tu delantal para sentir el calorcito de ese cuerpo, que si muchachos de aquí no hay quien nos saque, que si nena que tienes más bultos que una culebra harta de gazapos...y las tonterías similares que decimos los hombres bobalicones cuando nos encaramos con una buena pechuga. Pero allí, en ese primer día, ya hubo flechazo. La tendera se prendó sin remedio del muchacho más sinvergüenza, el que parecía más atrevido. Ése era el Benítez y la tendera era la Sofi. De cine.

-Y eso  que mis hermanas y mis amigas me previnieron mucho para que no me encaprichara de él, que tenía fama de mujeriego. Pero yo estaba coladita, ¿verdad Benítez?
-Pues yo, al principio, con lo tieso que  estaba, iba por el interés; la tienda era un negociazo en aquellos tiempos.
-¡Qué caradura!
-Pero eso fue sólo al principio. Después me enamoré de verdad. Tú lo sabes bien.
-¿Que si lo sé? Ya lo creo. Mirad -se pone ahora la Sofi en plan cotilla-, era un novio pesadísimo, a todas horas queriendome meter mano...
-A ver, estábamos siempre a dos velas, deseando pillar algo -replica el Benítez.
-Sí, pero era demasiado. Con lo que yo lo quiero y lo que me hace sufrir este hombre, muchachas. Ahora con los cuadros éstos tan impresentables, y de mocito con el acoso constante para acostarse conmigo antes de la boda. No os podéis ni de figurar las astucias que tuve que inventar para llegar virgen al altar. ¡Qué hombre más cansino!
-Como todos Sofi, como todos -se compadece la Peque mirándome de soslayo.
-Como éste mío, no. Para que veáis cómo sería la cosa, lo desesperado que debía estar, que el mismo día de nuestra boda, nada más salir de la iglesia, obligó al taxista que nos llevaba a Sevilla a parar un momento en la puerta de nuestra casa con algún pretexto. Me hizo bajar del coche a mí también y, ya en la casa, a toda prisa, levantándome como pudo el vestido de novia, me pegó el primer revolcón en nuestra cama inmaculada. Con la premura y la intranquilidad del momento, yo ni me enteré, niñas. No noté nada.
-Por Dios Benítez -le digo sin recato- tú estabas más reprimido que nosotros en el seminario, tío.
-¡Digo!

Han vivido holgadamente. A la muerte de sus padres, la Sofi heredó la tienda, para regocijo del marido. Luego, las ventas de bodegones y retratos en los que se prodigó el Benítez en su primera etapa les proporcionaron réditos suficientes como para traspasar una tienda que ya le venía larga a las piernas varicosas de ella y comprarse una casa en el centro del pueblo. Hasta que el pintor  convirtió su obra en un testimonio crudo, estrafalario e irreverente de su nueva condición de ateo y de ácrata. Las ventas cayeron en proporción directa a sus extravagancias de genio incomprendido por todos. Y la primera, su mujer.

-Esto es un sinvivir -se dirige la Sofi a la Paqui y a mi Peque con mucho sentimiento.
-Pero ¿por qué, mujer, con lo bien que  estáis?
-Con lo bien que podíamos estar, queréis decir.
-Anda mujer, no seas exagerada -tercia el marido.
-A ver, ¿vosotras creéis que hay derecho a esto? Para mí es un sufrimiento. Todos los cuadros colgados en la sala, ya lo habéis visto, son de sus modelos, mujeres jóvenes y desvergonzadas en posturas provocativas. Y yo teniéndolas que ver a diario, en los cuadros y en persona. El colmo es que la virgen del Perpétuo Socorro de la cabecera de nuestra cama, obra suya, tiene toda la cara de su modelo preferida, una mujer de muy malas voces aquí en  el pueblo, que sé yo que  es ella. Con lo devota que siempre he sido y ahora no puedo ni rezarle a mi virgen.
-¿Y por qué no? -dice el Jaime distraído con un polvorón.
-¿Por qué va a ser? ¿Le voy a rezar a una virgen prostituta? -Y a pesar de su pesadumbre no tuvimos más remedio que hartarnos de reír. Y sigue: -En un pueblo como éste todo se sabe, claro, y tengo que pasar la fatiga de imaginarme los cuchicheos de los vecinos cuando ven el desfile de pimpollos que entran en mi casa.
-Mujer, es mi trabajo -protesta el Benítez tímidamente-, yo las veo de otra manera, no estoy pensando siempre en lo mismo, como tú crees.
-Sí, sí....
-Sofí y usted qué hace mientras su marido pinta? -le pregunta la Paqui.
-¿Yo? Mira, cojo mi sillita baja, me siento al pié de las escaleras y me pongo a rezar el rosario. -Ahora sí que tuvimos que reírnos a carcajada limpia.
-El rosario, Dios mío, ¡qué antigua, Sofi!
-Un sinvivir, ya os digo. Ahora, esperando a que bajen de arriba. Si el Benítez baja con ojillos lujuriosos pienso, ea, ya lo han calentado esas sinvergüenzas. Y si pasa de mí pienso, ea, ya viene satisfecho. Un sinvivir, lo que yo os diga.

Y el Benítez callado y con media sonrisa.

¡Cómo te lo montabas, cabronazo!
  

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Mi amigo del mono azul

Si yo ahora os preguntara, así a bocajarro,  que quién es el actual presidente de Naciones Unidas para el comercio electrónico internacional seguro que diríais "y yo qué sé, bastante que me importa a mí eso". Error garrafal, respuesta incorrecta; lo váis a saber y sí que os importa: es nuestro amigo Agustín Madrid. "¿Cómo...Agustín, el nuestro?" "Sí señor, Agustín, el añoro de toda la vida".

Esta última semana ha estado en Viena. Desde allí me ha enviado un e mail para hacerme partífice de la nueva, sabe que tomo casi como míos todos sus logros académicos y curriculares. Después de todo, si no fuera por mí, que lo mantengo sano y en forma, no podría asistir a ninguno de esos congresos internacionales que tanto frecuenta. Hace poco en Nueva York, el mes pasado en Berlín, y la semana próxima en Tegucigalpa. Así está el tío, no para en su casa, éste echará un polvo al mes, si acaso.

 Es Agustín un hombre muy curioso; a mí me resulta digno de admiración. Ya sé que todos lo conocéis, pero no lo tenéis, como yo, cuatro casas más abajo. Las cualidades que más pondero en él, por las que destaca por encima de las de todos nosotros, sus amigos, son su inagotable capacidad de trabajo y su perenne disposición a disfrutar de todo. De todo. Y con intensidad. Su optimismo vital. Igual que mi padre, lo mismo que mi hermano Manolo. Gente incansable. Nos metemos con él, con Agustín, porque solamente tiene dos horitas lectivas a la semana en la Universidad; macho, vives mejor que  un canónigo, le echamos en cara. Pero se pasa el santo día en su despacho trabajando, revisando tesis, aportando su capítulo correspondiente al último libro que van a publicar en su departamento, corrigiendo documentos que le envían por e mail los jerifaltes mercantiles del mundo mundial, todo en inglés, oye. Me hace mucha gracia cuando escucho al Agustín parlotear en inglés con alguno de los guiris que vienen invitados a su casa. Es que resulta chocante, un hombre de sus hechuras de ganapán y lo que encierra el tío.

Los domingos echa la llave al despacho. Después de volver de misa en su moto-vespa se cambia de indumentaria, se cuelga el corta setos y, escalera en mano, se pone a recortar las tuyas y a  acicalar su jardín. Le mete mano a todo. "Agus", le digo avergonzado de mí mismo, "si quieres aviso a mi jardinero para que eche unas horas en tu casa". "Bah, esto me sirve de distracción". Y me dejaría en ridículo si no fuera porque ya lo tengo asumido. Que yo soy un vago y él un hacendoso. Mientras enteramente pueda no recurrirá jamás a ningún profesional en la materia doméstica, no es que sea un manitas, no; pero se las ingenia para no gastarse un duro de manera tonta e innecesaria. Y queda presentable lo que hace, no es ningún mamarracho. Recién llegado de Viena se ha entretenido en taponar con masilla unos agujeritos minúsculos que rezumaban agua de la depuradora. Lleva la mía años meándose a chorros. "Intellectus apretatus discurrit qui rabiat", es uno de su latinazgos favoritos. Y lo pone en práctica. Veréis, pues, que hay gente tanto o más rácana que un servidor. Dicen por ahí que las personas que de niños han pasado necesidad se vuelven peseteros y encogidos cuando son adultos. A mí me parece que sí. Por mi vecino y por mí.

Agustín no se cansa nunca de algo que tenga entre manos, no sabe parar. Puede tirarse todo un día en su despacho sin bajar a comer siquiera (y esto sí que es de mérito), puede quedarse la jornada entera en la Universidad o comiendo toda la tarde con su grupo de "Poleo-Menta", amigos de la facultad o, como dije, afanado en su jardín de sol a sol. Infatigable. Pero en cualquiera de sus muchas y variadas actividades, por muy en harina que se encuentre, basta que suene el teléfono o que alguien se presente en su casa (yo mismo a pedir dos huevos prestados a la Paqui) para no tener el más mínimo problema en cambiar de tercio. Suelta los libros, los apuntes, el ordenador o los aperos y...prepárate y siéntate cómodo porque ya no te dejará ir así como así hasta que su mujer desesperada le diga "Agustín, por Dios, me cago en la leche, que hace ya media hora que habrías tenido que ir a recoger a tu hija, so cojonato". Y entonces pilla y se va y no sabe uno cuando tendrá a bien volver, porque igual pega hebra con los padres del amiguito de Miriam y le dan las tantas. "No puedo con este hombre", se lamenta la Paqui. De cualquier manera, si hay algo en lo que nuestro amigo sea insuperable es en su voraz apetito. De comer sí que no se fatigará jamás. Es de los que son capaces de asistir  a dos bodas el mismo día. Este tío ha pasado hambre de chico, tú. Hace ya tiempo que lo diagnostiqué de tener atrofiado el centro hipotalámico que regula la saciedad. No tiene "jartura".

Luego, como alguna debilidad ha de tener, a la  hora de vestirse es un desatre de hombre, carece por completo del sentido de la proporción, de la combinación de colores, de lo socialmente correcto. Si por él fuera iría a la Universidad en chandal mismo o, mejor, con un conjunto de camuflaje del ejército de tierra que le regaló su hermana Peña hace unos años. Paqui tiene que vestirlo cada mañana. No os digo nada de cuando fue Rector magnífico, lo mal que llevaba que su mujer tuviera que repasarlo de arriba abajo cada día. Para los viajes Paqui le clasifica la maleta con un calendario detallado de qué ropa para cada uno de los días. Lo que no me explico es cómo se las apañaba en el seminario; una de dos: o no nos dábamos cuenta porque el babi lo tapaba todo; o era que sus amigos, el Faema y el "doctorcito" lo adiestraban. No sé. A fuerza de insistir ya va aprendiendo, claro. De todas formas daría yo algo por ver su compostura en plena sesión de trabajo en las Naciones Unidas. Con la de pijos que tiene que haber en esos sitios.

Al igual que en su casa, en la Añora, su pueblo, se despoja de toda pompa capitalina y disfruta, como un noriego más, de su casa, de su calle, de sus vecinos, de su taberna. Para cualquiera que lo viera en su pueblo, en la feria o en la fiesta de las cruces, departir con unos y con otros con natural familiaridad, o lo sorprendiera de jardinero cutre en su patio, le resultaría imposible imaginarlo como un catedrático de postín. Imposible. Esta capacidad suya camaleónica de saber ser pueblerino en el pueblo y doctor en la ciudad, campechano en su casa y un tío la mar de serio en la facultad, hombre corriente con sus amigos y autoridad mundial en Nueva York o en donde se tercie, de ser hombre sencillo y a la vez conspícuo hacen de él un personaje muy singular, único entre nosotros.

"Mira, niño", me dice ayer mismo, "me han felicitado los representantes de distintas naciones, los de Corea, los de los paises sudamericanos, los de China, incluso los norteamericanos, por haber sabido mantener a raya a los representantes alemanes que con  merkeliana prepotencia pretendían mangonear la reunión". "Qué tío más grande", le adulo yo, "te atreves hasta con los bárbaros del norte". "Esos no saben con quién han dado", se ríe con su boca grande y sus ojillos de piñón, "con un añoro, nada menos" .

-Pues que sepas Agustín que si esos alemanes chulos te vieran, como te veo yo, con tu mono azul, cien veces remendado, raído de treinta años de viejo, tu sombrero de paja y tus escaleras mohosas recortando los  setos no te pondrían ni de ordenanza.
-Pero como no me ven...

domingo, 11 de noviembre de 2012

Sesenta tacos

Anteanoche algunos de mis  amigos de Sevilla, los rocieros y otros, me dieron en mi propia casa una fiesta sorpresa por mi cumpleaños. Los ganchos fueron mi mujer y la Paqui y el pretexto la visita del Luna y de Pilar. De estas veces que, inocente uno, vas a por mandados a horas intempestivas, lloviendo y todo, regresas con todo hecho antes de tiempo, tu mujer te vuelve a encargar otro, ve a casa de Antonia y le pagas los diez euros que le debemos, pero mujer a estas horas..., que vayas te digo, para que a la vuelta te encuentres tu casa a oscuras, qué coño está pasando aquí, y te lleves el susto monumental de unos energúmenos chillando como locos cumpleaños feliz. Yo soy más de programado que de sorpresas, que de éstas tengo todos los días en el hospital, ya sabéis lo rutinario y organizado que soy. Pero bueno, fue muy agradable. En cualquier caso lo hubiese sido; mi casa se ha convertido ya en el centro neurálgico de cualquier celebración con nuestros amigos. No en vano Miriam, la hija adolescente de Agustín y Paqui, con todo lo redicha que es, exclamó el primer día que vió nuestro nuevo porche: "¡Ay, José María, ésta es la mejor obra que habéis hecho en tu casa! Así podréis reuniros toda la pandilla como a tí te gusta". Y así ha sido.

La sorpresa de verdad fue que cada pareja me regaló un dulce casero con una dedicatoria. No voy a exagerar: doce tartas, una fuente de rosquillos y un plato de gachas. Y cada cual con su gracia. ¡Qué cosa! No había visto una mesa tan repleta de dulces y tartas variadas desde la boda de María, la hija mayor de Frasqui. Y luego los regalos. El que más me gustó fue un dado de madera en el que en cada una de las caras viene un dibujo de una pareja en diferentes posturas del camasutra. Dió la casualidad que en las primeras tres veces que lo tiré salió la suerte de la mamada. O a lo mejor es que me lo tenían trucado. Lo que pasa es que luego, a la hora de la verdad, en el tálamo, "a mí déjame de tonterías chiquillo, con el dolor de cuello que tengo..." Después, he pensado que voy a borrar algunas de las caras porque hay posturas imposibles ya para mi espalda y mis caderas. Tú, que son sesenta tacos.

Sesenta años. Muchos años ya. No es que no quiera más, pero que son muchos. Cuando uno tenía veinte años veía el año 2000 como un horizonte lejanísimo. ¡Jóder, en el 2000 tendré cincuenta años, un viejo del todo! Y resulta que llega, y que pasan doce años más, y que no estoy hecho un viejo. Aunque resople durmiendo. La Peque dice que el primer síntoma de la vejez es que hacemos ruídos mientras dormimos. Se refiere a ruídos con la boca, por abajo los he tenido de siempre. Bueno pues tendré eso, el primer síntoma. Seré sincero, a lo mejor hay alguno más. Cuando me miro al espejo me veo con cuarenta años, pero si después de salir de la ducha me manoseo un poco la churra entonces sí comprendo mi edad real. "¿Dónde ha ido a parar" -me encaro con ella, criatura de carne y hueso hasta hace bien poco- "aquel muelle tuyo capaz de levantarte a pulso con sólo mirarte yo? ¿Qué ha sido de aquel brillito acharolado de tu bellota enhiesta? ¿Dónde tu altivo ojo de cíclope que, ciego, me miraba fijamente a la cara?" Y por toda respuesta, abandonada de su antiguo nervio, se encoge de vergüenza. Es igual, habrá que aceptarlo y ya está.

En realidad, si lo pensáis da un poco lo mismo. Yo creo que la vida de las personas se divide en tres etapas principales: desde que nacemos hasta los diez años; de los diez a los veinte y de los veinte a los cuarenta. De ahí palante la vida se hace demasiado previsible, un día tras otro, muy rutinaria, y más la mía. Los primeros diez años estás en tu pueblo, con tu familia, disfrutas de la calle, de la escuela, de los Reyes Magos, de la primera comunión, de tus primeros amigos... La vida se abre a tus ojos. La segunda década es la crucial, se forja tu formación y tu personalidad, te matas a estudiar pero también a pajillas, conoces a los que van a ser tus amigos de toda la vida, te ennovias, te vuelves a liar..., el mundo se rinde a tus piés. En el caso nuestro del seminario fue punto y aparte. El bagaje educacional, vivencial y curricular que hemos tenido nosotros no creo que tenga parangón con lo usual en nuestra época. Para muchos de nosotros, desde luego para mí, el seminario ha sido el punto de inflexión que cambia el destino de mi vida. Aunque hoy no mole lo nostálgico, mis sesenta años recién cumplidos me otorgan la licencia para recurrir a esa memoria de lo antiguo. Si hay cosas, vivencias, circunstancias que por sí solas puedan rellenar  o, al menos, impregnar toda una vida yo digo que en mi caso esa cosa o circunstancia ha sido el seminario. Ya sé que estáis hartos de oírme siempre lo mismo. No me importa. Me moriré diciéndolo. Es más, le tengo advertido a la Peque que esparza mis cenizas fúnebres por la fuente de los tres caños; de esta manera dispondré de un angular perfecto para contemplar a través de ellas el vetusto y malogrado edificio de los Ángeles toda la eternidad. Y si no lo hace vendré desde el más allá para arrastrarla. De los veinte a los treinta te putean en la mili, te enrolas luego en el mundo del trabajo, te realizas, como decíamos antes, te casas con la mujer que te ha elegido, la más bonita del mundo para uno, vienen los hijos (aunque mi Meli llegó algo tardía), eres enteramente un hombre de provecho. Por lo menos en nuestros tiempos era  así. De los treinta a los cuarenta te asientas en la vida, echas formalidad, das el máximo en el trabajo, en la casa, hasta en la cama, perdón por la inmodestia, y llegas a creerte que eres alguien, que eres importante. De los cuarenta parriba, como decía antes, ya es todo decadencia, notas que no eres quien eras y que tu vida ya no te pertenece solo a tí, sino también a los hijos y a los padres, ya chocheantes y necesitados. Empiezan a morírsete gente allegada, sufres tus propios achaques y, oh sorpresa, te ronda de vez en cuando la idea de la muerte, algo impensable cuando joven. El último hito que nos queda por disfrutar es el de los nietos, pero mi Meli es terca como ella sola.

Muy emotivo fue el pregón que me dedicó Jaime, haciendo hincapié en nuestra amistad de siempre y en mi tedioso papel de alter ego para él,  como emotivas fueron las palabras que les dirigí, uno a uno, uno a una, a todos los presentes. No lo dije en público, es cierto, pero también tuve un recuerdo muy cariñoso para los ausentes. Mi casa es grande y más todavía el corazón y el ánimo de la Peque, pero ni aún así puede cobijar a tanta gente. Ha habido fiestas en mi casa de más de cincuenta criaturas, pero han sido de día y con sol  y en el jardín. Anteanoche lloviznaba y no era cosa, tuvimos que meternos dentro. Siempre pasa, cuando improvisas te dejas atrás cosas importantes. Tendría que haber dicho más de cada uno, de cada una, pero todos saben la torpeza de las palabras para expresar sentimientos. Mención especial, como es natural, para la Meli, el Pepe y la Pegui. Les hablé a todos de la alegría que sentimos la Peque y yo cuando nos visita nuestra hija, más que nada porque entonces, durante esos días, nos damos cuenta de lo que nos hemos quitado de encima. Agradecimiento, también muy especial, al Luna y a la Pilar, venidos de los confines del oriente andaluz para la ocasión . El Agustín, en Viena a la sazón, nos envió un correo. Más que felicitarme, lo que decía era que le reserváramos algo de tarta. Genio y figura.

Dice el tango que veinte años no es nada. Es posible. Pero sesenta ya es otra cosa ¿verdad? Sin embargo, hoy, a mis sesenta años y un día, me he levantado como si tal cosa. Incluso habiendo cumplido por la noche. Como un toro. No habrá sido tanto, tío.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Un hombre simple.

A este hombre no lo conozco de nada. Debe llevar pocos días ingresado, quizás lo haya hecho durante este fin de semana porque no recuerdo haberlo visto antes por la planta. El caso es que al salir yo de una habitación se cruza conmigo paseando por el pasillo en celeste pijama de enfermo.
-Muy buenos días, doctor -se me acerca casi a bocajarro. Es un hombre sin edad,  menudo, apenas metro y medio, enjuto y desaliñado. Se conoce que las auxiliares aún no lo han fregoteado, tiene los pelos agolpados sobre una frente simiesca ocultando, casi, una mirada arrugada e inocente. No necesitarán afeitarlo porque parece lampiño. Para rematar, su boca ancha y desdentada pone el broche a  un aspecto graciosamente grotesco.
-Buenos días, hombre -le contesto jovial junto a mis dos estudiantes.
-¿Usted  no sabe quién soy yo?
-No, no lo sé. Un enfermo de aquí, de esta planta ¿no?
-Sí, ahí me han metido, en esta habitación de aquí al lado.
-Muy bien; pues hasta luego. -Y hago el ademán de seguir en lo mío.
-Pues yo sí sé quién es usted.
-¿Quién soy?, vamos a ver -me vuelvo de nuevo hacia él. Con una seña me hace que agache mi cabeza hasta la altura de su boca.
-El doctor Rivera -me susurra al oído como para que nadie más lo oiga-. Me lo han dicho las enfermeras, que usted es el que manda aquí.
-Pues ya sabes, a portarte bien -le sigo la corriente, apercibiéndome al fin de su simpleza.

Me resulta curioso comprobar la química especial que debo transmitir para que se me peguen los simples; a mi cuñada Conchi le sucede algo parecido. Vamos un grupo de amigos por la calle y sólo a mí (o a ella) se acerca el pedigüeño de turno; me paro en un bar de carretera y allí, en la puerta, me está esperando el siguiente, que resulta que le faltan dos euros para el autobús de su pueblo; entro en alguna iglesia y parece que la pobrecita anciana con su lata vacía sólo tenga ojos para mí. Vale, lo mío tiene un pase, Dios los cría y ellos se juntan; seguramente olisquearán en mis formas, en mis andares o en mis hechuras algún rastro de semejanza con su condición de simples e inocentes. Pero mi cuñada Conchi...¡Si es un demonio! Misterios.

-Ea, pos ahora, con tantos días de lluvia como hace, le voy a contar a usted un acertijo, para que nadie se meta con su calva. -Y me agarra el brazo, no sea que me vaya.
-A ver.
-Mire, cuando usted vaya por la calle lloviendo y alguien le diga: ¡agua pa los calvos! Usted no se quede callado, eh.
-¿Ah, no?
-No. Usted le responde: y pal de los pelos largos . Y ya el otro se tiene que callar, claro.
-Claro.

Y allí nos tuvo el hombre un buen rato entretenidos a base de chistes y de chismes sin dejar que nos fuéramos.
-Yo aquí me distraigo mucho -nos dice ufano-,  me tiro todo el día por el pasillo contando chistes a unos y a otros. Y más por las tardes, que se pone esto abarrotao.

Éste es uno de estos pacientes de inteligencia límite que, al morir sus padres, se quedan solos en sus casas al calor fugaz de alguna vecina compasiva porque los hermanos tienen cada uno su vida, mire usted, él con su pensioncita se las avía muy bien, se justifican. Supongo que es así. Cuando ingresan en el hospital están tan necesitados de cariño, de roce humano, que se vuelcan con todo el mundo, se meten en no importa cuál de las habitaciones, se prestan zalameros para cualquier tarea que les manden las enfermeras, se chivan al médico si fulanito, el diabético, chupa a hurtadillas la lata de leche condensada escondida en lo hondo de la mesita, se hacen colegas de los celadores como si fuesen uno más de ellos...Pretenden hacerse útiles, imprescindibles y cuesta luego Dios y ayuda darles el alta. Parece tal que los desterráramos de nuevo a su triste soledad. Y nos da a todos mucha lástima.

No es bueno que el hombre esté solo, dijo Yavhé un día muy lejano. Y menos este infeliz. Pero la palabra de Dios no ya es lo que era.

sábado, 3 de noviembre de 2012

En la ópera con mi novio

Al final la cosa se fastidió un poco, no salió del todo como yo había previsto. Pero bueno, no estuvo mal. Ya habrá mejor ocasión para lo nuestro.

El caso es que Paqui no iba a poder ir con Jaime a la ópera porque el día en cuestión (el pasado sábado) le tocaba Lebrija, lo mismo que a nosotros, a la Peque y a un servidor, nos toca Palenciana un finde al mes. Obligaciones filiales para con los padres. "Oye", me  llama Jaime el viernes, "que si la Peque quiere venir conmigo a la ópera, que Paqui no puede". "Claro que sí, cuenta con ello", le respondo seguro del sí de mi mujer. Estaréis conmigo en lo difícil que resulta para un hombre corriente acertar alguna vez cuando decide por su mujer lo que cree mejor. Un sábado por la noche, en el Maestranza, grandioso escaparate para la pijería sevillana, en una pieza de ópera tan bella como lo es la de Thaïs, acompañada de un tío guapetón, incluso con la maldad, nada desdeñable para una mujer, de alimentar comidillas sobre infidelidades entre algunos conocidos con los que se cruzarán en el vestíbulo... En fin, todos los alicientes para una noche agradable y entretenida. Pues no.

-Sema, que no tengo gana, de verdad.
-Pero Peque ya le dicho que sí a Jaime, le vamos a dejar colgada la entrada, mujer.
-Ve tú con él -me suelta risueña-, para eso eres su novio.

Para nuestros más allegados, Jaime y yo somos novios desde hace ya tiempo. Lo tenemos asumido. Cuando suena el teléfono pasadas las diez de la noche nadie en mi casa le echa cuenta, "cógelo tú, papi", me decía mi Meli, "será tu novio". Y era. Hasta ahora, nos vale con lo platónico, nunca hemos concretado. A mí no me importaría y creo que a él tampoco, pero se hace el remolón porque sabiéndose el guapo de la pareja le tocaría siempre hacer de tía. Y por ahí no pasa. Y yo tampoco, claro, ¿dónde se ha visto una tía calva y tan mal hecha como yo? No quisiera, de ninguna de las maneras, llevar el escándalo a vuestros corazones. Es algo natural. Cuando ya de mayor te reencuentras y vives  cerca de una persona con la que has compartido tantos años de penurias, alegrías, emociones y vivencias de todo tipo te sientes tan a gusto a su vera que parece que estuvieras enamorado de ella. Es un sentimiento muy profundo mezcla de gratitud, hermandad y cariño. Igual me hubiese pasado con Frasqui, con Antoñillo, con Rafael, con José Pablo, con Salva, con el Luna..., por nombrar algunos con los que he intimado desde chico. Con Luís Enrique no, que es del Atlético.

-Jaime, mira -lo llamo al móvil-, que no, que la Peque dice que vayamos tú y yo.
-¿Te das cuenta? Luego nos tachan de sarasas, pero no pierden ocasión de provocarnos.
-Pa que veas. Bueno, es igual, que vamos juntos, ya está.
-Vale.

Pero no; como es tan considerado con todo el mundo me vuelve a llamar dándome la matraca.
-Niño, que por mí no lo hagas, que yo puedo vender la entrada, en serio.
-Joer tío, ¡qué pesao!
-Pero ¿te apetece de verdad?
-Que sí, a ver si te enteras, que sí, que me apetece, que quiero oír al Plácido Domingo. Además que ¿cómo te voy a dejar que vayas solo?
-Que no voy solo, que viene también mi cuñado Paco.
-Amos hombre, ¡tú me vas a comparar a mí con tu cuñado..! Que nada, que voy contigo y nos dejamos ver mariconeando por ahí.
-Bueeeeenooo.

El mismo sábado por la mañana vuelve el borrico al trigo:

-Mira, que mi hermana Lourdes tampoco viene; así que puede venir la Peque.
-No te prometo nada; déjame que hable con ella. -Con el teléfono en la mano, la llamo a voces creyéndola más lejos.
-¡Que no estoy sorda! -me increpa saliendo de la cocina-, ¡qué pasa ahora?
-Que hay una entrada de más, que si quieres venir.
-¿Yooo? -se me pone en jarras en plan guasón- ¿Para hacer de canasta? Ni hablar. Decírselo al Palanco. -Testigos sois, si alguna vez Jaime y yo nos decidimos a salir del armario la culpa no habrá sido sólo nuestra, sino también de nuestras mujeres respectivas que no sólo no han sabido evitar situaciones comprometidas, sino que las han propiciado.

El Palanco tampoco podía porque estaba de boda, creo. De manera que, al final, la Peque se avino melosa a acompañarnos. Estuvo bien la cosa. Muy bien. Nos gustó muchísimo la ópera, sobre todo la música y los escenarios. Vale la pena. Aunque el Maestranza me sigue pareciendo un teatro muy impersonal, poco acogedor, nada que ver con el Lope de Vega. Además, cincuenta y cuatro euros por entrada me parece excesivo para los tiempos que corren. Claro que la Peque y yo, como invitados, íbamos de gorra, ¡qué cara! Ella se sentó entre Jaime y yo; Paco al lado de Jaime; quien evita la tentación evita el peligro. Ea, a disfrutar de la obra.

Atanahel (Plácido Domingo), un cenobita obstinado y carca que se martiriza en el desierto, que predica la felicidad a través del dolor, a quien nadie hace ni puñetero caso, se ha impuesto la penitencia de convertir para la buena causa a la bella Thaïs, la puta más puta de toda Alejandría. Tan pelmazo y cansino es el tío, tanta carga y tan seguida le echa que, ¡coño!, la convence. La famosa ramera, anteayer mismo lujuriosa y fatal, se aferra al sacrificio para alcanzar el cielo porque el pesado de Atanahel ha sabido mostrarle la inútil fatuidad de su vida. En la penosa travesía del desierto hacia el cenobio, exhaustos, descalzos y medio en cueros, ¡oh fatal poder del maligno!, el santo se enamora perdidamente de la puta. Se veía venir, no os creáis. Tanto rezo juntos, tanto amor divino, un desierto tan largo, la calor que hace, tú, una tía tan güena...En fin, lo que pasa. Cuchicheo con la Peque:  "¿ a qué te apuestas que se la tira ahí mismo, debajo del primer sicomoro que encuentren?" En la media oscuridad del entresuelo adivino esa mirada intensa de mi mujer que dice sin mover los labios: tú estás tonto o te lo haces? Se cambian las tornas, ella sigue impertérrita su camino hacia el cielo y él se maldice mil veces por haber sido tan estúpido. En su lecho de muerte, ya en el convento, Thaïs se acerca a Dios a quien ya casi toca con las puntas de sus dedos, mientras él, Atanahel, reniega de todo y escandaliza a los monjes colegas con un discurso mundano y ateo. "El cazador cazado", dice Jaime. "El asunto de la jodienda...", respondo yo. "Dos tontos y yo enmedio", remata la Peque. Y mientras el Paco, sentado en el asiento que da al pasillo, sin dejarnos salir enloquecido en aplausos.

Vosotros os reiréis pensando que todo esto del Jaime y mío es de broma; y es verdad, es de broma. Pero, si no fuera por lo mucho que me gustan las tías,  así, a lo tonto, a lo tonto, el día menos pensado rompería en maricón. ¡Ajú qué cachondeo!

viernes, 2 de noviembre de 2012

Felicidades Peque

Aviso legal: éste va a ser el primer artículo que salga a la nube virtual sin haber sido supervisado por la Peque. Ella es la censura, el nihil obstat. Sin su tijera certera e insobornable hubiérais tenido que aguantar algunas meteduras de pata dadas mi ingenuidad y mi gusto pervertido por lo sórdido y lo libidinoso. Aprovecho mi soledad por estar ella trabajando de noche para escribir sin coacción. Espero no cometer hoy ninguna inconveniencia.

El día 2 de noviembre de 1977, día de los difuntos, no fue puente como hoy. Fue un día normal. Quizás miércoles. Lo recuerdo porque ese día fui a clase en la facultad y mis compañeros no me dejaron entrar. Me abuchearon y tuve que volverme a mi casa. No, no estaban enfadados conmigo porque yo fuera un empollón y no los dejara copiarse ni porque fuese un esquirol, no había huelga que yo recuerde. No; simplemente me había casado el día de antes y mis compañeros no daban crédito a lo que veían: que después de la misma noche de bodas, al amanecer, yo estuviera en clase. Me echaron. Pero ya no me acosté sino que seguí estudiando en mi casa. Y la Peque, recién casada, retozando en las primeras sábanas del ajuar...aún sin lamparones.

Hace ya treinta y cinco años de esto, que se dice pronto. Y ayer, día primero de noviembre, maldita sea, ni siquiera me he acordado de felicitarla. A las siete de la tarde, cuando ya se iba para el hospital, me dice seria: hoy podías haberme pedido que cambiara mi turno para estar esta noche juntos. ¿Y por qué hoy?, le respondo ignorante de mí. Porque es el día de nuestro aniversario. Se me cayó el mundo encima. ¿Cuándo se ha visto que a mí se me olvide algo así?. Seré malísimo para escoger regalos, de acuerdo, pero olvidárseme la fecha del uno de noviembre...¡Jamás! Pues ahí lo tienes tío. Cómete el marrón.

No he sabido reaccionar a tiempo, me he quedado "pillao", como dice mi Meli, balbuceo torpemente un perdona Peque no sé cómo se me ha podido pasar. Esto es fuerte, dice ella. Sí que lo es, digo yo. Te pasa porque estás absorto por la escribanía. Sí, es posible, perdona Peque. Y se ha ido.

Y me hace pensar. Anteanoche ví una película interesante "el ladrón de palabras", en la que los dos proganonistas pierden a sus mujeres respectivas por culpa de la "escribanía". Lo mío no va a llegar a tanto, claro que no, y ni siquiera creo que esto haya sido la razón de mi imperdonable olvido. Simplemente relajación. Está uno tan saturado de hospital, de pacientes, de problemas que un día de descanso entre semana me aleja de la vida real, me aisla en mi mundo meditativo, me entretiene en simplezas. Y así, de esta manera tan tonta, recargo pilas. Pero no es excusa. Tampoco quiero pensar que sea ya el deterioro de memoria  asociado a la edad. Mi memoria es el principal bastión de mis capacidades intelectuales. Como la pierda, estoy perdido.

Reflexionando a solas, me sonrojo ante lo  que pensarán el Frasqui, que se casó dos días antes que yo, verás tú como a éste no se le olvida felicitar a su "leona", o el Pinedo, tan exquisito con las mujeres. No lo entenderán. Como tampoco yo lo entiendo.

La llamé por teléfono a Observación de Urgencias:
-¿Se puede poner la Peque?
-Un momento que la llamo -me responde una de sus compañeras. 
-Dime. Y rápido que aquí hay tarea esta noche.
-Felicidades Peque.
-Anda, anda, felicidades, ahora vienes con ésas.
-Mañana te voy a compensar el descuido, pa que veas.
-¿Y qué es lo que piensas hacerme?
-Me da corte decírtelo por teléfono.
-Si es una guarrería, vas apañao.
-Bueno, una guarrería y algo más.
-Ve preparándote porque tendrás que estar  toda la semana dorándome la píldora.
-Estoy en ello.

Ya me pareció más tranquila. Pero ¡hay que ver! es que no me lo creo. Por la noche, durmiendo solo, he dado un montón de vuelcos, hasta he tenido pesadillas. Esta mañana, ya día de los difuntos, continúo con mi tema. Ahora que no me oye os confesaré algo que todos comprenderéis: después de nacer, la cosa más importante que he hecho en mi vida es casarme con la Peque. ¿Y la Meli, qué? La Meli también, pero si no me caso con mi mujer no hubiese existido la Meli, se hubiese quedado en el limbo.

A mi mujer la conozco desde que éramos niños. En la escuela era Antoñita "la araílla", luego Antoñita Villalba, cuando se fue a Antequera ya era Toñi Villalba. Y así se mantuvo hasta que se casó en que pasó a ser la Peque. No fuí yo quien así la bautizara, fue una amiga nuestra, Pilar Bustos, que vivió tres años con nosotros en nuestro piso de Pintor Zurbarán. La pequeña, le decía. Y de ahí, la Peque. Estos cambios en su nombre también se aparejaron con una metamorfosis en su personalidad. "La araílla" era un niña chica, regordeta y de pelo rizado y negro zahino. Muy dominante con sus amigas, o se jugaba a lo que ella quería o rompía la baraja. Genio y figura. Antoñita Villalba era una preadolescente minifaldera de piernas indecentes para su edad. Enviciada por la calle, traía locos a sus padres por sus malas notas y a los niños de su pandilla por sus cachas, su trapío y su desenvoltura. Siempre valiente. Toñi Villalba fue una bachiller acomplejada por vivir en un entorno hostil de monjas y de niñas pijas, por no encajar bien los cambios puberales en su cuerpo de cría  y por el talante tan exigente de su padre. Hasta que nos conocimos más a fondo. Ésa fue su suerte (¿o fue la mía?). Mi novia siguió llamándose Toñi, pero, poco a poco, su carácter volvió a ser el de la Antoñita antigua: tiposa, menuda, apretada y con nervio. Mucho nervio. Bueno, y a la Peque ya la conocéis de sobra.

Detrás de sus prontos y de sus arranques, se esconde una mujer increíble; energía desbordante, ambición sin límite por aprender y hacer cosas nuevas y desprendimiento son  principales virtudes, un pedazo de pan. Algo duro, no vamos a decir que no, pero comestible. El único defecto que yo le encuentro es su tozudez. Si ella piensa una cosa no hay Dios que la saque de ahí. "Por mucho que digas, a mí no me vas a convencer", es una de sus frases favoritas. Igualito que la Meli. Pero ¿qué sería de mí sin mis dos mujeres? Me lo imagino, pero no os lo voy a decir, que luego me regaña.

Soy, desde luego que sí, un hombre de suerte.

¡Muchas felicidades Peque!