Hacían una pareja singular, algo estrambótica, desde luego nada corriente. Frisando ambos los setenta, enseguida llamaban la atención de cualquiera que los mirara con un poquito de interés. Ella, bajita, regordeta, culo bajo y cara muy acicalada, parecía una muñeca pepona; como si los mejunjes pudieran esconder los años. Él, en cambio, era un hombre con un porte de elegante decadencia, chaqueta ajada y sin corbata, pero siempre bien compuesto. Mientras ella se expresaba como cualquier maruja de su pueblo (con todos mis respetos), aunque con toda corrección, él sabía elegir las palabras, las justas, sin florearlas; se le veía versado y culto. Contínuamente la corregía, pero el desparpajo de ella superaba cualquier intento por mejorar su prosodia. Eran tan distintos en todo que se me hacía indescifrable penetrar en el cariño verdadero que ambos se profesaban. "Murió en mi pecho, Rivera, como él había deseado", me contó pocos días después, "me despertó de madrugada, que le dolía mucho el corazón, y yo me puse tan nerviosa..., no sabía que hacer, y él, con una carita...; por fin agarré el teléfono", "¿qué haces", me dijo moribundo; "llamar al 061, le contesté"; "Sofía, no llames, no va a dar tiempo, déjame morir solo contigo". "Y se me murió acurrucado en mi pecho. Un santo, Rivera, un santo."
Hace tiempo que le he perdido la pista a Sofía. No se ha dejado ver. Tampoco yo he hecho mucho por verla a ella, la verdad. Mejor. Hay pacientes tan absorbentes que es bueno y saludable para el médico (y quizás también para ellos) un cierto distanciamiento. Pero es que lo nuestro ha sido un total desapego. Una enfermera de su pueblo, que trabaja en el hospital, me ha comentado que vive en una Residencia desde que murió su marido.
Mi relación profesional con Sofía estuvo marcada en su día por la especial personalidad del Benítez, su marido. Lo de ella era una patología muy corriente: obesidad, celulitis en las piernas, diabetes y su poquito de colesterol. Después de un año asistiendo a mi consulta lo teníamos todo bajo control, como decimos nosotros. Benítez fue el culpable de mi interés en mantener la continuidad en una consulta que ella ya no necesitaba. Así ha sido en efecto. Una vez muerto el marido, hará cosa de dos años, Sofía, la Sofi para mí, ha desaparecido del mapa.
"Rivera, este hombre es un demonio", se enfurecía en mi consulta contándome algunas de las excentricidades de su marido. Benítez, como ella lo llamaba, era un artista, un excelente dibujante y pintor. Pero muy extravagante. "Con lo bien que podríamos vivir si este hombre pintara cosas normalitas..., con esa mano que Dios le ha dado..." Nunca pudo comprender la tendencia pictórica de su esposo, hombre de rígidas convicciones anticlericales y anarquistas. Su leif motif artístico era mofarse de la altas jerarquías eclesiástica y política. "¿Quién va a comprar cuadros como ésos", se quejaba la Sofi, "¿por qué coño (con perdón) no pinta bodegones y paisajes, con lo requetebién que le salen? Estaríamos ricos". "¿Se da usted cuenta, Rivera?", me contestaba él, "a esta mujer sólo le importa el dinero, no es sensible a mi concepto del arte". "Pero, hombre obtuso, ¿qué arte es ése de pintar al rey y al Papa juntos en una casa de mujeres lagartonas, esperando turno? ¡Por Dios bendito!", se desesperaba la Sofi. "Es arte alegórico, de protesta y de compromiso", se ponía él. Después de todo, pensaba yo, sólo eran disputas de una pareja ya vieja y sin hijos que tenían en esa pelea la razón única para mantenerse vivos y unidos.
Pero a mí cada vez más me picaba la curiosidad y me dejaba querer. "Pues, Benítez, que sepa usted que mi mujer estudia Bellas Artes y ha elegido pintura en el tercer curso", lancé un día el anzuelo con más vergüenza que otra cosa. "Mi casa y mi estudio están a su disposición. El día que usted disponga se vienen usted y su mujer, vemos mi obra y almorzamos juntos". Por fin estaban de acuerdo en algo. Sofía resplandecía de satisfacción. "Claro que sí, Rivera, no vaya usted a decir que no, que me haría tanta ilusión...Si hace falta se trae usted también a algunos amigos, si no quieren venir solos; mi casa es grande y dos viejos pellejos agradecen la compañía". Total, que quedamos. No me acuerdo cómo enredaría yo la cosa, el caso es que Paqui y Jaime también se apuntaron.
No creáis que os resultaría fácil imaginar la "obra" del Benítez. En el cuerpo de casa tenía apilados, dándose la espalda unos a otros, decenas de cuadros que nos fue mostrando uno a uno. Con haber visto el primero hubiera sido bastante. Su tema era monocorde: santos, curas y prelados pillados in fraganti con putas. El que más me impresionó fue "las tentaciones de san Agustín", donde se apreciaba el sufrimiento del santo, medio en cueros, la Biblia en una mano, el crucifijo en la otra y tres o cuatro tías güenas en pelota picada bailándole en derredor. Arriba, en la cámara, tenía su taller. Nada más subir, sobre la pared de enfrente te topas de sopetón con un cuadro de enormes dimensiones que ocupa todo el testero. Se reconocen en él incontables personajes famosos entremezclados y asincrónicos, el rey, Camilo José Cela, Unamuno, Tejero, el Camarón, el mismo Benítez al lado de Goya, Benavente departiendo con el doctor Durán, el endocrino del Benítez, Clinton, Lola Flores..., qué sé yo, cientos de criaturas. En el primer plano del cuadro se alinean seis o siete tías completamente desnudas. El Benítez es generoso en pintar pelucones negros y rizados que por arriba, como hilera de hormigas, se afilan casi hasta el ombligo. Se conoce que es un tío tan salido como yo.
-¿Qué tienen que ver las tías en este cuadro? -le pregunta el Jaime.
-Nada en absoluto -le replica.
-¿Entonces..?
-Si no es por las tías ¿quién se iba a fijar en él? Están ahí de adorno, de reclamo, hombre.
Durante el prolongado almuerzo (la Sofi nos hizo anular la reserva en un restaurante del pueblo) y la alargada sobremesa nos contaron su historia. Comida de pueblo, a mi gusto. "Rivera, ¿qué les pongo para comer?, ¿son sus amigos gente muy fina?", me había llamado por teléfono una semana antes. "Sofi, que no, que comeremos en un restaurante que nos han recomendado". "Ni lo piense, para una vez que viene mi médico a mi pueblo come en mi casa, y no se hable más". ¡Qué delicado esmero en preparar la mesa!, ¡de qué manera tan especial se puede disfrutar de un almuerzo sencillo! Nada de exquisiteces: ensalada, papas fritas, huevos, filetes de pollo empanados (tres fuentes a rebosar), queso y carne de membrillo. Debió estar cercana la Navidad porque el postre fueron mantecados de los pegajosos. Un almuerzo muy entrañable que ninguno de los presentes olvidará fácilmente.
Siendo muy niño, quizás con meses, el Benítez emigró con sus padres a Cataluña. Allí se crió y apenas tuvo algún contacto esporádico con su pueblo. A la Sofi ni la conocía. Estando en la mili, en Gerona, el Benítez se pira del cuartel y, prófugo de la justicia militar, viene a esconderse a su pueblo, en la casa de unos parientes lejanos con quienes mantenía correspondencia. La intervención de altas influencias de la base aérea americana, a través de estos parientes, consiguió apaciguar a la Guardia Civil y sobreseer el caso. Con las aguas tranquilas y ya la marea favorable, consigue una beca especial para jóvenes talentosos sin recursos y estudia Bellas Artes en Sevilla. Y aquí entra la Sofi. Un día, unos gamberretes del pueblo que estudian en la ciudad entran en una tienda de ultramarinos a comprarse unos bocadillos y unas cervezas. Dándose cuenta enseguida que la tendera era una chica entrante, guapetona y metidita en carnes empiezan con el cachondeito propio de estos casos, que si niña quién fuera tu delantal para sentir el calorcito de ese cuerpo, que si muchachos de aquí no hay quien nos saque, que si nena que tienes más bultos que una culebra harta de gazapos...y las tonterías similares que decimos los hombres bobalicones cuando nos encaramos con una buena pechuga. Pero allí, en ese primer día, ya hubo flechazo. La tendera se prendó sin remedio del muchacho más sinvergüenza, el que parecía más atrevido. Ése era el Benítez y la tendera era la Sofi. De cine.
-Y eso que mis hermanas y mis amigas me previnieron mucho para que no me encaprichara de él, que tenía fama de mujeriego. Pero yo estaba coladita, ¿verdad Benítez?
-Pues yo, al principio, con lo tieso que estaba, iba por el interés; la tienda era un negociazo en aquellos tiempos.
-¡Qué caradura!
-Pero eso fue sólo al principio. Después me enamoré de verdad. Tú lo sabes bien.
-¿Que si lo sé? Ya lo creo. Mirad -se pone ahora la Sofi en plan cotilla-, era un novio pesadísimo, a todas horas queriendome meter mano...
-A ver, estábamos siempre a dos velas, deseando pillar algo -replica el Benítez.
-Sí, pero era demasiado. Con lo que yo lo quiero y lo que me hace sufrir este hombre, muchachas. Ahora con los cuadros éstos tan impresentables, y de mocito con el acoso constante para acostarse conmigo antes de la boda. No os podéis ni de figurar las astucias que tuve que inventar para llegar virgen al altar. ¡Qué hombre más cansino!
-Como todos Sofi, como todos -se compadece la Peque mirándome de soslayo.
-Como éste mío, no. Para que veáis cómo sería la cosa, lo desesperado que debía estar, que el mismo día de nuestra boda, nada más salir de la iglesia, obligó al taxista que nos llevaba a Sevilla a parar un momento en la puerta de nuestra casa con algún pretexto. Me hizo bajar del coche a mí también y, ya en la casa, a toda prisa, levantándome como pudo el vestido de novia, me pegó el primer revolcón en nuestra cama inmaculada. Con la premura y la intranquilidad del momento, yo ni me enteré, niñas. No noté nada.
-Por Dios Benítez -le digo sin recato- tú estabas más reprimido que nosotros en el seminario, tío.
-¡Digo!
Han vivido holgadamente. A la muerte de sus padres, la Sofi heredó la tienda, para regocijo del marido. Luego, las ventas de bodegones y retratos en los que se prodigó el Benítez en su primera etapa les proporcionaron réditos suficientes como para traspasar una tienda que ya le venía larga a las piernas varicosas de ella y comprarse una casa en el centro del pueblo. Hasta que el pintor convirtió su obra en un testimonio crudo, estrafalario e irreverente de su nueva condición de ateo y de ácrata. Las ventas cayeron en proporción directa a sus extravagancias de genio incomprendido por todos. Y la primera, su mujer.
-Esto es un sinvivir -se dirige la Sofi a la Paqui y a mi Peque con mucho sentimiento.
-Pero ¿por qué, mujer, con lo bien que estáis?
-Con lo bien que podíamos estar, queréis decir.
-Anda mujer, no seas exagerada -tercia el marido.
-A ver, ¿vosotras creéis que hay derecho a esto? Para mí es un sufrimiento. Todos los cuadros colgados en la sala, ya lo habéis visto, son de sus modelos, mujeres jóvenes y desvergonzadas en posturas provocativas. Y yo teniéndolas que ver a diario, en los cuadros y en persona. El colmo es que la virgen del Perpétuo Socorro de la cabecera de nuestra cama, obra suya, tiene toda la cara de su modelo preferida, una mujer de muy malas voces aquí en el pueblo, que sé yo que es ella. Con lo devota que siempre he sido y ahora no puedo ni rezarle a mi virgen.
-¿Y por qué no? -dice el Jaime distraído con un polvorón.
-¿Por qué va a ser? ¿Le voy a rezar a una virgen prostituta? -Y a pesar de su pesadumbre no tuvimos más remedio que hartarnos de reír. Y sigue: -En un pueblo como éste todo se sabe, claro, y tengo que pasar la fatiga de imaginarme los cuchicheos de los vecinos cuando ven el desfile de pimpollos que entran en mi casa.
-Mujer, es mi trabajo -protesta el Benítez tímidamente-, yo las veo de otra manera, no estoy pensando siempre en lo mismo, como tú crees.
-Sí, sí....
-Sofí y usted qué hace mientras su marido pinta? -le pregunta la Paqui.
-¿Yo? Mira, cojo mi sillita baja, me siento al pié de las escaleras y me pongo a rezar el rosario. -Ahora sí que tuvimos que reírnos a carcajada limpia.
-El rosario, Dios mío, ¡qué antigua, Sofi!
-Un sinvivir, ya os digo. Ahora, esperando a que bajen de arriba. Si el Benítez baja con ojillos lujuriosos pienso, ea, ya lo han calentado esas sinvergüenzas. Y si pasa de mí pienso, ea, ya viene satisfecho. Un sinvivir, lo que yo os diga.
Y el Benítez callado y con media sonrisa.
¡Cómo te lo montabas, cabronazo!
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