Mi amiga Begoña es de san Sebastián. Lo digo ya de entrada para que nadie se llame luego a engaño. Aunque cada vez menos afortunadamente, todavía quedan andaluces con vascofobia. Hace cinco años pasé dos meses viviendo allí, en Donosti, como dicen ellos, y os digo que no hay motivo para mantener ese sentimiento de rechazo. Ni mucho menos. Más bien al contrario. Los vascos serán muy suyos, muy brutotes, claramente diferenciados no ya por su Rh sino por su exuberante orografía, sus peculiares facciones y su cultura gastronómica, pero cuando te acercas a ellos te das cuenta de que son, de entre los españoles, los que más se nos parecen. Viven la calle, las playas, las tabernas, la comida, la juerga y los viajes con la misma intensidad que nosotros, si no más. Y les encanta Andalucía. Sólo por eso, por justa reciprocidad a la devoción que ellos nos tienen, deberíamos corresponderles. No hablo de ETA, claro está. No he conocido a ninguno de esa banda criminal. He convivido, sí, en el hospital de allí, con varios internistas de la cuerda abertzale. De acuerdo, son los garbanzos negros de una familia, la vasca, generosa, abierta y noble. De mi breve y fructífera estancia allí he recolectado un buen montón de amigos. Begoña, por ejemplo.
Fui a san Sebastián a regañadientes, enviado por mi jefe para iniciarme en una novedosa manera de enfocar la asistencia médica llamada "medicina basada en la evidencia". Aprendí mucho, me gustó, es cierto, porque los médicos nos enganchamos enseguida a cualquier cosa que suponga una novedad, una innovación en nuestro quehacer diario. Sin embargo el botín más importante que recogí no fué el científico sino el humano. No conseguía encontrar apartamento por Internet; o eran excesivamente caros o estaban ocupados. Llegaba la hora de partir y me veía durmiendo en un hotel los primeros días. Y me acordé, de estas veces que se te enciende la bombilla, de mi amigo Jesús Cantarero. "Oye Jesús, tú que conoces bien aquello, ¿cómo me las arreglaría para alquilar un pequeño apartamento?, que es que no hay manera". "Es carísimo todo, tío" -me contesta-, "pero espera unos días que hable con Begoña, a ver qué podemos hacer".
A Jesús lo conozco desde chico, del seminario. Aunque abandonó pronto la santa casa, no hemos dejado de vernos de manera más o menos esporádica. Primero en el Séneca, donde coincidimos en Preu y luego, ya más tarde, en las asambleas anuales de los curillas. Mi conocimiento de Begoña, sin embargo, había sido mucho más reciente y mucho menos intenso, lógicamente. Habían previsto ambos que viviría en un caserio que tienen ellos en el campo. Pero al final no fue así. Jesús conoce mis miedos y no las tenía todas consigo. No acababa de verme viviendo solo en un caserío, precioso por cierto, perdido en la selva entre san Sebastián y Hernani. Les metió toda la bulla que pudo y alguna más a Ramiro y a María José para que me buscaran algo ya, un apartamento expréss. Y vaya si lo hicieron. Viví a cuerpo de rey en pleno centro. Y barato...dentro de lo que cabe allí.
De esta manera se inició mi historia de amor con los vascongados. Me acogieron como familia, hicieron que me sintiera protegido en todo momento, deseé, incluso, un poquito de soledad, de tanto como me apabullaban para que no me sintiera solo; profanaron mi sagrada rutina, había que salir cada noche a tomar unos pinchos, me sacaban literalmente de mi pisito tan cómodo, tan céntrico, tan cálido. María José es una gitana a la que le cambiaron la cuna. Nadie diría que es vasca. Si investigara un poco quizás descubriría que fue una niña robada que viajó desde Jerez a Donosti. Es un torbellino de energía sin control. Ramiro es un flamenco con pintas y gustos de señorito andaluz. No se pierde una corrida y menos si torea su amigo Morante. Ellos dos y toda su cuadrilla (en el argot suyo) son amigos nuestros de por vida.
Hoy toca Begoña. La conocía de antes, como digo, aunque de una manera muy superficial. Pero con motivo de mi estancia allí hemos intimado como amigos de verdad. Entre otras cosas porque cada vez que Jesús y Begoña subían desde Écija era obligado el festolín en alguna de las sidrerías de Astigarraga, tiene guasa los nombrecitos que le ponen a sus pueblos esta gente.
Ambos, Jesús y Begoña, se avienen perfectamente a mi teoría de la complementaridad en las parejas. La supervivencia en el tiempo de una pareja tiene que ver con muchas cosas, ya lo sé, posiblemente con saber mantener el enamoramiento, con ver graciosas las arrugas y pintorescos los colgajos, con la compañía de envejecer juntos, con una química de atracción emocional que no cesa...Pero también con el hecho de ser caracteres muy distintos, complementarios. Siempre he defendido esa teoría. La impulsividad de Jesús frente a la placidez de Begoña; lo atrevido, casi temerario, del uno frente a lo retraído y discreto de la otra; la brusquedad del varón frente a la serenidad y templanza de la mujer.
Cuando uno conversa con Begoña se siente muy confortado; es una persona que transmite serenidad y al mismo tiempo distinción. Se sale un poco del perfil nuestro tan andaluz de dicharachería. Es discreta y recatada, pero no ñoña. Su elegancia natural no se riñe para nada con su cálida dulzura. De tan prudente como es nos esconde su alma valiente tras una apariencia corporal engañosa de excesiva fragilidad femenina. De fuerte y arraigada cuna campesina, huérfana de padre desde chica, hubiera sido una candidata excelente para la cuerda abertxale. Pero tuvimos suerte. Su madre, aún sin saber todavía hoy hablar bien el castellano, una vasca aguerrida y montaraz, se preocupó en darle una formación y sacarla de la servidumbre del campo. Los vericuetos inescrutables de la vida hicieron que un día conociera y se enamorara de un veterinario ya madurito, un rubiasco chulito cordobés que, por motivos laborales, vivía en san Sebastián.
Se casaron un buen día, fueron felices, tuvieron dos hijos y, pasado un tiempo, entre vivir en Donosti y visitar Écija periódicamente, optaron por la viceversa. Viven en Écija gran parte del año y visitan san Sebastián cada dos por tres. El caso de esta pareja es la excepción a la regla universal proclamada por mi amigo Frasqui que dice que el hombre casado no tiene pueblo, su pueblo es el de su mujer. Pues al revés. Es curioso que siendo vascos Begoña y sus hijos hayan decidido vivir con nosotros, en Andalucía. O Jesús tiene más cojones que el caballo de Espartero (que pudiera ser) o, decididamente, aquí se vive mejor que allí. O por lo menos con más tranquilidad. ¡Cualquiera les dice a los hijos ahora que se vayan a vivir al país vasco! Se sienten más andaluces que nosotros mismos.
Begoña ha heredado de su madre un campito de yerbajos y manzanos en Hernani, su voz de terciopelo, mucha clase y sabiduría rústicas...y unos riñones poliquísticos. Para los no entendidos os diré brevemente que esta enfermedad produce, una vez llegada la edad adulta, insuficiencia renal crónica y progresiva; sí, esa enfermedad que precisa de la diálisis para poder vivir. Su madre sobrevive gracias a un transplante renal. Lo sabía desde chica, pero esta dolencia no empieza a dar problemas hasta que eres adulto. Siempre se ha resistido a la idea de tener que dializarse; nunca lo ha aceptado. Tanto ha sido así que ha minimizado los síntomas, se ha hecho siempre la fuerte para negar la enfermedad. Siempre se ha rebelado contra ella. Hasta que ha logrado vencerla.
Su ansiado milagro se ha convertido en una realidad hermosa y patente. No ha saboreado nunca el amargor metálico de la diálisis. Jamás su sangre ha salido de sus venas para conocer circuitos artificiales y extraños ni atravesar filtros de polímeros. Nada de máquinas ni de cables, nada de sometimiento a una rutina tan esclavizadora. Sangre la suya muy envenenada, sí, pero libre en su cuerpo. Libertad. Y todo ello por haber recibido graciosamente un riñón de donante vivo. Lo que todo dializado desea. Se lo ha merecido sobradamente, cualquier paciente renal se lo merece, pero ella se lo ha currado a base de bien. Ha porfiado durante años, incluso contra sus propios médicos que le pedían paciencia. "Todo a su momento", le decían, "ya veremos cuando llegue la hora". Pero ese mensaje no era el que ella quería escuchar. Se ha adelantado a todo con la constancia y convicción de que lo conseguiría. Para más dificultad, Jesús no fue compatible y ninguno de sus dos hijos podía ser candidato al estar ambos presuntamente amenazados por la misma enfermedad, aún en estado silencioso.
El regalo vino por parte de su único hermano. Sus riñones afortunados, capaces de esquivar tal dolencia, eran compatibles con los de la hermana. Y no lo dudó un instante. "Podría haber sido al revés, hermana, que tú fueras la buena y yo el enfermo. Tampoco lo habrías dudado. La herencia de nuestros padres, a medias: un riñón para cada uno". Es fácil decirlo, más fácil aún para cualquiera de nosotros, ajenos al conflicto de miedos y de sentimientos encontrados. Desde la barrera todos lo decimos: yo daría sin reparo un riñón a cualquiera de mis hermanos o de mis hijos, incluso a mi mujer, si lo necesitasen. Pero luego hay que estar ahí, con dos cojones, como este hombre vasco a quien ni siquiera conozco y a quien admiro por su gallarda generosidad.
Ahora sí lo digo a boca llena: gracias a Dios, todo ha salido bien. Es curioso, cuando las cosas salen bien es gracias a Dios, cuando salen mal es gracias a los médicos. Somos así. "Aún confesándome descreído he rezado por ella", le dije a Jesús. "Tú y una legión más, me contesta, hemos notado eso que llaman energía positiva, todo ha salido mucho mejor de lo que uno podía esperar". Se lo merecen. Ambos. Cualquiera puede entender que la situación vivida afecta tanto a la paciente como al marido. Jesús es muy fuerte de espíritu, de ánimo, de carácter, no se amilana fácilmente; lo he visto discutir a tumba abierta de temas tan peligrosos como el de los presos políticos o la vulgaridad del Rh o la españolidad de todos los vascos, aunque a pesar de algunos, en pleno bulevard de san Sebastián, como si dijéramos la plaza del pueblo; se mofa de mi canguelo por mi arritmia cuando la suya es más peliaguda y permanente y no le impide hacer cada día diez o doce kilómetros corriendo como un gamo por aquellas montañas solitarias o como una liebre por la ribera del Genil. No, no se asusta fácilmente. Pero esto ha sido distinto.
Sin querer yo entrar demasiado en sus miedos inconfesables ni en su ansiedad disimulada, como si nada pasase, sí os puedo adelantar que ha conocido en carne propia el duro y empinado camino de la burocracia médica para estos casos tan delicados. Se necesita un año entero para recopilar informes médicos de todo tipo, del cardiólogo, del urólogo claro está, del neumólogo, hasta del psiquiatra, coño. De ambos, de Begoña y de su hermano. Y, por último, el visto bueno de un juez. La Biblia en verso. Con el agravante de que algunos de los informes elaborados en san Sebastián no eran aceptados por el equipo de Córdoba, conflictos administrativos de competencias y otras pollas en vinagre. Ha tragado con todo con mucha más paciencia y templanza de la que se le pueda imaginar. Todo sea por el buen fin del arduo proceso, de todo este larguísimo procedimiento, de la misma manera que son pocas las alarmas y las defensas con que se arma un pesquero vasco para que llegue a buen puerto y no se vea asaltado por una banda de piratas somalíes. Algo así.
"Me siento como con mucha más energía, con muchas ganas de hacer cosas, como si hubiese cumplido treinta años ahora", me decía una semana después del transplante, cuando ya su nuevo riñón filtraba mejor, si cabe, que la depuradora de la piscina del Agustín. "Pues ten cuidado, chica, bromeaba yo, que Jesús no aguanta ya la briega de una tía tan nueva".
Aunque parezca un tópico muy manido, no hay nada como la salud. En eso estamos todos de acuerdo. Este año que agoniza, en el que disfrutaremos las fiestas navideñas más tacañas de nuestra vida por mor de la crisis, los Reyes Magos les han adelantado a nuestros amigos Jesús y Begoña el más preciado de los regalos posibles. Felicidades a ambos. Feliz Navidad para todos.