Hoy me he presentado en casa con una bolsa del Carrefour llena de alubias, garbanzos, lentejas y chícharos embasados al vacío. Ayer fue un estuche del Hipercor con media tripa de caña de lomo. Hace unos días, una cajita con tortas de Alcalá...Por si acaso fuera cierto eso de que hoy se va a acabar el mundo. Aunque ya a las horas que son...En estas fechas cercanas a la Navidad recibo, como cada año, regalos de mis pacientes. "¿Qué me traes hoy?", me espera la Peque en la puerta de la cocina. "Oye, tú no necesitas hacer la compra para la Navidad, eh", me dicen mis compañeros con una pizca de envidia en sus medias sonrisas.
En fin, son regalos humildes de gente humilde. Ya me he acostumbrado, aunque me siento algo avergonzado saliendo del hospital con más bolsas que manos. Antes, les reñía a mis pacientes para que no me trajeran nada, pero era inútil. La gente tiene necesidad de expresar su agradecimiento de una manera tangible. Si no es así creen ser unos desagradecidos. Y llega un momento en que lo comprendes y lo aceptas gustoso. Si se trata de chacinas o de dulces no parto peras con nadie, me los llevo a casa; sin embargo, los botes de aceitunas aliñadas u otras conservas caseras las reparto entre el personal de las consultas. Y se quejan en broma: "nos das sólo lo que no te gusta". A ver.
Pero ya no es lo que era, ni mucho menos. Hace unos años podía buenamente atesorar en mi despensa cinco o seis jamones de bellota de incontables jotas, varias cajas de vino, de esos de reserva, y cestas variadas de El Corte Inglés. No daba abasto, tenía que repartir género entre mi Manolo, mi cuñada Miki y las comilonas con mis amigos los de Sevilla. Eso era antes; la cosa ha dado un bajonazo de cuidado.
La crisis, diréis. Pero no. No es la crisis. En mi caso lo que ha sucedido es que las personas que me hacían regalos de cierto postín se me han ido muriendo poco a poco. Y no ha habido relevo generacional, digamoslo así.
-Chiquillo, ¿y tú por qué dejas que se te mueran? -se me pone mi suegra con ese humor tan irónico que tiene.
-Antonia, yo procuro que no ocurra, pero pa que veas cómo son las criaturas, por más que lo intento, nada, que se me mueren.
-Pos vaya médico...
Un día de éstos os hablaré de un paciente que tengo, que es millonario. Aunque tan rácano como yo, conmigo se pasa de dadivoso. Llega a los aparcamientos del hospital con su coche cargado, pega su maletero al de mi coche y en un santiamén hace el trasvase. Y yo allí, con mi bata blanca de médico, muerto de vergüenza.
-Pero Manolo ¿no sería mejor y más discreto que me enviaras los regalos por Seur, por ejemplo?
-¡Qué va, Rivera! A mí me gustan las cosas, personales, a la cara. - Es así el hombre, no tiene remedio.
-Oye -le provoco- tú no me harás el feo de morirte y dejarme sin mi jamón de Navidad, ¿verdad que no?
-Menos cachondeo, Rivera, que yo soy muy superticioso.
Nos reímos un rato, él se va para el pueblo y yo regreso a la consulta. Mientras maniobra para salir, baja la ventanilla y me dice:
-Rivera, asegúrate que has cerrado bien tu coche, que no me fío de estos gorrillas que andan por aquí.
-Anda, anda, vete ya de una vez. Y ¡Feliz Navidad!
-Felices Pascuas -se despide riéndose-, besos para la mujer y la hija y una patá pal perro. -Es bruto de verdad.
Y más mísero que yo.
Pero ya no es lo que era, ni mucho menos. Hace unos años podía buenamente atesorar en mi despensa cinco o seis jamones de bellota de incontables jotas, varias cajas de vino, de esos de reserva, y cestas variadas de El Corte Inglés. No daba abasto, tenía que repartir género entre mi Manolo, mi cuñada Miki y las comilonas con mis amigos los de Sevilla. Eso era antes; la cosa ha dado un bajonazo de cuidado.
La crisis, diréis. Pero no. No es la crisis. En mi caso lo que ha sucedido es que las personas que me hacían regalos de cierto postín se me han ido muriendo poco a poco. Y no ha habido relevo generacional, digamoslo así.
-Chiquillo, ¿y tú por qué dejas que se te mueran? -se me pone mi suegra con ese humor tan irónico que tiene.
-Antonia, yo procuro que no ocurra, pero pa que veas cómo son las criaturas, por más que lo intento, nada, que se me mueren.
-Pos vaya médico...
Un día de éstos os hablaré de un paciente que tengo, que es millonario. Aunque tan rácano como yo, conmigo se pasa de dadivoso. Llega a los aparcamientos del hospital con su coche cargado, pega su maletero al de mi coche y en un santiamén hace el trasvase. Y yo allí, con mi bata blanca de médico, muerto de vergüenza.
-Pero Manolo ¿no sería mejor y más discreto que me enviaras los regalos por Seur, por ejemplo?
-¡Qué va, Rivera! A mí me gustan las cosas, personales, a la cara. - Es así el hombre, no tiene remedio.
-Oye -le provoco- tú no me harás el feo de morirte y dejarme sin mi jamón de Navidad, ¿verdad que no?
-Menos cachondeo, Rivera, que yo soy muy superticioso.
Nos reímos un rato, él se va para el pueblo y yo regreso a la consulta. Mientras maniobra para salir, baja la ventanilla y me dice:
-Rivera, asegúrate que has cerrado bien tu coche, que no me fío de estos gorrillas que andan por aquí.
-Anda, anda, vete ya de una vez. Y ¡Feliz Navidad!
-Felices Pascuas -se despide riéndose-, besos para la mujer y la hija y una patá pal perro. -Es bruto de verdad.
Y más mísero que yo.
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