Una amiga, a quien tengo un especial cariño y conocida por muchos de vosotros, me envía un e-mail de felicitación navideña con este dictado: felices fiestas de invierno y feliz año 2013. Me ha sorprendido, la verdad. Según este modo de ver las cosas, las fiestas de invierno son las navidades de toda la vida; las fiestas de primavera han de ser, supongo, la Semana Santa; las del verano serán los días de la feria de mi pueblo, a mediados de Agosto, en que se conmemora la Asunción de la Virgen; y las de otoño son el puente de todos los Santos. O a lo mejor el del Pilar. O mismamente san Miguel. Parece evidente que detrás de este mensaje subyace una clara intención de laicismo.
Por todo lo demás estoy dispuesto a pasar; reconozco que la Iglesia ha convertido en cosa de su propiedad antiguas fiestas paganas relacionadas con los solsticios, pero la Navidad que no me la toquen. Aunque antiguamente fuese la fiesta pagana del sol invicto. Vamos a ver: yo me considero el hombre más laico del mundo después de mi amigo Antonio Pintor. Soy un convencido de que las religiones, cualquiera de ellas, no deben inmiscuirse en la vida pública de las personas ni, mucho menos, de las instituciones del Estado; defiendo que las creencias religiosas pertenecen al ámbito de lo privado, allá cada cual con su conciencia; que las distintas confesiones deberían de autofinanciarse con las cuotas particulares de sus socios, con donaciones y herencias de creyentes potentados que pretenden conseguir indulgencias imposibles tales como hacer pasar un camello por el ojo de una aguja; lo que quieran, pero que son ellas las que tienen que sufragar sus gastos; que los mensajes, consejos, recomendaciones, órdenes y prohibiciones que emanan de sus jerarcas sólo les afectan a los respectivos acólitos y que no tienen carácter universal ni infalible; que la Religión no debería ser materia de escolarización, sino impartida en las iglesias por los correspondientes catequistas...Todo lo que queráis y más. Pero la Navidad..., ¡por Dios santo!
La Navidad rememora, es verdad, el nacimiento de Jesucristo; pero de eso hace ya mucho, hombre. Yo ni me acuerdo. Ahora se ha convertido en una festividad social, más incluso que religiosa. La Navidad trasciende lo puramente religioso y litúrgico para hacerse sentimiento y emoción. Utilizando un simil médico, la Navidad es el ARN mensajero de nuestra alma, el que transmite y codifica las proteínas de nuestro corazón emocional: el cariño, la amistad, la fantasía, la solidaridad...Y para ello no hace falta asistir a la misa del gallo ni adorar al Niño en el Belén de la iglesia. Eso se lleva dentro. Ya estoy sintiendo la emoción de los días que se nos avecinan y, sin embargo, todavía, a día de hoy, no ha montado la Peque el portalito de mi casa. De mañana no pasa, Peque.
Ya sabemos que soy un nostálgico, vale. Y me tendréis que aceptar tal cual. En mi credo vivencial, la Navidad es la fiesta de las fiestas, la fiesta por excelencia. Y creo que es así por lo profundo y sentido de nuestros recuerdos de niño. Yo no me acuerdo, siendo un chaveílla, de la Semana Santa (bueno, sí, quizás por los tambores) ni de los puentes festivos (cosa moderna, en mi pueblo el único puente conocido era el de Benamejí) ni de las vacaciones de verano ni, casi, de la feria de mi pueblo. Pero son imborrables las imágenes de las navidades archivadas en mi disco duro cerebral. De por vida. La Navidad era y es muchas cosas y todas ellas bonitas: el "aguilando" exigido por las calles y por las casas a fuerza de desgañitarnos con el estribillo del mismo villancico; la pandereta con chapas aplastadas de los tapones de botellines de cerveza; la zambomba manufacturada con la vejiga de la matanza; el plato de mantecados pegajosos y la botella de anís presidiendo ambos la mesa del cuerpo de casa; el despertar sobresaltado del día 6 de enero por encontrar unas tristes zambombitas y caramelos en las botas del campo de mi padre y, quién sabe si este año, una pistolita de mixtos; y luego, algunos años más tarde, el reencuentro emotivo con mis padres y mis hermanos después de largos meses de abandono en los Ángeles. Nieve, no; la Navidad en mi pueblo no es blanca, es de colores; del color verde de los olivos, del color azabache de las aceitunas en el campo, del color pajizo de las candelas de los aceituneros, del color nacarado de los primeros almendros en flor.
Hablo sólo de sentimientos; dejo para otros más versados la consideración de la Navidad y de los motivos navideños como parte muy importante del acervo cultural del mundo occidental. Tampoco es cosa de renunciar así como así a esta tradición tan arraigada en nuestra cultura y en nuestras costumbres. A mí me ocurre con la Navidad algo parecido a mi sentimiento por la Virgen del Carmen de mi pueblo. Yo seré un descreído, un ateo si queréis, pero la Virgen del Carmen es otra cosa, es un sentimiento de identidad colectiva, es el alma de mi pueblo, ¿cómo coño voy a renegar nunca de ella? Imposible. Pues eso.
¡Claro que no comparto la Navidad consumista de hoy! Y menos que ningún otro, yo, un tío rácano donde los haya. Los únicos regalos que mantendría son los de los niños. Para los adultos, el amigo invisible y ya está. Los Reyes Magos representan el día más grande del año para un niño; sólo hay que tener ojos para ver sus caritas de ilusión y fantasía al paso de las cabalgatas. Yo todavía creo en ellos. Para mí, la Navidad hoy es el encuentro con la familia y los amigos del pueblo, la comunión familiar al lado del Portal, los villancicos rancios y antiguos, campana sobre campana, el generoso reparto del "aguilando" de los abuelos a los nietos, el frío que pela, las calles iluminadas y rutilantes...Y todo ello envuelto en un sentimiento especial de estar viviendo días mágicos.
La Navidad del año 1964 ha sido la única que he faltado de mi casa. Fue mi primer año de seminario. Entramos muy tarde en los Ángeles, quizás por octubre, y los curas pensaron que era muy pronto para volver a casa, que todavía no nos habíamos aclimatado a la sierra helada y que si nos íbamos de vacaciones más de cuatro no hubiesen regresado luego. Y pasamos las navidades en Hornachuelos rodeados de curas, aburridos de rezos, con nuestros babis canela y nuestras negras y recién estrenadas sotanas. A escondidas todos lloramos. A ratos. Luego enseguida te distraes con la pelota en el patio o con las peleíllas de unos con otros. Con doce años la tristeza no dura mucho. Aquello fue una pequeña crueldad, es verdad. Hasta la Semana Santa del 65 no vimos a nuestra familia. Seis meses. Cuando llegué a mi casa mi hermanito Juan, con cinco añitos, no me reconocía. Y yo ni me acordaba de la cara de mi Frasco, un bebé de diez meses. Mira tú qué lástima. Y a pesar de todo, amamos a esa tierra, a esas montañas inhóspitas, como si fuesen parte nuestra.
A mí que me dejen de tonterías. Con las cosas del querer no se juega. Por muy laico que uno sea, en mi casa y mientras no me falte el juicio, mi Peque montará nuestro Belén sobre el poyete de la chimenea en todas y cada una de las fiestas de invierno, ¿a que sí, Peque?
¡Felices fiestas, otra vez, y feliz Navidad!
Jose Maria te deseo Felices Pascuas a ti y a toda tu familia.
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