Nunca hasta ahora había tenido un paciente argentino en mi consulta. Los tengo, sí, pacientes foráneos de dispar jaez y color: negros verdosos nigerianos, oscuros marroquíes, parduzcos chilenos, bronceados mejicanos..., casi todos ellos bien asentados en España, legales en el sentido rajoyniano de la palabra. Pero ningún argentino, no sabría decir por qué. Bueno, ya sí que lo sé: con uno basta. Y ya tengo el cupo.
¡Qué intensidad de hombre! Y ni siquiera es él mi paciente, sino su madre a quien sirve de lazarillo. La pobre mujer, una anciana de ochenta años, española emigrada de niña en la postguerra, apenas pía. Tiene su poquito de corazón, su arritmia, su diabetes en los ojos que la tiene medio ciega y sus piernas abotargadas, pero va tirando. Quizás se pase de prudente porque sabe que el hijo no va a dar pespunte sin hilo. Es de estas personas obsesivas que lo traen todo apuntadito en una libreta de anillas. Un horror. Fijaros que desde hace cuatro o cinco meses que no veo a la madre la cantidad de cosas que este pesado ha podido anotar. Diez hojitas por lo menos: la tensión arterial diaria, los controles del azúcar, el pulso, las veces que defeca, si tal día, en una boda de una sobrina nieta, se jartó de gambas y luego estuvo dos o tres días con gota y con la tensión por las nubes, mire usted doctor, aquí está anotado, ¿lo ve usted?, este día fué la boda y fíjese en los días siguientes...Y uno que hace como que sí, como que sigue con atención cada una de las pejigueras de un hombre que parece vivir, pese a su lozanía, sólo para su sufrida madre.
-Tiene que ser duro para usted aguantar a este pelmazo todo el santo día, eh -bromeo con la madre-. Y los dos se ríen de mi ocurrencia.
-Y tanto que sí, doctor. No puedo descuidarme lo más mínimo, me trae las pastillas a la hora exacta, se pasa el día vigilándome. Una tiene ya su edad, ha pasado mucho...Y me parece que no hay que ser tan severa con una misma ¿verdad que no?
-¡Verdad! Aunque reconozco también que es difícil encontrar el equilibrio entre la obsesión perfeccionista por una parte y el abandono por la otra. A su edad de usted es necesario cuidarse, sí, pero tampoco hacerse una esclava de las medicinas ni de los médicos.
-¡Ni de este hijo mío!
-¡Bien dicho!
-Pero hombre, doctor, no le diga usted esas cosas que me la amotina -protesta el puñetero.
Hoy me trae una verdadera novedad. Han estado de vacaciones en Argentina durante un mes largo. La madre tenía muchas ganas de volver a ver a una de sus hermanas ya muy mayor y a punto de entregar la cuchara. Recuerdo ahora que, antes de partir, el hijo me pidió consejo sobre la conveniencia de un viaje tan incómodo para su madre tan delicada y que yo le dije que sí, que lo hiciera. Mala pata, vaya por Dios, al cuarto día de estancia allí la buena mujer, mi paciente, cogió una pulmonía. Y ahora comienza la aventura. "Mire doctor, una odisea, ustedes los españoles no saben lo que tienen. Aquí, en España, yo hubiera traído a mi madre a Urgencias, la diagnostican, la ingresan y al cabo de una semana o diez días, si todo va bien, a casa, ¿no es así?" "Sí, más o menos", le concedo. "Bueno, pues en la Argentina ni le cuento; allí, para que te vean en un hospital público tienes que llevar una recomendación o demostrar que vives en el barrio o que eres del partido que gobierna en esa ciudad. Si no es así te largan a casa con tu radiografía hecha y con las recetas de los antibióticos y tú te las arreglas". "No será tanto, hombre", intercedo por aquella sanidad pública. "¿Que no?, que se lo cuente mi madre". Y la mujer, callada, asiente con la cabeza. "Nosotros -prosigue enrrachado- llevábamos la recomendación de un concejal del ayuntamiento y aún así mi madre ni siquiera llegó a ingresar, sino que la dejaron durante cuatro días en una sala de observación. Cuando ya, al quinto día, le tocaba pasar a la planta le dieron de alta y terminó los antibióticos, los justos, en casa".
Viene muy a cuento esta historia en estos momentos en que sentimos amenazada nuestra sanidad pública. Desde fuera, desde el gobierno, pero también desde dentro, por nosotros mismos, los trabajadores. Entre todos tendremos que remar unidos para no dejar escapar unos logros que son la envidia del mundo. Con todo, no me imagino en España un escenario parecido al que refiere este hombre. Pero no hay que bajar la guardia. Cuando las barbas de tu vecino veas afeitar...Por muy crítico que yo sea, que lo soy, estoy entregado al sistema público, creo en él y por él me desvelo. Y sufro mucho con sus flaquezas. Por eso, hoy le perdono a este locuaz argentino toda su vacua palabrería, por hacer un elogio encendido de nuestra sanidad pública. Elogio justo, las cosas como son; elogio necesario para alimentar nuestras ganas de mejora.
-Además, doctor, allí, en el hospital, los médicos son todos chilenos, paraguayos, peruanos, colombianos... -se me pone en plan racista.
-Algún argentino habrá también, hombre -le replico.
-Pocos, muy pocos.
-Bueno, al fin y al cabo sudacas como vosotros ¿no? -me arriesgo un montón con la broma; pero es que me sale del alma.
-¡Qué bueno, doctor! Sudacas, sí, sí, sudacas. ¡Qué cachondo es usted!
Y pienso: ¡menos mal que se lo ha tomado bien! Mi amiga Paqui me repite una y otra vez que un día me voy a encontrar con la horma de mi zapato. Que soy muy imprudente. Yo creo que no. No sé..., tendré que considerarlo. Pero me parece que me va a poder siempre ese impulso de distraída desvergüenza. En fin..., genio y figura.
Felices Pascuas a todos.
¡Qué intensidad de hombre! Y ni siquiera es él mi paciente, sino su madre a quien sirve de lazarillo. La pobre mujer, una anciana de ochenta años, española emigrada de niña en la postguerra, apenas pía. Tiene su poquito de corazón, su arritmia, su diabetes en los ojos que la tiene medio ciega y sus piernas abotargadas, pero va tirando. Quizás se pase de prudente porque sabe que el hijo no va a dar pespunte sin hilo. Es de estas personas obsesivas que lo traen todo apuntadito en una libreta de anillas. Un horror. Fijaros que desde hace cuatro o cinco meses que no veo a la madre la cantidad de cosas que este pesado ha podido anotar. Diez hojitas por lo menos: la tensión arterial diaria, los controles del azúcar, el pulso, las veces que defeca, si tal día, en una boda de una sobrina nieta, se jartó de gambas y luego estuvo dos o tres días con gota y con la tensión por las nubes, mire usted doctor, aquí está anotado, ¿lo ve usted?, este día fué la boda y fíjese en los días siguientes...Y uno que hace como que sí, como que sigue con atención cada una de las pejigueras de un hombre que parece vivir, pese a su lozanía, sólo para su sufrida madre.
-Tiene que ser duro para usted aguantar a este pelmazo todo el santo día, eh -bromeo con la madre-. Y los dos se ríen de mi ocurrencia.
-Y tanto que sí, doctor. No puedo descuidarme lo más mínimo, me trae las pastillas a la hora exacta, se pasa el día vigilándome. Una tiene ya su edad, ha pasado mucho...Y me parece que no hay que ser tan severa con una misma ¿verdad que no?
-¡Verdad! Aunque reconozco también que es difícil encontrar el equilibrio entre la obsesión perfeccionista por una parte y el abandono por la otra. A su edad de usted es necesario cuidarse, sí, pero tampoco hacerse una esclava de las medicinas ni de los médicos.
-¡Ni de este hijo mío!
-¡Bien dicho!
-Pero hombre, doctor, no le diga usted esas cosas que me la amotina -protesta el puñetero.
Hoy me trae una verdadera novedad. Han estado de vacaciones en Argentina durante un mes largo. La madre tenía muchas ganas de volver a ver a una de sus hermanas ya muy mayor y a punto de entregar la cuchara. Recuerdo ahora que, antes de partir, el hijo me pidió consejo sobre la conveniencia de un viaje tan incómodo para su madre tan delicada y que yo le dije que sí, que lo hiciera. Mala pata, vaya por Dios, al cuarto día de estancia allí la buena mujer, mi paciente, cogió una pulmonía. Y ahora comienza la aventura. "Mire doctor, una odisea, ustedes los españoles no saben lo que tienen. Aquí, en España, yo hubiera traído a mi madre a Urgencias, la diagnostican, la ingresan y al cabo de una semana o diez días, si todo va bien, a casa, ¿no es así?" "Sí, más o menos", le concedo. "Bueno, pues en la Argentina ni le cuento; allí, para que te vean en un hospital público tienes que llevar una recomendación o demostrar que vives en el barrio o que eres del partido que gobierna en esa ciudad. Si no es así te largan a casa con tu radiografía hecha y con las recetas de los antibióticos y tú te las arreglas". "No será tanto, hombre", intercedo por aquella sanidad pública. "¿Que no?, que se lo cuente mi madre". Y la mujer, callada, asiente con la cabeza. "Nosotros -prosigue enrrachado- llevábamos la recomendación de un concejal del ayuntamiento y aún así mi madre ni siquiera llegó a ingresar, sino que la dejaron durante cuatro días en una sala de observación. Cuando ya, al quinto día, le tocaba pasar a la planta le dieron de alta y terminó los antibióticos, los justos, en casa".
Viene muy a cuento esta historia en estos momentos en que sentimos amenazada nuestra sanidad pública. Desde fuera, desde el gobierno, pero también desde dentro, por nosotros mismos, los trabajadores. Entre todos tendremos que remar unidos para no dejar escapar unos logros que son la envidia del mundo. Con todo, no me imagino en España un escenario parecido al que refiere este hombre. Pero no hay que bajar la guardia. Cuando las barbas de tu vecino veas afeitar...Por muy crítico que yo sea, que lo soy, estoy entregado al sistema público, creo en él y por él me desvelo. Y sufro mucho con sus flaquezas. Por eso, hoy le perdono a este locuaz argentino toda su vacua palabrería, por hacer un elogio encendido de nuestra sanidad pública. Elogio justo, las cosas como son; elogio necesario para alimentar nuestras ganas de mejora.
-Además, doctor, allí, en el hospital, los médicos son todos chilenos, paraguayos, peruanos, colombianos... -se me pone en plan racista.
-Algún argentino habrá también, hombre -le replico.
-Pocos, muy pocos.
-Bueno, al fin y al cabo sudacas como vosotros ¿no? -me arriesgo un montón con la broma; pero es que me sale del alma.
-¡Qué bueno, doctor! Sudacas, sí, sí, sudacas. ¡Qué cachondo es usted!
Y pienso: ¡menos mal que se lo ha tomado bien! Mi amiga Paqui me repite una y otra vez que un día me voy a encontrar con la horma de mi zapato. Que soy muy imprudente. Yo creo que no. No sé..., tendré que considerarlo. Pero me parece que me va a poder siempre ese impulso de distraída desvergüenza. En fin..., genio y figura.
Felices Pascuas a todos.
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