Hay cosas que no deberían pasar nunca. Aceptamos la muerte, que sería una de ellas; no nos queda más remedio. Incluso llego a más: racionalizo la muerte y puedo alcanzar a verla como algo necesario para la supervivencia de la especie, para el equilibrio cósmico o para que los creyentes puedan disfrutar de su Dios allende las fronteras terrenales. Acepto la muerte. Con dos cojones. Aquí estamos los adultos. Que venga cuando quiera. Pero vaya, que no hay prisa.
Lo que nunca aceptaré es la muerte de un niño. Eso es un contradiós, hombre. Deja a los niños en paz, mujer. Como si no hubiéramos en el mundo gente preparada y dispuesta...Ven a por nosotros y deja que los niños jueguen, se peleen, desobedezcan a sus padres, sean imprudentes y se metan, incluso, debajo de los tractores para coger caramelos...Son niños, coño ya. Déjalos, joer. Déjalos crecer, ya te los llevarás cuando engorden. Se conoce que tú, muerte rencorosa, nunca has sido niña. ¡Jódete cabrona! Puta muerte que se ceba con los inocentes.
Y menos el día mágico de Reyes. Es increíble. Uno asume el riesgo de morir cuando sale a la carretera o va de senderismo por sitios peligrosos o, más moderno aún, cuando se mete en una discoteca atiborrada. Pero un niño no puede morir mientras disfruta de una fiesta tan suya, tan mágica, tan esperada, tan inocente como la Cabalgata de Reyes. No puede ser. No me explico cómo esos padres puedan afrontar ahora el resto de sus vidas. No quiero ni pensarlo.
Hoy, día seis de enero, el día más mágico del año hasta para los adultos, es un día triste. Yo estoy triste. Y Málaga entera llora.
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