Uno, como médico, debería ser más estricto y estar mejor documentado a la hora de emitir opiniones y juicios de valor sobre temas relacionados con la salud. Naturalmente esto es así en el contexto de nuestras sesiones clínicas matutinas en las que, como ya sabéis, discutimos el manejo más adecuado de determinados pacientes complicados. Ahí uno se posiciona con argumentos sólidos. Ocurre, sin embargo, y es algo natural, que en las reuniones informales con los amigos, estando yo presente y obligado, por tanto, el tema sanitario, cada uno suelta por su boca lo último que ha escuchado en la tele o que le han enviado por e mail otros amigos desocupados. Teorías e historias de lo más peregrino cuando no pintoresco que adquieren rápidamente el refrendo universal de irrefutable verdad. Pasó (y volverá a pasar) con la combucha de Mercedes; ocurrió lo mismo con la dieta de sirope de la Peque; sucedió tal que así con las pastillas Árnica curalotodo del Palanco; ahora, la moda es el agua diamantina de la Paqui, lo mejor para el cutis femenino... Y entonces, metidos en harina dicharachera, yo mismo, liberado por el entorno de todo rigor científico, pontifico como un profano más. No está bien, ya lo sé, pero es divertido.
Claro que cuando yo teorizo y suelto mi versión de cualquier asunto médico en argot coloquial estoy extrayendo, sin darme cuenta, de una manera implícita, cosas y conceptos inadvertidos procedentes de ese poso de conocimiento y experiencias asentado de años y años de viejo en el oficio. Igual que cuando saco expresiones de mi pueblo que nadie entiende pero que para uno son de lo más normal del mundo porque lo llevas codificado desde chico. "Macho, el otro día subí la cuesta de mi calle atarragando, oye". Y mis amigos se meten conmigo por no saber qué sea eso de atarragar. Culpa de ellos. Que lo averiguen.
No sé si estaréis al tanto de que mi amigo Jaime se pone malo sistemáticamente los primeros días de sus vacaciones de verano. En alguna ocasión hasta nos ha hecho retrasar el viaje a los Pirineos. Costumbre, diréis. Bien, puede ser. Quizás sea para vosotros más conocido el hecho constatado de que muchas personas enferman de gravedad o incluso mueren al poco tiempo de su jubilación. Y nos lamentamos ¿verdad?; pobre, apenas ha podido disfrutarla, con lo bien que aparentaba...
Hoy he visto en mi consulta a un paciente, compañero médico, que a los pocos meses de la jubilación ha presentado una cascada sucesiva de achaques menores y mayores que lo traen en un sinvivir. "Coño", se me quejaba, "si lo sé no me jubilo".
A raiz de éste y otros casos de la consulta distraigo a mis amigos con mi teoría particular del enfermar. Consiste tal hipótesis en considerar a la enfermedad como un sujeto activo huérfano de cuerpo, una suerte de alma errante, que busca denodadamente dónde alojarse de balde y calentito. Algo parecido a lo de aquel perro sin amo de nuestros pueblos que, al tufillo del puchero, se colaba en la primera casa que veía entreabierta y, sigiloso, se cobijaba a escondidas bajo las enagüillas al ladito de la copa de picón. O a lo de estas gitanas de negro, eternas pedigüeñas, que se asoman a la puerta de mi suegra y, en viéndola distraida o que haya salido un momento a por los mandados a la tienda de manolillo, son valientes para enfilarse directamente a la cocina y dejar la alacena esquilmada. Vista la cosa así, la enfermedad sorprende a aquéllos que dejan resquicios en sus puertas, a aquéllos que se relajan en la custodia de su hacienda. No creáis que es invento mío. En realidad se trata de una teoría antigua que pretendía explicar el fenómeno biológico universal del envejecimiento por descuidos repetidos en la vigilancia inmune del organismo. Los animales, en general, poseemos un sistema de alerta y de defensa contra cualquier elemento externo al que no se reconozca como propio. Poseemos nuestra propia contraseña. Y los agentes nocivos que pretendan atacarnos desde fuera tienen que presentar el salvoconducto que les solicitan nuestros linfocitos, células sanguíneas que hacen de porteros, guardianes y soldados. Si dichos linfocitos se duermen en su turno de vigía estamos perdidos. O si, por el contrario, algún elemento pernicioso se camufla como espía y aprende la contraseña, entonces hace correr la voz...Y la hemos jodido.
Bueno, pues esto es lo que yo digo, que mientras estamos trabajando, ocupados con afán de nuestras cosas, de nuestros pacientes, del papeleo, de los niños, del recreo, del despertador, de la disciplina, en fin, que nos impone nuestra actividad diaria, nuestro cuerpo entero está en alerta. No hay lugar para una relajación prolongada. Una pequeña siestecita y ya está. Y este estado de excitación es beneficioso para el organismo. Un poquito de estrés nos mantiene vivos y expectantes. Sin pasarse, claro está. Si el exceso de estrés nos produce ansiedad y depresión, la ausencia del mismo nos lleva a la adinamia y a la apatía. In medio virtus. La jubilación (y las vacaciones) comporta el riesgo de una relajación excesiva, una despreocupación tal que pueda alterar el normal funcionamiento de nuestros sistemas de alarma; que nuestros linfocitos se contagien del feliz estado de su dueño y creerse que a ellos mismos también les ha tocado jubilarse. Y que en lugar de hacer sus rondas de vigilancia se echen a la bartola. Estamos jodidos.
Creo, de verdad, que un jubilado debe imponerse algunas obligaciones. No ha de bastar con leer, escribir sus memorias, hacer dos veces la ruta del colesterol de su pueblo o visitar museos y exposiciones. Tiene que ser algo que obligue, que requiera atención, disciplina y sacrificio. Un poquito. Cuidar de los nietos puede ser una de estas tareas, sí. O de los padres, que yo estoy viendo que el mío aguanta todavía lo que haga falta. O matricularse, de nuevo, en la universidad de adultos. Lo suyo sería que cada cual buscase una actividad placentera y útil relacionada con su oficio de siempre. Mi amigo Ángel, por ejemplo, lleva la contabilidad de una comunidad de hermanitas de la caridad; nuestro amigo el Luna asume ciertas tareas de dirección en su escuela de toda la vida como asesor del actual equipo directivo; al Palanco, una vez recuperado del susto, le hemos asignado la misión de organizar nuestras escapadas de "aprieta el culo"; Jesús Cantarero sigue de maestro mamporrero de yeguas frígidas y de caballos torpes. ¡Qué oficio más excitante, tú! Escuchando a Jesús contar pormenores del procedimiento de cópula entre équidos me pregunto si no habré yo equivocado mi profesión... En fin, no nos distraigamos ahora con guarrerías, que conviene al jubilado afanarse en algo productivo que lo mantenga con ese cierto grado de tensión vital necesaria.
Al final va a ser verdad aquéllo de que la pereza es el origen de todos los males. ¿O era la lujuria?
Claro que cuando yo teorizo y suelto mi versión de cualquier asunto médico en argot coloquial estoy extrayendo, sin darme cuenta, de una manera implícita, cosas y conceptos inadvertidos procedentes de ese poso de conocimiento y experiencias asentado de años y años de viejo en el oficio. Igual que cuando saco expresiones de mi pueblo que nadie entiende pero que para uno son de lo más normal del mundo porque lo llevas codificado desde chico. "Macho, el otro día subí la cuesta de mi calle atarragando, oye". Y mis amigos se meten conmigo por no saber qué sea eso de atarragar. Culpa de ellos. Que lo averiguen.
No sé si estaréis al tanto de que mi amigo Jaime se pone malo sistemáticamente los primeros días de sus vacaciones de verano. En alguna ocasión hasta nos ha hecho retrasar el viaje a los Pirineos. Costumbre, diréis. Bien, puede ser. Quizás sea para vosotros más conocido el hecho constatado de que muchas personas enferman de gravedad o incluso mueren al poco tiempo de su jubilación. Y nos lamentamos ¿verdad?; pobre, apenas ha podido disfrutarla, con lo bien que aparentaba...
Hoy he visto en mi consulta a un paciente, compañero médico, que a los pocos meses de la jubilación ha presentado una cascada sucesiva de achaques menores y mayores que lo traen en un sinvivir. "Coño", se me quejaba, "si lo sé no me jubilo".
A raiz de éste y otros casos de la consulta distraigo a mis amigos con mi teoría particular del enfermar. Consiste tal hipótesis en considerar a la enfermedad como un sujeto activo huérfano de cuerpo, una suerte de alma errante, que busca denodadamente dónde alojarse de balde y calentito. Algo parecido a lo de aquel perro sin amo de nuestros pueblos que, al tufillo del puchero, se colaba en la primera casa que veía entreabierta y, sigiloso, se cobijaba a escondidas bajo las enagüillas al ladito de la copa de picón. O a lo de estas gitanas de negro, eternas pedigüeñas, que se asoman a la puerta de mi suegra y, en viéndola distraida o que haya salido un momento a por los mandados a la tienda de manolillo, son valientes para enfilarse directamente a la cocina y dejar la alacena esquilmada. Vista la cosa así, la enfermedad sorprende a aquéllos que dejan resquicios en sus puertas, a aquéllos que se relajan en la custodia de su hacienda. No creáis que es invento mío. En realidad se trata de una teoría antigua que pretendía explicar el fenómeno biológico universal del envejecimiento por descuidos repetidos en la vigilancia inmune del organismo. Los animales, en general, poseemos un sistema de alerta y de defensa contra cualquier elemento externo al que no se reconozca como propio. Poseemos nuestra propia contraseña. Y los agentes nocivos que pretendan atacarnos desde fuera tienen que presentar el salvoconducto que les solicitan nuestros linfocitos, células sanguíneas que hacen de porteros, guardianes y soldados. Si dichos linfocitos se duermen en su turno de vigía estamos perdidos. O si, por el contrario, algún elemento pernicioso se camufla como espía y aprende la contraseña, entonces hace correr la voz...Y la hemos jodido.
Bueno, pues esto es lo que yo digo, que mientras estamos trabajando, ocupados con afán de nuestras cosas, de nuestros pacientes, del papeleo, de los niños, del recreo, del despertador, de la disciplina, en fin, que nos impone nuestra actividad diaria, nuestro cuerpo entero está en alerta. No hay lugar para una relajación prolongada. Una pequeña siestecita y ya está. Y este estado de excitación es beneficioso para el organismo. Un poquito de estrés nos mantiene vivos y expectantes. Sin pasarse, claro está. Si el exceso de estrés nos produce ansiedad y depresión, la ausencia del mismo nos lleva a la adinamia y a la apatía. In medio virtus. La jubilación (y las vacaciones) comporta el riesgo de una relajación excesiva, una despreocupación tal que pueda alterar el normal funcionamiento de nuestros sistemas de alarma; que nuestros linfocitos se contagien del feliz estado de su dueño y creerse que a ellos mismos también les ha tocado jubilarse. Y que en lugar de hacer sus rondas de vigilancia se echen a la bartola. Estamos jodidos.
Creo, de verdad, que un jubilado debe imponerse algunas obligaciones. No ha de bastar con leer, escribir sus memorias, hacer dos veces la ruta del colesterol de su pueblo o visitar museos y exposiciones. Tiene que ser algo que obligue, que requiera atención, disciplina y sacrificio. Un poquito. Cuidar de los nietos puede ser una de estas tareas, sí. O de los padres, que yo estoy viendo que el mío aguanta todavía lo que haga falta. O matricularse, de nuevo, en la universidad de adultos. Lo suyo sería que cada cual buscase una actividad placentera y útil relacionada con su oficio de siempre. Mi amigo Ángel, por ejemplo, lleva la contabilidad de una comunidad de hermanitas de la caridad; nuestro amigo el Luna asume ciertas tareas de dirección en su escuela de toda la vida como asesor del actual equipo directivo; al Palanco, una vez recuperado del susto, le hemos asignado la misión de organizar nuestras escapadas de "aprieta el culo"; Jesús Cantarero sigue de maestro mamporrero de yeguas frígidas y de caballos torpes. ¡Qué oficio más excitante, tú! Escuchando a Jesús contar pormenores del procedimiento de cópula entre équidos me pregunto si no habré yo equivocado mi profesión... En fin, no nos distraigamos ahora con guarrerías, que conviene al jubilado afanarse en algo productivo que lo mantenga con ese cierto grado de tensión vital necesaria.
Al final va a ser verdad aquéllo de que la pereza es el origen de todos los males. ¿O era la lujuria?
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