No hace mucho se ha creado en mi hospital una comisión cuyo principal objetivo es la mejora en la humanización de la asistencia clínica. Me gusta. Me gusta mucho. Creo que ha sido una buena idea y deseo de corazón que funcione. El gran problema de las comisiones hospitalarias es que sirven de muy poco. No poseen capacidad ejecutiva ni carácter vinculante, sino que, en el mejor de los casos, se limitan a dar recomendaciones de buena práctica clínica. Algo es algo. Uno de los productos finales de esta comisión ha sido la elaboración de unas pancartas alusivas al buen trato sanitario, que se han colocado en sitios estratégicos del hospital, tales como la puerta de entrada, la entrada a Urgencias, el pasillo de las consultas externas..., sitios habitualmente bastante concurridos cuando no saturados. Una de esas pancartas tiene escrito en grande, en grafismo periodístico, el siguiente titular: PALABRAS QUE CURAN.
Oye, parece que me lo hubieran plagiado. Vosotros ya me lo habéis leído en más de una ocasión. El personal sanitario, en general, debe de poseer el don de la palabra. Una palabra tuya bastará para salvarme, le dijo una de las hermanas de Lázaro a Jesucristo. No llegamos a tanto, pero casi. He necesitado muchos años de oficio y muchas reprimendas de mi Peque para aceptar esa realidad: nuestras palabras tienen algo mágico, algo espiritual, algo capaz hasta de curar. Y nuestros gestos también. La palabra y la mirada. No sé si os he contado que una de las cosas que al final hizo que me decidiera por Medicina en vez de por Historia (que también me atraía) fue la mirada azul profunda de don Segismundo Menchero, un traumatólogo egabrense que me operó del menisco en el hospital de san Juan de Dios de Córdoba. Me cautivó. Quise ser y mirar como aquel hombre. Lo malo es que, seducidos por la tecnología al uso, los propios médicos estamos menospreciando la palabra como vehículo de curación. Casi sin darnos cuenta. El personal de enfermería cuida más que nosotros el lenguaje verbal y el gestual. "¿Qué te ha dicho el médico?", preguntan los familiares al paciente. "Nada; ni me ha mirado". Esta conversación que parece un chiste es en muchas ocasiones la pura verdad. Y es una lástima. Y una frivolidad. No tenemos derecho a desperdiciar algo gratuito y tan eficaz. Es nuestra obligación recuperar la palabra. El verbo cercano y amable.
Algunos días atrás he visto en la consulta a una mujer de setenta y tantos años. Viene acompañada por su hija a quien se le ve la mar de solícita y cariñosa con la madre. Su médico la envía porque, a lo que parece, la paciente está perdiendo memoria. Desde que enviudó, hará cosa de tres años, la mujer preside la asociación de familiares de Alzheimer de su pueblo como perita en la materia luego de larguísimos años de lucha y briega con su propio marido afectado por tal enfermedad. Y al final le ha cogido miedo. Está asustada, angustiada, por el temor a coger la enfermedad de tanto rozarse con ella.
-Doctor, es que lo mío es demasiado. Voy por la calle y me da fatiga tropezarme con alguien que me salude porque no me acuerdo de su nombre.
-Y cuando ese alguien ha doblado la esquina va y se te viene de pronto ¿verdad?, cuando ya no le hace a usted falta -apostillo.
-Vaya, eso es.
La encuentro perfectamente. Charla con coherencia de cualquier asunto de actualidad; lleva su casa ella sóla, hace los mandados, maneja el dinero y, como os he dicho, hasta preside una asociación de familiares de enfermos, con lo coñazo que tiene que ser eso. Me parece que no hay tema. No obstante le realizo un test rápido psicométrico que nos sirve como despistaje para la demencia. Y me saca un sobresaliente. Definitivamente nada de qué preocuparse. Se trata, y así se lo explico a ambas, madre e hija, de una cosa muy corriente que se llama pérdida benigna de la memoria. Un fenómeno biológico asociado a la edad. Sin más. Y miedo. Mucho miedo. Pero ella, la madre, como que no acaba de creérselo del todo.
-Mire, mujer, - y le cojo su mano mientras le hablo- verá que yo estoy bien ¿no? Yo me considero sano. Si estuviera un poquito demente no podría pasar la consulta ¿no le parece?
-Sí, sí, claro.
-Pues por las noches cuando estoy viendo una película en la tele no me sale el nombre del protagonista. Y sé quién es, pero no me sale. Pero es que a mi mujer le pasa lo mismo. Y nos retamos el uno al otro a ver quién lo acierta primero. Casi siempre ella, claro. Tiene tres años menos que yo -me río- y además que de siempre las mujeres han visto más películas que los hombres y casi se las saben de memoria. ¡Nicole Kidman, joer!, lo tenía en la punta de la lengua.
-Ya, pero es que yo voy a la tienda a comprar un kilo de chirimoyas y tengo que señalarlas con el dedo.
-Mujer, deje las chirimoyas para los granaínos. Lo que tiene que pedir son naranjas de la Algaba. Verá, le voy a hacer la prueba definitiva. Si la hace bien, se acabó la polémica ¿vale?
Y le pedí que pintara un círculo grandecito en un folio en blanco. Perfecto. Ahora, que pinte las horas como si el círculo fuese un reloj. Perfecto. Traza las doce, las seis, las tres y las nueve. Y luego, sin mediar ninguna otra orden mía, entremezcla el resto de las horas con una pulcritud y minuciosidad de una maestra escuela.
-Muy bien, Manuela. Son las doce menos veinte. Pinte ahora las agujas del reloj para que marquen la hora actual. -Y sin despeinarse pone cada aguja en el sitio correspondiente. Hasta se ocupa de rematar cada aguja con una minúscula flechita, al estilo de los Dogmas antiguos. Las doce menos veinte. -Ea, hemos acabado. Un viejo de setenta años que sea capaz de hacer esto tan requetebién no tiene Alzheimer. -Y cuando creí tenerla ya entregada, se pone la puñetera:
-Eso no tiene chiste ni mérito alguno, doctor.
-Pero por qué no?
-Porque yo he sido maestra de infantil y he hecho este ejercicio millones de veces a los niños.
-No tantos millones, señora maestra; ni tantas veces como chirimoyas ha ido a comprar. Sin embargo, no le sale la chirimoya y sí el reloj.
-¿Y eso qué quiere decir?
-Fácil. Está usted perdiendo memoria, por eso se le olvidan cosas, palabras, nombres...Pero conserva intactos el cálculo, la orientación, el entendimiento, los conceptos, la capacidad de abstracción, la inteligencia en definitiva. O sea, señora maestra: usted no tiene Alzheimer.
Le cambió la cara. La propia hija se lo notó.
-Hay que ver doctor, en media hora ha conseguido usted lo que nosotros llevamos meses y meses intentando. ¿No ha visto la cara que se la ha puesto? Si parece otra, por Dios.
-Doctor -se despide emocionada la maestra jubilada- no sé cómo agradecerle esto; sus palabras me han dado la vida.
Y podéis estar seguros: nada tan gratificante como eso para un médico.
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