jueves, 10 de enero de 2013

La puerta del futuro.

Discutiendo con mi hija y con mis sobrinos mayores de cuestiones relacionadas con el estudio y el esfuerzo personal como herramientas las más poderosas para el éxito profesional futuro, suelo pavonearme con una afirmación tan rotunda como falsa: yo no le debo nada a nadie; todo lo que tengo lo he conseguido sólo con mi trabajo y mi sacrificio de años. Naturalmente, no es verdad. Nadie puede sostener tal sofisma. Todos interactuamos con todos. Les arengo así  para abundar  lo más posible en el hecho cierto de que las cosas no caen del cielo sino que hay que trabajarlas con incansable denuedo.
Creo ser hombre agradecido. Me siento deudor de muchísima gente. Personas sin cuyo concurso y ayuda jamás hubiese salido de mi pueblo; otras que supieron conducirme con sabiduría y paciencia en mis años de seminario; otras, en fin, que me orientaron y enseñaron el mejor oficio del mundo. En estos escritos he hecho reseña en más de una ocasión de mi consideración y afecto por muchas de estas personas: la familia Carreira, por haber sido el sostén económico de mi casa paterna; mis maestros de escuela; mis amigos, los del pueblo y los del seminario, los curas, mis profesores de medicina...
Hoy quiero haceros partícipes de mi sentido agradecimiento a gente desconocida para vosotros hasta ahora. Personas de mi pueblo que tuvieron una decisiva intervención para que yo acabara en el seminario: los seminaristas mayores.
En mi época de monaguillo don Juan González Prieto, el párroco, no las tenía todas consigo. Dudaba muchísimo de mi capacidad y de mi vocación. Vamos a ver, con once años ¿qué sabía yo de vocación? Él prefirió siempre a otros monaguillos más formalitos, más educados, menos primitivos; niños que dirigían divinamente el rosario desde lo alto del púlpito sin limpiarse los mocos en las mangas del roquete; niños que no veían las películas censuradas en el cancel de la iglesia; niños que no iban al río a bañarse en pelotas (en pelotillas quiero decir) con sus amigotes; niños que, más que niños, parecían querubines. Yo no podía competir con ellos, claro está. De hecho, en septiembre del 63 uno de esos monaguillos aprobó y yo fui suspendido en el ingreso al seminario en una prueba consistente en convivir con otros aspirantes durante una semana en san Pelagio. Don Juan le dijo a mi padre que me rechazaron por mis faltas de higiene. Y era verdad. Las notas académicas fueron de sobresaliente, pero yo no sabía comer con tenedor y cuchillo, comía con las manos sucias; no usaba la servilleta (en mi casa todos los comensales compartíamos la misma); bebía sin pudor del vaso de mis vecinos de mesa...Y no me duché en toda una semana de septiembre..., en Córdoba.
Don Juan estaba por desahuciarme. Y así hubiera sido de no haber intercedido el grueso de los seminaristas mayores. Sin que yo supiera muy bien por qué, esta gente creía en mí. Ellos me daban clase de lengua, de matemáticas, incluso me iniciaron en el latín y debieron de atisbar un talento oculto e ignorado más allá de mis trazas tan primarias. Los más viejos de ellos, Pepe, Lorencito y José Antonio, ya teólogos y filósofos, pesos pesados en la sacristía, debieron convencer al cura para que me diera otra oportunidad en el curso siguiente. Y así fue. Hace de esto cincuenta años, posiblemente confunda realidad y fantasía, recuerdos y ensoñaciones, pero el sentimiento de gratitud ha estado siempre en mi corazón. Algo debió de haber. Sin el empeño de mi abuela y sin el apoyo de estos seminaristas yo no hubiera salido del pueblo. En la actualidad, dos son curas, otros dos han fallecido y los demás son buena gente que han dedicado sus vidas a lo que hemos mamado en el seminario: al servicio de las personas.
Pepe, Lorenzo, José Antonio, Frasqui Coera, Bernardo, Gregorio, Miguelito, Blas: muchísimas gracias por haberme ayudado a abrir la puerta de mi futuro.

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