Abundando más en el asunto de los regalos a los médicos os contaré hoy algunas anécdotas graciosas.
La gente espera que uno se acuerde de cada uno de ellos, de sus nombres, de sus caras, incluso de los pueblos donde viven. A mí también me gustaría, es verdad, y les hago a mis pacientes muchas preguntas personales en ese sentido. De algunos de ellos soy depositario de secretos y detalles que ni la propia familia conoce, se confiesan conmigo, como ya sabemos. Pero me resulta imposible acordarme de todos. Necesitaría para ello la memoria prodigiosa de mi abuelo Manolo "el pensaor". Quizás la tuviera siendo yo más nuevo, pero ahora...,¡hasta uso agenda!, algo irrisorio para mí hace unos años.
No me acordaba, la verdad, de esta mujer. Y debería haberme acordado. Se presenta tan pimpollita en la consulta a sus ochenta años.
-No me diga que no se acuerda usted de mí.
-Mujer..., sois las viejas tantas y tan iguales, que ahora mismo no caigo.
-Pero ¿cómo va a ser eso si hasta me llamó usted por teléfono a mi casa?
-A ver, dígame alguna cosa más, alguna pista.
-Venga: me dijo usted que con el tratamiento nuevo iba a correr como un perdigón.
Y es verdad, hombre, ahora caigo. Hay enfermedades muy agradecidas al tratamiento. Pocas, pero las hay. La de esta mujer es una de ellas. Se llama Polimialgia Reumática. Se ceba con los pobrecitos viejos y los deja envarados, rígidos, sin apenas permitirles mover los brazos ni caminar. Una de las pruebas que les hago es que intenten llevarse el brazo atrás todo lo que puedan, como si quisieran limpiarse el culo. Les da mucha risa, pero ni aún así lo consiguen. Tampoco pueden hacerse el moño, con lo que eso supone para una vieja, que la tengan hasta que peinar...Bueno, pues los corticoides (la cortisona para la gente) vencen a esta enfermedad en dos días. Literalmente.
-Ya está, mujer. Ya me acuerdo. Era un viernes ¿verdad?. Y le dije: el lunes está usted corriendo como un perdigón.
-Así fue. Vaya, un milagro.
-Ah, amiga...Pero ahora que lo pienso también me estoy acordando de una cosa que me dijo entonces. -Tan desesperada debía de estar el día de la primera visita que me prometió un millón (de pesetas, eh) si la curaba.
-Sí, y lo mantengo -y se pone la tía seria de verdad- deme usted su número de cuenta y se lo ingreso enseguida.
-Por Dios, mujer, ande, ande y no insista que está la cosa nada más que regular -me río para mostrarle mi ánimo de broma. -Y entonces salta su acompañante, una mujer de mediana edad, bien plantada, asalariada sin duda.
-Yo que usted, doctor, lo aceptaría. Aunque le parezca una broma, ella lo dice de corazón. Se lo aseguro.
-Eso es imposible para mí, mujer, compréndanlo...
-Ya, yo le comprendo, doctor; pero sepa usted que esta mujer tiene bastante dinero, no tiene hijos y sus sobrinos se lo están fundiendo de muy mala manera. Es de ésas que luego le dejan todo el capital a la Iglesia o al Ayuntamiento con tal de fastidiar a unos herederos que no le hacen ni puñetero caso en vida. Si no fuera por mí... -Y la vieja asentiendo a todo.
-Vaya, de verdad que lo siento. De todas formas..., no es posible, ya está. Centrémonos en lo importante, en que su enfermedad se ha ido a hacer puñetas ¿vale?
-Vale -se pone ya la vieja con su desparpajo habitual.
Y nos citamos para otra ocasión. Y ya siempre me acordaré de ella. Por si cae algo en la herencia. Nunca se sabe.
En hablando de herencias os diré que a las hermanas de Paqui, las Falconas, se las comen los celos cuando voy a Lebrija a visitar a su madre. Y todo porque un día a la pobre mujer le dió por decir que me iba a incluir en su herencia. Tontas que son, total para un par de fanegas de tierra que van a recibir...La especial relación de esta anciana mujer conmigo se inició hace ya años, cuando yo iba a Lebrija de médico. Hacíamos una pequeña sociedad simbiótica: un día en la semana me presentaba en su casa, le tomaba la tensión, la auscultaba, le miraba sus piernas cada vez más torcidas...Y ella, a cambio, me ponía un refresco con una tapa de acedías fritas y me obsequiaba con un pomposo bizcocho casero. Mi voluntad, pues, no se compra con dinero, sino con dulces.
Esto es algo que no acaba de comprender mi amigo el millonario, el que me llena el maletero del coche por Navidad. Desde que nos conocemos no hace otra cosa que intentar agradarme de la manera que él cree más adecuada, la que ve y conoce en su relación profesional diaria, con bienes y riquezas. Hace ya años, sabedor de mi gusto por el campo serrano, compró un terrenito de cuatro fanegas en la sierra norte de Sevilla, cerca del Real de la Jara, para luego regalármelo a mí. "Manolo, que no puede ser, hombre de Dios". "Pero Rivera, aquí arriba te haces una casita, con su piscina y todo, y esto es la gloria". Era verdad; el terreno asienta en la ladera de una montaña en cuyo valle hay una aldeita perdida, casi abandonada, pero de cuento, con una pequeña ermita cuyas campanas mágicas congregan en ella a cuatro parroquianos y en la era hermanan a ciervos y a jabalíes. "Mira Manolo, tú te quedas el terreno, te haces la casita y luego nos invitas a la Peque y a mí, ea". Y así fue. No contento con ello, un día me llama por teléfono para decirme que me ha comprado un caballo. "Pero, tío, ¿qué hago yo con un caballo, dónde lo guardo...Además, que a mí no me gustan los caballos y a mi mujer menos...Anda, anda y devuélvelo si puedes". Y ahí tengo que andar frenando a este hombre sin luces a quien todo le parece poco para mí. "Vamos a ver Manolo -me pongo serio con él- lo tuyo son los jamones de Navidad. Ya está. No me seas cansino".
Cuando le doy cuenta a mi hija de estas peripecias admirándome de la capacidad de desprendimiento de estas personas me responde muy secamente: "Papi, a ver si tú te crees que todo el mundo es tan rácano como tú. Hay personas rumbosas". Ea, lo de siempre.