Una ardiente noche de mayo del 68 el Real Madrid y el Manchester United empataron a tres el partido de vuelta de las semifinales de la Copa de Europa. Pasó el Manchester porque había ganado el partido de ida por uno a cero. A la postre sería también el United el campeón al derrotar en la final al Benfica, no me acuerdo por cuánto.
Desde entonces cada nuevo encuentro entre Madrid y United me evoca irremisiblemente a aquel partido, a aquella noche de nervios y de amargura final. Quién sabe si fue por culpa de ese partido que ya no pueda ver los encuentros del Madrid en directo. Ninguno. No puedo. Es algo superior a mis fuerzas. Mis amigos no lo entienden, "Tío, que sólo es un partido, que mañana volverá a salir el sol, que aprendas a relajarte y a disfrutar..." Y es verdad, no tiene esa actitud mía la más mínima racionalidad. Pero a estas alturas de nuestra vida ya conocemos de sobra que la mayor parte de nuestras acciones y decisiones del día a día se basan en emociones y no en razones. Bendita irracionalidad, pues.
Son las nueve de la noche. Estoy solo en casa con la Pegui. La Peque se ha ido por ahí con la Miki, su hermana chica. A estas horas está todo cerrado, no habrá tarjetazo, espero. Todo lo más, que se hayan ido al cine. Cuando juega el Madrid prefiero estar solo y distraído con mis cosas. Si se queda la Peque me incordia, pone la tele y se asoma de cuando en cuando a mi cuarto para decirme "¡Huuyyyyy! ¡No ha faltao ná!" Y me deja en ascuas porque no sé en qué portería ha sido el susto. O peor todavía: "por mucho que te escondas, ya váis perdiendo." ¡La madre que la parió! Prefiero quedarme a solas, mi perrita no entiende de esas crueldades, es mucho más razonable que yo para eso y no tiene la maldad de mi mujer. Se sienta a mi lado o encima de mis piernas mientras escribo. Me mira de vez en cuando y suspira...¡Qué hombre más tonto!, pienso yo que pensará.
Aquella noche mayo del 68 la llevo grabada a fuego en mi romboencéfalo, hábitat de las emociones. Pero más aún que yo quedaron marcados para siempre Joaquinillo Baena y José Pablo. Los curas, oh milagro de nuestra Señora de los Ángeles, nos dejaron ver el partido. Trabajito debió de costarle a don Manuel Cuenca convencer a don Gaspar, el rector insobornable, el hombre místico. Un alma sin tacha posible. "Oye Gaspar, que es el Madrid, la Copa de Europa, un partido así no se ve todos los días. Además, los chicos se han portado fenómeno esta semana; pregúntale, si no, al prefecto; hasta "el Cuartillas" ha aprobado las matemáticas..., que ya es decir". "No me fío, Manolo, no me fío. Ese Baena, el de Luque, ¡qué poco se parece a su tío, me cachis ya!, es muy capaz de liarla; y el Barbero, el Jaime, el José Pablo, el Castro Navas..., es que puede ser un polvorín". "Gaspar, hombre, son todos del Madrid, van a una, te lo digo yo; no va a haber ninguna pelea; te lo garantizo." "No, que el chiquitillo ése de Luis Enrique es del atlético...", le rectifica el rector. "Bueno, vale, es el único, pero por otra parte, considera que ya, el próximo curso, pasarán a Córdoba, son ya unos mocitos, va siendo hora de comprobar su responsabilidad."
Sólo pudimos ver el primer tiempo. La tele estaba en la sala de juegos, por encima de uno de los pinchonchos. Ganaba el Madrid por tres a uno. Goles de Pirri, Gento y Amancio. El patoso de Zoco había marcado en propia puerta. Estábamos clasificados. Pero la liamos, como temía don Gaspar. Nada más comenzar la segunda parte, una de las muchas faltas cometidas sobre Amancio provocó el alboroto entre los que lo tachaban de cuentista, azuzados por Rafa Marín Palomares, y los aferrados, como yo mismo. La cosa llegó a mayores. Se escuchó allí una zafia dialéctica de taberna de pueblo impropia de unos niños de catorce o quince años. Y seminaristas. Tanto, que superó con mucho la escasa capacidad de comprensión de don José Delgado Albalá, el cura que nos custodiaba. "Ea, se acabó, todo el mundo a la cama". De nada aprovecharon las súplicas: "por favor don José, que vamos a estar calladitos, que por dos de éstos que son unos bocazas vamos a pagar todos, que se lo prometemos..." "A la cama", don José, cabreado, era inflexible. A las once de la noche nos enteramos del tres a tres definitivo. Joaquín Baena y José Pablo, escurriéndose de las sábanas, escucharon el segundo tiempo entero apostados en la mismísima puerta de la sala de juntas donde los curas se lamentaban también de los goles de los ingleses. Me los imagino mordiéndose las uñas o pegando puñetazos al suelo cada vez que desde adentro les llegaran los ayes y lamentos de nuestros queridos profesores.
El partido llevará ya más de media hora y yo intento olvidarme de él escribiendo y rememorando la historia de aquella noche. Hoy, como entonces, vuelven a enfrentarse Madrid y Manchester. Han pasado cuarenta y cinco años de aquello y, oye, la emoción es la misma. Aquí me tenéis, atrincherado en mi cuarto con todo muy bien cerradito y con unos auriculares viejos de mi Meli escuchando a los chicos del coro con tal de no percibir los cohetes con que el vecindario celebra los goles. Uno no sabe con qué carta quedarse: si el cohete será de un madridista contento por un gol del Madrid o de un culé eufórico por un gol del Manchester. En otras ocasiones he llegado a acertar el resultado final de un partido del Madrid por la procedencia de los distintos cohetes. Mi vecino de enfrente, como ya sabemos, es culé y otro de varias casas más abajo es merengue como yo. Esta noche que sea lo que Dios quiera. Pero mi recuerdo se va hoy para Joaquín y para José Pablo, valientes héroes del apostolado madridista.
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