lunes, 18 de febrero de 2013

Historias oscuras de don Carlos.

En sus clases magistrales gustaba don Carlos de explayarse con su verbo certero y preciosista en relatos formidables recogidos de su archivo de historias clínicas del dispensario de psiquiatría, sito entonces en la avenida de la república Argentina. Nunca he escuchado otro orador con la pose y la prestancia de don Carlos Castilla del Pino. Daba gusto. El aula de los sótanos del hospital Provincial donde impartía sus clases se abarrotaba de alumnos y de libres oyentes seducidos tanto por el contenido de su discurso como por su prosodia cuasi poética. Por no sacar a relucir su merecida fama de rojo comunista, algo tan glamuroso en nuestra universidad de los años de la transición. Siendo ya sesentón, su cabeza bien poblada de un pelo recio y recortado a navaja, su barba enteriza y canosa, su figura erguida como un junco y su temple provocador le conferían un encanto especial. La Psiquiatría iba a ser para todos nosotros, alumnos del quinto curso de Medicina, una asignatura rara, oscura y muy poco atractiva. De ésas que conviene dejar para lo último por si cayera un aprobado más o menos colectivo. Pronto, muy pronto, pudimos comprobar nuestro error. De la noche a la mañana se convirtió en la asignatura estrella. Por culpa de don Carlos.

Le llegaban al dispensario historias increíbles de personas muy mal hadadas, de gentes desgraciadas con enfermedades y hechos inconfesables. De Córdoba capital, pero sobre todo de los pueblos profundos de "Los Pedroches" y de la "Subbética". Adolescentes con una forma incapacitante de esquizofrenia, la hebefrenia, que podían permanecer encerrados en un cuartucho de sus casas años y años, ocultos por sus propios padres de la lástima o de la vergüenza de sus paisanos; mujeres desnortadas, capaces de pasear en cueros por la plaza del pueblo (¡en aquellos tiempos!); el misterio de tantos suicidios por ahorcamiento en el trágico triángulo de Rute-Encinas Reales-Iznájar; casos extremos y fatales de complejos de Edipo o de Electra; el drama de muchos homosexuales de la época, a quienes se les consideraba como perturbados mentales por su propia familia y necesitados del tratamiento de un "loquero"...Era la primera vez que alguien nos abría los ojos a un mundo totalmente ignorado: el mundo marginal del enfermo psicótico.

En estos días pasados he visto en el hospital a un paciente que me ha recordado alguna de aquellas historias de don Carlos. Es un hombre de 68 años que ha ingresado por un infarto de miocardio. Se le han colocado sus respectivos "muelles" en dos arterias coronarias y se ha recuperado hasta ahí de bien. Pero hay algo extraño en su comportamiento que no puede pasar ajeno al ojo clínico del médico. Y menos, de un internista. Es demasiado torpe para su edad. O se lo hace, nunca se sabe. Y es demasiado fantasioso. Os puede parecer una simpleza, pero no. La mujer y una hija con las que departo sobre ello no le han dado importancia alguna, es algo que han considerado normal después de tantos años acostumbradas a lo mismo. "Mi marido siempre ha sido así, nunca le han interesado otras cosas que no sean las vacas, las ovejas...,en fin, los bichos...Es un analfabeto". "No me diga que no sabe usted leer ni escribir", le apremio. "Yo conozco las letras, me dice, pero no sé juntarlas". ¡Qué cachondo el tío! Resulta alarmante su ineptitud mental: no sabe la fecha actual,  su fecha de nacimiento ni de su boda; no recuerda quién sea el actual presidente del gobierno (algo bueno ha de tener la demencia), no es capaz de repetirme tres palabras aprendidas cinco minutos antes; no sabe restar tres de treinta, no ya por escrito sino a la cabeza...Naturalmente, en el test del reloj es un fracaso, ni siquiera dibuja bien el círculo. Lo más curioso es que en una charla informal la gente no advierte estos fallos flagrantes. El paciente ha  aprendido a salir del paso con  frases y respuestas más o menos estereotipadas y, sobre todo, con una capacidad inventiva acojonante. Cuando se ve cogido y sin salida toma la tangente de un tema nuevo distrayendo así el hilo de su interlocutor y llevándolo a otro terreno más propicio. A esto se le llama en medicina fabulación.

Este hombre es un maestro en fabulación. Un artista. Es muy llamativa la cosa: a pesar de su demencia mantiene no ya intacta sino exagerada su capacidad mental para imaginar y creerse lo que cuenta. No me deja salir de la habitación. Mi residente se mea de la risa. Su mujer le regaña para que no sea tan pesado, oye Cristóbal, que el doctor tiene más cosas que hacer...Ni caso. Me cuenta que se ha codeado de tú a tú con magnates financieros, con Domecq, mismamente, con toreros, amigo de Jaime Ostos, con quien ha comido muchas veces en su finca de Salamanca, y del "Cordobés" padre; con artistas de cine, con políticos, "con Chaves hablo yo como si fuera mi hermano". Y se lo cree: No engaña, fabula. Y contando tales fantasías distrae al personal y oculta sus déficits y sus lagunas mentales. Debe de tratarse de una estrategia cerebral para seguir sobreviviendo.

Don Carlos me ha encendido la chispa: él contaba historias de hombres dementes con una enorme capacidad de fabulación. En sus tiempos, esta forma de demencia fabulatoria era producida principalmente por la Sífilis y por el alcoholismo crónico. En nuestro hombre descartamos esto último porque nunca ha sido bebedor.

-Cristóbal -le pregunto al oído- ¿usted ha tenido relaciones con mujeres malas? -Sorprendido, mira de reojo a su mujer, luego me sonríe y dice:
-Naturalmente que sí. Yo he sido un caballero legionario. -Como quiera que no me fíara de su fantasía, me lo confirma su mujer.
-Es verdad -asiente la esposa-. En Fuerteventura. Pero eso fue mucho antes de conocernos.
-Yo me conocía las casas mejores -toma el hilo de inmediato viendo la aprobación de su mujer-. Los mandos me llevaban como de lazarillo para que yo les recomendara en qué sitio entrar y en cual no. Y luego, cuando llegábamos al cuartel...,el pinchonazo de penicilina.
-¡Y eso? -me hago de nuevas.
-¡Hombre..! Pa no coger "purgasiones".

Éste ha sido un verdadero problema en aquella época: Los hombres temían la gonorrea como a la peste. Con una o dos inyecciones de penicilina evitaban esta enfermedad, pero no la Sífilis. La Sífilis no duele ni supura, puede incluso que ni siquiera produzca el famoso chancro ni ganglios palpables. Es una puñetera. En ocasiones, como digo, se comporta como una enfermedad lenta y silenciosa, sin apenas ninguna molestia. Y treinta o cuarenta años más tarde dice buenas, aquí estoy yo. Y lo malo es que cuando se afecta el sistema nervioso de forma tardía ya no hay cura.

Este hombre pudo haberse contagiado en Fuerteventura o en Melilla  hace cuarenta años. Creyó que con las inyecciones aisladas de penicilina estaba a salvo. Pero no siempre era así. La Sífilis necesita dosis muy altas de penicilina y de forma reglada y repetida. No ha habido tal,  gracias a Dios. Las pruebas serológicas han resultado negativas. No tiene Sífilis. Ni tiene ninguna otra forma de demencia "tratable". Una de tres: o este hombre ha tenido suerte, mucha suerte; o ha presumido mucho más que fornicado; o acabó con la penicilina del cuartel. Su demencia, por tanto, en este hombre sí, es debida al temido Alzheimer.

Es hoy día el Alzheimer la causa más frecuente de demencia. Pero en cualquier paciente con deterioro de sus funciones intelectuales es obligado descartar otros procesos potencialmente tratables y hasta curables. No ha sido el caso de este hombre, vale. Pero podría haber sido. Y a mí me ha embriagado un nostálgico tufillo de cordobita al rememorar aquellas historias fantásticas de don Carlos en los sótanos umbríos del Hospital Provincial.

Descanse en paz el insigne profesor.

  

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