sábado, 20 de abril de 2013

El oficio más duro del mundo.

Dos kilómetros y medio a pie a las tres de la tarde desde la facultad de Química, donde al fin encuentro aparcamiento, hasta "mi" caseta de feria es casi tanto como un maratón. No voy corriendo, imposible, marcho a paso ligero, como me tiene acostumbrado la Peque en el carril bici. Debo procurar, pese a ello, que no se me noten mucho las sobaqueras cuando llegue, está feo entrar en la caseta con tales lamparones. No voy ataviado al uso de la feria, traigo ropa de calle, corriente, unos pantalones vaqueros fresquitos y una camisa de cuadros toda sacada por fuera. Y mi calva, al aire. No sé si llegaré con hora, me retrasa el paso tanta mocita con su culo apretado por la falda flamenca. Mis cosas. 

A estas horas el sol de Sevilla te derrite los sesos y uno añora largamente las lluvias de marzo, ¿cuánto hace que no llueve?, tres días y ya ni me acuerdo, la acera de la avenida de la Raza te caldea desde los zapatos hasta la cabeza. Tanto calor y sobrevenido tan de repente me tiene medio anestesiado. Y en ese medio sopor me da por pensar en tonterías, a ver si así se acorta algo el camino. Y se me viene a la memoria una sentencia del padre de Jaime a todos sus hijos con ocasión de alguna reunión o fiesta familiar: "hijos míos", les decía, "podéis ser en la vida lo que queráis, menos dos cosas: picador de toros o linier de fútbol". Para él, éstos serían los oficios más duros del mundo. Por todos los insultos, referidos a las madres respectivas, que tienen que soportar estos sufridos currantes. Y riéndome estaba de tan acertada ocurrencia cuando me topé con Espartero 75, la caseta de Tomás y de Beni, la mía por esta tarde.

-Buenas tardes -se me enfrenta amablemente el portero-, ¿con quién viene usted?
-Hola, vengo de parte de Tomás -cada caseta tiene tantas contraseñas como socios que te puedan invitar.
-Pase.

Poca gente aún, desde luego ninguno de mis amigos. Desde un rincón me hace señas la Peque, sentada en una mesita con la Miri, dando ambas buena cuenta de sus cañitas y de un plato de tortillitas de camarones. Allí que me pego entre mi mujer y mi sobrina, una buena moza que con su tipo, su guapura y su vestido de gitana de lunares rojos luce como una amapola en un trigal. En oleadas sucesivas va llegando mi gente: los anfitriones los primeros, luego el Jaime con su media cojera, el Palanco, la Pepa de Benamejí, Jesús, Begoña y una amiga de ambos. Y ya más tarde, la Paqui, que venía de soltarse de sus amigas de colegio. Echamos mucho de menos a María Jesús, la más juerguista de todos y de todas, y a Juan Francisco y Mariqui, estrenando su condición de abuelos novatos. Y a comer, a beber rebujito, a contar chismes y a bailar. Eso es la feria. Eso multiplicado por el número resultante de tantas casetas como visites. Un coñazo cuando ya vas por la tercera. Esta vez ha habido suerte. La cojera del Jaime me ha venido como agua de marzo, mejor que de mayo. "Tengo que llevar al cojo a su casa, se siente", me excusaba. Con todo, no me libraré de tres casetas al menos, la de Tomás, la del Gálvez y la de un sobrino del Palanco. Ea, un día de feria, misión cumplida y hasta el año que viene.

En la variada, bulliciosa y alegre panorámica que ofrece la caseta de Tomás me da por fijarme, mira tú qué cosa, en el portero. Con la de tías güenas que pasan por detrás de uno rozándose culo contra culo por mor de las estrecheces, con la de mocitas guapas y apretadas que transitan sin cesar por la calle Espartero, con la cantidad y variedad de canalillos y canalones sentados frente por frente de uno..., voy y me fijo en el portero. No me reconozco. El rebujito. Y ya no pienso sólo en ese portero, sino en todos y cada uno de los porteros de casetas de la feria. Doce horas aguantando el tirón, tú. De pie, jugando al escondite con el sol y embutido en su uniforme, se carga primero sobre esta pierna, luego en la otra, luego se abre un poco para despegarse los calzoncillos de los güevos sudosos. A ver ahora cómo se rasca la entrepierna con disimulo. Y vuelta a empezar. No le vendría mal una sillita a su vera, pero no sobran. Todo lo que le rodea es fiesta, algarabía y desenfreno. Y él, en cambio, impertérrito, aparentando indiferencia, "impasible el ademán". Ya lo creo que le entrarán ganas de meterse con alguna de las tropecientas tías que han pasado a su lado y que le han dejado embelesado con sus perfumes y  sus aires provocativos. Cuánta saliva tragada en balde en viendo y olfateando las raciones de jamón del bueno, de choco frito, de gambas, de lomo con pimientos, de carne en salsa...Menos mal que algún socio caritativo le alarga de vez en cuando una cervecita y un pincho de tortilla. Parece, lo es, un invitado extraño a quien nadie conoce y a quien sólo se le permite disfrutar con la vista.

-¡Qué oficio más duro, eh! -me acerco a él en una de las levantadas para mear.
-Sí, es verdad -me confirma-, pero ojalá durara todo el año-. Y me hizo irme al baño dubitativo con semejante paradoja. Abrazarse a un clavo ardiendo. Más vale duro que ninguno.

-Jaime, pos que sepas que yo no estoy de acuerdo con lo que os decía tu padre -se me nota ya la disartria en la segunda botella de rebujito.
-¿El qué?
-Eso de que los oficios más duros fueran el de linier o el de picaor.
-Oye, que no escarmentamos, que no podemos dejarte beber más de dos copitas que enseguida desvarías, ¿a qué viene eso ahora, hombre?
-A que yo creo que el oficio más duro del mundo es el de portero de caseta de feria -y les referí luego mis profundas reflexiones realizadas al respecto mientras desaguaba el rebujito y la cerveza.

Pero no me tomaron en serio. Porque me creyeron mamado. ¿No hemos quedado en que los borrachos dicen la verdad?

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