Uno de los derechos "modernos" que asisten a los pacientes es el llamado principio de autonomía. Y digo modernos porque en mis tiempos de residente y primeros años de adjunto el paciente se limitaba a cumplir calladito y obediente las instrucciones del médico. Era la antigua medicina paternalista. La cosa ha cambiado para bien, ahora médico y paciente "acuerdan" o pactan las actuaciones pertinentes. El enfermo, aún confiando plenamente en el médico, tiene su criterio propio que expone con total libertad. El médico tiene la obligación de conocer las distintas patologías, enfermedades y remedios mejor que su paciente, pero también de atender las preferencias, las ideas y las creencias de aquél. Es lo que hay. A fin de cuentas, el paciente es el dueño de su vida. No hace falta irse a casos extremos (afortunadamente infrecuentes) del testigo de Jehová que no permite sangre de otro en sus venas, no; los hay, cristianos viejos, que no aceptan una endoscopia, una resonancia o, incluso, una intervención quirúrgica salvadora. Por miedo, por prejuicios, por antiguos...Por lo que sea. Acordaros de aquella mujer con el cáncer de mama que no consintió operarse. Tiempo y esfuerzo nos han costado a los médicos pasar por ese aro de la autonomía del paciente que venía a zaherir nada menos que al principio de autoridad.
Pero ahora va y resulta que los familiares del anciano enfermo, por lo general, le arrebatan tal derecho. La actitud paternalista del médico antiguo ha sido copiada por nosotros, los hijos de las personas mayores. No hablo por mí, mi padre hace su santa voluntad y yo procuro, conociendo sus querencias, no contrariarlo en demasía en sus cuidados médicos. Cuento, es verdad, con la ventaja de que sea muy aprensivo y me deja hacer. Los viejitos de mi consulta me quieren un montón, entre otras cosas, porque les permito elegir. Los hijos son unos tiranos, "papá, haz el favor de no decir más tonterías, aquí se hace lo que diga el médico. Y punto". No tenemos remedio las criaturas del Señor, cuando somos padres martirizamos a nuestros hijos violentando su voluntad para alejarlos, por ejemplo, de una amistad no recomendable, o inducirlos a estudiar Biología en vez de Veterinaria; y cuando somos hijos les devolvemos la moneda a nuestros mayores sometiéndolos a nuestro criterio exclusivo. Y todo en nombre del bien ajeno, "hijo, aunque aún no lo entiendas, es por tu bien"; o esto otro: "papá, créeme, es lo mejor para tí".
Seguramente ya habréis olvidado a aquella pareja de argentinos, madre e hijo, que padecieron mil desventuras en su último viaje a Buenos Aires. Sí, cuando la anciana madre cogió una pulmonía nada más poner pie en el aeropuerto. De esto hace ya cinco meses. De nuevo hoy en mi consulta, la madre, una respetable y espetada mujer de ochenta años, (ochenta y uno cumplo el mes que viene, doctor) me expresa su deseo de volver a la Argentina para visitar al último de sus hermanos, achacoso del corazón y con ganas de entregar la cuchara. Parece como si me pidiera permiso. A todo esto, el hijo, aquel tiarrón parlanchín y cansino, por detrás, a espaldas de la madre, haciéndome aspavientos negativos con su dedo índice y gesticulando con la boca un mensaje mudo de "dígale que no, por favor". Desde luego, me puse del lado de la mujer.
-Vamos a ver: ahora mismo, su corazón anda mejor que nunca, su aspecto es inmejorable, la analítica la firmaría una chica de veinte años...Por mi parte, ningún problema. -Tendríais que ver los gestos del hijo contrariado, mascullando para sus adentros algo así como "me cago en la puta, con el doctorcito..."
-Pero doctor, allí ahora comienza el otoño, hay mucha humedad, puede agarrar otra pulmonía...¡qué sé yo! Y además, sin necesidad.
-¡Hombre! -me pongo provocador- mucho tiene que llover allí para que tu madre enferme después de haber aguantado nuestro mes de marzo, ¿no te parece? -La mujer se ríe furtivamente y el hijo se descompone.
-Usted no lo comprende doctor, mi madre, aquí como la ve, es muy cabezona y caprichosa. No tiene ninguna necesidad de pegarse tal paliza arriesgando, incluso, su salud.
-Ea -respondo tan pancho- salgamos de dudas: señora ¿siente usted la necesidad de ir a visitar a su hermano? Responda sin miedo y con franqueza.
-Por supuesto que sí. Si no fuera así ¿para qué me iba a poner a mal con mi hijo? No me he podido despedir de ninguno de mis otros hermanos. Y quiero, de corazón, despedirme de éste.
-Está claro -me dirijo al hijo-, existe la necesidad.
-Pero...es que si después le pasa algo ¿qué?
-¡Qué, de qué?
-Hombre, doctor, que es mi responsabilidad...
-La responsabilidad es de ella. Ella conoce y decide. Sabe los riesgos que asume. En el caso de que tu madre no estuviera capacitada para decidir lo harías tú, por supuesto, entonces sí que sería tu responsabilidad. Pero...no es el caso.
-Hay que ver, se pone usted de su lado y no echa cuentas de mí.
-En efecto -le espeto ante la sorpresa de mis estudiantes-, no considero tu interés ni tu deseo, sino la necesidad de mi paciente. Mi obligación es mirar por sus intereses.
Y vosotros pensaréis ¿por qué se mete este hombre en asuntos particulares de familia? Vaya usted a saber los conflictos, filias y fobias que hay en cada casa como para que un médico, ajeno a todo eso, entre a saco con voz y con voto. Y yo os digo: porque me llaman. Tocan a mi puerta y abro.
-Esta vez me ha fallado usted, doctor -se despide el hijo ahora risueño con un apretón de manos.
-Se siente.
Al final no sé qué hará la señora. Entre mis estudiantes hubo apuestas. Yo creo que no irá. Por no molestar. ¡Las madres! Prefieren perder autonomía antes que fastidiar a los hijos.
Pero ahora va y resulta que los familiares del anciano enfermo, por lo general, le arrebatan tal derecho. La actitud paternalista del médico antiguo ha sido copiada por nosotros, los hijos de las personas mayores. No hablo por mí, mi padre hace su santa voluntad y yo procuro, conociendo sus querencias, no contrariarlo en demasía en sus cuidados médicos. Cuento, es verdad, con la ventaja de que sea muy aprensivo y me deja hacer. Los viejitos de mi consulta me quieren un montón, entre otras cosas, porque les permito elegir. Los hijos son unos tiranos, "papá, haz el favor de no decir más tonterías, aquí se hace lo que diga el médico. Y punto". No tenemos remedio las criaturas del Señor, cuando somos padres martirizamos a nuestros hijos violentando su voluntad para alejarlos, por ejemplo, de una amistad no recomendable, o inducirlos a estudiar Biología en vez de Veterinaria; y cuando somos hijos les devolvemos la moneda a nuestros mayores sometiéndolos a nuestro criterio exclusivo. Y todo en nombre del bien ajeno, "hijo, aunque aún no lo entiendas, es por tu bien"; o esto otro: "papá, créeme, es lo mejor para tí".
Seguramente ya habréis olvidado a aquella pareja de argentinos, madre e hijo, que padecieron mil desventuras en su último viaje a Buenos Aires. Sí, cuando la anciana madre cogió una pulmonía nada más poner pie en el aeropuerto. De esto hace ya cinco meses. De nuevo hoy en mi consulta, la madre, una respetable y espetada mujer de ochenta años, (ochenta y uno cumplo el mes que viene, doctor) me expresa su deseo de volver a la Argentina para visitar al último de sus hermanos, achacoso del corazón y con ganas de entregar la cuchara. Parece como si me pidiera permiso. A todo esto, el hijo, aquel tiarrón parlanchín y cansino, por detrás, a espaldas de la madre, haciéndome aspavientos negativos con su dedo índice y gesticulando con la boca un mensaje mudo de "dígale que no, por favor". Desde luego, me puse del lado de la mujer.
-Vamos a ver: ahora mismo, su corazón anda mejor que nunca, su aspecto es inmejorable, la analítica la firmaría una chica de veinte años...Por mi parte, ningún problema. -Tendríais que ver los gestos del hijo contrariado, mascullando para sus adentros algo así como "me cago en la puta, con el doctorcito..."
-Pero doctor, allí ahora comienza el otoño, hay mucha humedad, puede agarrar otra pulmonía...¡qué sé yo! Y además, sin necesidad.
-¡Hombre! -me pongo provocador- mucho tiene que llover allí para que tu madre enferme después de haber aguantado nuestro mes de marzo, ¿no te parece? -La mujer se ríe furtivamente y el hijo se descompone.
-Usted no lo comprende doctor, mi madre, aquí como la ve, es muy cabezona y caprichosa. No tiene ninguna necesidad de pegarse tal paliza arriesgando, incluso, su salud.
-Ea -respondo tan pancho- salgamos de dudas: señora ¿siente usted la necesidad de ir a visitar a su hermano? Responda sin miedo y con franqueza.
-Por supuesto que sí. Si no fuera así ¿para qué me iba a poner a mal con mi hijo? No me he podido despedir de ninguno de mis otros hermanos. Y quiero, de corazón, despedirme de éste.
-Está claro -me dirijo al hijo-, existe la necesidad.
-Pero...es que si después le pasa algo ¿qué?
-¡Qué, de qué?
-Hombre, doctor, que es mi responsabilidad...
-La responsabilidad es de ella. Ella conoce y decide. Sabe los riesgos que asume. En el caso de que tu madre no estuviera capacitada para decidir lo harías tú, por supuesto, entonces sí que sería tu responsabilidad. Pero...no es el caso.
-Hay que ver, se pone usted de su lado y no echa cuentas de mí.
-En efecto -le espeto ante la sorpresa de mis estudiantes-, no considero tu interés ni tu deseo, sino la necesidad de mi paciente. Mi obligación es mirar por sus intereses.
Y vosotros pensaréis ¿por qué se mete este hombre en asuntos particulares de familia? Vaya usted a saber los conflictos, filias y fobias que hay en cada casa como para que un médico, ajeno a todo eso, entre a saco con voz y con voto. Y yo os digo: porque me llaman. Tocan a mi puerta y abro.
-Esta vez me ha fallado usted, doctor -se despide el hijo ahora risueño con un apretón de manos.
-Se siente.
Al final no sé qué hará la señora. Entre mis estudiantes hubo apuestas. Yo creo que no irá. Por no molestar. ¡Las madres! Prefieren perder autonomía antes que fastidiar a los hijos.
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