lunes, 11 de noviembre de 2019

Anatema sit

Esta vez saltaré. Tengo necesidad de escribir sobre este asunto, aunque solo sea para mí mismo, para desahogarme. Y bien es verdad, sin embargo, lo que me gustaría que esta reflexión que os hago pudiera llegar a mucha gente. No; no creáis que se trata de mi cabreo por los resultados electorales, ¡Qué le vamos a hacer? Esperemos mejores tiempos. Es otro asunto. 
Conocía los hechos por facebook. He leído también la noticia en dos periódicos. Pero ya el colmo ha sido que días atrás, en los desayunos de la primera, han llevado a la madre del joven fallecido para que explique al público lo acontecido con su hijo, y todos al unísono, madre y contertulios, han denunciado con nula piedad y escasa empatía al médico "responsable". Y todo esto, por algo que ocurrió un maldito día de enero de 2018, hace casi dos años. Y no sé a cuento de qué lo sacan ahora.

He podido leer la conversación telefónica entre la madre, el hijo y el médico. Y he escuchado un audio de la misma. Y no me cuesta el más mínimo trabajo ponerme en el lugar de los tres. Veamos:

La madre, angustiadísima, como es natural, llama al 112 porque su hijo de veintitantos años ha perdido el conocimiento al levantarse de la cama, y luego, al despertar, estaba empapado en sudor y no podía respirar bien. Lo hizo perfectamente: avisó a emergencias y explicó muy bien los síntomas del chaval. Pese a las reticencias que escuchaba en la otra punta del hilo telefónico por parte del médico, en ningún momento perdió la compostura, y se limitó a pedir ayuda para su hijo. ¡Chapeau!

El hijo fue requerido por el médico para que, por teléfono, le explicara los síntomas. El médico insistió en hablar con él, pese a los intentos de la madre por evitarlo ya que "mi hijo no puede, está en la cama y no puede hablar". El muchacho, muy agobiado, dijo que no podía respirar bien y que se encontraba muy mal. Preguntado por el médico a este respecto, negó haber consumido ningún tipo de droga ni ningún medicamento.

El médico. Lo reconozco: es más difícil ponerse en su lugar. Pero hay que intentarlo. Creo que no estuvo acertado. Insistió demasiado en la toma de fármacos, como si se hubiese empestiñado en que todo hubiese sido debido al consumo de algo. "Creo que su hijo está tocao" -se le escapó en un momento de la charla-En su descargo, la voz del joven sugería que estuviera colocado. "Su hijo puede decir que no respira bien -le contestó a la madre-, pero yo lo oigo hablar y respirar con normalidad". Se le notó disconforme y poco convencido de la gravedad del caso. Pero finalmente concedió: "Bueno, le voy a mandar un médico". 

Bien. El chaval estaba grave de verdad. La ambulancia medicalizada lo encontró ya en situación de parada cardio respiratoria, fue reanimado y llevado a un hospital y, según parece, murió tres o cuatro días más tarde. Y se confirmó que la causa de la muerte había sido un tromboembolismo pulmonar masivo.

Estos son los hechos tal como a mí me han llegado.

Nada que objetar a la conducta de la madre. Hizo lo que debió. En cuanto al hijo, bastante hizo con responder a las preguntas del médico. Necesariamente, tenemos que centrarnos en el comportamiento del médico.

No creo que haya ningún puesto médico más comprometedor y difícil que éste del que ha de atender llamadas telefónicas y filtrarlas y priorizarlas según la gravedad supuesta. Podéis imaginar cuántas llamadas recibirá el 112 en Madrid diariamente: ¿quinientas, mil tal vez?... Muchísimas. Y, afortunadamente, la mayor parte de ellas no corresponde a casos críticos. Los recursos de helicópteros y UCI móviles, por muchos que puedan ser, son limitados. Ha de existir necesariamente un control, un filtro, para poder tener la eficiencia adecuada y no desperdiciar unos elementos tan útiles y ajustados en casos menores que no los precisen. Y ese filtro, ese triaje, lo hace un médico. Un médico muy preparado, con suficiente experiencia. No es un R1, como ocurre en las urgencias de los hospitales, no. Es un médico muy bien formado para las emergencias. Un médico que ha soportado críticas de arriba y de abajo, de superiores y de usuarios, unas veces por no llegar, y otras por pasarse de frenada. Un médico con sus problemas personales, laborales o familiares, como cualquier otra criatura, pero que cuando se mete en la bata se inviste de divino, de infalible..., o eso queremos.Y en realidad, eso es lo que pasa, un milagro. Porque milagroso es acertar en la mayor parte de las ocasiones. No podemos pretender que con una conversación telefónica de dos minutos alguien pueda llegar a un diagnóstico. Nos conformaremos con que ese alguien pueda discernir entre algo banal y corriente, algo grave o una verdadera emergencia. Y estos héroes del teléfono lo consiguen. Y este médico, tan vituperado hoy por los medios, también lo logra cada día. No es noticiable que la semana pasada, pongo por caso, taponara con éxito una arteria femoral de alguien roto en la carretera, o que hace un mes desengollipara a un niño atragantado, o que... ¡Ay, pero los aciertos no cuentan! Para eso está, para eso le pagamos... Pero resulta que no es así, que alguna vez se equivoca gravemente. Y eso sí que no tiene perdón de Dios. Y más, si la víctima de su error acaba muriendo. ¡Joder, joder y joder! Nos equivocamos los médicos mirándoles la cara y explorando con nuestras manos a los pacientes. Se equivocan los radiólogos aún cuando pueden repasar las imágenes cuantas veces quieran. Se equivocan los cirujanos... Nos equivocamos todos. ¡Cuanto más un médico que tiene que decidir en cuestión de minutos, y por medio de una conversación telefónica! La sociedad ha de admitir sencillamente el error médico. No hablamos de negligencia, eso es otra cosa. Errare humanum est. Y en este caso, por lo que yo puedo entender, ha habido error, que no negligencia.

No entiendo a la tele. Ea, a machacar al médico: Anatema sit. Se equivocó. De acuerdo. Una persona que sufre un síncope y al despertar tiene un gran cortejo vegetativo y disnea progresiva es algo serio. Vale. Planteado en la teoría, yo hubiese dicho que, tratándose de un chico joven, podría ser un pneumotórax. De entrada, ningún médico espera diagnosticar un embolismo pulmonar en un chaval sin otros antecedentes. E incluso cualquiera puede entender que acostumbrado el médico a falsas alarmas, tan frecuentes, una vez pueda sorprenderle el lobo de verdad. El error de la gente, en general, a mi juicio, está en creer que de haber enviado enseguida un helicóptero el chaval se hubiese salvado. Yo creo que el desenlace pudiese haber sido el mismo. Pero tampoco puedo asegurar que no hubiese sido distinto. El padre del muchacho ha dicho que él lo que siente es que se perdió una oportunidad de salvación. Eso es verdad. A lo mejor mínima, pero alguna. Un tromboembolismo pulmonar masivo mata igual de fulminante que puede hacerlo un infarto de miocardio o una hemorragia cerebral. Algunas personas consiguen salvarse, sí. Y desde luego, cuanto antes puedan ser atendidas en los hospitales, mucho mejor, claro. Pero no existe esa relación tan lineal y automática como piensa mucha gente, esto es, que en el hospital todo se puede. No es así.

Y yo digo que el caso de este joven desafortunado ha sido una fatalidad. La fatalidad existe y existirá. Y no siempre podemos evitarla. He escuchado decir a la madre en la tele que acude a este medio para pedir que se revisen los protocolos y así evitar muertes como la de su hijo. La sociedad hoy no acepta la fatalidad. Un joven sano de 24 años no puede morir súbitamente. Algo falla en el sistema si ello ocurre. Por excelentes que sean los protocolos estamos sujetos al fallo humano. Y eventualmente, a la fatalidad. Nada como el amor de una madre a su pequeño, y, sin embargo, un buen día el chico se le escapa de la mano y es atropellado fatalmente por un vehículo. Es así.Y la tele no debería regocijarse en la fatalidad, ni ser tan alegre en salpicar la mierda. Hay cosas que no me entran. No las comprendo. Puedo comprender, desde luego, el dolor transfixivo de esa madre, su frustración por creerse mal atendida por el médico del teléfono (ella no tiene por qué saber nada del embolismo pulmonar), su necesidad visceral de reclamación y de denuncia... Pero ir a al tele..., que el señor me perdone, pero ya suena a mercantileo. Y bueno, de la tele, mejor no meneallo: sacar una noticia así, dos años más tarde, sin el más mínimo análisis de lo ocurrido, poniendo en solfa al médico. No. No somos gente seria. Y todavía tengo que agradecer que el obligado trabalenguas post electoral haya desplazado cualquier interés por la noticia. Menos mal.  

Lo de este pobre médico ha sido un error grave, un accidente, algo puntual con una consecuencia fatal, de acuerdo. Pero si la gente de la tele estuviese interesada como debiera en denunciar las debilidades de nuestro sistema de salud -que son muchas-, en vez de airear calamidades aisladas pintiparadas para reclamar audiencia, pondría cualquier día su foco en la sala de sillones de mi hospital, por ejemplo, un habitáculo destartalado donde los pacientes aguardan horas, a veces días, a tener una cama disponible en la planta. Y lo que verían esas cámaras no sería nada puntual o accidental. No. Sería la catástrofe diaria del hacinamiento, la falta flagrante de intimidad y la nula confortabilidad. Pero, claro, lo cotidiano no vende. En fin...

Sed buenos. Y hacedme el favor de votar a los míos la próxima vez.

lunes, 4 de noviembre de 2019

Los hombres, y nuestra neurona pensante

Si muchos de vosotros en ocasiones me echáis en cara mi insolente imprudencia en lo tocante a la picardía, tendríais que conocer a mi amigo Joaquín Franquelo para disfrutar de su improvisado ingenio en estos temas calenturientos. Esta misma tarde, apenas hará un par de horas.

Lo he acompañado hasta Puente Genil porque tenía que hacerse una ecografía de abdomen, que en Antequera la lista de espera de Muface es más larga, y le han propuesto una clínica radiológica en el pueblo de la carne membrillo. Allá que vamos. Me ha privado de mi sagrada siesta pero ha valido la pena por la compaña que le he proporcionado y por la seguridad que da ir a estos sitios con un médico. Sigue siendo un buen conductor, pero me inquieta su tendencia recalcitrante a irse para el centro de la carretera, incluso pisando la raya divisoria. Se lo corrijo: "Joaquín, coño, que te vas"... " Ya lo sé, José María, es sin querer, es que me puede la izquierda, siempre pa la izquierda". "Déjate de política y céntrate, joío Dios". Y nos reímos.

Entregado en la entrada de la clínica el papeleo de la solicitud, pasamos pronto a la consulta. No nos recibe el radiólogo, sino una auxiliar de enfermería la mar de tiposa y guapetona. Supongo que él también lo haría, pero ahora hablo por mí: enseguida el ojo clínico tasador que repasa, por este orden, cara, teticas y culo. Con cierto disimulo, que mi Peque me tiene sentenciado que se me nota demasiado. Y estamos a la espera de instrucciones. Y la señorita, todo amabilidad:

-Joaquín, ¿es usted Joaquín, verdad?
-Sí, señorita.
-Pues, mire: quítese usted la camisa y la cuelga aquí, se desabrocha el pantalón y la portañuela, y se tumba boca arriba en la cama, que ya mismo está aquí el doctor y empezamos el trabajito.
-Señorita -se pone Joaquín aparentando seriedad-, que sepa usted que lo que acaba de proponerme hace muchísimo tiempo que no me lo ha dicho ninguna mujer. ¡No vea usted el subidón para una persona de mi edad!...
La chica, entonces, titubea y balbucea algo, sin entender muy bien el sentido de las palabras de mi amigo. Hasta que al fin cae en la cuenta y se ríe de buena gana.
-¡Hay que ver, qué hombre, qué cosas tiene! Es lo que le digo a todo el mundo...
Claro, esta chica es aun demasiado joven para comprender que muchos hombres de nuestro siglo encarados ante una mujer jaquetona concentramos toda nuestra atención en una sola neurona: la del deseo bobalicón.

Una vez en la calle se me pone en plan constrictivo. "¿José María, tú crees que me he sobrepasado? Es que me sale así el impulso, y luego me arrepiento. Menos mal que la chica se lo ha tomado bien, ¡verdad?" "Pues claro, hombre que no se ha molestado. Date cuenta de lo aburrida que sería la vida sin momentos como ese. Has estado genial y ocurrente, como tú eres".

Hay gente capaz de decir grandes barbaridades con la habilidad y el ingenio necesarios para no molestar. Y mi amigo Joaquín es de esa clase. Y yo, también.

Quedad con Dios.  

lunes, 14 de octubre de 2019

Rayeando

Desde el hostalito "La Curri", en Tomares, donde hemos pernoctado la Peque y yo, alojamiento muy recomendable para parejas tiesas por su excelente relación calidad/ precio con todo incluido, un grupo de amigos partimos a las 8 horas dirección noroeste. Advertiros que lo que menos me ha gustado del hostal -por si os encarta alojaros en él- ha sido que, de vez en vez, saltaba el automático y se iba la luz, y que el cuarto de baño estaba atiborrado de mejunjes femeninos. Ah, y que no tiene Internet por obras en la fibra óptica. 

Llegados que fuimos al pueblo de santa Olaya del Cala sobre el horario previsto, las 9 horas, tomamos nuestro desayuno en un bar de la plazuela del ayuntamiento de la villa, frente por frente de un kiosko de churros. Somos nueve criaturas del Señor repartidos en dos coches. Y nos disponemos a recorrer eso que en Extremadura llaman "La Raya", zona fronteriza con Portugal. Y nada más empezar, dos contratiempos en la misma persona: a María Jesús le ha  atacado por sorpresa un virus de la garganta que la ha dejado afónica, y, además, se ha olvidado en su casa la cartera con los dineros y los documentos. Un día se deja lo que yo me sé... Es lo que tiene tanto viajar. 

Ya lo sabéis: soy un hombre cómodo; me cuesta moverme de mi zona de confort, y parece que con la edad esta debilidad mía engorda, como lo hacen la papada o la barriguita. Pienso que para pasar unos días con mis amigos no necesito molestarme con tanto desplazamiento; pueden venir a casa o ir nosotros a Sevilla o a Córdoba. Llevo muy mal adaptarme a las incomodidades inherentes a todo viaje en grupo: comidas a deshoras -o mejor, a cualquier hora-; las ansias de Jaime porque nada se quede sin ver; la privación de mi siesta, una cosa casi sagrada para mí, un asunto de estado; las manías normales de unos y otros, y las mías mismas; el estar to el santo día tirados en las calles, sueltos como perros sin amo, como los guiris que vemos en Sevilla o en Antequera mismo, en plena siesta, y uno piensa en viéndolos tan arrastrados aquello de "Con lo a gustito que estarían en sus casas"...  En cada viaje, el primer día es el peor. Luego, en días sucesivos me voy haciendo el cuerpo hasta llegar incluso al verdadero disfrute y a alegrarme de haberme embarcado. Pero cuando ya me hallo en el nuevo ambiente resulta que empiezo a echar de menos mi casa, mi tele de 65 pulgadas, mi ordenador, mi cama... No tengo remedio. Antes, hace ya de esto muchos años, cualquier viaje tenía el aliciente añadido de dormir y solazarme con mi señora en hoteles. Era como una especie de fetiche. Ahora, ni eso, con la consabida desgana de mi santa, deshormonada por la menopausia y por las pastillas, que quiere habitación con dos camitas.

Pese a todo ello, este viaje que me dispongo a relataros ha sido bien manejado, creo yo. Siempre que no salgamos de España y no haya necesidad de aviones lo sobrellevo mucho mejor. Me encuentro más seguro. La amistosa compañía de tantos años como nos tenemos, la vistosidad y hermosura de los territorios explorados, la singularidad de estos pueblecitos... han propiciado unos días relajados y muy agradables. Llevar a Juan Francisco de guía turístico-geográfico es un plus difícil de igualar, porque no es lo mismo ver las cosas y verlas pasar que que un erudito te explique los por qués de esas cosas, de esas costumbres, incluso, de esos paisajes. Con las oportunas correcciones de Mariki, claro está. Sucesiones de castillos formidables -uno en cada pueblo-, tierras de fronteras, tierras graníticas en toda la franja occidental, dehesas infinitas de alcornocales, minería rica y minería pobre de Huelva... Seguro que no sabéis mucho de todo esto.Y para ellos, llevarme a mí de médico -manque sea un "cagón"- supone también una tranquilidad y una garantía. De médico, y de bufón.

Una cosa que nos ha llamado la atención ha sido el cuidado y esmero de los portugueses con su turismo. Es cierto, también, que la mayor parte de lo visto han sido pueblecitos "reinventados" para su exposición turística: Monsaraz, Monsanto o Marvao son unos lugares espectaculares, monumentos rocosos a la pericia y estrategia en tiempos de guerra, que hoy serían totalmente obsoletos, si no fuera porque han sido "resucitados" para disfrute del turista. Les falta autenticidad, claro, apenas hay en ellos moradores que no sean los trabajadores de bares y hoteles, son parques temáticos, pero todo ello no les exime de la indescriptible belleza que acaparan. Monsaraz es una especie de castillo de sant Mitchel, una ciudad fortaleza en lo alto de un cerro en medio de un Guadiana de cien brazos que ha conocido mejores aguas, es verdad. Será aún más vistoso cuando arranque a llover un poco. Marvao es otra fortaleza aún más altiva e imponente. Izado en el pimpollo de una colina pétrea, se alza, bravo y potente, sobre unas aldeas circundantes vasallas de su poderío, y sobre una vastísima llanura con tan suaves ondulaciones en su terreno que parecen olas marinas. De noche, la vista desde las almenas nos brinda unas imágenes idílicas de portalitos de belén iluminados. Por la mañana, sus hermosas callejuelas se ven inundadas de turistas orientales y argentinos, y el sitio pierde entonces un poco el encanto de la ciudadela pulcra y silenciosa que te cautiva en la mortecina luz del ocaso. ¿Y qué decir de Monsanto? Es un pueblo increíble, impensable. Es un lugar en ninguna parte donde la roca misma se hace pueblo. Moles impresionantes de un grandor bíblico parecen amenazar de continuo a los visitantes impresionados por semejantes composiciones naturales. No es un pueblo construido de piedras, es un roquedal imponente convertido en pueblo. Y no vimos a ningún oriental. Aquí no llegan ni los buitres. Pero no solo en estos pueblos mimados se nota la mano protectora de la República. En Elvas o en Castelo de vide, pequeñas ciudades corrientes con una vida propia y no estrictamente turística, disfrutamos así mismo de unos espacios, tanto modernos como antiguos, muy bien conservados y preparados. El centro histórico de Elvas o el barrio judío de Castelo de vide son ejemplos de cómo preservar y mejorar el patrimonio cultural de una ciudad. El Palanco, érase un hombre pegado a una cámara, se nos perdió en Castelo, engatusado por la fantasía floral de sus calles empinadas hasta la sinagoga, o distraído hasta la desorientación intentando hallar el secreto mejor guardado de la arquitectura rural portuguesa: la belleza de lo asimétrico. Mercedes, su santa, tiene el cielo ganado con tanto despiste de este hombre.

En comparación, los sitios españoles vecinos, salvo Olivenza, adolecen de esa exquisitez en los cuidados de mantenimiento. Alburquerque, Alcántara o Coria no tienen mucho en común con lo visto en Portugal en ese sentido. Lástima lo del Tajo bajo el puente de Alcántara, quizás el más afamado puente de la península ibérica, desde luego, el de más rancio abolengo, construido en el siglo II de nuestra Era, en tiempos de Trajano. Mucho puente para tan poco río. El embalse de Alcántara, doscientos metros más arriba, lo ha dejado esquilmado. El Tajo, visto desde la altura de la calzada romana vecina, es un lumpen dentro de los ríos pobres. Lástima. Lo de Olivenza es un punto y aparte. Se reconoce en ella su singladura portuguesa hasta 1801 en que pasó a ser definitivamente ciudad española. La arquitectura popular y la sacra, la amplitud de los espacios públicos, la limpieza de las calles, la esmerada conservación del castillo y hasta el nombre en portugués de sus calles evocan necesariamente su pasado lusitano. Mención especial para su magnífico museo etnográfico. No creo que me alcancen años suficientes para ver cosa parecida. Tres plantas de exposición acerca de las tareas, costumbres, enseres... de cualquier aspecto de la vida corriente de los años de la postguerra: mobiliario doméstico, en pobre y en rico, aperos del campo, consulta médica, escuela, barbería, zapatería, destilería... Y hasta un poco de arqueología local y regional. Magnífico.

Otra cuestión no menor es la restauración, la comida, vaya. Uno cree que en España es donde mejor se come del mundo entero. Pero cuando visito Portugal me entran las dudas. Es posible que ya nos supere. En calidad, pero sobre todo en cantidad. Sobre todo en la repostería. Uuhhmmm, los dulces, mi perdición. Ya no es solo el bacalao, o los arroces; también la carne ibérica, las tortillas, el pan, el aceite, las ensaladas...

Con todo, Portugal sigue siendo un país de gente triste. No amargada ni compungida; simplemente estreñida, triste. No hay alboroto en la calle. No parece Portugal un país latino. Más bien anglosajón. Mucho cuidado en lo público, mucho respeto en la ciudadanía republicana, mucha educación cívica, cosa que tanta falta nos hace a los españoles, sí. Pero les falta algo que a nosotros nos rebosa: alegría de vivir. Por contraste, cuando hemos pernoctado en Alcántara o en Coria, o visitado largamente san Martín de Trevejo, todo está más descuidado, no digo que no; pero da gusto y le levanta a uno el ánimo ver la calle bulliciosa y alborotada, las terrazas repletas, las risotadas y el vocerío. Las caras felices de las gentes. En eso semos únicos.

Ya de vuelta, en el coche, le digo a Jaime que nosotros, la Peque y yo, hemos arrasado con todos los geles y champuces sobrantes en los distintos hoteles por los que hemos transitado. Y él, muy circunspecto -como siempre de recién levantado- me contesta con un escueto "Nosotros, no". Y yo me parto de la risa por dentro pensando "So sioputa, cómo te los vas a traer si en tu cuarto de baño no cabe ni un alfiler". No se lo expreso verbalmente, aunque intuyo que él lo adivina. Paki me tiene sentenciado que no le comente estas cosas, que le da mucho coraje no encontrar nada para ducharse en medio de tantísimo bote.

Y colorín, colorado...


lunes, 7 de octubre de 2019

Érase una vez el Internista

Cuando dentro de unos años le cuente a mis nietos el médico que fui y los compañeros con los que trabajé, no os recordaré a ninguno de vosotros por vuestros respectivos curriculum, sino por vuestra forma de ser y de actuar, por cómo habéis sido para con nuestros enfermos y para con nosotros mismos. Y de Antonio Grilo, en concreto, tendré mucho y bueno de qué acordarme.

Octubre de 1979. Apenas dos meses después de obtener mi licenciatura me presento a una oposición para cubrir plazas de los servicios de Urgencias de varios ambulatorios en la provincia de Córdoba. Y Grilo, también, dos o tres asientos por delante. Al salir del examen me aborda: "¿Qué has puesto en la de la manchas de Koplic?" Y le contesto lo que todos sabíamos: que son signo patognomónico del sarampión. "Pues no -me vacila el tío-. Está mal la respuesta; pueden ocurrir también en otras virosis tales como la Mononucleosis infecciosa". ¡La madre que lo parió! 

Así ha sido siempre, un ratón de biblioteca, un detractor de lo admitido, un crítico contumaz de lo convencional, un poco cascarrabias, la verdad. Un virtuoso sabelotodo sin llegar a lo engreído. Para más abundancia, su fisonomía, mezcla de judía y bereber, le confiere un aspecto de moro camuflado y taciturno que confunde a cualquiera, y más a la Guardia Civil de tráfico que lo para cada dos por tres en los controles de carretera. "A ver, usted, la documentación". Y les enseña a los agentes, muy a su pesar, su cartera abierta para que vean en primer plano su antiguo carnet de alférez de complemento. "A las órdenes de usted, mi alférez", se le cuadran luego.

Salvando mis cortas experiencias en Villaharta, Peñarroya y Pozoblanco, el resto de mi vida laboral, en Valme, ha girado en torno a él. Antonio, el Sol que alumbra y vivifica a todo aquel que se le arrima.
Destacaré su obsesión por la buena historia clínica y la minuciosidad en la solicitud de pruebas, su rechazo de plano a la nueva medicina hipertrofiada y defensiva, su inquebrantable devoción por los pacientes y las familias, sus fértiles coqueteos con una investigación básica -la de los metales pesados- tan difícil en nuestro entorno de sobrecarga y escasez, su pasión por la iconografía médica, y su entrega sin reservas a la docencia, la hija pequeña, la más esperada, a la que más se quiere.
Nada de ello, sin embargo, sería importante en la ponderación personal y profesional de Antonio si su persona no hubiese sido adornada por otro gran atributo. No me seáis brutos, no me refiero a ese atributo. Antonio es un hombre inteligente, talentoso, sagaz y quisquilloso. Y un gourmet muy exigente a la altura de su genio culinario. Un hombre de la tierra del vino, pero embelesado también por su mar gaditano. Pero sobre todas esas cosas, Grilo es un hombre bueno. Severo, a veces, no digo que no; exigente, desde luego, pero bueno. La inteligencia y el talento sin bondad generan conocimiento, pero no sabiduría.  La sabiduría necesita de ese plus. Sin bondad el mundo se vuelve indecente, perverso e impío. Y necio.

Si ahora que se jubila nosotros, los que de él tanto hemos aprendido, mantenemos en práctica su buen hacer y lo perpetuamos en las enseñanzas a los residentes y estudiantes, entonces esos mensajes suyos, a veces tan lapidarios, en ocasiones incompletos, a la manera de genes espirituales, acabarán siendo transmisores de eternidad.

Ayer mismo, paseando con mi hija y mis nietos por Antequera, nos tropezamos con otra familia. "Mira papi -me dice mi hija-, este hombre es internista en el hospital de aquí". Cuando le extiendo la mano para saludarlo, se me queda mirando perplejo: "No me lo puedo creer -se pone el tío-. Usted es... ¡Rivera!, ¡¡el doctor Rivera"!! "Sí, yo soy" -le contesto tan asombrado como él mismo. Y muy emocionado explica al corrillo que allí estábamos que yo había sido profesor suyo en Valme, que le había dado clases de Nefro y de Geriatría... Y que gracias a ello y, sobre todo, al tiempo de prácticas que estuvo con  Grilo se ha hecho internista. Antonio lo engatusó.
Y esto es a lo que me refiero. Que nuestro querido Antonio no solo es una persona entrañable y un médico ejemplar, sino que, además, ha creado escuela médica: la medicina basada en la historia clínica y en la empatía. Es el mejor ejemplo que ahora se me ocurre para definir al médico en palabras de Cicerón: vir bonus medendi peritus. Hombre bueno experto en curar.

Gracias, Antonio. Gracias por tu labor tan entregada, tan decente, tan fructífera. Gracias por tu amor a nuestro sagrado oficio. Gracias por haberte dejado conocer y aprender. Y ojalá que tu nueva etapa de jubileta sea tan afortunada y ejemplar como la que abandonas de profesional.

Ah, y una última cosa, que por poco se me queda en el tintero: después de casi cuarenta años de ser y actuar como internista, y de conoceros a vosotros, mis compañeros de fatigas, he llegado a la sabia conclusión de que cuanto mejor internista eres... más santa es tu mujer. Un guiño a Esperanza y, de paso, a todas nuestras abnegadas sufridoras.

Sed felices.

domingo, 29 de septiembre de 2019

Lo simple,lo complicado y el sentido común

A Juan Francisco Ojeda le gusta recordarnos con cierta frecuencia a sus amigos más cercanos una frase de algún sabio que reza así como que una realidad compleja analizada por una mente simple desemboca siempre en una realidad complicada. Bueno, él dispone de un arsenal de ejemplos paradigmáticos de esta sentencia verdadera, pero yo os voy a relatar otro mucho más prosaico de mi propia cosecha.

¡Qué bonita Sevilla de visita! Un amigo vasco, poeta él, compuso hace un par de años una estrofa espontánea un día de toros en la feria: "Qué bonita está Sevilla, en sus tardes estelares, en la barra manzanilla; en la arena, Manzanares". Pues eso.

La Peque, nuestro amigo Palanco y yo hemos bicheao un poco por los interiores de la famosa torre Pelli, y luego hemos disfrutado de los exteriores, ese nuevo parque peri fluvial tan refrescante y acogedor. La Peque se nos escabulle y se va por ahí de compras al centro, y Palanco y yo paseamos tranquilamente sin rumbo fijo. Miento: nuestra intención es ir a la Casa de la Provincia para ver una exposición que hay de alguna cosa que ahora ya no me acuerdo. Estamos alojados en la casa de Jaime y Paqui a donde nos hemos venido con dos días de adelanto para asistir mañana a la despedida académica, la última lectio, de nuestro amigo Juan Francisco que, tras cuarenta y dos años de docencia universitaria, por fin se nos unirá a nuestro club de jubiletas.

Y aun siendo hoy lunes, está la ciudad la mar de animada y de vistosa. "Qué de tías güenas por tos laos, coño -suelto yo-. Mira ésa, Antonio, le rebosan los cachetes por los perniles". "Es que semos mu calientes, Manué" -me replica mi amigo. En la plaza del triunfo serpentea una gran cola para entrar en la catedral, casi toda ella de orientales; lo mismo en la plaza de la Virgen para visitar los Reales Alcázares. Turismo a reventar.
Antonio y yo alcanzamos ya la Casa de la Provincia. Y nos encontramos con el cartel de marras que anuncia que el museo cierra los lunes. ¡Vaya por Dios! Así y todo, entro para preguntarle al guardia jurado que defiende el sitio con su uniforme, su barba a lo hipster y su barriguita cervecera. Y me confirma lo evidente, que la exposición está cerrada.

-Perdone -me dirijo de nuevo al hombretón, un joven primitivo y achaparrado y algo cejijunto-. Me estoy orinando, ¿podría pasar un momento a los servicios?
-No es posible -me contesta muy en su papel-. Como es lunes está todo cerrado, la exposición, los servicios... en fin, todo.
-Bueno está -respondo resignado, y me dispongo a salir hacia la calle, cuando el buen hombre me espeta:
-Pero si usted quiere puede pasar al servicio y llenar la botellita del agua, que veo que la lleva casi vacía.
Y ahí ya no pude más:
-Le voy a decir una cosa, caballero -me pongo en plan como serio-: ¿usted cree de verdad de la buena que si entro a llenar la botella no voy a orinar, meándome vivo como estoy?
Y al hombre le hizo gracia la cosa y ya me dejó pasar. Aunque quién sabe si lo hizo a propósito, como buscando una salida "creíble" para dejarme desbarrigar.
-Es que si pasa uno la mano, esto se me llena de chinos -se excusa finalmente.
Nadie en la calle se percató, creo. Pero imaginaos que algún otro prostático como servidor hubiese presenciado la escena. Al momento se le hubiera llenado la sala de meones menesterosos, orientales y nacionales. Se hubiese encontrado, sin pensarlo, ante una realidad complicada.

  

jueves, 19 de septiembre de 2019

Desde pequeñito igual que su agüelico.

Muy cercano a los cinco años, mi nieto mayor, Lucas, es capaz de mantener una charla más o menos entretenida con cualquiera. Y más con su abuelo. En general, pienso que los niños se hallan más sueltos de lengua, de gestos y de actos con los abuelos que con los padres, siempre éstos con la censura y la amenaza por delante.
Mientras mi hija está con el pequeño Daniel en la piscina de niños, Lucas y yo hacemos tiempo paseando por el parque. Un reventaero, porque no para: que si en el tobogán grande, que si en este columpio, que si una carrera con su amigo Javi... Enfilando ya para la piscina al encuentro con su madre nos topamos con una pareja que llevaba tres cachorros de pastor alemán en la reata. Tan animalista como mi hija, Lucas se pone a juguetear con ellos, y los perritos se vuelven locos de contentos con saltos y cabriolas a su alrededor. "¡Venga ya, Lucas, que no llegamos"! Y con toda la inocencia del mundo, le pregunto una vez tranquilizado:

-¿Lucas, te acuerdas de los cachorritos que tuvo la Pelu?
-Sí -me responde pero con poca convicción, como por salir del paso.
-Fueron ocho perritos la mar de graciosos ¿te acuerdas?
-Y jugaban mucho, ya me acuerdo. Y la abuela les reñía porque se cagaban por toas las partes... -Y se pone a reírse, el tío.
-Y la Pegui, sí, sí, la Pegui, tu perrita, también se hacía la niña para poder jugar con ellos, qué cosas, eh, Lucas...

Se queda mi nieto como un poco pensativo antes de decirlo:
-Abuelo, y la Pegui por qué no ha tenido perritos?
-Puuuff, ¿Yo qué sé? La Pegui es una perrita muy especial, muy rara. Date cuenta de lo arisca que es, le ladra a to dios.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Pues sí tiene que ver. Porque nunca se ha dejado montar por un perrito -le digo yo, a ver cómo cuela eso.
-¿Qué es montar, abuelo, que se suben los dos perritos en un coche?
Y me tengo que reír, a ver... Y es que, además, se me está reproduciendo mentalmente una escena casi idéntica que tuve con su madre, cuando tenía ella la edad de Lucas, al observar mi hija a su perrita Candy holgando con otro perro en el césped de nuestro patio. Y con todo tipo de subterfugios y artimañas le tuve que explicar, a tan tierna edad, el secreto de la vida. Pues ahora, lo mismo.
-No, Lucas. Montar un perrito a una perrita es una cosa que hacen los perros para poder tener hijitos. Verás, el perro se pone por detrás de la perrita, le echa las patas encima, se juntan los culos... y ya está... Y así la perrita se queda embarazada.
-¡Aahhh! -Se queda dubitativo-. ¿Y por qué no lo intentamos con la Pegui?
-Buahh, lo hemos intentado muchas veces. Pero no hay manera, que no se deja, que no quiere. Se pone a ladrarle al perrito hasta que lo aburre. Y te digo una cosa, Lucas: si una perrita no quiere, no hay ná que hacer. Tiene que ser que ella quiera, si no, nanai -y ahora es cuando sin querer meto yo la gamba, sin querer, eh-. Pasa lo mismo que con las mujeres: si una mujer dice no, es que no. No hay más que hablar.
-Abuelo, ¿pero las mujeres también se montan?
A ver cómo salgo de esta. La madre que me parió...
-Sí, claro -intento aparentar serenidad y seguridad-. Para tener hijitos todos los animales y también las personas tienen que hacer eso de montarse.
Y ahora, la repanocha:
-¿Y la abuela también se monta? -me pregunta el tío mirándome con una sonrisita provocadora.
-Poco, Lucas, muy poco. Es dura de pelar, como la Pegui.

Y dí gracias a Dios de que de repente el chaval se distrajera con otro amigo y dejara de interesarse por tan escabroso tema.

lunes, 12 de agosto de 2019

Amor en agosto

Deseamos todos creer que el amor prevalece sobre la muerte. Y debe ser así. A fin de cuentas, la muerte no es tan fiera como la pintan, toda vez que nunca consigue quitarnos de en medio del todo porque los genes nos sobreviven en nuestra descendencia. Y en este proceso de supervivencia casi siempre anda rondando el amor en alguna de sus muchas maneras.

Me he vuelto de repente tan filosófico porque cada agosto supone para mí una reflexión serena acerca de la exaltación del amor como motor de la vida, por una parte, y de la resignación de la muerte como culmen de nuestra existencia, por otra. Me explico: un doce de agosto de 1973 -tal día como hoy- me declaré a mi Peque a la sombra de unos tarajes en la orilla del Genil, ambos en bañador y emborrizados en arena, mirad qué escena más romántica; y un dieciséis de agosto de 1995 moría mi madre, con la satisfacción de haber visto al más pequeño de sus varones Hermano Mayor de la Virgen del Carmen. 
Pero, así como el amor mutuo de la Peque y el mío persiste, y persistirá in seculorum sécula, mi madre tampoco se ha ido del todo: los hijos nos hemos quedado con su napia; mi hermana pequeña, además, con su cara; mi Manolo, con su barriga; y yo con su cadera y sus andares; su nieta Carmelilla, con su bondad, pero también con su firmeza de carácter; y su bisnieta Natalia, con su expresión dulce y su fina inteligencia de Cívico.

En mis años jóvenes, agosto ha sido el catar  melones tempranillos, la calor asfixiante en las calles de piedras quemantes, siestas tórridas en el río, tomar el fresco en la gradilla de la puerta, columpios de barquillas en las Eras Altas, y la procesión nocturna de la Virgen. Ahora, en el otoño dorado de mi vida, agosto es el disfrute agotador de mis nietos, la piscina de mi pueblo, los melones de Ponferrá, los tejeringos de la Feria... el recuerdo imperecedero de mi madre y el embeleso renovado por mi Peque. Ea.


martes, 6 de agosto de 2019

Darle a la sin hueso

En agosto mi pueblo adquiere otra vidilla. Me gusta. Parte de su estival atractivo consiste en el regreso, para la Feria, de tantos paisanos que en su día se catalanizaron por perentoria necesidad. Me alegra ver gente distinta por la calle; adivinar, por sus trazas y andares, si fulanito es de "Los Miguelillos", o si perenganito es de "Los Romualdos o de "Los Mediauvas". A mi primo Paco "Porrera" la gente de Palenciana lo confunde con el mismísimo Puigdemont, de tanto como se le parece. También disfruto de hacer la compra de melones, sandías y tomates a pie de obra, en el campo abierto, en el melonar de Frasquito Ponferrá. Me recuerda, mutatis mutandis, mis años jóvenes de melonero en La Capilla. Pero, sobre todo, es para mí un auténtico gustazo, disponer a mis anchas del lujo de piscina municipal que tenemos: hora y media de deleite acuático cada día. Desde Antequera, la Peque me manda a revisar la obra de nuestra casa, y yo aprovecho para lo mío antes de volver para la hora de comer. Y todos contentos.

En la piscina, por la mañana, aparte de cuatro chaveas, siempre los mismos: la Bárbara, Manolo el de Carmencita, Antonio Arjona (Gallino, por mal nombre), El Yondy, la tita Ani, el mellizo de Gloria, La  Conchi, una hija catalana de La Guilina y un servidor. Como las chicas van a lucirse y no se bañan -salvo la Ani-, toda la piscina para nosotros. ¡Qué gozada!

Una de estas últimas mañanas -se va notando ya la llegada escalonada de catalinos- habían concurrido unas cuantas mujeres más. Y, cosa común entre el gineceo, se han sentado todas enfiladas, una al lado de otra, a lo largo de uno de los bordes de la piscina, por donde más cubre: posaderas aplastadas contra el borde rasposo, y los pies pataleando en el agua. Todas en fila, con el sol del medio día afligiendo inclemente sus molleras. Como una bandada de golondrinas que se posa sobre los cables de la luz. Y, naturalmente, charloteando de sus cosas. En esto que llego yo buceando desde la profundidad y, a falta de mejor agarradera, me sujeto a conciencia de las piernas de la tita Ani. Ella, acostumbrada a mis bromas, ni se inmuta. Y me encaro con todas:

-Oye, ¿vosotras a qué venís aquí, a bañarse o a pillar un tabardillo?
-A ponernos morenas pa la feria -salta una.
-A lucir figura y modelito -se pone otra.
-Estas solo vienen aquí a darle a la sin hueso -se suma Manolo al convite.
-¡Vaya que sí! -responden casi al unísono.
-¿Y cuántas sin hueso tenéis? -se me ocurre preguntar con toda la intención.
-Pues una, ¿cuántas quieres que tengamos? -me contesta Carmen Navarro.
Y entonces, se entabla una lucha entretenida entre mi ángel de la guarda y el pequeño demonio que todos llevamos dentro. Mi ángel, que no conteste, que no diga nada, que lo deje estar; mi demonio, que qué tontería, que conteste, que estamos aquí para pasárnoslo bien, para reírnos, que no haga caso al quisquilloso y aburrido de mi ángel... Total, que gana el demonio, claro.
-Pues yo, desde hace unos años para acá... -hago una pausa intencionada para atraerlas a mi discurso-. Yo tengo dos sin hueso.

Las más atrevidas dan un gritito ahogado de sorpresa y se ríen tapándose la boca con sus manos, y algunas, más lentas, se quedan dubitativas, hasta que las otras les cuchichean el secreto inconfesable de algunos hombres añosos que, de tanto uso, sustituimos el hueso por ternilla esponjosa en la parte más innoble y gustosa que tenemos, en esa cabecita calvorota de un solo ojo donde concentramos -los hombres mu calientes, me refiero- la mayor parte de nuestras neuronas pensantes.

Y así, unos días con otros, vamos echando el verano.




martes, 30 de julio de 2019

Momentos confesables de una madre

Debería estar contenta, radiante, feliz. Y es de verdad que lo estoy. ¿Entonces?... Pues esa es la cosa: que me hallo contenta por fuera, pero me gustaría sentir mi alegría a borbotones, no sé, como más auténtica. Y no sé si es así del todo. En fin, hecha un lío es lo que estoy. Ni yo misma me entiendo. Las que sois madres me comprenderéis mejor. Creo yo, vaya. 

Mi marido -los hombres llevan estas cosas de otra forma- se ha multiplicado por cuatro estos días últimos, más que nada en los preparativos para atender de manera exquisita a la gente que nos ha llegado de fuera entre amigos y familia, ya sabéis. Lo otro, toda la parafernalia con que hoy en día se adorna y complementa la esencia de una boda, ha estado a cargo de los novios, sus amigos y mi Paula, como se lleva ahora. "Papá, mamá: vosotros solo tenéis que encargaros de nuestra familia de Córdoba. Nada más". Y él, él solito, él, que es un santo, una suerte del destino, un regalo del cielo, un... qué sé yo... Él, mi Manolo de mi alma, se ha partido la suya en esta tarea. Su familia es sagrada.

En mi descargo, quizá, sería piadoso considerar que una no está ya para muchos cohetes. Mi naturaleza física me está maltratando de manera cruel desde hace ya demasiados años. Apenas piso la calle. Hasta para hablar necesito llevar enganchados a mi nariz los cables del oxígeno. Desde hace mucho forman parte de mi atuendo facial. Ni siquiera pude anoche asistir, como hubiera sido mi deseo, al ágape de bienvenida que mi Manolo ofreció a los invitados de fuera y a los amigos de los novios. No valgo un real, es la pura verdad.

Ha sido muy emotivo, pero también muy duro, alcanzar el altar de la mano de mi hijo como madrina comiéndome el aire ante el silencio emocionado de toda la parroquia. Muy duro. Se agradece, desde luego, escuchar algún gritito apagado de "Madrina... ¡guapa!". Claro que sí. 

Pero ha podido más mi orgullo de madre. He aguantado toda la ceremonia con altiva dignidad luciendo tipo, sayal y tocado como la más moderna de las madrinas, sí señor. Y luego, en la suntuosa carpa del restaurante he señoreado con encantador disimulo mi cansado cuerpo riojano, mesa por mesa, saludando y departiendo con todo el mundo, como si tal cosa. Arropada en todo momento por mi hermana mayor, he estado pendiente de mi madre, ya tan anciana y desmemoriada; he llorado de emoción viendo los detalles tan elaborados y festivos de los amigos para con los novios; he tenido un profundo sentimiento de nostalgia y de pena cuando alguien ha mentado a los abuelos cordobeses de mis hijos; he aplaudido a rabiar el cante flamenco y el baile por sevillanas de los espontáneos del sur; me he reído a carcajadas, hasta la tos, con los vítores de los comensales hacia el Tío Manolo, un primo hermano de mi marido, animador infatigable de la fiesta.  Y, desde luego, no he sido ajena  a ciertas miradas babosas de algunos viejos verdes a los escotes de las mocitas... y de las casadas. Bailar, no. No me pidáis lo imposible. Pero he resistido todo el tirón hasta las dos de la madrugada, hasta que se cerró el chiringuito de los más jóvenes. ¡Toma ya! A ver luego cuántos días voy a necesitar para recomponer mi desguace...

Nada de ello, sin embargo, afecta tanto a mi espíritu como la sensación angustiosa de pérdida. Se me va mi Alejandro, Alex, le nombran sus amigos. Para mí siempre será mi Alejandro. Y mirad que se lo lleva Eva, la chica más despabilada, simpática y cariñosa de toda la Rioja. Sin exagerar. No nos vamos a engañar: las jóvenes de por aquí no tienen la gracia, la frescura, ni siquiera la belleza de la gente del sur, las cosas como son. Pero Eva es la excepción. Eva, sí. Tantos años llevan juntos que para nosotros, para Manolo y para mí, es ya una hija más, la hermana mayor de nuestra Paula. Alejandro y Paula son sureños, no hay más que verlos. Se conoce que la herencia andalusí es más poderosa que la vascona. Todo en ellos evoca a Córdoba. Paula es un retrato de la morena de Julio Romero, con los ojos azabache y profundos, alegres y vivos, los mismos de su abuela Josefa. Y Alejandro es todito su padre: en lo bueno, en lo cariñoso, en lo guapo, en lo..., en fin, en todo. Es normal que Manolo esté más encariñado con Paula, y que yo esté embelesada con mi Alejandro. Los que sois padres y madres lo veréis como yo. No se trata de complejos raros de Edipo ni de Electra. No. Es una realidad diaria y doméstica. Y cuando Paula se case, seguramente Manolo padecerá su ausencia más que yo. Así es la vida.

Y esta es, y no otra, mi angustia de hoy. Me importan un rábano mis pulmones. Ahora mismo solo pienso en que mi hijo vuela hacia Vietnam, fijaros qué pedazo de viaje de novios, igualito que el nuestro que no pasamos de Madrid, y que en adelante no lo tendré para mí como hasta ahora, aunque solo sea un ratito por las tardes. Tengo miedo de no saber sobrellevar bien su ausencia. Aunque, bien pensado, no debería quejarme: Paula vive y trabaja fuera, en Burgos, pero me llama cuarenta veces al día, una cansina es lo que es, de lo que se desvive por mí, y viene cada fin de semana. Y Alejandro llena mi casa a diario con solo media hora, con cinco minutos... Ya sé que es un sentimiento egoísta. Me da igual. Una madre es una madre, y tiene derecho a desahogarse gritando para sus adentros que no quiere separarse de sus hijos nunca jamás, aunque luego comprenda y acepte la realidad de la vida.

Mi madre, en una residencia; mi Paula, en Burgos; y, ahora, mi Alejandro, en su casa. Sin embargo, os aseguro que nuestro nido no ha de quedar vacío: mi Manolo, mi tesoro, ya se encargará de colmarlo con su entrega, su cariño y su dedicación. Como ha hecho siempre. Y ya estoy suspirando por mis futuros nietos, la penúltima ilusión de cualquier madre de mi edad.

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Querida Almudena: ahora yo me invisto del cura que pude haber sido, y que nunca fui, y te digo con solemnidad: Ego te absolvo a pecatis tuis in nómine patris... Tu egoísmo de madre te es perdonado. Amén. 



domingo, 21 de julio de 2019

Atilano, de paisano

Estoy atrapado. Ahora resulta que mi Atilano Mejías, nuestro recién estrenado fraile carmelita, ha sido párroco en la iglesia del Carmen, de Córdoba, durante cinco años. Hoy, en nuestro baño matinal, ha salido el tema de pura casualidad. Pero es más: conoce perfectamente a muchos curas cordobeses que yo le he ido mentando. Me ha dado norte y detalle de don Gaspar, don Moisés (q.e.p.d.), Manolo Vida, Luis Briones... ¡Coño, hasta de nuestro querido Pedro Soldado! "Pero, hombre, Atilano, todos esos son mi gente. Me he criado con ellos".

No sé si vale la pena seguir usando este pseudónimo de Atilano Mejías con el que lo he bautizado para preservar el anonimato, o nombrarle ya decididamente con su nombre de cuna, porque al final, mis amigos de Córdoba lo van a acabar identificando. Pero creo que seguiré con Atilano. Me mola. Me recuerda esa costumbre de nombres exóticos que tanto gustaba a García Márquez: Florentino Ariza, Fermina Daza, José Arcadio Buendía, Arístides, Escolástica, Juvenal Urbino...

Sabiéndome médico, me ha mostrado un rasguño y un gran hematoma en el dorso de su muñeca derecha que se produjo ayer tarde al tropezar con una pared de su celda. "Es que la mente va más aprisa que las piernas" -me dice. Le he recomendado que se junte un antiséptico tipo Betadine, y que se proteja la herida con una gasita. Y ahora viene lo bueno: "No sé adónde habrá ido a parar un guante de esos de las gasolineras que he usado para cubrirme toda la mano, y que al llegar aquí, a la piscina, lo guardé dentro de la bragueta -se pone el tío a toquetearse por dentro del bañador-. Y es que no me lo encuentro". Y yo me meo de risa. "Mira, Atilano -le digo riéndome-, como salga el guante flotando por aquí le voy a gritar al personal: Mirad, el condón del fraile". Y se parte, el buen hombre. Al final, resultó que se le había escurrido para atrás, y lo tenía alojado en la rajalculo.

Cuando se sale para irse, aguanto en el agua unos quince minutos más para no coincidir con él en las duchas. No sé, me da vergüenza. Como es tan lento vistiéndose, luego me da tiempo a adelantarlo en los vestuarios. Hoy lo he invitado a llevarlo en mi coche hasta el convento. "¿Una cervecita?" -me suelta en el camino. "No, no, Atilano. No puedo" -le digo apurado. "¿Eres abstemio?" -me mira extrañado. "No, hombre; es que me espera mi mujer para ir al pueblo, que estamos de obra en mi casa, y ya llego tarde". "¡Amigo! -se sonríe-. ¡Palabras mayores!".

Como me puede el vicio, hago intentos por sonsacarle cosas del lado oscuro: "Pues nosotros, amigos muy cercanos de un cura joven de Córdoba, lo provocamos mucho malmetiendo que aprovecha sus vacaciones en lugares recónditos para limpiar el sable. Y él se cabrea un montón". Y Atilano se ríe de mis ocurrencias. Pero también se abre: "Normalmente, Dios nos da fuerzas para resistir la llamada de la carne, en ocasiones, llamadas brutales" -empieza a confesarse. "Pues, Atilano -le azuzo-, yo creo que es bueno aliviarse de vez en cuando, es algo natural y sano, no solo para el cuerpo sino también para el espíritu. Y sinceramente, no creo que sea pecado". Y me contesta, crítico: "No lo será para tu moral particular". Pensé explicarle -pero me contuve- lo que dice un amigo muy querido: que cuando pasa más de una semana sin matrimoniar le sale la leche aterroná. "Un día, en una parroquia de La Paz, en Bolivia -se lanza el fraile-, una mujer me pide confesión pero en mi despacho, en privado. Y sin mediar más que cuatro frases se me ofrece para echar un polvo, así, sobre la marcha, aquí te pillo, aquí te mato. Ten presente, José María, que por entonces yo andaría por los treinta años, te puedes imaginar"... "¡Qué chollo, macho!" -le digo. "¡Qué apuro más grande, querrás decir! -me contesta-. No sé de dónde saqué fuerzas, pero la despedí al instante". Y continúa: "Si metes la pata una vez"... "Te refieres a la pata de en medio, ¿no?" -me pongo guasón. "Sí, sí, a esa me refiero". 

Creo que esta gente de la Iglesia de a pie está hecha de otra pasta. Yo, de cura, no hubiera podido salir airoso de tentaciones tan carnosas. Mi sacerdocio no le salía a cuenta, y Dios me ayudó a abandonar el seminario. Menos mal. Lo mío hubiese sido un escándalo. Por lo caliente, me refiero.




¡Ofú, qué caló!, decía mi hija cuando vivíamos en Sevilla. Pues eso. Ayer empezó el verano de verdad.


miércoles, 17 de julio de 2019

Perro viejo

A veces, trapicheando por el hospital de Antequera, me sorprendo a mí mismo creyéndome, como solía en el Valme, el rey del mambo. Y tengo que pararme: "Oye, chaval -me digo-, que tú aquí tienes menos papeles que el borrico un gitano". Pero, al final, echándole un poco de jeta, consigo mis propósitos. 

Uno de mis albañiles ha debido de ingresar de urgencias en el hospital por mor de una úlcera duodenal. Abusador de Ibuprofeno, la droga de los pobres. Afortunadamente, la cosa es leve, y su médico pretende darle el alta mañana mismo. El problema es que le ha solicitado una ecografía abdominal, y, claro... para mañana va a ser imposible que esté, con todo lo saturada que anda la lista de espera.

-Miguel -le pido al médico-, tú que tienes aquí más mano insiste en rayos, hombre, que este paciente está de paso, no es de aquí.Ya sabes...
-Sí, sí. Pero no creas que va a ser fácil. La gente de rayos está hasta el moño con tanta petición.

A fin de asegurarme una respuesta más clara, me presento a otro médico, amigo de mi amigo Diego Millán, dando por sentado aquello de que los amigos de mis amigos son mis amigos. El hombre me recibe la mar de cordial y amistoso.

-Sí, José María, lo intentaré, pero no te prometo nada. La gente de rayos está que trina. Fíjate, ayer mismo les solicité una eco para una paciente mía, una jovencita con un plastrón abdominal sospechoso de Chron, fíjate, eh. Y lo más que conseguí fue que la citaran para el próximo viernes. No sé, no sé...

Antes de rendirme, perro viejo en estas lides, consideré ir yo directamente a rayos. Son las 13,30 horas, y allí no veo un alma. Bueno... estarán tomándose un refrigerio. Tienen derecho a un descanso, joer. No lo digo por ellos, eh, pero es un lugar común entre nosotros, los médicos, quejarnos de saturación, y, sin embargo, a las dos de la tarde no encuentras a nadie en su sitio. No desespero por ello. Se me viene a la memoria que en Valme, ante situaciones parecidas, Inma, la secretaria de rayos, me solucionaba los problemas.

A la entrada de la secretaría de rayos reza escrito en el suelo un aviso: ESPERE AQUÍ SU TURNO. Y ahí me tenéis, más tieso que un junco, esperando la vez. Tengo que hacerme notar para que la secretaria se fije en mí, aunque sea de soslayo, como un hombre formal, serio y educado. Tampoco es que tenga que impostar mucho porque mi pronto natural es así ¿verdad? Le cedo mi turno a una mujer muy mayor, me intereso por ella preguntándole de dónde viene y qué papel de los diez que trae arrugados entre las manos es el que tiene que entregar... Y, bueno... ya me toca.
-Buenas tardes -me dirijo a la joven sonriendo.
-Muy buenas, usted dirá -me responde más secamente de lo que yo hubiera deseado.
-¡Vaya peinado más gracioso que se ha hecho usted hoy! -me lanzo a ver qué tal cuela el requiebro. La mujer, entonces, se me queda mirando un ratito, así, como con cara displicente, como pensando: "¿Qué pretenderá este pringao?".
-Déjese de cumplidos, y dígame qué se le ofrece, que hay cola -pero ya se le escapa un amago de sonrisa por el rabillo de sus labios.
Y le explico mi caso. Y ella se disculpa asegurándome que es imposible, que las listas para ecografía de hoy y de mañana ya están completas y cerradas. Punto.
-Ya lo imaginaba, señorita -le respondo con toda la humildad que puedo-. Yo solo le pido que si por casualidad se produce alguna renuncia y queda un hueco libre... que lo tenga usted en cuenta. Nada más.
Y ya me disponía a irme. En esto que, para mi sorpresa, la mujer ahora sí se ríe abiertamente y me zampa:
-¿Es usted adivino?
-¿Yo? -respondo extrañado-. No, pero ¿por qué? 
-Porque apenas hace cinco minutos han llamado de una planta anulando una ecografía de mañana.
-Pero bueno... -me río con ella-. Esto parece de cámara oculta, ¡verdad?
-No -me dice ya más seria. A esto se le llama llegar y besar el santo.

Y yo pensando para mí: "No. Esto es ser un perro viejo". 

sábado, 13 de julio de 2019

De vida monástica


¡Lástima que mi padre no esté ya entre nosotros! Le hubiese invitado a venir conmigo. Él, más aún que yo, se hubiese conmovido ante la virtud de estos monjes tan ancianos como él, y adherido de manera incondicional a la normativa monástica de oración y silencio. No como nosotros, Joaquín, Diego y yo, que, medio a hurtadillas y con la complicidad solapada del padre Alfonso, hemos alterado más de la cuenta la armonía y quietud de este fabuloso monasterio.



Tenía ganas y sentía curiosidad por vivir unos días entre muros, oraciones y refectorio. Joaquín es un asiduo de este sagrado lugar, a donde acude al menos dos veces al año. Él nos lleva animando a Diego y a mí desde tiempo atrás, y ya, por fin, nos hemos decidido. A Joaquín los monjes le quieren como a uno más, le dan de abrazos nada más verlo entrar, "Te esperamos como agua de mayo", le dice el padre Alfonso, nuestro hospedero. Y es que nos tenían reservado la limpieza a fondo de la enorme biblioteca, cosa que solo se hace cuando se hospeda Joaquín. ¡Qué convenidos!


Y os digo que merece la pena. No es cosa de una hospedería al uso de hotel modesto. No. Se trata de vivir unos días de retiro espiritual compartiendo clausura con los monjes, haciendo vida monástica, contemplativa, en este caso. Naturalmente, a mí en concreto, me ha reverdecido muchos recuerdos soterrados del seminario: el toque de campanas llamando a cualquier actividad, los madrugones, la frugalidad alimentaria -ni un frito, nada de carne, ni un dulce, pechada de calabacines, se conoce que estamos en época-, la disciplina, los ratos largos de meditación... Pero sin fútbol. Y sin pajillas vergonzantes. Y a las diez de la noche, en la cama: de las cosas que más me han gustado.

El lugar es una gozada. El monasterio de Jerónimos de santa María del Parral admira Segovia desde la orilla derecha del río Eresma, incrustado en un bosque de ribera de cuento, y salpicado, literalmente, por varios manantiales inagotables de un agua fresquita y santificada que brotan por doquier, alimentados por una corriente freática milenaria que se deja oír en los paseos silenciosos por cualquiera de sus claustros. Se diría que se aposenta sobre una plataforma acuífera. De ello da testimonio la fertilidad de sus varias huertas kilométricas, arrendadas a medias por los monjes a tres hortelanos lugareños, ancianos locuaces y simpáticos que prefieren envejecer con la azada en sus manos mejor que con el mando a distancia. Posee, además, una riqueza patrimonial fuera de parangón, cuyo principal exponente es el impresionante retablo plateresco de su iglesia principal, de un estilo gótico flamígero con muchos toques de isabelino. De verdad, una pasada.

Pero a estas alturas de nuestro conocimiento y, en muchos casos, amistad con vosotros, mis queridos lectores, no vamos a engañarnos: el día a día del cenobio es aburrido. Las cosas como son. Laudes, Ángelus, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas. Cada dos horas, quince minutos de una liturgia cansina, repetitiva y anacrónica. A la una del mediodía, misa. Y a las siete de la tarde, rosario. Todo es voluntario para los huéspedes invitados, pero casi todo nos lo hemos tragado, menos la hora Sexta, a las cuatro de la tarde. Mi siesta es más sagrada que los salmos salomónicos. Lo bueno de no ir uno solo sino acompañado de colegas es que puedes escabullirte de tanto silencio y de tantas preces cuchicheando con los amigos.

Nos hemos divertido, es verdad. Sobre todo durante las dos horas de trabajo en la biblioteca. Hemos hecho chistes de lo humano y de lo divino; nos hemos reído a carcajadas ahogadas de las ocurrencias de Diego, que se atrevió a ir a una misa en calzón corto, o que comparó el silencio y la quietud del refectorio con la bulla y el desorden del comedor en los hoteles del Imserso; o de nuestra incapacidad, de Diego y mía, de dar con la página adecuada del breviario para seguir los cánticos del padre Mauro al piano, al final optamos por abrir el libro al azar y hacer el paripé de que cantamos; o de mi rebeldía a desayunar en seis minutos, tiempo que tardan los monjes en hacerlo, una vez que ellos se levantan, todo el mundo fuera. ¡Con lo que yo disfruto pausando mi desayuno!... O con las críticas impías hacia otros huéspedes porque todos nos parecían gente rara, de otro mundo, gente desnortada, personas con vocación cenobítica pero que las circunstancias de la vida los han llevado por otros caminos, y ahora pretenden ser más monjes que los de verdad: rezan más fuerte, cantan más alto, se persignan con aspavientos, se arrodillan hasta dar de bruces en el suelo... Como modernos judíos conversos que quieren ser más cristianos que los de sangre.


Pero también hemos leído y hemos meditado. Nos hemos empachado de la vida y obra de san Jerónimo, uno de los santos Padres de la Iglesia, amigo y contertulio de san Agustín, ambos golosos del sexo en sus años jóvenes, y luego arrepentidos de tantos excesos. Conozco yo a otro Agustín, de ahora, que no llegará a santo porque no acaba de arrepentirse sino que persiste contumaz en el vicio. No tanto del sexo cuanto de la glotonería. Hemos debatido con seriedad, en las apacibles tardes de la huerta, el sentido que pueda tener esta vida contemplativa en nuestro mundo moderno. A nosotros, gente del siglo, pero moderada, nos cuesta entenderlo. También a Joaquín, un rojillo rancio de los que todavía se amarra el pantalón con un hiscal de esparto, pero hombre creyente con una espiritualidad y una búsqueda de respuestas fuera de lo común. El padre Antonio, monje de noventa años que vive en el monasterio desde los dieciocho, nos dice que esto solo puede entenderlo quien recibe "la llamada". 


En otro tiempo, nos cuenta Joaquín, estos monjes, jóvenes aún, sin menoscabo de sus vidas contemplativas, eran gente muy activa y productiva para la sociedad: producían y comerciaban con los productos de la huerta, y tenían un taller de madera donde fabricaban bancos para las iglesias. Y de eso vivían. Ahora no es posible. Solo son seis monjes. Tres de ellos, Antonio, Farrulla y José, rondan los noventa. Produce admiración verlos concelebrar la eucaristía con tanta voluntad como merma de sus fuerzas: una mano dirigida a la sagrada forma, y la otra agarrada al altar para no tambalearse. Y en la plática se quedan frititos en sus asientos. El padre Andrés, el prior, frisará los setenta, pero se encuentra muy limitado por fracturas vertebrales y una cadera protésica. Con todo, aguanta el tipo orondo y soberbio apoyado siempre en su bastón. El padre Alfonso tiene sesenta y seis años, y es de Olivares, casi paisano mío. Y se le nota lo sevillano: es el alma de aquéllo. Hospedero, cocinero, ecónomo, cuidador de los viejos y hombre para todo. Con Joaquín tiene una empatía especial. Se les nota a ambos. Y luego, el padre Mauro, el más joven, no llegará a los cincuenta. Pero me pareció el más desganado. Lo que son las cosas. Y eso que acaricia el piano de maravilla y posee una voz melodiosa y engolada, pintiparada para entonar las salmodias.

Y, en fin, todos sabemos que esto ha tocado fondo; esto se acaba. No hay futuro para este tipo de vida monástica. Este del Parral es el último monasterio jerónimo masculino en actividad. Y dentro de cinco años se habrá convertido en un Parador Nacional o algo parecido. No hay relevo, no hay vocaciones. No puede haberlas. La juventud de hoy precisa de otro tipo de atractivos. No le vale rezar y rezar, y perpetuar in seculorum sécula ritos y salmos de hace dos milenios. Habría que reinventarse, reconducirse, transformar el cenobio en un centro de intelectualidad religiosa donde, por ejemplo, se intentara una nueva exégesis de las Escrituras adaptada a los tiempos, donde se produjera literatura, arte y ciencia en torno a la ética, a la espiritualidad, a la esperanza... ¡Demasiado tarde!

"Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta".

Y yo, sintiendo mucho contravenir a santa Teresa, creo que hoy en día solo Dios no basta. A la vista está.

¡Sed buenos!




miércoles, 19 de junio de 2019

Crónica de una ausencia


-¿De qué te ríes? -me mira mi mujer extrañada-. El avión no está para risas, que digamos.
-Peque, me estoy acordando ahora de la noche en que despaché de nuestra casa de Córdoba a mis amigos, cuando el partido del Madrid con el Betis.
-¿Y eso a cuento de qué, después de cuarenta años?

Desde el aire, y bamboleado nuestro aparato por las turbulencias de una tormenta caprichosa, me obligo a distraer mis miedos pensando en cosas positivas. Es el consejo que tantas veces le he escuchado a mi amiga Mercedes, la bruja de nuestro grupo, para cuando uno tiene, como es mi caso ahora, pensamientos lúgubres. Volamos desde Malmo a Madrid, de regreso de una semana estupenda en los Fiordos, y estamos enconados en una borrasca de verano que juguetea con nuestro avión como lo hace el viento con un cometa de playa.

Bien podría, sin problema, detenerme en algunos de los muchos momentos recientemente vividos, tan emocionantes unos, tan agradables otros, tales como las impresionantes vistas de los glaciares, las del fiordo de Geiranger, el espectacular sitio de "El Púlpito" o la confortabilidad de nuestras cenas de amigos en el lujoso restaurante de este buque enorme... O incluso, regodearme - ¿por qué no?- en escenas de intimidad talámica, con el gran océano como bravo y rugidor testigo que se asoma por la ventana de nuestro camarote. Y sin embargo...

Y sin embargo, mis pensamientos vuelan más rápido que el avión, y me transportan hasta Córdoba, cuando apenas hace media hora que hemos despegado. ¿Por qué? ¿Qué pasa en Córdoba para tanta prisa? Mis compañeros de promoción de medicina están celebrando a esta hora una fiesta por el 40 aniversario de nuestra Licenciatura (1973-1979). Desde que se convocó dicho evento yo fui consciente de mi obligada ausencia por coincidir con este viaje a Noruega con nuestros amigos. ¡Mala pata! Y, aunque no me gustan demasiado las reuniones de más de cuatro criaturas, esta vez sí que me apetecía mucho juntarme con mis colegas. Al Pintor y a la Victoria les tengo manidos, a Juan Tormo y a Carlos Sánchez les vi hace un año, pero a todos los demás llevo una burrada de años sin verlos. Y con el tiempo, nos pica la nostalgia. Y, además, que al contrario que a las mujeres, a los hombres no nos importa tanto dar una imagen de arrugados, gordos y calvos, "Quien a nuestra edad no tiene buche es que es un triste" -sentencia mi amigo Jaime. Pues eso. Pero, en fin, no ha podido ser. Asistiré -lo prometo- a la celebración del 50 aniversario.

Como durante la travesía no puedo abrir wassapts para ver los vídeos que están grabando, me los imagino ahora saliendo de la facultad hacia "Bodegas Campos", donde se van a poner como obispos, mientras en estos mismos momentos, pasada ya la tormenta, la azafata del vuelo me está ofreciendo una bolsa de patatas fritas, un bocata de jamón serrano y de pan chicloso, y una botellita de agua. ¡Menuda diferencia! Luego, en la sobremesa, es posible que Graciliano, Mari Félix, Andrés Ruz o Pedro Pablo les entretengan a todos con unos discursitos breves preparados ad hoc. Y ya más tarde, llegará el desenfreno de bailes, postureos y fotos por doquier. Lo propio. No tengo ninguna esperanza, cuando ponga pie en Córdoba serán las ocho de la tarde y todo se habrá consumado.

Me hubiera gustado abrazarlos a todos. Ya sé que es imposible. Ni siquiera podría recordarlos. En primero habíamos cerca de quinientos alumnos matriculados. Al llegar a sexto curso, no llegaríamos a cincuenta los que sacamos todo limpio en junio: los empollones. Yo era un empollón, quizás el más empollón de todos, con permiso de Celia, Fernando Laguna y Buitrago. No solo no me avergüenza reconocerlo sino que me enorgullezco de ello. Pero no era desaborido como los empollones al uso, no. Yo era un tío simpático, abierto, campechano... que hasta me dejaba copiar y todo. Jugaba al fútbol con Ramón Guisado, González Ripoll, Martín Pinilla, Antonio Moreno, Manolo Ramírez, Sebastián Rufián... Jugaba al tenis con Manolo Baena en su club de la Fuensanta, y en ocasiones -muy pocas- me dejaba ganar para que él siguiese invitándome gratis. Cuando nos mudamos a jugar a la Arruzafa ya no perdí ni un solo partido. ¡Qué rabia, eh Manolo! Con Manolo Mesa frecuentaba en las anochecidas el paseíllo entre el hospital provincial y la escuela de enfermeras cortejando a nuestras respectivas novias. En mi piso de Pintor Zurbarán, 7, 1-A, siempre había invitados a la mesa, a la de comer, o a la del estudio. Gente como Juan Tormo, Pepe Morillo, Antonio García, Alejandro Rodríguez, Pepe Osuna, Paco Moya, el propio Andrés Ruz, por supuesto que Antonio Pintor... eran habituales en mi casa para intercambiar apuntes o preparar exámenes... O a lo mejor para intentar ligar con Pilar, una auxiliar de enfermería que vivía con nosotros y que estaba güenísima. Antes de casarme con mi Peque (estábamos empezando quinto curso) viví dos años en pisos de estudiantes con compañeros tan dispares como Eugenio Mateo, Pedro Olmo y Pepe Osuna. Muchos de ellos nos acompañaron a la Peque y a mí en nuestra boda, en Palenciana, el 1 de noviembre de 1977. Y al día siguiente, a clase. 

Una noche de aquéllas cenamos en mi casa el grupo de Puente Genil (Antonio García, Morillo y algún otro) y Andrés Ruz y alguno más de Cabra. En la tele ponían un Madrid-Betis. Ganaba plácidamente el Madrid por tres goles a cero. Y yo tan requetebién. Y van los mamones estos y empiezan a meterse con el árbitro diciendo que estaba favoreciendo al Madrid, que si qué vergüenza, que si partido robado... Esas cosas que decimos para cabrear al personal. Tanto me calentaron que acabé echándolos de mi casa. ¡A tomar por culo! 

Lo único que no hice en esos años que cualquier estudiante de entonces hiciera fue irme de juerga o de ligoteo por ahí. Yo tenía mi novia, y mi obsesión eran mi novia y mis estudios. Ir a la feria o de patios me parecía una estupidez, una pérdida de tiempo. Por todo ello se entiende mejor mi escasa relación con las chicas de nuestro curso. Recuerdo, sin embargo, una buena sintonía con Inmaculada Romero, Carmen Logroño, Higinia, Adela, Claudia Cabrera, Consuelo, Mari Carmen Jurado, Gloria Ysern...  

Me puede la emoción recordando aquellos tiempos. Yo venía de abandonar el seminario después de diez años de interno, y me abría por primera vez al mundo exterior. Dos años mayor que la mayoría de mis compañeros, y provisto de un bagaje humanístico encomiable proporcionado por el seminario y por mi bachiller de letras, destaqué demasiado pronto como un empollón raro. Tal vez desde mi incorporación casual al grupo de don Ricardo López Laguna, el primero de nuestros maestros. O quizás, desde el día en que don Pedro Montilla retó a la clase entera a averiguar el nombre de una fórmula química enrevesada que él mismo acababa de escribir en la pizarra. Y yo levanté la mano. "A ver, el caballerete, que hable"... Y fue aquello tan gracioso del Ciclopentano perhidrofrenanteno, la famosa fórmula genérica de todos los esteroides. "¿De dónde ha salido este tío larguirucho y destartalado?" -escuché en algunos corrillos por entonces. "Dicen que ha sido seminarista" -explicaba otro. Y yo me hacía el interesante.

Me duele decir que habiendo sido profesor asociado en la facultad de medicina de Sevilla durante veinte años, no he visto en el alumnado, en general, aquella vivencia tan nuestra de sentirnos especiales, distintos a otros universitarios. Los de medicina gozábamos una especie de vitola singular, nos considerábamos gente escogida para una misión poco menos que sagrada. Y ese algo tan distintivo no solo lo sentíamos nosotros sino que también era así ponderado por los estudiantes de otras carreras. Me encantaba que alguien me preguntara por la calle que qué era lo que estudiaba. Se me hinchaba el pecho al decir: "Yo, Medicina". Y os puedo asegurar que después de tantos años no he perdido ese sentimiento de haber sido "un escogido".

No recuerdo en qué curso, quizás en segundo. Los compañeros más "rojillos", con Manolo Cabanillas al frente, habían convocado una asamblea junto a los de la primera promoción. Allí, las arengas de Ortega Limón y Eduardo Rejón alentándonos a una huelga general de estudiantes por las mejoras de las condiciones estructurales en la Universidad de Córdoba. Muchos de nosotros, impresionados ante la altiva prestancia de los oradores. En esto que en un momento determinado, sale de entre la clase la figura pequeña pero bien erguida de Segundo Ruiz Gámez. Con decisión firme y gesto adusto, sube a la tarima y se baja el micrófono hasta su altura. Solo recordar esa imagen de un tío tan chico dirigiéndose con tal energía y cojones a una asamblea de quinientas criaturas me sigue emocionando. Lástima que no tuviéramos móviles para haberlo grabado. Yo no fui a la huelga impactado por sus palabras. Dijo cosas impropias de un joven salido de un pueblecito perdido en Jaén: hizo alusión al sacrificio de nuestros padres para ponernos en órbita, al sentido de nuestra responsabilidad para no defraudarlos, a nuestro sagrado deber de no desperdiciar ni un día, ni una hora, en nuestra formación como futuros doctores. "Nosotros no somos unos estudiantes cualesquiera, ¡¡vamos a ser médicos!!!" Y puso tal énfasis, se arrimó tanto al micrófono que esa palabra, médicos, retumbó durante preciosos e interminables segundos en todo el ámbito de la clase. Os parecerá una simpleza, pero os aseguro que ese espíritu de Segundo -al que bien podríamos traducir por vocación- me ha guiado en toda mi vida profesional.

Bueno... Con tanta cháchara hemos llegado sin novedad a Madrid, y ahora el AVE nos llevará hasta Córdoba. Es tontería ilusionarse. Llamo al Pintor y me dice que ya están todos de vuelta. Estamos pasando por Puertollano. Me acuerdo de Carlos Sánchez Estévez, nativo de estas sierras pizarrosas, seguro que también ha disfrutado de este día glorioso para ellos. Ya habrá otra ocasión para mí y para otros ilustres ausentes.

Paz y bien, amigos.

sábado, 25 de mayo de 2019

Un fraile en remojo

En esta ocasión viene muy al caso que empiece este relato al estilo de Saramago en "La Caverna": el hombre que se baña hoy a mi vera se llama Atilano Mejías, tiene ochenta y dos años, y es fraile carmelita. Jubilado. Fraile jubilado.

Es la primera vez que nos vemos, pero ya parece que nos conozcamos de toda la vida. Más que bañarnos, lo que hemos hecho ha sido charlotear en remojo en los bordes, echando amplios descansos después de cada largo. Tanto hemos charlado que, a la salida, bromeando, le hemos reclamado a la señorita de la portería la mitad de nuestra entrada a la piscina. "Nada de eso -nos contesta con su aspereza habitual-, aquí dentro, hablar también cuesta dinero". ¡Cieza!

Es un hombre mayor y bien metido en manteca. Aún no sé que sea fraile. Desde arriba, antes de meterse en el agua, me pide permiso para compartir calle conmigo, que estoy solo. "Es que usted se adapta mejor a mi velocidad de nado; los demás van demasiado rápidos" -se excusa. Naturalmente, le invito a que salte. "No, yo despacito; me siento y me dejo arrastrar. No estoy para saltos". Me cae en gracia. 

Él nada de espaldas y a brazadas, como nuestro Agustín, hay algo en su fisonomía que me recuerda al "añoro", quizás su habilidad parlanchina, su campechanía y, posiblemente, sus tragaderas. En el primero de nuestros descansos, agarrados a los bordes, me puede mi deformación profesional y le pregunto por unas lesiones rojizas e inflamadas que le afean la zona de su bigote. "Son cánceres de piel -me dice con toda normalidad-. Acabo de llegar del hospital, me los han quemado con frío".

Y ya, nos presentamos. Nunca hubiera esperado yo conocer a un fraile en una piscina municipal. Es lo bueno que tienen estos espacios públicos, conoces a gente de toda calaña. Me cuenta que está jubilado, pero que sigue viviendo con sus compañeros en el convento de los carmelitas, que comparte con ellos los rezos de maitines y vísperas, y el refectorio. El resto del día lo emplea a su libre albedrío. Cuando estaba en activo daba clases de latín y de filosofía. Ahora acude al centro educativo de mayores donde se ha matriculado de francés e inglés, pero, además, se ha inscrito también en una academia de idiomas, donde le imparten chino y alemán. "Pero, bueno... a tu edad, ¿para qué tanto?" -le reprendo. "Me gusta" -me responde con bondad. "¿Y no te vendría mejor algún lío de faldas con alguna monjita? -le achucho yo con mi proverbial imprudencia. Y me lo agradece con una de esas carcajadas tan típicas de Agustín, y que retumba en todo el hueco de la piscina. "Pero hombre de Dios... -consigue sobreponerse a la sorpresa-. Las monjas de al lado son las Descalzas, y son de clausura. ¡Hay que ver qué cosas tienes, José María!..."

Nacido en un pueblo de La Serranía, fue pastor de cabras por aquellos montes hasta los quince años que ingresó en el seminario carmelita de Hinojosa del Duque. Se ordenó sacerdote en 1964, "Coño, qué coincidencia -le digo-, el mismo año en que yo ingresé en Hornachuelos". Su singladura vital ha sido más propia de un diplomático de carrera que de un fraile. Debutó en Sudamérica: Colombia, Bolivia, Perú, Argentina y Brasil. Durante los primeros diez años de monje conoció de primera mano los entresijos políticos y sociales de todos esos países en un tiempo tan convulso de mafias, dictaduras y corruptelas a todos los niveles. Al cabo de ese tiempo, lo reclaman para España, y lo hacen prior de sucesivos colegios carmelitas en Antequera, en Córdoba y en Madrid. Seis años más tarde, lo trasladan a Canarias. Luego, de vuelta a Sudamérica. Más tarde, a Suiza, a Polonia y, finalmente, como broche a toda una vida de nómada, a Japón. "De los japoneses tenemos muchísimo que aprender, en cuanto a civismo" -me dice. Sus últimos años en activo ya han sido aquí en Antequera. "Ya está bien de tanto mundo" -le bromeo. Y ahora, a sus ochenta y dos años, continúa con una vida mucho más movida y retadora que la mía.

"Oye, Atilano, y de tantas experiencias por el mundo entero ¿cuáles te han resultado más impactantes?" -le pregunto, curioso. "Las vividas en Colombia, sin duda. No te puedes imaginar lo que es dar filosofía a muchachos guerrilleros que van a clase con su pistola en el bolsillo". Y sigue: "Recuerdo partidos de fútbol en los patios del colegio en los que alguien reclama un penalty no pitado disparando su arma al aire. Acojonante". Y para cambiar un poco de tercio, y siendo siempre fiel a mi mente viciada, va y le pregunto socarrón: "Oye, y en tanto tiempo por Sudamérica, ¿ningún escarceo amoroso con nativas, ningún caliqueño suelto por ahí? ". Y el pobre Atilano, vuelve a reírse de buena gana. "Pero, chico, tú estás obsesionado con el sexo, ¿no?" "No lo sabes tú bien" -le contesto. "Bueno, la verdad es que en América latina el sexo se vive de una manera muy diferente a como lo vivimos por aquí; se ve como más natural, sin tanto tabú. Y desde luego no está tan mal visto que sacerdotes y hombres y mujeres de Dios puedan tener algún tipo de relación íntima. Hasta ahí te puedo contar, jajaja".

Y uno piensa para sí lo interesante de la vida de algunas personas realmente excepcionales. Tendemos a creer que los frailes se pegan un pedazo de vida contemplativa aislados en monasterios de ensueño, en lugares idílicos, y fíjate tú éste. Siempre me he creído un hombre privilegiado y orgulloso de todo lo que he ofrecido y de lo que he obtenido. Pero cuando me comparo con personas como Atilano, con tanta energía, tanto compromiso, tanta capacidad, tanta iniciativa, tanta valentía... me siento como bañado en aguas de humildad y de prudencia. Sin el menor menoscabo de mi propia autoestima, admiro, sin embargo, a este tipo de personas. A su lado, la mayoría de nosotros nos hemos conformado con una existencia previsible, congruente con lo esperado, cómoda, plana.

¡Qué bonito y qué interesante conocer a gente nueva, verdad?