Es la primera vez que esta mujer viene a mi consulta. Su médico la manda por mareos frecuentes. Por tres veces la han traído en ambulancia a las Urgencias en las últimas semanas. No le encuentran nada. Ya ha sido vista también por el cardiólogo y por el neurólogo. Nada. "La voy a mandar a usted al internista" -le ha dicho su médico- "a ver si atina con algo".
-¡Qué es un internista? -supongo que pregunta la buena mujer.
-Un médico pensante, de ésos que saben de todo. Una especie de mentalista.
-¿Como House?
-Más o menos.
Entran los tres, ella, su marido y una jovencita sudamericana que debe de ser la cuidadora de ambos. Me extraño un poco porque la chica me parece demasiado joven y a ellos, a la pareja, aunque ancianos, no se les ve tan torpes como para necesitar ayuda. Dada la multitud de veces en que he metido la pata con el asunto éste de los parentescos, no voy a suponer nada, sino que pregunto directamente:
-¿Quién esta chica?
-Es nuestra hija-. ¿Ves tú?, menos mal que he preguntado. Intento no aparentar sorpresa, como quien ya no se espanta de nada, pero no estoy seguro de que lo haya conseguido. -Sí, nuestra pequeña, la adoptamos cuando tenía solo dos añitos.
Ya hay algo en la escena que no me cuadra. La joven permanece demasiado seria. No sé. Es intuición. Olfato, si queréis. Algo no va como debiera. Para que no se me note mucho la inquietud, me dirijo a ella, a la chica:
-¿Cómo te llamas?
-Ana Patricia -me contesta secamente, nada parecido a una sonrisa, ni un gesto por agradar.
-¿Qué edad tienes? -tengo la intención de añadir "guapa", como un cumplido, pero no lo verbalizo porque sería faltar en demasía a la evidencia y porque no sé cómo se lo va a tomar.
-Dieciséis años.
-¡Vaya, una mujercita! -pero no consigo arrancarle una sola mueca.
-¿Te gusta España? -cambio de tema por probar.
-No, para nada.
-¿Y éso?
-No me gusta la gente.
-Pero bueno..., si precisamente presumimos de buena gente.
-Pues habré tenido mala suerte, a mí no me gustan.
-¡Vaya por Dios! ¿Y dónde, entonces, te gustaría vivir?
-En Norteamérica.
Los padres observan y callan. No me siento cómodo. Me parece que sus respuestas menosprecian a estos buenos ancianos. Intento aligerar la carga.
-Son solo dieciséis años, no se lo tengáis en cuenta, está en la edad de la rebeldía -intercedo por ella-. Cuando tenga veinte cambiará de opinión, ya lo veréis.
-Sí, seguramente -responde el padre-, pero ahora sufre mucho y hace sufrir lo indecible a su madre.
A fin de facilitar la entrevista con mi paciente y que se sienta con más libertad invito a la chica a que salga de la consulta. Muy seria, se levanta, da los buenos días y sale.
La madre es una mujer mucho más anciana que su edad, difícil echarle años. Delgada, blanco lechosa, pelo ralo y mal averiguado, la tristeza le chorrea por unos ojos llorosos en cuyo verde, ya grisáceo, aún se atisba un rastro de esperanza. El padre permanece sereno. Su afable semblante está ennegrecido y arrugado de tanto campo, de tanto sol, de tanto trabajo para sacar adelante a este niña, su pequeña, quien ahora, en la edad de la flor, se ha vuelto tan desagradecida. Y uno piensa en esta pareja catorce años atrás, ya mayores para criar a una niña que pasaría entonces (y pasa ahora) más por nieta que por hija. Por más consejos que les dieran sus vecinos, sus otros familiares, incluso el cura del pueblo acerca de los peligros ocultos y venideros por la aventura de adoptar a una niña chica y además extranjera, ellos tenían demasiada ilusión para darles oído. Y mira tú por dónde...
Naturalmente que todos los males que aqueja esta mujer son por culpa de la depresión que arrastra. Y para averiguar esto no veo necesarios electrocardiogramas ni ecocardios ni TAC craneal. Solo hay que hablar un poco, lo justo, y escuchar mucho. Éste es uno de los instrumentos del internista, uno de los más importantes: saber escuchar. Si el otro día hablábamos del poder de nuestras palabras, hoy toca escuchar.
La charla subsiguiente ha tenido, estoy seguro, un clarísimo efecto terapéutico en esta paciente. Se desahoga conmigo. La chica no se lleva mal con ellos, ni es mala ni desagradecida como yo estaba barruntando. Solamente le pasa que está amargada, peleada con el mundo y consigo misma. No se acepta (justo reconocer que es feílla) y no acepta a los demás. Su deseo es huir, escapar de un mundo en el que se siente rechazada. "Y todo casi de pronto, doctor, de un poco tiempo a esta parte". "Más o menos el tiempo que lleva usted mala ¡no?" -le pregunto. "Claro que sí" -admite compungida-, "una madre sufre muchísimo al ver a su hija, una niña tan nueva, así de desgraciada".
"Todo ha sido desde el Instituto, yo sabía que iba a pasar algo de esto." -suspira para tomar aire. "Mire usted, de niña, nuestra hija era la alegría del barrio, era dicharachera, amistosa con todo el mundo, todos la acogían en sus casas, las meriendas con sus amiguitas se prolongaban hasta, casi, la hora de acostarse, era una cría poseída por la calle, mis vecinas se quejaban en broma de que a la niña la habíamos adoptado nosotros, pero eran ellas las que la estaban criando." -Vuelve a suspirar. "Ya sabe usted, a lo mejor por la novelería o por ser ella tan graciosa y redondita, el caso es que siempre ha sido un juguete para todos los que la conocían. Y más todavía en la escuela, siendo la única niña extranjera en aquellos entonces. Tenía cuatro o cinco amiguitas del colegio que eran inseparables, uña y carne como se suele decir, qué sé yo la de fiestas de pijama, la de idas a Isla Mágica, la de viajes a todas partes de España con sus compañeros y con sus maestros...Una niña feliz, una dicha muy grande para nosotros". Se detiene un poco para que su marido, tierno y atento a todo, la rodee por el hombro y la apriete hacia sí un poquito más.
"¿Y qué pasó al llegar al Instituto?" -aprovecho el receso. "Lo que tenía que pasar, doctor." -arranca de nuevo, ahora con más brío. "Sus amiguitas crecen, se convierten en rubias y morenas de muy buen ver, forman pandillas con los nenes, se echan sus novietes...Y mientras, nuestra hija, al lado de ellas, sigue bajita, redonda y...ya ha visto usted, poco agraciada. Y en un santiamén, si te he visto no me acuerdo. La han aislado. De osito de peluche con quien todas querían dormir ha pasado a patito feo del que todas se avergüenzan. Eso es lo que ha pasado. Ni más ni menos. Y ella no encuentra otra forma de rebelarse que ésta, devolver el rechazo haciéndolo extensivo a todo el mundo, casi hasta nosotros mismos, sus padres."
Ambas, madre e hija, están de psicólogos y todo. Nos hemos acostumbrado tan rápidamente a la buena vida (la sociedad del bienestar) que cualquier contratiempo, grande o pequeño, necesita del consejo del psicólogo. La psicología jamás ha conocido, ni conocerá, más esplendor que ahora. No lo critico. Solo reflexiono con vosotros. Entiendo que en situaciones de catástrofe, la gente afectada pueda y deba recibir atención especializada y específica. Pero hay otras situaciones particulares, más o menos serias, más o menos banales, que podrían ser tratadas a otros niveles menos sofisticados. Antes eran los confesionarios, ahora bien podrían ser los médicos oyentes y pensantes.
El caso de esta chica y sus padres me lleva a tres consideraciones que quiero compartir con vosotros. La primera es la mala leche que tenemos los humanos, los unos con los otros, homo homini lupus. Creo que el gérmen profundo del racismo está en la supremacia del grupo como defensa para la supervivencia. Tiene, pues, un origen claramente tribal que a estas alturas del siglo debiera haber sido superado. Pero nada, nos seguimos comportando como tribu. Poco ayuda para erradicar este comportamiento nuestra "cultura popular" de menosprecio larvado y disfrazado de hilarante a nuestros inmigrantes con expresiones jocosas tales como sudacas, machu pichus, payos poni y otras de similar jaez. Expresiones que esta chica ha soportado de buena gana desde que tiene uso de razón. Hasta ahora, claro, cuando ha comprobado que no solo son palabras graciosas. La segunda reflexión es lo mucho que ganan los pacientes cuando un médico sabe escuchar. Y la tercera es que por más que haga treinta y ocho años que abandoné el seminario no consigo librarme del confesionario. Así debe ser.