sábado, 30 de junio de 2012

El confesionario

Es la primera vez que esta mujer viene a mi consulta. Su médico la manda por mareos frecuentes. Por tres veces la han traído en ambulancia  a las Urgencias en las últimas semanas. No le encuentran nada. Ya ha sido vista también por el cardiólogo y por el neurólogo. Nada. "La voy a mandar a usted al internista" -le ha dicho su médico- "a ver si atina con algo".
-¡Qué es un internista? -supongo que pregunta la buena mujer.
-Un médico pensante, de ésos que saben de todo. Una especie de mentalista.
-¿Como House?
-Más o menos.

Entran los tres, ella, su marido y una jovencita sudamericana que debe de ser la cuidadora de ambos. Me extraño un poco porque la chica me parece demasiado joven y a ellos, a la pareja, aunque ancianos, no se les ve tan torpes como para necesitar ayuda. Dada la multitud de veces en que he metido la pata con el asunto éste de los parentescos, no voy a suponer nada, sino que pregunto directamente:
-¿Quién esta chica?
-Es nuestra hija-. ¿Ves tú?, menos mal que he preguntado. Intento no aparentar sorpresa, como quien ya no se espanta de nada, pero no estoy seguro de que lo haya conseguido. -Sí, nuestra pequeña, la adoptamos cuando tenía solo dos añitos.
Ya hay algo en la escena que no me cuadra. La joven permanece demasiado seria. No sé. Es intuición. Olfato, si queréis. Algo no va como debiera. Para que no se me note mucho la inquietud, me dirijo a ella, a la chica:
-¿Cómo te llamas?
-Ana Patricia -me contesta secamente, nada parecido a una sonrisa, ni un gesto por agradar.
-¿Qué edad tienes? -tengo la intención de añadir "guapa", como un cumplido, pero no lo verbalizo porque sería faltar en demasía a la evidencia y porque no sé cómo se lo va a tomar.
-Dieciséis años.
-¡Vaya, una mujercita! -pero no consigo arrancarle una sola mueca.
-¿Te gusta España? -cambio de tema por probar.
-No, para nada.
-¿Y éso?
-No me gusta la gente.
-Pero bueno..., si precisamente presumimos de buena gente.
-Pues habré tenido mala suerte, a mí no me gustan.
-¡Vaya por Dios! ¿Y dónde, entonces, te gustaría vivir?
-En Norteamérica.

Los padres observan y callan. No me siento cómodo. Me parece que sus respuestas menosprecian a estos buenos ancianos. Intento aligerar la carga.
-Son solo dieciséis años, no se lo tengáis en cuenta, está en la edad de la rebeldía -intercedo por ella-. Cuando tenga veinte cambiará de opinión, ya lo veréis.
-Sí, seguramente -responde el padre-, pero ahora sufre mucho y hace sufrir lo indecible a su madre.
A fin de facilitar la entrevista  con mi paciente y que se sienta con más libertad invito a la chica a que salga de la consulta. Muy seria, se levanta, da los buenos días y sale.

La madre es una mujer mucho más anciana que su edad, difícil echarle años. Delgada, blanco lechosa, pelo ralo y mal averiguado, la tristeza le chorrea por unos ojos llorosos  en cuyo verde, ya grisáceo, aún se atisba un rastro de esperanza. El padre permanece sereno. Su afable semblante está ennegrecido y arrugado de tanto campo, de tanto sol, de tanto trabajo para sacar adelante a este niña, su pequeña,  quien ahora, en la edad de la flor, se ha vuelto tan desagradecida. Y uno piensa en esta pareja catorce años atrás, ya mayores para criar a una niña que pasaría entonces (y pasa ahora) más por nieta que por hija. Por más consejos que les dieran sus vecinos, sus otros familiares, incluso el cura del pueblo acerca de los peligros ocultos y venideros por la aventura de adoptar a una niña chica y además extranjera, ellos tenían demasiada ilusión para darles oído. Y mira tú por dónde...

Naturalmente que todos los males que aqueja esta mujer son por culpa de la depresión que arrastra. Y para averiguar esto no veo necesarios electrocardiogramas ni ecocardios ni TAC craneal. Solo hay que hablar un poco, lo justo, y escuchar mucho. Éste es uno de los instrumentos del internista, uno de los más importantes: saber escuchar. Si el otro día hablábamos del poder de nuestras palabras, hoy toca escuchar.

La charla subsiguiente ha tenido, estoy seguro, un clarísimo efecto terapéutico en esta paciente. Se desahoga conmigo. La chica no se lleva mal con ellos, ni es mala ni desagradecida como yo estaba barruntando. Solamente le pasa que está amargada, peleada con el mundo y consigo misma. No se acepta (justo reconocer que es feílla) y no acepta a los demás. Su deseo es huir, escapar de un mundo en el que se siente rechazada. "Y todo casi de pronto, doctor, de un poco tiempo a esta parte". "Más o menos el tiempo que lleva usted mala ¡no?" -le pregunto. "Claro que sí" -admite compungida-, "una madre sufre muchísimo al ver a su hija, una niña tan nueva, así de desgraciada".

"Todo ha sido desde el Instituto, yo sabía que iba a pasar algo de esto." -suspira para tomar aire. "Mire usted, de niña, nuestra hija era la alegría del barrio, era dicharachera, amistosa con todo el mundo, todos la acogían en sus casas, las meriendas con sus amiguitas se prolongaban hasta, casi, la hora de acostarse, era una cría poseída por la calle, mis vecinas se quejaban en broma de que a la niña la habíamos adoptado nosotros, pero eran ellas las que la estaban criando." -Vuelve a suspirar. "Ya sabe usted, a lo mejor por la novelería o por ser ella tan graciosa y redondita, el caso es que siempre ha sido un juguete para todos los que la conocían. Y más todavía en la escuela, siendo la única niña extranjera en aquellos entonces. Tenía cuatro o cinco amiguitas del colegio que eran inseparables, uña y carne como se suele decir, qué sé yo la de fiestas de pijama, la de idas a Isla Mágica, la de viajes a todas partes de España con sus compañeros y con sus maestros...Una niña feliz, una dicha muy grande para nosotros". Se detiene un poco para que su marido, tierno y atento a todo, la rodee por el hombro y la  apriete hacia sí un poquito más.

"¿Y qué pasó al llegar al Instituto?" -aprovecho el receso. "Lo que tenía que pasar, doctor." -arranca de nuevo, ahora con más brío. "Sus amiguitas crecen, se convierten en rubias y morenas de muy buen ver, forman pandillas con los nenes, se echan sus novietes...Y mientras, nuestra hija, al lado de ellas, sigue bajita, redonda y...ya ha visto usted, poco agraciada. Y en un santiamén, si te he visto no me acuerdo. La han aislado. De osito de peluche con quien  todas querían dormir ha pasado a patito feo del que todas  se avergüenzan. Eso es lo que ha pasado. Ni más ni menos. Y ella no encuentra otra forma de rebelarse que ésta, devolver el rechazo haciéndolo extensivo a todo el mundo, casi hasta nosotros mismos, sus padres."

Ambas, madre e hija, están de psicólogos y todo. Nos hemos acostumbrado tan rápidamente a la buena vida (la sociedad del bienestar) que cualquier contratiempo, grande o pequeño, necesita del consejo del psicólogo. La psicología jamás ha conocido, ni conocerá, más esplendor que ahora. No lo critico. Solo reflexiono con vosotros. Entiendo que en situaciones de catástrofe, la gente  afectada pueda y deba recibir atención especializada y específica. Pero hay otras situaciones particulares, más o menos  serias, más o menos banales, que podrían ser tratadas a otros niveles menos sofisticados. Antes eran los confesionarios, ahora bien podrían ser los médicos oyentes y pensantes.

El caso de esta chica y sus padres me lleva a tres consideraciones que quiero compartir con vosotros. La primera es la mala leche que tenemos los humanos, los unos con los otros, homo homini lupus. Creo que el gérmen profundo del racismo está en la supremacia del grupo como defensa para la supervivencia. Tiene, pues, un origen claramente tribal que a estas alturas del siglo debiera haber sido superado. Pero nada, nos  seguimos comportando como tribu. Poco ayuda para erradicar este comportamiento nuestra "cultura popular" de menosprecio larvado y disfrazado de hilarante a nuestros inmigrantes con expresiones jocosas tales como  sudacas, machu pichus, payos poni y otras de similar jaez. Expresiones que esta chica ha soportado de buena gana desde que tiene uso de razón. Hasta ahora, claro, cuando ha comprobado que no solo son palabras graciosas. La segunda reflexión es lo mucho que ganan los pacientes cuando un médico sabe escuchar. Y la tercera es que por más que haga treinta y ocho años que abandoné el seminario no consigo librarme del confesionario. Así debe ser.

viernes, 29 de junio de 2012

Médico en casa

Hace ya años, bastantes, en uno de nuestros viajes familiares a los Pirineos mi cuñada Ana María, la Sami, se puso mala. De pronto. Ella es así, está tan ricamente, te das la vuelta y se echa literalmente a morir. Nada de particular, la regla. Algo retorcida, sí, pero una regla, al fin y al cabo. Nos pilló desayunando en un hostal de Nuévalos donde habíamos pasado la noche para visitar al día siguiente, tempranito, el Monasterio de Piedra. Ella se pone más mala que nadie, le duele todo más que a nadie, aquello no eran aspavientos, aquello no eran alaridos, "llevadme con mi mama, que me muero". Tanto, que alarmó al dueño que nos  servía el café y las tostadas.
-Aquí, a escasos cincuenta metros, está el ambulatorio. ¿Quieren ustedes que llame al médico de guardia?
-No, no se apure usted -media enseguida mi padre-, si aquí dos de mis hijos son médicos...
-Bueno -responde el buen hombre-, ya se sabe...Yo no me fiaría mucho de los médicos de la familia.

Este aserto tan nuestro, y en ocasiones tan certero, no ha funcionado conmigo. He sido siempre el médico de mi familia. Para lo bueno y para lo malo. Cuando mi Meli tenía unos ocho o nueve años me echaba en cara que nunca la llevara al pediatra, "todas mis amigas de la escuela van al pediatra y al dentista y yo no sé ni quién es mi médico". "Tú tienes la suerte de tener al médico en casa" -le respondía yo. "Sí, de qué me vale, ni siquiera encuentras mi cartilla de las vacunaciones, me las tengo que saber de memoria". Mi Meli ha sido siempre muy suya.

Los médicos, en general, no se encuentran cómodos atendiendo a algún familiar. Dicen que se pierde objetividad, que la emoción puede nublarte aquello que para otro, desde fuera, resulta evidente. Puede ser. Pero yo discrepo. Hoy se nos llena la boca hablando de la atención integral y total al paciente. Para ello resulta muy conveniente conocer cuantas más cosas mejor del mismo. De esa manera podremos adaptar nuestras recomendaciones a los deseos,  convicciones y creencias de los pacientes. Decidme ¿quién conoce mejor a mi padre que yo mismo? Si por "los protocolos médicos" fuera, mi padre se tendría que hacer una biopsia prostática, un PSA cada seis meses y una colonoscopia cada año. Nada de eso, sus revisiones del marcapasos y a otra cosa. Por ejemplo.

He llevado el peso de las graves y letales enfermedades de mi madre y de mi hermana hasta sus muertes respectivas. Y ha sido muy duro. Sobre todo lo de mi hermana. Ni siquiera para mí, acostumbrado al merodeo contínuo de la muerte en mi hábitat natural, resulta explicable que una mujer sana y fuerte, alegre y vitalista, pueda morir en el plazo de ocho meses con solo cincuenta y tres años. Muy duro. Y todo el mundo, es natural, mira al médico. Y la duda eterna: ¿no se podría haber hecho algo más? ¿Y si se hubiera cogido antes? ¿Y si se hubiera tratado en otro hospital? ¿Y si...? Lo asumo, estoy preparado. Siempre lo he estado.

Ahora soy el médico de mis suegros, "oye Jose María" -se me pone mi suegra- "que digo yo que ya que me has aguantado viva hasta la primera comunión de la Mari, si no podrías alargarlo algo más". "¿Cuánto más" -me río con ella. "Bueno, pongamos hasta que se case tu Carmen". "Eso, suegra, es demasiado, porque la Meli no se va a casar nunca". "Pues por eso..." A mi suegro no le he podido evitar el glaucoma y apenas ve ya casi nada. Y uno se siente culpable en alguna medida, pero lo supero porque soy consciente de mis limitaciones y de las de la propia Medicina. En fin, toda la familia se fía de mí. Ahora, es cierto, comparto la carga con mi hermano Frasco, internista como yo. Somos los médicos de nuestros hermanos, cuñadas, sobrinos, de nuestra madrina  y ¿cómo no?, de mi mujer, la Peque. Pero de ésta, yo solo.

La Peque apenas ha necesitado de mis  servicios médicos. Hasta ahora, solo le he conocido una salmonelosis un mes antes de parir. Y no pude asistirla porque yo estaba de la cagalera mucho peor que ella. Mi madre le decía que era más fuerte que un "renno". Nunca he sabido lo que sea un renno, me parece que es una garrapata de esas que se agarran al pellejo de los perros y no hay Dios que las pueda arrancar. Muy fuerte, muy valiente, muy "echá palante", demasiado quizás. A lo único que le teme es al agua, el apartamento de la playa lo disfrutan mi hija y Pepe porque ella no ha tenido aún la dicha de meter un pie en la orilla. En mi casa, se sienta en el borde de la piscina y patalea en el agua como los niños chicuelos, a éso es a lo más que se atreve. No le pega, con lo atrevida que es para todo.

Y ahora, en dos meses, dos sustos. Primero un nódulo mamario que ha quedado en nada. Bueno, en algo más que nada, en un pedazo de hematoma que le ha puesto una teta que parece silicónica. Ha quedado tan redondita e hinchada que me entran ganas de que le biopsien también la otra. Y luego, en estos días, una diverticulitis aguda, que es una cosa parecida a la apendicitis pero que no hay necesidad de operar. Solo ponerle antibióticos. Aquí la tengo en casa, todo el día leyendo en su libro electrónico y, si no, regañándome por cualquier simpleza, haciéndome de mandadero, de cocinero, de friega suelos...,de todo, menos de ardiente amante, que es lo que uno quisiera. "Sema" -se me pone seria- "es que con el follisqueo se puede perforar el colon". Joer, ni que yo la tuviera tan larga.

Ella achaca estos males a la edad, "es que ya tenemos una edad, eh", sus amigas le dicen que todo es por mor de las hormonas, de la menopausia fastidiosa y por no comer semillas de lino y yo intento convencerlas de  que la culpa es la falta de sexo. Pero no me cree ninguna y, menos que nadie, ella misma. 

martes, 26 de junio de 2012

El sordo que leía en los labios

Con los  sordos pierde mucho mi actuación médica. No es que yo ponga menos empeño en ellos, al contrario, uno intenta un mayor acercamiento a sus problemas, sabedor de esta debilidad. Pero he de basar la anamnesis (el interrogatorio) en el familiar que hace de traductor de mis palabras. Y es que las palabras adecuadas pueden ejercer un claro efecto beneficioso para los pacientes. Pero, claro, tienen que oírlas de boca del médico. Ante un sordo, por tanto, de poco sirven las palabras, las sustituyo por los gestos amables, pero no es lo mismo. No da igual una caricia en la cara que un "no te acojones que esto lo sacamos palante". Bueno, pero tampoco vayáis a pensar que tengo la consulta llena de sordetas. No, hombre

Creo que los médicos no valoramos lo suficiente el poder curativo de nuestras palabras. La Peque, sin embargo, lo tiene muy claro. "Una palabra tuya" -me dice- "alegra el día de tu paciente, lo hace feliz." Y me sirve de mucho, me ayuda a prepararme mentalmente para el machaqueo de la consulta diaria. Cada día puedo llevar la felicidad a una veintena de personas, a unas pocas familias. Esto es lo que voy meditando cada mañana en el camino atascado hacia el hospital, a cuánta gente puedo hacer feliz hoy. Aunque, errare humanum est, algunos días se me olvida y acabo metiendo la pata.

Este sordo, en concreto, es un tío gracioso. Y picante, como me gustan a mí las personas. Tiene una diabetes muy difícil de controlar por mor de su gordura y porque come de todo. Quizás debido a la obesidad ha desarrollado también una enfermedad en la espalda, una ciática.
Con gran alarde y aspaviento gesticula y vocea por dónde le duele, que no puede agacharse, que se le duermen los dedos de los piés, que cojea...Y protesta porque yo todo lo achaque al sobrepeso. Por mi parte le explico a su mujer, que es la traductora, lo de siempre, que debe de ser más disciplinado en las comidas, que debe de caminar un poco todos los días, que no puede ni oler el tabaco...,en fin, la rutina de los médicos. Pero él, el sordo, ni puñetero caso. Mientras converso con su mujer se distrae mirando los cuadros de peces en la pared de enfrente, o repasándose la negrura de las uñas.

Llega un momento, sin embargo, en que pone sus otros cuatro sentidos en la conversación. Parece como si lo hubiera oído. Su señora esposa me pregunta preocupada si lo de la ciática tendrá algo que ver con la imposibilidad de matrimoniar de su marido. Le explico que no, que la disfunción eréctil está más relacionada con la propia diabetes de tantos años y de tan mal control. Que tiene muy difícil, por no decir imposible, solución. Y el tío sin perder detalle. Y nosotros pensando que no se entera. Y él, en ascuas. En una pausa de nuestra charla, salta con esa voz alta y tan destemplada que tienen los  sordos:

-Doctor, ¿qué estáis hablando, de atizar? 

Este tío lee en los labios, oye.

domingo, 24 de junio de 2012

Sexo es vida

Este abuelo, no sé bien por qué, me recuerda a mi padre. He cogido la manía de comparar con mi padre a cualquier anciano de los que veo en la consulta. A cualquiera que frise los noventa. No se le parece nada en lo físico, éste es enjuto y larguirucho, bastante cargado de espaldas, de cabeza mejor poblada y aguanta perfectamente su dentadura postiza. Pero hay algo intangible, quizás su risa, algún gesto en sus arrugas, la manera de mover sus manos sarmentosas, que pertenece a mi padre. No sé, me estaré volviendo viejo, tanto comparar a la gente.

En los últimos tres meses ha sufrido varios síncopes. (Para los legos, un síncope es una pérdida momentánea de la consciencia, una lipotimia, vaya). Y ambas hijas vienen muy preocupadas.
-No me digan que andan ustedes angustiadas por este hombre.
-Pues sí, doctor, nos tiene con el corazón en un puño.
-Vamos a ver, ¿de cuántos años estamos hablando, aquí el caballero?
-Noventa y uno -me contestan ambas a la vez-. Y miro al paciente y nos reímos los dos, como anticipando nuestra futura connivencia.
-Noventa y uno, eh, pues sepan ustedes que aparenta setenta.
-Pues eso mismo es lo que nosotras decimos, que con lo bien que se conserva no queremos que se nos muera tan pronto.
-¿Tan pronto, han dicho? ¿He oído bien?
-Bueno, no...en fin, ya sabe usted, que está muy bien para morirse así de pronto.
-¿Y quién les ha dicho a ustedes que se va a morir así de repente?
-Usted, doctor, no lo ha visto cuando le da eso que le da.
-Bueno, pues venga, manos a la obra.

Síncopes repetidos en un anciano son asunto de mal presagio. En muchas ocasiones encontramos una enfermedad cardíaca grave que puede necesitar de un marcapasos. En este hombre, sin embargo, ni la auscultación ni un electrocardiograma de hoy mismo indican ningún tipo de arritmia. Su médico del pueblo ya le ha realizado un estudio de EKG de 24 horas en el que tampoco se aprecia nada relevante. Tiene algo peor: un soplo cardíaco que se irradia al cuello y que es muy sugestivo de una estenosis aórtica severa. Estoy decidiendo si le solicito o no un ecocardiograma para confirmar la estrechez valvular, cuando las hijas me muestran sobre la mesa tal estudio que ya lo traen hecho por un cardiólogo particular.
-Amigas mías, a este hombre no le falta un miriñaque, eh.

Les explico a los tres la situación. Se trata de una enfemedad del corazón, muy frecuente en la población anciana, que es la causa de sus síncopes y que la única solución definitiva es la cirugía cardíaca para cambiarle su válvula aórtica por otra biológica, habitualmente de cerdo o de oveja. Pero que con su edad muy posiblemente no sea aceptado por los cirujanos. Por el riesgo elevado de muerte intraoperatoria. Y siempre será mejor morir de muerte natural que no en un quirófano.
-Naturalmente -salta enseguida nuestro hombre.
-Papá, por favor, deja hablar al médico.
-Que no, que de ninguna manera, yo, ¡a mis años! ¡Ni pensarlo!
-Yo soy de su opinión. Viva la gallinita con su pepita.
-¿Qué hacemos entonces, qué hay para ésto? -preguntan las hijas aún más agobiadas.
-Nada. Cuidar de su tensión, que coma sin sal o con muy poca y, sobre todo, que no haga ningún tipo de esfuerzo físico, solo caminar por lo llano y poco más.
-¿Se va a a morir, entonces?
-Claro, como todo el mundo. Pero si no somete su corazón a esfuerzos puede tirar todavía unos años, ya lo verán ustedes.
-Bueno -se quedan algo más relajadas- en realidad él, lo que se dice esfuerzos...No, no le dejamos que haga nada.

Hago el ademán de levantarme para despedirlos. Y ya de pié los cuatro, me dice el hombre:
-Doctor, a mí me gustaría referirle una cosa...
-Ande, ande, papá, éso no le interesa al doctor, déjelo ya.
-Hija, que yo tengo interés en decírselo al médico.
-Que no, papá, no sea usted tan pesado con eso.
-Vamos a ver -tercio yo en la disputa familiar-, a mí me interesa cualquier cosa que mi paciente quiera decirme. Le escucho caballero-. Y nos volvemos a sentar.
-Verá -y ahora baja mucho la voz-, es que...-mira para todos lados para asegurarse que no hay nadie más-, resulta que siempre que me he mareado estaba haciendo la misma cosa. Y digo yo que vayamos a que éso tenga la culpa.
-Papá, nos está usted avergonzando a mi hermana y a mí. Si llegamos a saber ésto no le hubiéramos traído al médico, ea.
-¿Qué cosa es ésa que hace que se maree?
-Masturbarme, mire usted-. Como no podía ser de otra manera, mis carcajadas alarman a medio pasillo de la zona de consultas, para más bochorno aún de estas dos hijas remilgadas.
-¡No me diga! -puedo balbucear algo más calmado.
-Como lo oye. Últimamente cada vez que me la meneo me desmayo-. Tendríais que ver las caras encendidas de ambas hijas-.¿Qué hago, sigo  o no? ¿Usted qué me aconseja?- Y pienso para mí: "a uno bueno le has preguntado".
-No sé qué decirle, hombre. Desde luego, la masturbación es lo que le está desencadenando los mareos, eso está claro.
-Sí, de acuerdo, pero el mareo ése es solo un momento, después me despierto como si tal cosa.
-¿Y si en uno de ésos ya no despierta usted más?
-Doctor, ¿conoce usted muerte más gustosa?

Decididamente, este hombre tiene mucho de mi padre. Y ya sé lo que es: el optimismo, el sentido positivo de la vida, la capacidad de disfrutar de todo pese al carnet de identidad, la picardía...  La próxima vez que vaya al pueblo le preguntaré cómo anda de sus bajos, que él también tiene mareos y un marcapasos puesto. Vayamos a leches.


viernes, 22 de junio de 2012

Aires públicos

Que levante la mano quien no se haya tirado alguna vez un cuesco sonoro en público. Yo podría pasar por perito en este tema, perdonadme la inmodestia.

Esta paciente de hoy es una anciana torpe y desvalida, viene en silla de ruedas empujada por su hija y se ríe de contínuo sin saber bien de qué ya que es sorda como una tapia. Me cuenta la hija que la vieja lleva una semana acatarrada. Me levanto para echarle las gomas pero no puedo desencajarla del asiento encorsetado de la silla. Entre los tres, la hija, la enfermera y yo lo logramos al fin. Ea, ya tenemos de pié a la abuela.

Le arremango el hato y me dispongo a auscultarle el pecho. ¡Qué penita! ¿Cómo unos limones, o quizás melones, en su día horondos y lozanos, han podido llegar a ésto, sendos pimientos pochos y colgones?
-Doctor, ¿quiere que le levante más la blusa? -pregunta la hija.
-No hija, no, así está bien, ¡para lo que hay que ver..!
Que nadie se alarme, cuando les hablo así es porque hay confianza.

Me coloco por detrás y con el fonendo pegado a su espalda acartonada la conmino a gritos para que respire hondo.
-Josefa, ahora, ¡hondo!- Ah, nada, ahí no entra aire, abre mucho la boca, sí, pero no inspira lo suficiente para que yo oiga el ruído en sus pulmones.
-Más hondo mujer, venga.
-Mamá, por favor -intercede la hija-, respira fuerte-. Parece que lo hace mejor, ya ausculto algo, se conoce que la anciana entiende mejor lo de fuerte que lo de hondo. Y la animo.
-Venga, así, más fuerte, siga un poco más. ¡Más fuerte! Vale, muy bien-. Algo es algo, puedo ya oir el resuello. Y sigo con ella.
-Ahora, cuando tenga que expulsar el aire apriete todo lo que pueda, ¿vale?
-Sí.
La pobre no sabía ya si debía de apretar o simplemente inspirar. En el último intento, al escuchar mi grito de "ahora, fuerte" tanto debió de empujar la barriga y encasquetar la boca que pareció mismamente que todo el aire espirado, viéndose atrapado y sin salida, no tuvo otro remedio que  salir a escape hacia el salva sea la parte obsequiándonos a los presentes con un lánguido y musical castañazo. Sorda, no lo oyó, pero debió de notar su salida porque le faltó tiempo para excusarse.
-Doctor, usted dispense.
-Dispensada. Pero no hacía falta apretar tanto, mujer.

Y nos echamos unas risas, como dicen mis amigos los "vascongados."

Sírvanos esta introducción para traer a estas páginas el recuerdo, siempre celebrado, de algunos de mis aires más sonados. Lo haremos siguiendo un orden cronológico.

En san Pelagio ya tenía mis dieciséis años cumplidos. Sí, llegamos a Córdoba en el curso 68-69. A primera hora de la mañana, uno cualquiera de aquellos días felices, después de la misa y del desayuno, tenemos clase de Filosofía. En la tarima, y con sotana generosa que encubre sus primeras adiposidades canónigas, don Miguel Castillejo Gorráiz. Sí, el mismísimo don Miguel.
Le tenemos  respeto, es un cura que nos inspira solemnidad dentro de su pose de gañán, un poco mal enjaretado y algo bravucón, de andares bamboleantes y pueblerinos, pero listo y con esa fina inteligencia que otorga la cuna melariense. Nos da algo de coba. Muchos de nosotros le hacemos de monaguillos en las misas dominicales en el Sagrario de la Catedral y luego nos invita a un Coca Cola en el Fifty. Como soy el empollón de la clase me muestra aprecio. 
Está escribiendo en la pizarra de espaldas a la clase. Nos explica los silogismos, Césare, Darío, Celarent, Barbara, Festino, Baroco...No se oye una mosca. Quizás me haya sentado mal la mantequilla rancia o la leche cortada del desayuno. No lo sé. Noto un burbujeo muy peligroso en mi bajo vientre. Lo que sea ya está en todo lo hondo, no tiene espera. Voy a procurar soltarlo soto voce, como un susurro calentito. Pero ¡ay la juventud!, aún no tengo refinada la técnica. Cuando quiero apretar el músculo silenciador es tarde. Y profanando de muy mala manera el frío silencio de la clase se deja oir, nítidamente, un valladolidddddd larguísimo imposible de reprimir. Estos maricones ahogan sus carcajadas tapándose la boca con sus manos, yo, pidiendo silencio muy quedo con el dedo índice sobre mis labios, don Miguel duda, no se atreve a volverse, como lo haga sabe a ciencia cierta que he sido yo, va  a tener que suspenderme...Y se lo piensa. Por pocos  segundos de zozobra, la tiza deja de rayar la pizarra...Y al fin, sigue  escribiendo como si nada hubiera pasado. Toda la clase suspira al unísono.


Siendo residente, las guardias del hospital son fuente inagotable de anécdotas. Voy a relataros otro de mis famosos aires en público, ahora en el entorno laboral.
Me encuentro en una postura ciertamente incómoda. Es la una de la madrugada y estoy intentando realizar una punción lumbar. Como es habitual, a esa hora todo se me hace más penoso. He sido siempre de acostarme temprano. Encima, la mujer, sentada en la camilla dándome la espalda, no se puede flexionar bien hacia  adelante por mor de su barriga algo más que pronunciadita. Otros médicos se sientan detrás en un banquete para estar más cómodos y relajados a la hora de pinchar la aguja por entre los escondrijos de las vértebras lumbares. Yo no, a mi gusta hacerlo agachado, aguantando chepa, que se note que uno es de pueblo.
Ya lo tengo, no es fácil, ni mucho menos, ensartar el trócar por tan estrecha hendidura. En ocasiones hay que intentarlo varias veces. Lo tengo, ya veo salir el líquido por el extremo de la  aguja. Ahora no puedes moverte lo más mínimo, casi ni respirar puedes, es necesario mantener la  aguja en la misma postura, si se moviliza algo se para el goteo e, incluso, puedes lastimar alguna raiz nerviosa. Lucy, una enfermera de Lucena la mar de salada, está a mi lado recogiendo en un tubo de laboratorio el líquido que sale gota a gota. Y yo agachado, sosteniendo firme la  aguja.
Soy fácil de aire, ya lo sabemos, la una de la mañana, la posturita tan a propósito, ahí viene. Pero no puedo moverme, el proceso de recogida en el tubo puede llevarse un par de minutos o más porque el goteo es muy lento y no pocas veces se interrumpe. Y éste llega grueso, lo sé, ya lo he aprendido. Y no tiene espera.
-María José -llamo con urgencia a una  auxiliar.
-¿Qué pasa doctor Rivera?
-Mira, hazme el favor de coger esa silla de ahí y arrástrala de un lado para otro-. Y se me queda embobada como diciendo qué le pasa a éste a estas horas.
-¿Cómo???
-No preguntes ahora, ya te explicaré, haz mucho ruído con la silla, mujer, hazme el favor.
Apenas empezó el primer rasconazo de la silla en el suelo aproveché para soltar un petardo seco, de ésos que parecen rajarte el esfínter. Y tan tranquilo.

Yo creo que la paciente no se enteró, asustada como estaba y encima con el estruendo de la silla, pero luego las enfermeras me echaron de la consulta llorando de risa.



Éste que voy a contar ahora es un aire ajeno, muy familiar, pero ajeno.
Mi primer destino como médico. En mis tiempos, un médico recién terminado se come el mundo. Por lo menos yo me lo como. Me encuentro poderoso, todo lo puedo, todo lo curo, nada  escapa a mi conocimiento. He sido el número uno de la promoción ¿qué puedo temer? Estoy casado, además, con una enfermera. Ambos vamos a sustituir al médico y a la enfermera titulares de  Villaharta, don Asciclo y señora, en el mes de agosto del año del Señor de mil novecientos setenta y nueve. Llevamos en el pueblo apenas diez días y ya nos quiere la gente. Durante todo el mes hemos vivido de las propinas, nosotros dos, Antonio Pintor y Concha y mi cuñada Miki. El sueldo, íntegro, sin tocarlo. ¡Ésos eran tiempos!
Ya tengo un caché en el pueblo, tengo avisos de gente pudiente, tan desconfiada de los médicos del seguro. Incluso me llegan catalanes, hijos de emigrantes, que han venido a pasar las fiestas al  pueblo de sus padres, que éso ya es mérito. Me siento importante. El día de autos la Peque y yo vamos a la casa de un catedrático de Historia que veranea en un chalet de las afueras. Su mujer tiene un terrible cólico nefrítico y están pensando seriamente irse para el Reina Sofía. Pero alguien les ha hecho llegar noticias de mis alcances y van a ver si pueden evitar viaje tan fastidioso, con la calor que hace.
En los pueblos chicos es muy importante la sobreactuación para ganarte al personal, esto es algo que se aprende enseguida. Ante un cólico nefrítico cualquier vecina sabe que hay que poner un Nolotil (por entonces no existía el Ibuprofeno). La Peque y yo, muy ceremoniosamente, decidimos que aquello es, en efecto, un cólico nefrítico y que para su tratamiento vamos a emplear una técnica aprendida en el hospital y desconocida hasta entonces en el pueblo. Se trata de pinchar una poquita ración de anestesia local en varios puntos subcutáneos por todo el trayecto por el que se irradia el dolor, desde la región lumbar hasta el pubis. Como la cosa de las inyecciones es más de las enfermeras, yo doy las instrucciones y cargo las jeringas, mientras la Peque, ora agachada, ora en cuclillas, va dando los certeros pinchazitos en el flanco izquierdo de aquella doliente mujer sentada en el borde de la cama.

Toda la familia en el cuarto (en los pueblos no hay dormitorios, sino cuartos). Desde la abuela hasta el perro. Todos expectantes. Silencio, se rueda, algo así. De pronto, en uno de sus muchos acuclillamientos, a la Peque, mi enfermera, la mujer del doctor, se le escapa  un cuesquecito finísimo, silbante y hasta gracioso diría yo, si no fuera por estar donde estamos. Son de estas cosas que uno nunca espera, no sé cómo reaccionar ni qué decir. Son segundos eternos, se te pasa por la cabeza que a lo mejor no lo han oído, que ha podido ser el crujido del somier, o algún carraspeo de alguno de los presentes. O incluso el perro, coño. Pero no, todo el mundo, a la vez, se pone a charlar de cualquier cosa, con tal de disimular y que pase pronto el mal momento. La Peque, lejos de alicortarse, viendo la escena de estupor en mi cara y el nervioso charloteo en los demás, se echa a reír, la muy puñetera. Y la enferma, aliviada casi de inmediato por manos tan delicadas, oculta su risa tapándose la cara con el embozo de las sábanas.

Y yo con un cabreo de espanto.







martes, 19 de junio de 2012

Ser jefe hoy




Malos tiempos para los jefes, al menos en el hospital, que es lo mío. Durante quince años lo he sido. Y creo, a tenor de los cánones actuales, que no he servido. No he terminado de cogerle el gusto ni el tranquillo. Mi desencanto no es producto de una rabieta puntual, sino de la experiencia de estos años de singladura administrativa. No doy el perfil que en la actualidad se requiere, quizás sí al principio, cuando se cotizaban en los despachos el prestigio profesional,  la actitud ante el trabajo,  y también del liderazgo, claro que sí, y cuando entre los compañeros se valoraban el conocimiento, la experiencia, los logros profesionales y la ejemplaridad.
Hoy no, hoy mandan los números, el producto contable, la gestión rígida, las altas, la estancia media, el gasto en farmacia y en pruebas, las comparaciones con otros hospitales, los incentivos por objetivos, los presupuestos ajustados a la producción…, términos completamente empresariales, con los que se pretenden el marchamo de la calidad. Conceptos nuevos tan ajenos a nuestra condición de clínicos puros, tan lejanos a los conocimientos médicos que nos enseñaron, pero tan necesarios en nuestra realidad socio-económica-sanitaria. Lo otro, la ciencia, la experiencia, el buen hacer con los pacientes, el estudio diario, estar al día, la calidad de las historias clínicas, la adecuación de los tratamientos…, eso, no es que sea lo de menos, es que se da por descontado, eso va en la profesión, en la soldada.
Lo que peor llevo, sin embargo, son las reuniones internas, las que hacemos nosotros mismos, hermanos de oficio. Nunca me ha importado pelear, discutir, despotricar, si necesario fuere, con otros jefes de otras unidades, auténticos depredadores en busca de sus piezas, (consultas, despachos, contratos, recursos…) a los que, por encima de cualquier otra consideración, solo parece moverles el provecho del propio servicio. Ni tampoco me acobardo ante los directivos, ciegos ante las evidencias, que se dejan convencer por quien más alto vocifera. Pero no puedo con las luchas intestinas, no he encontrado en tantos años la receta para conducirlas con éxito.
En fin, que no, que no sirvo. Un buen jefe hoy, en un hospital, tiene que ser un poco hijoputa, si no, no es bueno. Para sobrevivir con éxito ha de poseer una doble personalidad, colega sindicalista y reivindicativo con sus compañeros y adulador y colaboracionista con los directores. No apuesto por éstos ni por aquéllos, he estado, estoy, en los dos frentes y sé que en ambos bandos, gestión y clínica, hay mucho margen de mejora, y, sobre todo, existe un abismo de mutuo desconocimiento e incomprensión.
Los gestores critican de los médicos su falta de implicación en los problemas del hospital, que cada uno, cada servicio o unidad va a lo suyo, o incluso a ése suyo personal y nada más. Pero no advierten que, siendo eso cierto, puede ser una situación terminal a la que se aboca por tanta saturación, por tanta desmotivación, por tanto hastío, por tanta quemazón. Los clínicos, por su parte, menosprecian a los gestores, a los que consideran médicos inútiles que, no sirviendo para otra cosa, se dedican a labores menos “dignas”, como vaguear por los despachos, pisando siempre moqueta, franqueados por estupendas secretarias de faldita corta y culo respingón, ocupándose de firmar papeles y de urdir con los distintos jefes las más sutiles estrategias de puteo al profesional y cuya principal preocupación es que su hospital no salga en los periódicos. A todas luces, tampoco es justa esa visión.
Son necesarios ambos, buenos gestores y buenos clínicos y resulta muy conveniente un acercamiento de posturas, un mejor conocimiento mutuo. Aquéllos, que sepan administrar los dineros, con lo difícil que tiene que ser eso, es en la casa de uno, y ya sabemos lo que pasa…, cuánto más fuera. (Mi cuñada Dolores, la del Poniente, sería una directora magnífica). Y que sepan también motivar, conocer los problemas del personal de a pié, sus condiciones y limitaciones en el trabajo, que suban a las plantas y vean al personal en el tajo, por sorpresa, nada de visita oficial, que entren en los controles de enfermería y en las habitaciones de los enfermos, que aprecien las estrecheces, que inspeccionen los despachos  de trabajo de los médicos a ver si disponen de hilo musical, de cuadros abstractos en las paredes, o de cortinas de diseño, como en los suyos. Y son también necesarios buenos clínicos, como los nuestros, pero que se tomen el hospital como algo propio, que tengan una pizca más de capacidad autocrítica, que todos tenemos algo que ver en las deficiencias del día a día del hospital, que no todo es culpa de los demás, del jefe, de los directores, de la administración opresora.
Hoy el divorcio es patente. La normativa de ajustes y recortes es lo único que faltaba para distanciarnos aún más a los clínicos de los Directores. Afortunadamente para mí este nuevo paradigma, este tiempo apocalíptico al que nos enfrentamos, me ha cogido en fuera de juego. Hace ya unos años que he sido relevado. Ahora soy el segundo. Mi jefe actual es una persona noble, sensata y honesta, un médico comprometido. No durará mucho. Y por una de estas paradojas edificantes que tiene la vida resulta que se formó como residente en nuestra Unidad, siendo yo entonces su jefe. Papeles cambiados. Para bien, no hay duda. No le aprovechan, sin embargo, mis consejos. Cada quien es cada cual. "Rafa" -le digo-, "no te lo tomes tan a pecho, esto no cambia, va a seguir igual, los R1 continuarán desamparados en las Urgencias, las salas de observación seguirán a tope, el puto Diraya no dejará de mortificarnos, los ingresos llegarán casi de madrugada a las plantas...Ahora y dentro de cinco años, cuando tú seas relevado".
Y no va a cambiar porque, por una parte, no hay sentido conjunto del hospital por parte nuestra, los trabajadores, y, por otra, no hay voluntad política de hacerlo. Ahora no me meto con nuestros directores, unos mandados al fin y al cabo, sino con los prebostes de la Administración con mayúsculas. Yo pondría a trabajar en las Urgencias a nuestra consejera, la despampanante Montero, y al tal Toxo, como quiera que se pronuncie, o al Pastrana, que tanto me gusta escuchar por la radio porque habla igualito que mi amigo Paco Salamanca. Solamente una semana. Más que nada para que nadie pueda ofenderlos con aquello de que jamás hayan dado un palo al agua. Una semana nada más. Ella, de médica, de R1, claro está. Ellos, de celadores mismo. Se iban a enterar, entre otras cosas, de lo bien que malusan los ciudadanos las urgencias, lo requetebien que conocen sus derechos, del aguante insufrible de nuestro personal y, sobre todo, del "gran" provecho de su discurso, ése de "compañeros y compañeras", al lado de la singular prosodia de algunos de nuestros parroquianos. Al cabo de esa semana trágica para ellos el copago sería una realidad y desaparecería para siempre la angustiosa soledad de los residentes de primer año. Probémoslo.

En cualquier caso, malos tiempos para los jefes.



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jueves, 14 de junio de 2012

Escatología en la Sainte Chapelle




París, 26 de septiembre del 2009.
   


En las clases de Patología General de tercero de Medicina el magnífico profesor, recordado ya a perpetuidad por todos los que fuimos  sus alumnos por su sapiencia y bonhomía, don Pedro Sánchez Guijo, comenzaba la lección correspondiente siempre con el mismo estribillo:
-Mis queridos alumnos: hoy les quiero introducir a ustedes un nuevo concepto…
Extrañábamos sus formas educadas y elegantes, tanto como su léxico de un sevillano castizo.
-El concepto que hoy quiero introducirles es el del síndrome diarreico agudo  -nos espetó un día de aquellos-. Y continuó: se trata ciertamente de un asunto algo escatológico-. Y nos explicó al detalle la diarrea aguda, vamos, la cagalera de patas abajo. Pero, claro, de forma refinada, con su etiología, su fisiopatología, sus síntomas y su tratamiento. Tan lucido quedó el tema que desde ese día germinó mi afición a todo el asunto éste de la escatología en su acepción asquerosa.
Porque algunos años atrás, en el seminario sevillano de san Telmo, otro gran profesor, éste de vastísima cultura, don José María Garrido Luceño nos habló de la escatología como algo relacionado  con la eternidad, la inmortalidad del alma…y de ahí para arriba. Nunca podía ni imaginar que el mismo término sirviera también para catalogar todo lo referente a algo tan corriente y vulgar como excrementos e inmundicias. La misma palabra para lo más sublime y para lo más abyecto. Al final es verdad que los extremos  se tocan.

Mi vida está muy salpicada de anécdotas escatológicas. Poseo esa especial debilidad de tripa presurosa. Me viene de familia. Mis amigos conocen de primera mano todas y cada una de las estrechas vicisitudes por las que he pasado ante apretones tan imprevistos e inoportunos como fastidiosos. Luego, superado el trance con mayor o menor éxito, me regodeo en recordarlo y contarlo con generoso alarde de gestos y detalles, como el que se siente gran protagonista de un hecho valiente o heroico, en ocasiones, hasta temerario. Parafraseando a don Pedro os diré : mis queridos lectores, hoy les voy a introducir a ustedes en mi última desventura escatológica.

Durante toda la semana París está luciendo un inicio de otoño extrañamente primaveral. No ha caído una gota. Ha sido un acierto total pasar estos días con Antonio y María Victoria en su pisito de Saint Dennís.
En el lubrican vespertino las luminarias de los edificios ribereños tiñen de ramalazos rojizos e incandescentes ambas orillas del Sena.  Desde el Pont-Neuf, la vista a media luz de l’Ille de France, Notre Dame y la Conciergeríe nos traslada a otra época y nos envuelve en un cierto halo de magia. Espero que podáis disculpar esta licencia del autor, esta otra debilidad mía del verbo bello y elegante de cierto corte barroco. Sólo he pretendido con ello servir de contrapunto a tanta sordidez como se nos viene encima.
Son las ocho de la tarde. Merodeamos ya por las cercanías para  asistir a un concierto de música de cámara en la Sainte Chapelle dentro de media hora. Las puertas de la entrada están aún cerradas. Son cancelas enormes de hierro de forja de al menos 4 metros de altura y anudadas ambas banderas en el centro por una cadena que parece sacada de la antigua y cercana mazmorra done estuvo presa María Antonieta. Todo el entorno de la entrada rezuma ranciedad añosa. Nos sentamos en un banco a esperar. Pegados a nosotros una pareja de norteamericanos hace lo propio.
-¿Are you waiting for the concert? – les pregunta Antonio. Mi amigo es de inglés, Victoria y yo nos defendemos mejor en francés, y la Peque se entiende con todo el mundo por gestos. Es muy cómica ella.
-Yes, we are – es lo único que yo entiendo. Pero luego estuvieron un buen rato charloteando con Antonio. El pobre a todo decía que sí con la cabeza.
-¿Qué dicen? – le apremio al terminar la cháchara con los guiris.
- Que sí, que están esperando para lo mismo.
-¿Y qué más? – Y se queda mirándome serio.
-¿Tu te has enterado de algo más? – me dice ahora con sonrisa burlona.
-¿Yo?, ni papas.
-Pues yo lo mismo-. Y nos echamos a reír a carcajadas, como  nos gusta, a pique de escamar a los foráneos del banco y a los transeúntes.

No puedo presumir de mucho mundo corrido, es verdad. Pero, con todo, me parece que nadie ríe como reímos los españoles, ni siquiera los italianos. La risotada a carcajada limpia debería de ser patentada como nuestra en exclusiva, algo así como el gazpacho o la paella. Vaya, esto es una idea que se me ha ocurrido así sobre la marcha. Y si alguna vez en algún lugar de España hubiese un concurso de carcajadas mi amigo Agustín se lo llevaría de mano. Las carcajadas de Agustín son estentóreas, le vienen a borbotones como los estornudos, se escuchan a kilómetros, le obligan a doblarse por la barriga repetidamente y a descomponer tanto sus facciones que toda su cara se convierte en una boca cavernosa en medio de una barba canosa. Son, sencillamente, escandalosas.
Nos levantamos, al fin, los cuatro y nos disponemos a hacer cola. En cinco minutos la fila detrás nuestra llega ya al Palais de Justice.
-A los franceses les encanta ponerse en una cola – me susurra Antonio por lo bajito.
-A lo mejor es por la costumbre que cogieron en la Expo de Sevilla –bromeo yo.
Aún no hay señales de vida humana al otro lado de la cancela aunque solo faltan quince minutos para el comienzo del concierto. "Verás tú si al final, ni concierto, ni Sainte Chapelle, ni nada" –mascullo para mis adentros.

De pronto, una inesperada llamada de mis intestinos me saca dramáticamente de mi incipiente decepción. Enseguida la reconozco como un aviso de los de verdad, nada de mojigangas, nada de "bah, no tiene importancia, esperaré a que termine el concierto y luego buscaré desahogo." No. Esto va en serio. Un segundo retortijón en toda regla, de los que sientes bajar ruidoso desde el estómago hasta una bajura peligrosa disipó cualquier duda, si es que hubiera habido alguna. El tercer apretón fue ya definitivo. Aquello estaba a puntito.
-Toñi, ¡¡¡me cago vivo!!!- La peque debió ver mi cara descompuesta.
-Victoria, vamos a ese bar de enfrente.
-Pero, mujer están a punto de abrir la puerta –protesta nuestra   amiga.
-Éste se está jiñando, y por su cara sé que como no nos demos prisa el concierto y el espectáculo no va a ser en la Saint Chapelle, sino aquí mismo en plena calle.
Los tres seísmos casi seguidos en mis vísceras huecas bien pudieron alcanzar una gradación de 8 en mi escala de Richter particular. Bueno, 8 para 9. Mi referente comparativo para estos casos es el episodio de aquella monumental cagada a las ocho de la mañana en pleno parque del Cristina cuando iba al hospital. Aquel fue del 10.
Alicortado, sigo a las mujeres cogido de la mano de la Peque como un marido de éstos, que los hay, sumisos y falderos. En este momento desearía la suerte del estreñido aunque tuviera que evacuar con sudores de muerte y lágrimas de sangre. Voy concentrado en lo mío, apretando los esfínteres de abajo y pensando qué me ha podido provocar esta vez tan inoportuna desventura. ¡Ya está!: la pimienta en el restaurante de Monparnasse. ¡Es que no puede ser! Salirme de mi tortilla de papas, mis huevos con jamón o de los guisos caseros de la Peque y provocar uno de estos desaguisados es todo uno. Cualquier  picante o aderezo algo exótico y no digamos mariscos de concha son premonitorios de cagalera al canto. En una de estas dos vertientes: ipso facto o con efecto retardado. En esta ocasión va  a ser la segunda. Cruzamos a la otra acera y entramos en el bar. Ya voy precipitado.
-Pardon Monsieur, je vous en prie, ¿oú est la toillette?
-La, la bas- me indica displicente el camarero. Y sigue : mais vous devez prener quelque chose.
-Oui, d´abord, les femmes –le indico a toda prisa señalando a las mujeres.
Mientras ellas toman asiento en una mesita de la terraza yo bajo de tres en tres los peldaños de unas escaleras hasta llegar al water. Para mi sorpresa se trata de un retrete de los antiguos, sin taza, sino con  una plataforma de cemento con un agujero en medio y dos huellas laterales algo más elevadas para colocar los pies. Mal empezamos. Pero no hay tiempo ya para más. Con rapidez y destreza inusuales en mí el hato baja raudo a los tobillos para hacer de traba. Me posiciono medio agachado, lo mejor que puedo, una mano agarra los pantalones, la otra se apoya contra la pared lateral, y pretendo encontrar la coordenada perpendicular entre ambos orificios, el mío y el de abajo. Va a ser complicado, voy confesándome en voz queda, porque a mi natural rigidez de  caderas se suma que no pueda flexionar del todo las rodillas, unas rodillas, recordémoslo ya antes de lanzar injustas y malintencionadas soflamas, muy castigadas por tanto fútbol, por tanto tenis y por sendas operaciones de menisco.
Rien ne va plus, no va más, ¡ahí va eso! El primer torpedo sale  expelido con gran fruición sonora, más que sobrado, generoso en cuantía y tiempo. Y me temo que también algo disperso. ¡Toma ya! Un caño abierto. Aliviado ya en mucho, me asomo por entre mis piernas para comprobar el acierto en mi puntería. “¡Nene, qué tino!” -me digo- “¡todo dentro!”  Pero me resulta extraño porque ha sido demasiada deflagración para tan poco daño percibido, ni salpicaduras ni restos alrededor del agujero, y porque no es éste mi estilo, un tiro directo y certero al centro, sino que acostumbro a una tromba desparramada. Me giro un poco hacia atrás y resulta que toda la descarga se ha estrellado contra la pared. No puedo ni siquiera reírme ni colocarme mejor porque ya llega el segundo, ¡sea lo que Dios quiera! Quiso entonces el cielo que acertara a ver unos asideros metálicos dispuestos a ambos lados de la pared. ¡Salvado! Con la ayuda de tales instrumentos providenciales puedo posicionarme mejor, me flexiono más, acorto la distancia entre orificios y consigo enderezar el punto de mira. Así, los  seis siguientes petardazos se cuelan por el centro de la diana para mi completa satisfacción. ¡Dios, qué alivio!

Una vez terminado mi aseo trasero y ya los pantalones en su sitio me vuelvo para observar mi obra. El agua de la cisterna ha barrido todo lo de la plataforma, pero no ha sido capaz de subir por la pared y aclarar las pellas que chorrean hacia  abajo. Intento remediar algo mojando la escobilla en el agua y arrastrando con ella la porquería. Mejor no haberlo intentado. El resultado fue una especie de pintura mural horrorosa y nauseabunda. Lo dejo tal cual. Con prisas de ladrón abandono presto el lugar del delito y me presento en la terraza silbando, como si nada, ea, vamos, que  empieza el concierto.
Y mis mujeres: "¡oye, vaya si nos va a salir cara tu cagalera: diez euros por dos cafés!"
-Tranquilas, que este pobre hombre bastante tiene con lo que le he dejado. ¡Vamos rápido, antes de que se de cuenta del estropicio!

Cruzamos de nuevo la calle para incorporarnos a una cola que ya se mueve. A trompicones entrecortados por la risa les voy relatando mi peripecia. Antonio, esperándonos, está dejando pasar a la gente. Y me sobreviene el pensamiento de que mi escatológica actuación en ese wáter asqueroso no hace otra cosa que alimentar la fama de guarros que tenemos los españoles en Europa. Pero enseguida la Peque, qué escudriñadoras las mujeres, me saca de mi zozobra.
-¡No quiero ni pensar qué son esas manchitas en el culo de tu pantalón! ¡Es que no quiero ni pensarlo! ¡Dios mío! ¿se puede ser tan “jeyondo”?- Se conoce que en el alboroto y precipitación de mi pobre higiene post evacuatoria algunas gotitas fecales aún en tránsito, unas perlitas de nada, se disputaron dónde caer si en el suelo o en mis pantalones. Y decidieron mal, muy mal.

Muy dignos los cuatro entramos en la santa Capilla y muy dichosos escuchamos con sumo agrado el ansiado concierto, en un ambiente que respira cultura, historia y espiritualidad por doquier. Muy aliviados todos y yo más que ninguno y con mis pantalones cagados.














lunes, 11 de junio de 2012

El paraíso terrenal


Finales de mayo del 2011.


Los campos serranos de mayo son un regalo inapreciable para los sentidos. Tanta agua chorreada días y meses atrás no ha sido, ni mucho menos, baldía. Aún sin apearse uno del coche, yendo a paso corto, a medio gas, el paisaje es abrumadoramente bello. Os hablo hoy del tramo entre Lora del Río y san Nicolás del puerto. Nada más dejar la verde vega del Guadalquivir nos empinamos suavemente hacia la sierra. Mejor aprovecha ir de copiloto, como la Peque, que se recrea a sus anchas en la contemplación casi mística de las ondulaciones de un terreno quebrado y multicolor comandado con autoridad por el verde majestuoso: álamos rectilíneos y zarzales en los arroyones y escorrentías; lentiscos, madroños y sicomoros en los bajos; chaparros y acebuches entremezclados cubriendo las laderas. De trecho en trecho, amplios rodales de amapolas y de margaritas amarillas y blancas remedian la espesura del bosque y nos ofrecen un colorido mágico. Incluso los bordes greñudos de yerbajos, periquitos y avenas resultan de adorno inesperado para las estrechas cunetas.
No debería permitirse tanta belleza paisajística en estas carreteras, te distrae más que fumarte un cigarro o que hablar por el móvil, es un claro peligro para la conducción. Y para tu propia integridad física, si vas de piloto, ya que la distracción por la belleza que te rodea lleva aparejado su respectivo codazo en el hipocondrio con el que tu santa te avisa de la siguiente curva.
Llegados al lugar, el camino a pie ligero por la ruta verde es de lo  más relajante que una criatura puede conseguir en estos días de quebrantos, recortes y crisis que no cesan. Se recomienda, claro, ir bien acompañado con tu pareja, tu hija, o algún amigo, pero que sean poco habladores, que dejen hablar, mejor, a la naturaleza circundante. No molestan, para nada, cuatro ciclistas que te saludan de trecho en trecho, ni grupos esparcidos de abuelos del inserso que, casi exangües, te preguntan cuánto queda para el Cerro del Hierro. Ni siquiera afea el cuadro alguna piara de gorrinos oscuros hozando en una ladera pelada. Casi todo el tiempo vas paralelo al río, combinando las sensaciones de su melódico rumor con el de la salmodia incesante de los pajarillos y con el de los aromas cambiantes de florecillas, higueras bravías y romero. En la travesía no hay lugar para el desánimo, ni competencia  alguna, no hay que llegar antes que nadie, ni a tal hora, solo hay sitio para el disfrute. No importa que después de dos horas no llegues a la otra punta, te vuelves a comer y esta tarde ya veremos. O mañana.
Después de trasponer el túnel, yendo hacia arriba, es aconsejable apartarse de la senda y, campo a través, guiándote solo por el ruido de la corriente, hocicar en el río. Te creerás, si no fuera por el calor que hace, estar en la mismísima Artiga de Lin, en el valle de Arán. Tal es la fuerza, tales son los saltos y cabriolas con los que te sorprenderá este curso de un río desconocido apenas recién nacido un par de kilómetros antes. Enseguida divide su cauce en dos ramales que compiten entre sí por la belleza y audacia en sus chorreras. Nadie que no conozca estos parajes se puede imaginar que va a toparse, sin pensárselo, con unas piscinas naturales de fantasía.

Tiempo ahora para reponer fuerzas y para el descanso en el camping del Batán de las monjas. “¿Han decidido ya?” -inquiere amable la camarera, cuarentona, pero prieta de carnes-. “Sí”, -me adelanto yo, guasón-. “A mí me va a poner albóndigas caseras, y aquí a mi señora una ensalada de ésas de tres delicias, ¿no?”  “Nada de eso” -salta enseguida la Peque-, “yo voy a querer revuelto de setas, y de segundo, carrillada.” Y acompaña su decisión con una mueca de esas de retorcer los labios que tan bien les sale a las mujeres, como de más autoafirmación, vaya que sí. “Peque, ¡la dieta!”  -me apresuro a advertirle-.  “¿Te quieres ir por ahí?" -me responde airada-, "¡con todo lo que llevo andado hoy!” Y ya me callo, claro, no vaya a ser que eche a perder el refregamiento carnal prometido para la siesta. Los hombres sabemos bastante de estas cosas, minucias tales pueden dejarte con la leche aterronada una semana larga, larguísima. 
Luego, bien entrada la tarde, en uno de los vados del río, te recuestas sobre un álamo con los pies en remojo en la misma orilla para leer tu libro “el rey Lobo”. Tu santa no, ella es muy escrupulosa y se sobresalta cada vez que pisa una raíz suelta creyéndola una bicha. No me digáis que no es la imagen del cielo que uno quisiera: al lado de tu chica, leyendo, en la paz serena de un riachuelo paradisíaco. Así era, más o menos, siendo nosotros chaveas, el Edén de nuestros primeros padres.

No me caben dudas, en este fin de semana, último de mayo, el paraíso terrenal ha puesto sus tiendas aquí, en san Nicolás del puerto, a orillas del Huesna.

jueves, 7 de junio de 2012

Meditación

Este relato fue escrito un día de mayo del 2011. Hace un año.

Hoy he madrugado aún siendo día festivo. Pero en realidad, no más que cualquier otro sábado. No soy trasnochador, ni siquiera lo fui de nuevo. Mis amigos saben que sobre las doce hay que recogerse, de lo contrario me tienen que llevar ellos  a casa. Y me gusta madrugar. De estudiante en el seminario prefería mucho más levantarme al alba para estudiar que malograr la noche en mi cuarto dando cabezadas sobre los libros a la luz mortecina de una vela decrépita.
En la casa de mis suegros estamos de fiesta. En  realidad,  todo el pueblo lo está. Hoy se celebra una tanda de las primeras comuniones. María Dolores, la sobrina más pequeña de la Peque, es una de las neófitas. Una no, la más bonita.
En el antiguo salón de bodas, anexo a la casa, todo está preparado desde anoche. Las mesas se nos presentan en perfecto estado de revista, manteles, cubiertos y servilletas delicadamente dispuestos con femenina mano. El gran expositor de lo que pronto será el buffet libre se exhibe atestado de fuentes, bandejas y lebrillos con bocaditos de salmón y nueces, de tortilla troceada en cuadraditos, de anchoas, de langostinos, unos pálidos y otros atigrados, de chacinas ibéricas variadas y de otras muchas delicadezas. Preside un jamón de bellota de ocho kilos, enterizo y arrogante, pero presto a ser mutilado hasta el hueso y convertido en breve en otras tantas bandejas, éstas itinerantes por las distintas mesas merced a la destreza de los camareros. Que nadie se quede sin catarlo. En frente, una gran mesa redonda con los postres: pestiños de miel y de azúcar, profiteroles de crema y de chocolate, tartas diversas de distintivos colores y sabores.

Un despilfarro vergonzante para los tiempos de ahora. Pero en mi pueblo somos muy rumbosos. La crisis solo existe para quien la padece. Los demás, cada cual a lo suyo. Es triste, pero es así.

Lo de madrugar hoy se debe, además, a que tenía que  ver a mi hermano Manolo. Anoche lo dejé en cama con fiebre y un dolor abdominal  con pinta de apendicitis. No me decidí a llevarlo a Cabra por las horas que eran y por no alarmar más de la cuenta. A las ocho de la madrugada, como digo, me encontraba llamando a su puerta. Me recibe medio en cueros.
-Le gusta madrugar al médico, eh –me suelta por saludo.
-Venga, túmbate que quiero volver a palparte la barriga.
-¡Bah! Ya estoy mucho mejor, no he tenido fiebre en toda la noche.
Compruebo, en efecto, que su abdomen ya está más blandito. Me quedo más tranquilo. Habrá sido una virosis intestinal. O un atracón de los suyos.

A la vuelta, pasando por la plaza, está abierta la puerta de la iglesia. Me da el pronto de entrar, pero me contengo pensando que si soy ateo de verdad debo ser consecuente y pasar de largo. Y enseguida me rectifico a mí mismo al considerar que puedo entrar en el templo sin otro interés que el meramente artístico o de simple distracción. En el fondo soy un nostálgico, o menos ateo de lo que creo. El caso es que entro de forma decidida. Ni un alma a esta hora. Tomo asiento en el último banco. Me encuentro a gusto. Intento, como antaño, hablar con el sagrario, pero me doy cuenta de que ya es tontería. Me acuerdo de tantas y tantas horas de meditación en estos bancos. Y me siento bien. No necesito hablar con Dios, lo hago para mis adentros. Me traslado a mis años de monaguillo y echo de menos el púlpito recio y austero, nada de barroquismos, desde donde don Juan, el párroco, señalaba con dedo furibundo las minifaldas de las mocitas en el sermón de los domingos y desde donde yo mismo, cada tarde, desconcertaba a las viejas beatas adictas al rosario, bien fuera confundiendo los misterios, bien cambiando a mi antojo el orden de las letanías o simplemente con mis  sorbetones de mocos.

Al cabo, aparece el cura, don Lorencito, por uno de los laterales que franquean el altar mayor con la sacristía. Quizás no haya advertido mi presencia, no hace nada por abordarme. A lo mejor ha decidido respetar mi aparente recogimiento. Se lo agradezco. Un día de la pasada Semana Santa me cogió por sorpresa dentro de la iglesia y quiso confesarme a toda prisa, aquí te pillo, aquí te mato. “Oye, José María, siéntate conmigo un ratito, me gustaría confesarte.” “Lorenzo, yo me siento contigo y charlamos de lo divino y de lo humano, pero no me voy a confesar, no he confesado desde que salí del seminario, y no lo voy a hacer ahora sobre la marcha.” Y me largó un sermoncito intentando convencerme de que yo seguía creyendo en Dios aunque lo negara de palabra, porque nadie puede hacer tanto bien como hago yo – me decía- sin ser cristiano. Éste es un fundamentalista de cuidado -pienso.  El caso es que le tengo afecto porque hemos sido compañeros y amigos en el seminario, porque he sido luego el médico de su madre y porque sí. El cariño  no atiende a razones.

Esta vez, no. Parece que me va a dejar en paz. Entra y sale de la sacristía, se mueve con ligereza de chavea por el altar mayor, dispone las sillas de esta u otra manera, cambia los velones de sitio, pone el atril más a un lado, lo vuelve a cambiar, ahora baja las escalerillas hasta la nave central, recoloca algunos bancos que se han torcido, se asegura de que todo está perfectamente ordenado para la fiesta de estos niños cándidos que en pocas horas van a recibir su primera hostia. No seáis brutos, me refiero a la hostia sagrada.
Observando su dinamismo, su afán, sus movimientos calculados, su atareada preocupación, me admiro de la actitud y prestancia de este siervo de Dios convencido, que se desvive por el bienestar espiritual de unos niños que en breve se van a convertir en pequeños  sagrarios humanos. Y, al mismo tiempo, siento vergüenza por haber pensado más de una vez que los curas, en general, son unos embaucadores, unos teatreros, maestros únicos en la performance de una obra, la liturgia, que representan de la misma manera un día y otro y otro…in seculorum sécula.

No me pega ser tan malvado.

miércoles, 6 de junio de 2012

La muerta viviente


Treinta años largos de vida hospitalaria dan para un sinfín de vivencias,  curiosidades y anécdotas de lo más variado. Muchas de éstas, vividas  por el autor, están siendo relatadas a través de este blog, y otras que vendrán. Hoy quiero daros a conocer un hecho realmente insólito ocurrido a un compañero en fecha reciente. Para darle más realismo, más vida, más intensidad lo voy a relatar en primera persona, tal como el sufrido médico de guardia lo padeció.
El domingo pasado, sobre las diez y media de la mañana, nada más recoger el busca del compañero saliente, he de rellenar un certificado de defunción que me dejan pendiente porque la familia de la difunta ha tenido que ir  a por el carnet de identidad, que se lo habían dejado en el pueblo. Cosa corriente. Despacho el trámite sin problemas. Se trata de una mujer gitana, de setenta años, que después de haber permanecido en la UCI durante veinte y tres días, y habiéndose agotado las posibilidades terapéuticas, la trasladaron anoche mismo a la planta para que muriera en compañía de sus familiares. Y, como es habitual, el óbito ocurrió a las cinco y media de la madrugada. El compañero de guardia verificó el éxitus, lo escribió en la historia clínica  y ya solo quedaba el trámite del certificado oficial. Hecho, y a otra cosa, que las guardias de los domingos vienen cargadas.
Al cabo de un buen rato recibo una llamada de la centralita: que me necesitan en el mortuorio. Suele pasar, no es nada extraño. Algún familiar doliente ha tenido un desvaído, se le ha subido la tensión o se le ha bajado el azúcar. Cuando me persono allí me espera el celador: "mire Dr. López, que esta familia gitana cree que su madre está viva, y no paran de insistir en que quieren hablar con el médico."
Me acerco a ellos, buenos días, buenos días. El ataúd enfrente mía, abierto y con la muerta dentro, claro. "Mira usted doctor, que mi madre no está muerta, de verdad. Tóquela usted, está calentita, mira su carita que parece que quiere hablar, no está ni tiesa siquiera…"
Contarlo ahora da risa, lo sé, pero la situación es muy embarazosa. Cinco o seis gitanos alrededor de la caja, asintiendo con la cabeza a todo lo que dice la portavoz. Alguno, incluso, empieza con la consabida cantinela de que su madre no tenía que haberse muerto, que la han sacado de la UCI a toda prisa…
"Comprendo bien vuestros sentimientos –me da por empezar por ahí-. Yo mismo –les digo- sufrí algo parecido cuando murió mi padre. No me lo creía, lo veía en el ataúd y parecía tranquilamente dormido. Os entiendo, de verdad. Pero, por vuestro propio bien, no le deis más vueltas. Vuestra madre está muerta, ha muerto en paz, rodeada por la familia, habéis podido ver el electro plano…En fin, que lo siento, que os acompaño en vuestro sentimiento."  Y me despedí.
Sobre las una y media del medio día recibo otra llamada de la centralita: que otra vez me necesitan en el mortuorio. En vez de bajar llamo por teléfono al celador: "Faustino, ¿qué pasa ahora, otro muerto viviente?"  "No doctor, que han venido más familiares de la gitana, y que no se la llevan. El coche fúnebre lleva un buen rato esperando, pero nada, no hay quien los convenza, que la madre está viva, dicen."
La escena ahora es mucho más rocambolesca. Quince o veinte gitanos atestan el habitáculo. Sobra cualquier comentario acerca del tufillo que se respira. Fuera, en la calle, por lo menos cuarenta. Los de dentro, todos pendientes de la caja para no perder detalle de los posibles movimientos de la muerta. Varios chaveas, churumbeles de cuatro o cinco años, haciéndose hueco entre los mayores, gatean  por el ataúd para asomarse a ver a la abuela…De haber tenido valor y más sangre fría les hubiera hecho una foto con el móvil.
"Por favor, señores, yo creo que estamos sacando las cosas de su sitio. Vuestra madre está muerta, ¿cómo queréis que os lo diga, por Dios santo?"  Y ahora salta otro gitano: "doctor, usted no se moleste, pero es que estamos hartos de escuchar en la tele de que muchas veces se confunden los médicos y se entierran a las personas vivas. Y na más que pensarlo nos da mucho repelús."
Y la hija mayor: "doctor, que además, mi madre sigue calentita a pesar de haber estado en la nevera esa. Mire, tóquele usted aquí debajo del sobaco, métale usted la mano, verá qué calentita…"
Ni en sueños podía imaginarme esta escena. Armado de toda la paciencia del mundo observo la axila medio abierta. El frío de la cámara ha convertido el sudorcillo natural de la zona en una película blanquecina y pegajosa que, por respeto a la pobre difunta, no adjetivaré de repugnante, ni de nauseabunda, simplemente asquerosa. Introduzco mi mano en la llaga, como santo Tomás. El sobaco es un témpano.
"Tiene ya la frialdad propia y empieza la rigidez –les digo-. Si no se la llevan pronto se van a asustar más, porque puede sufrir muecas desagradables en sus facciones."
"Que no doctor, nosotros queremos que venga un forense."
"Pero hombre –le replico-. Como venga un forense le va a realizar una autopsia. ¡Entonces sí que os la cargáis del todo, pero por culpa vuestra!"
Aquella barbaridad con la que pretendí defenderme funcionó. Rápidamente formaron un corrillo y desistieron.
"Se  me ocurre – les dije viéndolos ya casi convencidos- que para total conformidad vuestra le hagamos un nuevo electro y os lo lleváis con vosotros, como prueba fehaciente de la muerte."
"Bueno, venga."
Llamo a la planta y le pido a uno de los enfermeros que bajara con el carrito de electros al mortuorio. No me puso pegas, creería que se trataría de algún dolor torácico en alguno de los familiares.
La estampa del enfermero y mía poniéndole los cables a una muerta dentro del propio ataúd  hace que me sienta ridículo en estos momentos. Pero para la ocasión fue una idea salvadora.

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El escribano de estas páginas lleva diez años sin hacer guardias y no está al tanto del mercadeo de las mismas. ¿A cuánto decís que se pagan las guardias de domingo? ¿A cuatrocientos euros? Echadle entonces el muerto (la muerta) a otro.




martes, 5 de junio de 2012

Por el interés te quiero

En estos momentos en que todos andamos tan afligidos, en estos días de duelos y quebrantos, de salarios diezmados, de primas y demás familia en riesgo, de Bankia y de bancos cuyo único lema parece ser el de trinca el dinero y corre, de políticos embusteros y mediocres, resulta que yo, inocente donde los haya, estoy contento. Siempre a contracorriente, es mi sino. Algo, una noticia inesperada, me ha sacado de mi melancolía.

Bien pudiera haber sido que a mi Meli, al fin, le hubiera llegado un telegrama de la cigüeña, bueno, no ha sido éso, esta hija mía es muy calmosa para estas cosas ¡qué le vamos a hacer!, pero ya llegará. Ojalá hubiera sido que Mariano y Alfredo, tan conocidos para todo el mundo por méritos propios, hubiesen llegado al acuerdo de mandar a Ángela a tomar... pepinos de aquéllos infectados. O quizás, y más difícil todavía, que en mi hospital no va a haber más nunca ningún paciente esperando cama durante dos días. Pero no, no ha sido nada de eso.

Anteayer me enteré, casi por casualidad, que tengo un asesor personal para mis graves y serios asuntos relacionados con mi telefonía móvil. Miento, no uno, dos. Dos asesores. ¡Toma ya! Uno de Orange y otro de Movistar. El uno, un señor, el otro, una señorita. Y yo sin saberlo. Llevo seis años con ellos, con uno la línea fija, con la otra, la móvil. O es al revés, no lo sé. Pero no tenía conocimiento de tal cosa, oye.

Han hecho que, por unos momentos tontos, me haya sentido importante, dos personas que, sin conocerme de nada, y sin interés ninguno, se ocupan, se preocupan de mis asuntos. Y todo por la simpleza de haber realizado algo que se llama portabilidad y que, por lo visto, sienta muy mal en según qué compañía sea la perjudicada. Calma señor, tranquilidad señorita, que mi consumo es solo de treinta euros, que no se van ustedes a arruinar, que es que no les vale la pena disputar mi afección.

Ninguna noticia en seis años.Y ahora recibo no sé cuántas llamadas perdidas ni cuántos mensajes de texto en un solo día. Cada vez van mejorando la oferta, "oiga que nosotros tenemos tropecientos cincuenta megas más, sí, pero nosotros (los otros) no le exigimos compromiso de permanencia, bueno, pero nosotros, ahora, para que usted no se lo piense más, le bajamos la tarifa a seis céntimos por minuto. Y nosotros le  regalamos, gratis del todo, un Samsung Galaxy de última generación..." Y pienso que si yo tuviera otra condición les regatearía hasta dejarlos secos, que se coman entre ellos. Como Agustín, éste sí que no se anda con tonterías, un litigante nato de mucho cuidado. La competencia sirve para ésto, para beneficiar al cliente, dice. Y luego me llaman a mí rácano.

Y no se me ocurre otra cosa, a mí que tan duramente he sido castigado por el destino en mi inspiración empresarial, (les Lutiers dixent) que reprobarles su conducta hacia los clientes. Uno, bien intencionado, cree que sería mucho mas beneficioso y ético que la operadora donde pagas te ofreciera de forma periódica, y en función de tu antigüedad, mejoras de sus  servicios y de sus precios para mantener tu fidelidad, en vez de tirar la casa por la ventana solo cuando sienten la amenaza de perderte.
-Mire usted señorita Elvira, mi decisión ya está tomada, no me llame más, por favor. Pero, si me lo permite, me gustaría hacerle una sugerencia.
-Dígame, señor.
-Brevemente: aún mantengo con ustedes otro número, el terminado en 45, el teléfono de mi mujer, ¿vale?
-Sí, en efecto, aquí lo estoy comprobando.
-Bueno, pues yo digo que a lo mejor ustedes pueden ofrecerme para ese número toda la ganga a que están dispuestos para el otro, antes de que venga la otra compañía y los deje a ustedes en blanco, ¿no le parece?
-Lo entiendo señor, pero no es ésa la política de la empresa. Solo ofrecemos mejoras ante el aviso de portabilidad.

¿Tiene bemoles la cosa o no?

En fin, queridos, ya lo sabemos, no nos quieren por nosotros mismos. El interés puñetero...