París, 26 de septiembre del 2009.
En las clases de Patología General de tercero de Medicina el magnífico profesor, recordado ya a perpetuidad por todos los que fuimos sus alumnos por su sapiencia y bonhomía, don Pedro Sánchez Guijo, comenzaba la lección correspondiente siempre con el mismo estribillo:
-Mis queridos alumnos: hoy les quiero introducir a ustedes un nuevo concepto…
Extrañábamos sus formas educadas y elegantes, tanto como su léxico de un sevillano castizo.
-El concepto que hoy quiero introducirles es el del síndrome diarreico agudo -nos espetó un día de aquellos-. Y continuó: se trata ciertamente de un asunto algo escatológico-. Y nos explicó al detalle la diarrea aguda, vamos, la cagalera de patas abajo. Pero, claro, de forma refinada, con su etiología, su fisiopatología, sus síntomas y su tratamiento. Tan lucido quedó el tema que desde ese día germinó mi afición a todo el asunto éste de la escatología en su acepción asquerosa.
Porque algunos años atrás, en el seminario sevillano de san Telmo, otro gran profesor, éste de vastísima cultura, don José María Garrido Luceño nos habló de la escatología como algo relacionado con la eternidad, la inmortalidad del alma…y de ahí para arriba. Nunca podía ni imaginar que el mismo término sirviera también para catalogar todo lo referente a algo tan corriente y vulgar como excrementos e inmundicias. La misma palabra para lo más sublime y para lo más abyecto. Al final es verdad que los extremos se tocan.
Mi vida está muy salpicada de anécdotas escatológicas. Poseo esa especial debilidad de tripa presurosa. Me viene de familia. Mis amigos conocen de primera mano todas y cada una de las estrechas vicisitudes por las que he pasado ante apretones tan imprevistos e inoportunos como fastidiosos. Luego, superado el trance con mayor o menor éxito, me regodeo en recordarlo y contarlo con generoso alarde de gestos y detalles, como el que se siente gran protagonista de un hecho valiente o heroico, en ocasiones, hasta temerario. Parafraseando a don Pedro os diré : mis queridos lectores, hoy les voy a introducir a ustedes en mi última desventura escatológica.
Durante toda la semana París está luciendo un inicio de otoño extrañamente primaveral. No ha caído una gota. Ha sido un acierto total pasar estos días con Antonio y María Victoria en su pisito de Saint Dennís.
En el lubrican vespertino las luminarias de los edificios ribereños tiñen de ramalazos rojizos e incandescentes ambas orillas del Sena. Desde el Pont-Neuf, la vista a media luz de l’Ille de France, Notre Dame y la Conciergeríe nos traslada a otra época y nos envuelve en un cierto halo de magia. Espero que podáis disculpar esta licencia del autor, esta otra debilidad mía del verbo bello y elegante de cierto corte barroco. Sólo he pretendido con ello servir de contrapunto a tanta sordidez como se nos viene encima.
Son las ocho de la tarde. Merodeamos ya por las cercanías para asistir a un concierto de música de cámara en la Sainte Chapelle dentro de media hora. Las puertas de la entrada están aún cerradas. Son cancelas enormes de hierro de forja de al menos 4 metros de altura y anudadas ambas banderas en el centro por una cadena que parece sacada de la antigua y cercana mazmorra done estuvo presa María Antonieta. Todo el entorno de la entrada rezuma ranciedad añosa. Nos sentamos en un banco a esperar. Pegados a nosotros una pareja de norteamericanos hace lo propio.
-¿Are you waiting for the concert? – les pregunta Antonio. Mi amigo es de inglés, Victoria y yo nos defendemos mejor en francés, y la Peque se entiende con todo el mundo por gestos. Es muy cómica ella.
-Yes, we are – es lo único que yo entiendo. Pero luego estuvieron un buen rato charloteando con Antonio. El pobre a todo decía que sí con la cabeza.
-¿Qué dicen? – le apremio al terminar la cháchara con los guiris.
- Que sí, que están esperando para lo mismo.
-¿Y qué más? – Y se queda mirándome serio.
-¿Tu te has enterado de algo más? – me dice ahora con sonrisa burlona.
-¿Yo?, ni papas.
-Pues yo lo mismo-. Y nos echamos a reír a carcajadas, como nos gusta, a pique de escamar a los foráneos del banco y a los transeúntes.
En el lubrican vespertino las luminarias de los edificios ribereños tiñen de ramalazos rojizos e incandescentes ambas orillas del Sena. Desde el Pont-Neuf, la vista a media luz de l’Ille de France, Notre Dame y la Conciergeríe nos traslada a otra época y nos envuelve en un cierto halo de magia. Espero que podáis disculpar esta licencia del autor, esta otra debilidad mía del verbo bello y elegante de cierto corte barroco. Sólo he pretendido con ello servir de contrapunto a tanta sordidez como se nos viene encima.
Son las ocho de la tarde. Merodeamos ya por las cercanías para asistir a un concierto de música de cámara en la Sainte Chapelle dentro de media hora. Las puertas de la entrada están aún cerradas. Son cancelas enormes de hierro de forja de al menos 4 metros de altura y anudadas ambas banderas en el centro por una cadena que parece sacada de la antigua y cercana mazmorra done estuvo presa María Antonieta. Todo el entorno de la entrada rezuma ranciedad añosa. Nos sentamos en un banco a esperar. Pegados a nosotros una pareja de norteamericanos hace lo propio.
-¿Are you waiting for the concert? – les pregunta Antonio. Mi amigo es de inglés, Victoria y yo nos defendemos mejor en francés, y la Peque se entiende con todo el mundo por gestos. Es muy cómica ella.
-Yes, we are – es lo único que yo entiendo. Pero luego estuvieron un buen rato charloteando con Antonio. El pobre a todo decía que sí con la cabeza.
-¿Qué dicen? – le apremio al terminar la cháchara con los guiris.
- Que sí, que están esperando para lo mismo.
-¿Y qué más? – Y se queda mirándome serio.
-¿Tu te has enterado de algo más? – me dice ahora con sonrisa burlona.
-¿Yo?, ni papas.
-Pues yo lo mismo-. Y nos echamos a reír a carcajadas, como nos gusta, a pique de escamar a los foráneos del banco y a los transeúntes.
No puedo presumir de mucho mundo corrido, es verdad. Pero, con todo, me parece que nadie ríe como reímos los españoles, ni siquiera los italianos. La risotada a carcajada limpia debería de ser patentada como nuestra en exclusiva, algo así como el gazpacho o la paella. Vaya, esto es una idea que se me ha ocurrido así sobre la marcha. Y si alguna vez en algún lugar de España hubiese un concurso de carcajadas mi amigo Agustín se lo llevaría de mano. Las carcajadas de Agustín son estentóreas, le vienen a borbotones como los estornudos, se escuchan a kilómetros, le obligan a doblarse por la barriga repetidamente y a descomponer tanto sus facciones que toda su cara se convierte en una boca cavernosa en medio de una barba canosa. Son, sencillamente, escandalosas.
Nos levantamos, al fin, los cuatro y nos disponemos a hacer cola. En cinco minutos la fila detrás nuestra llega ya al Palais de Justice.
-A los franceses les encanta ponerse en una cola – me susurra Antonio por lo bajito.
-A lo mejor es por la costumbre que cogieron en la Expo de Sevilla –bromeo yo.
Aún no hay señales de vida humana al otro lado de la cancela aunque solo faltan quince minutos para el comienzo del concierto. "Verás tú si al final, ni concierto, ni Sainte Chapelle, ni nada" –mascullo para mis adentros.
Nos levantamos, al fin, los cuatro y nos disponemos a hacer cola. En cinco minutos la fila detrás nuestra llega ya al Palais de Justice.
-A los franceses les encanta ponerse en una cola – me susurra Antonio por lo bajito.
-A lo mejor es por la costumbre que cogieron en la Expo de Sevilla –bromeo yo.
Aún no hay señales de vida humana al otro lado de la cancela aunque solo faltan quince minutos para el comienzo del concierto. "Verás tú si al final, ni concierto, ni Sainte Chapelle, ni nada" –mascullo para mis adentros.
De pronto, una inesperada llamada de mis intestinos me saca dramáticamente de mi incipiente decepción. Enseguida la reconozco como un aviso de los de verdad, nada de mojigangas, nada de "bah, no tiene importancia, esperaré a que termine el concierto y luego buscaré desahogo." No. Esto va en serio. Un segundo retortijón en toda regla, de los que sientes bajar ruidoso desde el estómago hasta una bajura peligrosa disipó cualquier duda, si es que hubiera habido alguna. El tercer apretón fue ya definitivo. Aquello estaba a puntito.
-Toñi, ¡¡¡me cago vivo!!!- La peque debió ver mi cara descompuesta.
-Victoria, vamos a ese bar de enfrente.
-Pero, mujer están a punto de abrir la puerta –protesta nuestra amiga.
-Éste se está jiñando, y por su cara sé que como no nos demos prisa el concierto y el espectáculo no va a ser en la Saint Chapelle, sino aquí mismo en plena calle.
Los tres seísmos casi seguidos en mis vísceras huecas bien pudieron alcanzar una gradación de 8 en mi escala de Richter particular. Bueno, 8 para 9. Mi referente comparativo para estos casos es el episodio de aquella monumental cagada a las ocho de la mañana en pleno parque del Cristina cuando iba al hospital. Aquel fue del 10.
Alicortado, sigo a las mujeres cogido de la mano de la Peque como un marido de éstos, que los hay, sumisos y falderos. En este momento desearía la suerte del estreñido aunque tuviera que evacuar con sudores de muerte y lágrimas de sangre. Voy concentrado en lo mío, apretando los esfínteres de abajo y pensando qué me ha podido provocar esta vez tan inoportuna desventura. ¡Ya está!: la pimienta en el restaurante de Monparnasse. ¡Es que no puede ser! Salirme de mi tortilla de papas, mis huevos con jamón o de los guisos caseros de la Peque y provocar uno de estos desaguisados es todo uno. Cualquier picante o aderezo algo exótico y no digamos mariscos de concha son premonitorios de cagalera al canto. En una de estas dos vertientes: ipso facto o con efecto retardado. En esta ocasión va a ser la segunda. Cruzamos a la otra acera y entramos en el bar. Ya voy precipitado.
-Pardon Monsieur, je vous en prie, ¿oú est la toillette?
-La, la bas- me indica displicente el camarero. Y sigue : mais vous devez prener quelque chose.
-Oui, d´abord, les femmes –le indico a toda prisa señalando a las mujeres.
Mientras ellas toman asiento en una mesita de la terraza yo bajo de tres en tres los peldaños de unas escaleras hasta llegar al water. Para mi sorpresa se trata de un retrete de los antiguos, sin taza, sino con una plataforma de cemento con un agujero en medio y dos huellas laterales algo más elevadas para colocar los pies. Mal empezamos. Pero no hay tiempo ya para más. Con rapidez y destreza inusuales en mí el hato baja raudo a los tobillos para hacer de traba. Me posiciono medio agachado, lo mejor que puedo, una mano agarra los pantalones, la otra se apoya contra la pared lateral, y pretendo encontrar la coordenada perpendicular entre ambos orificios, el mío y el de abajo. Va a ser complicado, voy confesándome en voz queda, porque a mi natural rigidez de caderas se suma que no pueda flexionar del todo las rodillas, unas rodillas, recordémoslo ya antes de lanzar injustas y malintencionadas soflamas, muy castigadas por tanto fútbol, por tanto tenis y por sendas operaciones de menisco.
Rien ne va plus, no va más, ¡ahí va eso! El primer torpedo sale expelido con gran fruición sonora, más que sobrado, generoso en cuantía y tiempo. Y me temo que también algo disperso. ¡Toma ya! Un caño abierto. Aliviado ya en mucho, me asomo por entre mis piernas para comprobar el acierto en mi puntería. “¡Nene, qué tino!” -me digo- “¡todo dentro!” Pero me resulta extraño porque ha sido demasiada deflagración para tan poco daño percibido, ni salpicaduras ni restos alrededor del agujero, y porque no es éste mi estilo, un tiro directo y certero al centro, sino que acostumbro a una tromba desparramada. Me giro un poco hacia atrás y resulta que toda la descarga se ha estrellado contra la pared. No puedo ni siquiera reírme ni colocarme mejor porque ya llega el segundo, ¡sea lo que Dios quiera! Quiso entonces el cielo que acertara a ver unos asideros metálicos dispuestos a ambos lados de la pared. ¡Salvado! Con la ayuda de tales instrumentos providenciales puedo posicionarme mejor, me flexiono más, acorto la distancia entre orificios y consigo enderezar el punto de mira. Así, los seis siguientes petardazos se cuelan por el centro de la diana para mi completa satisfacción. ¡Dios, qué alivio!
-Toñi, ¡¡¡me cago vivo!!!- La peque debió ver mi cara descompuesta.
-Victoria, vamos a ese bar de enfrente.
-Pero, mujer están a punto de abrir la puerta –protesta nuestra amiga.
-Éste se está jiñando, y por su cara sé que como no nos demos prisa el concierto y el espectáculo no va a ser en la Saint Chapelle, sino aquí mismo en plena calle.
Los tres seísmos casi seguidos en mis vísceras huecas bien pudieron alcanzar una gradación de 8 en mi escala de Richter particular. Bueno, 8 para 9. Mi referente comparativo para estos casos es el episodio de aquella monumental cagada a las ocho de la mañana en pleno parque del Cristina cuando iba al hospital. Aquel fue del 10.
Alicortado, sigo a las mujeres cogido de la mano de la Peque como un marido de éstos, que los hay, sumisos y falderos. En este momento desearía la suerte del estreñido aunque tuviera que evacuar con sudores de muerte y lágrimas de sangre. Voy concentrado en lo mío, apretando los esfínteres de abajo y pensando qué me ha podido provocar esta vez tan inoportuna desventura. ¡Ya está!: la pimienta en el restaurante de Monparnasse. ¡Es que no puede ser! Salirme de mi tortilla de papas, mis huevos con jamón o de los guisos caseros de la Peque y provocar uno de estos desaguisados es todo uno. Cualquier picante o aderezo algo exótico y no digamos mariscos de concha son premonitorios de cagalera al canto. En una de estas dos vertientes: ipso facto o con efecto retardado. En esta ocasión va a ser la segunda. Cruzamos a la otra acera y entramos en el bar. Ya voy precipitado.
-Pardon Monsieur, je vous en prie, ¿oú est la toillette?
-La, la bas- me indica displicente el camarero. Y sigue : mais vous devez prener quelque chose.
-Oui, d´abord, les femmes –le indico a toda prisa señalando a las mujeres.
Mientras ellas toman asiento en una mesita de la terraza yo bajo de tres en tres los peldaños de unas escaleras hasta llegar al water. Para mi sorpresa se trata de un retrete de los antiguos, sin taza, sino con una plataforma de cemento con un agujero en medio y dos huellas laterales algo más elevadas para colocar los pies. Mal empezamos. Pero no hay tiempo ya para más. Con rapidez y destreza inusuales en mí el hato baja raudo a los tobillos para hacer de traba. Me posiciono medio agachado, lo mejor que puedo, una mano agarra los pantalones, la otra se apoya contra la pared lateral, y pretendo encontrar la coordenada perpendicular entre ambos orificios, el mío y el de abajo. Va a ser complicado, voy confesándome en voz queda, porque a mi natural rigidez de caderas se suma que no pueda flexionar del todo las rodillas, unas rodillas, recordémoslo ya antes de lanzar injustas y malintencionadas soflamas, muy castigadas por tanto fútbol, por tanto tenis y por sendas operaciones de menisco.
Rien ne va plus, no va más, ¡ahí va eso! El primer torpedo sale expelido con gran fruición sonora, más que sobrado, generoso en cuantía y tiempo. Y me temo que también algo disperso. ¡Toma ya! Un caño abierto. Aliviado ya en mucho, me asomo por entre mis piernas para comprobar el acierto en mi puntería. “¡Nene, qué tino!” -me digo- “¡todo dentro!” Pero me resulta extraño porque ha sido demasiada deflagración para tan poco daño percibido, ni salpicaduras ni restos alrededor del agujero, y porque no es éste mi estilo, un tiro directo y certero al centro, sino que acostumbro a una tromba desparramada. Me giro un poco hacia atrás y resulta que toda la descarga se ha estrellado contra la pared. No puedo ni siquiera reírme ni colocarme mejor porque ya llega el segundo, ¡sea lo que Dios quiera! Quiso entonces el cielo que acertara a ver unos asideros metálicos dispuestos a ambos lados de la pared. ¡Salvado! Con la ayuda de tales instrumentos providenciales puedo posicionarme mejor, me flexiono más, acorto la distancia entre orificios y consigo enderezar el punto de mira. Así, los seis siguientes petardazos se cuelan por el centro de la diana para mi completa satisfacción. ¡Dios, qué alivio!
Una vez terminado mi aseo trasero y ya los pantalones en su sitio me vuelvo para observar mi obra. El agua de la cisterna ha barrido todo lo de la plataforma, pero no ha sido capaz de subir por la pared y aclarar las pellas que chorrean hacia abajo. Intento remediar algo mojando la escobilla en el agua y arrastrando con ella la porquería. Mejor no haberlo intentado. El resultado fue una especie de pintura mural horrorosa y nauseabunda. Lo dejo tal cual. Con prisas de ladrón abandono presto el lugar del delito y me presento en la terraza silbando, como si nada, ea, vamos, que empieza el concierto.
Y mis mujeres: "¡oye, vaya si nos va a salir cara tu cagalera: diez euros por dos cafés!"
-Tranquilas, que este pobre hombre bastante tiene con lo que le he dejado. ¡Vamos rápido, antes de que se de cuenta del estropicio!
Y mis mujeres: "¡oye, vaya si nos va a salir cara tu cagalera: diez euros por dos cafés!"
-Tranquilas, que este pobre hombre bastante tiene con lo que le he dejado. ¡Vamos rápido, antes de que se de cuenta del estropicio!
Cruzamos de nuevo la calle para incorporarnos a una cola que ya se mueve. A trompicones entrecortados por la risa les voy relatando mi peripecia. Antonio, esperándonos, está dejando pasar a la gente. Y me sobreviene el pensamiento de que mi escatológica actuación en ese wáter asqueroso no hace otra cosa que alimentar la fama de guarros que tenemos los españoles en Europa. Pero enseguida la Peque, qué escudriñadoras las mujeres, me saca de mi zozobra.
-¡No quiero ni pensar qué son esas manchitas en el culo de tu pantalón! ¡Es que no quiero ni pensarlo! ¡Dios mío! ¿se puede ser tan “jeyondo”?- Se conoce que en el alboroto y precipitación de mi pobre higiene post evacuatoria algunas gotitas fecales aún en tránsito, unas perlitas de nada, se disputaron dónde caer si en el suelo o en mis pantalones. Y decidieron mal, muy mal.
-¡No quiero ni pensar qué son esas manchitas en el culo de tu pantalón! ¡Es que no quiero ni pensarlo! ¡Dios mío! ¿se puede ser tan “jeyondo”?- Se conoce que en el alboroto y precipitación de mi pobre higiene post evacuatoria algunas gotitas fecales aún en tránsito, unas perlitas de nada, se disputaron dónde caer si en el suelo o en mis pantalones. Y decidieron mal, muy mal.
Muy dignos los cuatro entramos en la santa Capilla y muy dichosos escuchamos con sumo agrado el ansiado concierto, en un ambiente que respira cultura, historia y espiritualidad por doquier. Muy aliviados todos y yo más que ninguno y con mis pantalones cagados.
Nos hemos vuelto a descojonar Victoria y yo leyendo el relato.
ResponderEliminarDe parte de Victoria, muchas gracias por hacefr que se pueda ir a la cama con los ojos lagrimosos harta de reirse.
Un abrazo
Antonio
Menos mal que no te tenías blog cuando esta estaba en plena pubertad....que fatiguita de hombre!!!!
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