jueves, 7 de junio de 2012

Meditación

Este relato fue escrito un día de mayo del 2011. Hace un año.

Hoy he madrugado aún siendo día festivo. Pero en realidad, no más que cualquier otro sábado. No soy trasnochador, ni siquiera lo fui de nuevo. Mis amigos saben que sobre las doce hay que recogerse, de lo contrario me tienen que llevar ellos  a casa. Y me gusta madrugar. De estudiante en el seminario prefería mucho más levantarme al alba para estudiar que malograr la noche en mi cuarto dando cabezadas sobre los libros a la luz mortecina de una vela decrépita.
En la casa de mis suegros estamos de fiesta. En  realidad,  todo el pueblo lo está. Hoy se celebra una tanda de las primeras comuniones. María Dolores, la sobrina más pequeña de la Peque, es una de las neófitas. Una no, la más bonita.
En el antiguo salón de bodas, anexo a la casa, todo está preparado desde anoche. Las mesas se nos presentan en perfecto estado de revista, manteles, cubiertos y servilletas delicadamente dispuestos con femenina mano. El gran expositor de lo que pronto será el buffet libre se exhibe atestado de fuentes, bandejas y lebrillos con bocaditos de salmón y nueces, de tortilla troceada en cuadraditos, de anchoas, de langostinos, unos pálidos y otros atigrados, de chacinas ibéricas variadas y de otras muchas delicadezas. Preside un jamón de bellota de ocho kilos, enterizo y arrogante, pero presto a ser mutilado hasta el hueso y convertido en breve en otras tantas bandejas, éstas itinerantes por las distintas mesas merced a la destreza de los camareros. Que nadie se quede sin catarlo. En frente, una gran mesa redonda con los postres: pestiños de miel y de azúcar, profiteroles de crema y de chocolate, tartas diversas de distintivos colores y sabores.

Un despilfarro vergonzante para los tiempos de ahora. Pero en mi pueblo somos muy rumbosos. La crisis solo existe para quien la padece. Los demás, cada cual a lo suyo. Es triste, pero es así.

Lo de madrugar hoy se debe, además, a que tenía que  ver a mi hermano Manolo. Anoche lo dejé en cama con fiebre y un dolor abdominal  con pinta de apendicitis. No me decidí a llevarlo a Cabra por las horas que eran y por no alarmar más de la cuenta. A las ocho de la madrugada, como digo, me encontraba llamando a su puerta. Me recibe medio en cueros.
-Le gusta madrugar al médico, eh –me suelta por saludo.
-Venga, túmbate que quiero volver a palparte la barriga.
-¡Bah! Ya estoy mucho mejor, no he tenido fiebre en toda la noche.
Compruebo, en efecto, que su abdomen ya está más blandito. Me quedo más tranquilo. Habrá sido una virosis intestinal. O un atracón de los suyos.

A la vuelta, pasando por la plaza, está abierta la puerta de la iglesia. Me da el pronto de entrar, pero me contengo pensando que si soy ateo de verdad debo ser consecuente y pasar de largo. Y enseguida me rectifico a mí mismo al considerar que puedo entrar en el templo sin otro interés que el meramente artístico o de simple distracción. En el fondo soy un nostálgico, o menos ateo de lo que creo. El caso es que entro de forma decidida. Ni un alma a esta hora. Tomo asiento en el último banco. Me encuentro a gusto. Intento, como antaño, hablar con el sagrario, pero me doy cuenta de que ya es tontería. Me acuerdo de tantas y tantas horas de meditación en estos bancos. Y me siento bien. No necesito hablar con Dios, lo hago para mis adentros. Me traslado a mis años de monaguillo y echo de menos el púlpito recio y austero, nada de barroquismos, desde donde don Juan, el párroco, señalaba con dedo furibundo las minifaldas de las mocitas en el sermón de los domingos y desde donde yo mismo, cada tarde, desconcertaba a las viejas beatas adictas al rosario, bien fuera confundiendo los misterios, bien cambiando a mi antojo el orden de las letanías o simplemente con mis  sorbetones de mocos.

Al cabo, aparece el cura, don Lorencito, por uno de los laterales que franquean el altar mayor con la sacristía. Quizás no haya advertido mi presencia, no hace nada por abordarme. A lo mejor ha decidido respetar mi aparente recogimiento. Se lo agradezco. Un día de la pasada Semana Santa me cogió por sorpresa dentro de la iglesia y quiso confesarme a toda prisa, aquí te pillo, aquí te mato. “Oye, José María, siéntate conmigo un ratito, me gustaría confesarte.” “Lorenzo, yo me siento contigo y charlamos de lo divino y de lo humano, pero no me voy a confesar, no he confesado desde que salí del seminario, y no lo voy a hacer ahora sobre la marcha.” Y me largó un sermoncito intentando convencerme de que yo seguía creyendo en Dios aunque lo negara de palabra, porque nadie puede hacer tanto bien como hago yo – me decía- sin ser cristiano. Éste es un fundamentalista de cuidado -pienso.  El caso es que le tengo afecto porque hemos sido compañeros y amigos en el seminario, porque he sido luego el médico de su madre y porque sí. El cariño  no atiende a razones.

Esta vez, no. Parece que me va a dejar en paz. Entra y sale de la sacristía, se mueve con ligereza de chavea por el altar mayor, dispone las sillas de esta u otra manera, cambia los velones de sitio, pone el atril más a un lado, lo vuelve a cambiar, ahora baja las escalerillas hasta la nave central, recoloca algunos bancos que se han torcido, se asegura de que todo está perfectamente ordenado para la fiesta de estos niños cándidos que en pocas horas van a recibir su primera hostia. No seáis brutos, me refiero a la hostia sagrada.
Observando su dinamismo, su afán, sus movimientos calculados, su atareada preocupación, me admiro de la actitud y prestancia de este siervo de Dios convencido, que se desvive por el bienestar espiritual de unos niños que en breve se van a convertir en pequeños  sagrarios humanos. Y, al mismo tiempo, siento vergüenza por haber pensado más de una vez que los curas, en general, son unos embaucadores, unos teatreros, maestros únicos en la performance de una obra, la liturgia, que representan de la misma manera un día y otro y otro…in seculorum sécula.

No me pega ser tan malvado.

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