viernes, 27 de abril de 2018

El taller

Desde nuestros tiempos de Triana -tampoco hace tanto- estaban las mujeres trajinando sobre un taller que la Peque les iba a impartir sobre pintura en seda, una especialidad que mi mujer domina como nadie. Y yo me lo tomaba a broma creyendo que sería una de esas muchas iniciativas a la que las mujeres se lanzan ilusionadas en un momento de calentón de taberna pero que luego pasan los días y se quedan en nada. De hecho, en tres años que hemos vivido allí nunca han encontrado fecha que les cuadrara a todas. Pero no abandonan, oye.

Y ha tenido que ser aquí, en nuestra nueva casa de Antequera. Y aquí me tenéis, de casero asistente para cuatro mujeres que se han encalomado en mi piso durante cinco días a mesa y mantel, qué digo a mesa y mantel, mucho más. La matrícula, totalmente gratuita, incluye, además del contenido docente y de los materiales necesarios, un régimen de pensión completa; no, ni siquiera eso, se parece más a un todo incluido. Con pulserita. Y no acaba la cosa ahí, esta misma noche se añaden sus mariditos y dos parejas más. Aquí todos rebujados. Y por si éramos pocos, va y se apunta también mi cuñada Conchi, otra pécora de cuidado.

Los de mi edad comprenderéis mejor las tribulaciones de un hombre solo frente a semejante gineceo. Mientras ellas se divierten pintando sus trapitos, un servidor les pone el desayuno, hace la compra, saca a pasear a la perrita, va de canguro para que mi hija pueda salir a caminar, les cocina unas papas con chocos de rechupete y, después de mi siesta rigurosa, les sirve el cafelito con sus dulces. El único ratito que me dejan respirar es el de la novela, ritual sagrado para ellas. Y entre cosa y cosa, como puedo, saco algo de tiempo para escribiros. Luego dicen del tiempo de los jubilados... Que no, que no nos queda nada para nosotros mismos.

Y a todo esto, con muy pocas compensaciones. En otro tiempo, en el siglo pasado mismamente, hubiese sido un auténtico disfrute sensual con mi disposición corporal y anímica rezumando testosterona hasta por las uñas, y ellas tan zalameras y pintureras. Hubiera exigido el pago en especie, en carne misma, pero ahora... En fin, que ya no es lo mismo. Mi testosterona no da ni para encontrármela pa mear, y el estradiol de ellas debe ser de garrafón, o genérico, con tanta soja como toman. ¿Dónde, los muslos prietos de la Peque; adónde han ido a parar las cachas carnosas de la Paqui; qué ha sido de los melones de la Mariki; qué, de la cinturita de muñeca de María Jesús? Hablo con conocimiento de causa, mi condición de médico y amigo me ha brindado muchas oportunidades de conocerlas epidérmicamente hablando. Ahora, ni en picardías para acostarse consiguen que se me empine el... ánimo. Será la edad. Será.


En fin, es broma. Ellas tampoco se han dado mucho respiro, son muy intensas para todo lo que se proponen. Han obtenido su máster sin truco, con todas las de la ley.  Mirad, si no, el resultado final de sus esfuerzos.
Muy bonito todo, vaya. Pero ya voy teniendo ganas de que llegue el domingo.



Un suponer muy fastidioso

Lo que hoy os voy a relatar no es que me haya pasado a mí, no. Es un suponer -un poner, se dice en mi pueblo-. A mí no me suceden cosas así, eso es para la gente "normal".

Puestos, pues, a suponer, supongamos que el domingo pasado hubiésemos echado un día formidable la Peque y yo junto a mi hermano Manolo y mi cuñada Sam. Que hubiésemos ido a visitar un paraje bellísimo en Villanueva del Trabuco, el nacimiento del río Guadalhorce; que nos diésemos un paseo tranquilo por unos senderos ignotos y preciosos; que al mediodía almorzáramos de escándalo en el hogar del pensionista de Cauche, una pedanía de Antequera, y que, idos al pueblo hermano y cuñada, nos hubiéramos pegado, La Peque y yo, una merecidísima siesta. En este punto, alguna mente insana podría suponer que hubiera habido alguna cosilla más. Pues no. Sería demasiado imaginar. Una siesta de sofá orejero y nada más.

Podemos seguir suponiendo que, luego, en una tarde tormentosa y embarrada nos hubiésemos ido al cine con mis cuñados Cipri y Conchi; y que nos divirtiera un montón la película "Campeones"; y que, idos estos dos a dormir a su casa, la Peque y un servidor nos dispusiéramos a lo mismo: llegar a casa y echarnos a dormir después de una jornada bastante movidita. Hasta ahí, perfecto, si no fuera por la lluvia de barro y los relámpagos que ya empiezan.

Hagamos un esfuerzo más para imaginar ahora que, ansiosos por una ducha relajante, unas sábanas calentitas y quién sabe si un carnal y pegajoso revolcón, dijera la Peque que no, que no. Pero no que no me ilusione, que de lo que voy pensando, nada. No, no sería ese tipo de no. "¿Que no qué?" -le preguntaría yo. "¡Coño, que no puedo abrir la puerta!" -diría ella. "Anda, déjame a mí, que tienes las manos de gachas" -es posible que yo le mal respondiera. Y más posible todavía hubiera sido que no hubiera habido forma humana de girar esa llave. Y dado que estamos caminando en un terreno de enfervecida imaginación, podemos suponer la clase de furor interior y de incredulidad que me pudieran haber abatido en ese momento. ¿A qué divinidad o virginidad podría uno increpar sin miedo a la sanción de la justicia rajoiniana? ¿Contra qué político o en qué eminencia vaticana acertaría uno a descargar los excrementos en circunstancia tan crítica?

Pero no nos precipitemos, es todo suposición. Supongamos ahora que mi mente totalmente incendiada de una ira autocrítica, decidiera rebobinar hasta aquel inoportuno instante en que, a toda prisa porque llegábamos tarde al cine, saliera de mi casa detrás de la Peque, diera un portazo y se quedaran las llaves puestas por dentro. Y llegaría ahora lo más gracioso: "Tú eras el que decía que a ti nunca te pasaría" -quizás dijera tentadoramente Eva. "No me enciendas -pudiera haber respondido el ofendido y ofuscado Adán-, que la culpa es tuya por haberme metido tanta bulla". "Me callaré -se pondría muy melodramática-, no te vaya a dar tu taquicardia"...

Hasta aquí, todo imaginación, todo suposición. Ahora vamos a la realidad cruda en una noche bien entrada cayendo truenos y relámpagos y agua a punta pala. Y nuestros cuerpos serranos sentados y abatidos en las escaleras del rellano.
-Nos vamos a dormir a la casa de la Meli (nuestra hija), y mañana llamamos a un cerrajero -se pone prudente la Peque.
-Sí, pero la pobre perrita se va a quedar ahí sola toda la noche -protesto yo-. Y con tanto trueno...
-Ya estamos con la perrita...
-Que no, Peque, que llamo a un cerrajero ya.

Con mucha más serenidad de lo que yo mismo podía esperar de mí, busco en mi móvil un cerrajero de 24 horas, y llamo. Al otro lado escucho una voz de hombre marroquí pero que debe llevar años aquí porque habla perfectamente el castellano. Le explico lo sucedido y me dice que sí, que en cuarenta minutos está aquí, que viene desde Casabermeja, que le mande mi ubicación. Vale.
Nada más colgar, me tienta mi demonio particular instándome a que intente otro cerrajero, que cuarenta minutos son muchos, que aquí en el mismo Antequera también habrá alguien de 24 horas. Y le hago caso. Y busco otro teléfono. Y lo encuentro. Y llamo. "No se apure usted, en media hora estoy ahí". Y la Peque: "Niño, ahora te vas a encontrar con dos cerrajeros". Rápidamente, vuelvo a llamar al móvil del primero para que no salga de su pueblo en noche tan aciaga. Pero le miento, no le digo que he encontrado otro más rápido, sino que me he echado otras cuentas y que ya si eso, mañana hablamos. Teníais que haberlo escuchado: "No, no. Ni hablar. Usted lo que ha hecho ha sido llamar a otro cerrajero. Pero que sepa que el único profesional de 24 horas en toda esta comarca soy yo. La persona a la que usted ha llamado la segunda vez acaba de comunicar conmigo para que yo le haga el trabajo". Tierra trágame. ¡Qué mal trago! "Bueno, pues... perdone usted, pero comprenda mis prisas, lo siento mucho"...

Total, en media hora el hombre estaba allí, fue amable, no volvió a reñirme más, sacó un trozo de cartón piedra de su maletín, lo introdujo por el mínimo resquicio entre la puerta y el dintel lateral... Y la puerta se abrió solita. Detrás, La Pelusa nos miraba con cierto asombro y meneando su colita. 

¡Hay que ver la imaginación que tenemos algunos! 

martes, 24 de abril de 2018

El chacho del Convento

 Esta es una parte de la historia de su padre que no conocen bien mis sobrinos del Convento. Va para ellos.

En la misa de su funeral, el cura, don Lorenzo, dijo de él que fue un hombre que no abría la boca por no molestar. Muy cierto, sí señor, hasta qué punto no sería así que en los últimos años ni siquiera lo he visto enfrascarse con los culés del pueblo. La edad y su buen temple de cuna lo habían conformado como un jubilado sensato y centrado. 

¡El fútbol!, su gran pasión desde chico. ¡El Real Madrid!, su delirio. A todo esto, era muy malo con la pelota en los pies. En los partidillos que echábamos en el patio de los chinos de La Capilla con José "El Bolo" y los hijos de los aceituneros, había que chutar de empalme, es decir, antes de que la pelota tocara el suelo porque un piso tan irregular como aquél hacía imprevisible el bote. Para cuando él armaba su zocata, el bote travieso lo pillaba desfasado y propinaba unos remates increíbles... al aire. Así tenía el pobre las rodillas casi descoyuntadas. De haber habido móviles en aquel tiempo lo hubiera grabado de mil amores para que hoy sus hijos futboleros se rieran de él y aceptaran que el talento con el que ellos manejan la bola no es herencia de su padre, sino de su tío.

"Frasquito el de la Capilla" era nuestro cuñado, el cuñao, el entregado marido de nuestra hermana mayor, Josefa, "La Niña", fallecida ya hace la friolera de catorce años. Para nosotros, Frasquito ha sido un hermano más. Y para nuestros hijos, el chacho del Convento. No sé si alguna vez tuvo la tentación de rehacer su vida futura con otra mujer. Nosotros, incluso mi propio padre, lo animábamos, pero nada. Ha permanecido fiel por entero a su difunta esposa, a sus hijos, a sus nietos y a su casa. Él ha sido el tapado instigador de que todas las reuniones y comilonas familiares sigan desarrollándose en El Convento, igual que cuando vivía mi hermana, tan pródiga en estas cosas, tan clueca, tan matriarca. A su vez, nosotros, mis hermanos, mis cuñados, la Peque y yo mismo, lo hemos tenido siempre en nuestras reuniones o comidas no solo por uno más sino por el que más. Enteramente ligado a su familia, que es la nuestra. De su familia natural solo le quedaban dos hermanas y varios sobrinos que, por residir unos en Pedrera y otros en Cataluña, no han podido tener el mismo roce nuestro.


Por eso, su muerte, tan prematura como inesperada, ha sido la muerte de un hermano, de nuestro hermano mayor. Y para mi hermana pequeña, Carmen, la muerte de un segundo padre. Es así. Cuando ella nació, mi hermana Josefa tenía diecinueve años, y Frasquito -su novio a la sazón-, veintiuno. Con mis padres ya mayorcitos, esta hermana pequeña fue para la parejita de novios algo así como un ensayo acelerado de paternidad sobrevenida. A su manera, la malcriaron como hoy hacemos los abuelos con los nietos, y durante toda su crianza permaneció de alguna manera bajo el cobijo de ellos. Por edad y crianza, mi hermana Carmen es más hermana de nuestros sobrinos del Convento que de nosotros mismos.




Yo puedo presumir delante de mis hermanos y de mis sobrinos de haber conocido a Frasquito en sus años de niño y de mozuelo. Al no haber más chaveas de su edad en el cortijo, tuvo que conformarse con jugar y convivir conmigo, cuatro años más chico que él, que ahora no se nota nada, pero entonces sí. De los varones yo era el hermano mayor, pero en aquellos tiempos nuestros ser el hermano mayor comportaba pocas ventajas, si acaso sentirte el favorito de tu abuela y poco más; te llevabas todas las reprimendas de tu padre, los alpargatazos de tu madre, y, encima, las visitas se prendaban de mi Manolo, un negrucillo parlanchín, o de mi Juan, un rubio querubín. Hasta que a mis once años -edad con la que llegué al cortijo- me encontré con una especie de hermano mayor. Ha sido siempre un hombre noble; a mis años podría haberme enseñado -según era costumbre- alguna que otra guarrería.
Pues no. Me enseñó a poner las trampas para los pajarillos y las perchas para los zorzales; a pisar por sus pisadas para no embarrarme más de la cuenta; a montar en la bicicleta de mi padre. En las tardes eternas del estío se bañaba conmigo en la gran alberca de La Capilla, de más de cinco metros de profundidad... por si las moscas. Aunque yo nadaba mejor que él. Y ya más adelante, según me hacía un mocito, me montaba atrás en su "Montesa" para ir al pueblo, a Antequera, a Pedrera...y me enseñó a conducir el tractor. Por mi parte, yo le enseñé a cocinar la rica y sabrosa porra frita del campo, pero no conseguí que aprendiera a jugar al fútbol tan bien como yo. Perdón por la inmodestia. Pero falta ya poco para que reciba de mí la mejor ayuda posible: mi influencia favorable a los ojos de mi hermana Josefa.

Ningún ejemplo mejor que el suyo para definir a un hombre apegado a la tierra, ni siquiera mi padre. Frasquito nació en La Capilla; su madre, Concha, mujerona de armas tomar, lo trajo al mundo sin ayuda de nadie, a la manera de las indias, en cuclillas. Y toda su vida ha estado ligada al cortijo hasta su muerte. Sus padres regresaron a Pedrera para jubilarse, y sus hermanos con ellos, pero él -pueden más dos tetas que dos carretas- permaneció en el cortijo. Ha sido el mejor capillero de todos nosotros que tanto presumimos de cortijeros. Prácticamente siempre bajo la tutela de mi padre, primero laboral y siempre afectiva, ha sido un trabajador de los pies a la cabeza, de los que gustaban a mi padre, muy noble y muy leal. Y con una humildad tal que acogió con una elegancia y gallardía admirables la sucesión del cargo de mi padre en la persona de mi hermano Juan, en vez de en la suya. Lo que no quita para que de vez en cuando le brotara su poquito de reivindicativo, herencia clara de su padre, Julián el hortelano.
 

Hasta los diecisiete años Frasquito no salió del cortijo, incluida su primera comunión. Las primeras letras y los números los aprendió con un maestro republicano "repudiado" que contrató don José Carreira "El Viejo". Pero de manera sorprendente a partir de esa edad empezó a dejarse ver por el pueblo. A lo primero se iba en la Empresa o en el tractor; más tarde, en su Montesa. En el cortijo era para nosotros como de la familia, jamás le vi gesto alguno de aproximación sospechosa hacia mi hermana. Pero sucedió en aquel verano de 1967 que a la salida de misa -mi obligación diaria como seminarista que era- veía con gran sorpresa cómo Frasquito algunas tarde rondaba a mi hermana por toda la plaza. Y ella, que nones, metiéndose en el centro de su pandilla de amigas para evitar la cercanía del pretendiente. Y él, tozudo como borrico que huele hembra, sin cejar en su empeño, ahora por aquí, ahora por allí... En estas que, muchas veces, viéndose mi hermana ya sin salida, echaba a correr a todo correr por el arco de la plaza, y Frasquito detrás a toda mecha. ¡Qué bochorno! Yo sabía de sobra que ésa era la conducta habitual de seducción de los pretendientes sobre las muchachas en aquellos tiempos, corretearlas hasta cansarlas, pero viéndolo en mi hermana me daba no sé qué. Recordaba entonces que cuando dos años atrás la pretendió otro muchacho no tuve ninguna duda: yo mismo la cogía de la mano y me la llevaba, casi a rastras, a nuestra casa. Pero ahora era distinto: se trataba de mi amigo y compañero de fatigas, Frasquito. No sabía cómo debía de actuar. Mi hermana era muy orgullosa, muy riverona, las cosas por su sitio. Se consideraba un escalón o dos por encima de un cortijero, aspiraba a más. Yo lo notaba, y a veces la escuchaba quejarse ante mi madre: "¡Qué se habrá creído ése, que no ha salido del cortijo en toda su vida? Y encima, forastero." "¿Pero te lo ha dicho?" -le preguntaba mi madre. "No, ni lo voy a dejar que me lo diga" -respondía mi hermana, toda herida. 

Mi relación con él no solo no decayó, sino que aumentó en intensidad, si cabe. Haciendo cálculos de mi posible influencia sobre mi hermana, me invitaba en el bar de la Chorro a Casera de limón con una tapa de calamares, junto a sus amigos "El Tosto" y Pepe "El Cuco", y charlaban en voz alta de asuntos picantes para que yo me sintiera como más hombre en sus compañías. Y, la verdad, yo le tenía mucha simpatía. Y sin querer uno va haciendo de Celestina, a ver. "Niña, yo no sé por qué tanto enfado con Frasquito". "Porque es mu pesao, ¿no lo ves?" "Mujer, es porque le gustas mucho, yo lo encuentro un muchacho muy formal, y que va en serio contigo. No sé, niña, pero yo lo veo hasta guapo, ¡no?". "Anda, calla, ¿qué sabrás tú de estas cosas, metido en el seminario?" Y lo dejábamos. Pero yo volvía una y otra vez, un día y otro: "Niña, pos que sepas que Frasquito me ha dicho que no piensa abandonar nunca, que te quiere demasiado, que sueña contigo todas las noches, que..." "Pues va apañao, que yo no lo quiero ni en pintura, se lo puedes decir de mi parte. Pero tú te crees que yo me voy a casar con un cortijero?" "Niña, ¿y nosotros qué somos?" "Anda que la ayuda que tengo contigo..." Joer, tanto fue el burro al trigo, que al final la cosa acabó cuajando. Pero fue muy dura, excesivamente dura con él. No sé ya cuántos meses duró aquella ardua berrea, pero muchos, muchos.

Su boda, para la Inmaculada del año 1972, se celebró en la casa del Arrecife y duró tres días, como las de los gitanos. Yo me traje a mis amigos del seminario todo ese fin de semana. Para mis amigas Jaime fue un auténtico bombazo, parecía que hubiese venido al pueblo el Junior de "Juan y Junior", así de guapo era. El Luna casi se ennovia en esos días con una paisana; y al Pepe Montes lo tiramos al pilón de los mulos en las Eras Bajas. Y mi madre estaba radiante de felicidad. No sabía ella que ya por ese tiempo se estaba fraguando el futuro de otra feliz pareja: la Peque y yo mismo. De luna de miel se fueron a Sevilla, al corral de vecinos de nuestra querida prima Noberta. Como quiera que por entonces yo estudiaba en el seminario de san Telmo salía casi a diario con ellos como guía turístico. Uno de esos días, comiendo en un bar, Frasquito compró un número de una rifa, y le tocó el premio: dos entradas para el Betis-Málaga del domingo, en el Benito Villamarín. Y fuimos los dos, claro. Era la primera vez que entraba en un campo de fútbol de primera división. Y se emocionó. No era para menos, vimos en carne y hueso a Biosca, a López, a Viberti, a Quino, a Rogelio...

Y luego han sido ellos una pareja muy afortunada y feliz. Con cinco primores de hijos. Y se han ido muy pronto, es verdad. Demasiado pronto. Injustamente pronto. Vale. Pero han sido las suyas unas vidas completísimas de anhelos y satisfacciones. Por lo pronto, no han tenido que sufrir la pérdida de ninguno de sus hijos, error el más devastador de la condición humana; frustración insufrible que padeció mi madre en dos ocasiones. Y luego, mi hermana, no, pero Frasquito se ha marchado dejando a todos sus hijos en buena posición y habiendo conocido a todos sus nietos. Porque no creo que la Mari se ponga a su edad a esas cosas, y los demás han echado el cerrojo.

La muerte de mi cuñado, una vez más, le hace reflexionar a uno sobre nuestro destino. ¿Habrá cumplido sus expectativas? ¿Se habrá quedado con algo en su tintero? ¿Le ha visto él sentido a su vida? Yo quiero creer que sí, que se ha ido satisfecho de lo que ha hecho: trabajar duro; ser muy feliz con la mujer de sus sueños; crear una familia cariñosa y unida; ser un niñero tierno y entregado y un padre ejemplar con dedicación y devoción por su casa. Y ya de jubilado, un abuelo algo quisquilloso, un amo de casa la mar de aseado, el mejor tortillero del pueblo, un devoto moderado del bar de Riles y de sus amigos, y un eterno aficionado a la huerta. Sin lograr pasar de ahí, de aficionado.

-Mari, ¿no se habrá quedado tu padre con las ganas de ir a algún viaje de esos del Inserso?
-¡Qué va, ni mucho menos! La de veces que yo misma le he insistido... El era para eso muy suyo, ha hecho lo que ha querido, me decía que toda esa gente del Inserso son unos laborindiosos sin haciendas. Èl, con su huerto, su amigo Rafael y su canal Real Madrid, andaba más que sobrado.

Descanse en paz nuestro cuñado, nuestro hermano, un hombre cabal y bueno. 




viernes, 20 de abril de 2018

El indio de la vega tiene rinofima

Antes de nada definamos brevemente el concepto de rinofima: condición de la nariz regordeta, aporretada y con algunos borbotones. 

Bien, ya podemos empezar.

En Antequera, a nada que te asomes un poco por alguna calle periférica ya estás viendo la figura sobresaliente de un gigante de piedra yacente, el indio acostado, el referente de la comarca, el vigía impertérrito de la vega y de su río, el oráculo de nuestros ancestros del Bronce. La verdad es que enfocado por sus caras noreste o suroeste, es enteramente la cabeza de un indio tumbado boca arriba. No es, pues, de extrañar que nuestros pasados paleolíticos lo adoraran como a una divinidad y que enfocaran en su dirección la puerta del dolmen de Menga.  


Mi amigo Juan Francisco, que es geógrafo, nos ha explicado muchas veces que dicho peñasco calizo se denomina técnicamente un olistolito, que significa el desprendimiento y posterior rodamiento de piedras enormes desde la Penibética hasta que asientan en un lugar a su gusto. Una cosa así como un canto rodado, pero a lo bestia. Por lo visto, no es algo infrecuente, es producto de una serie de movimientos geodésicos post plegamiento de las placas tectónicas. Igual que en Antequera, ha ocurrido en la sierra de Estepa o en la de Morón. Vale, Juan. Estamos enterados. 

La foto de abajo muestra la cueva de Menga vista desde lo alto del peñón.


De siempre, en toda la comarca se le ha llamado a este ingente pedrusco "El Peñón de los Enamorados" debido a que una antigua leyenda medieval daba fe de la historia malhadada de un joven cristiano, Tello, y de su amada, Tagzona, que era mora. El joven cayó prisionero de los moros yendo de cacería, y Tagzona, hija del jefe musulmán, quedó prendada de su bella prestancia. Juntos se escaparon por esos mundos, y el padre de ella mandó a su ejército en su busca y captura. Arrinconados los amantes al pie del Peñón, subieron hasta su cima, se cogieron de sus manos y se tiraron al vacío. Antes muertos que separados. Lo mismito que ahora.


Pero a mí, que ya no tengo edad de impresionarme por las historias de los romances de ciego, me ha dado por pensar, viendo así fijamente el Peñón, que le encuentro mucho parecido con el perfil de mi padre acostado. No me digáis que no. Se me antoja, además,  que mi padre se forjó de jovencito trabajando en un cortijo al pie de la Peña, y que de ella recibió los dones de su fortaleza, su dureza de testuz, su constancia, su fidelidad al terruño, su amor incondicional a la tierra madre. Y cuanto más lo miro, mejor se me representa la imagen serena y plácida de mi padre dormitando. ¡Coño, hasta la nariz es la suya! Vosotros no lo sabéis, pero para eso estoy yo aquí para decíroslo: la nariz del indio tiene su poquito de rinofima, como la de mi padre.


Nota: como veréis, estoy aprendiendo a insertar fotos, aunque sea de una manera algo burda. ya iré mejorando.


jueves, 19 de abril de 2018

Creedme, la Feria es un tostonazo

Hoy, jueves de feria, teníamos la Peque y un servidor una cita en el Real con nuestros amigos sevillanos. Pero no vamos a ir. Ellos ya lo saben y no les ha pillado de sorpresa conociéndome como me conocen. Aunque esta vez se equivocan... Bueno, a medias. Dan por hecho que el renegado soy yo, el comodón, el aburrido, el cortarrollos, el aguafiestas que cohíbe y alicorta las ganas flamencas de su explosiva y feriante esposa... Todo eso es verdad. Pero no es menos cierto que la Peque ya no es la que era, tiene su edad y su tratamiento hormonal para la mama, y ambas cosas la han apaciguado bastante. No aguanta de buen talante tantísimas horas de vagabundeo. Ha sido ella quien ha vetado el viaje a Sevilla. Ni que decir tiene que a mí me ha venido... Iba a decir como agua de mayo, pero este año no es apropiado el refrán. Más agua no, por favor; tengamos un mayo florido y hermoso. Me ha venido como las uvas al queso.

Este año he tenido la suficiente dosis de feria con la ración del sábado pasado, la del pescaíto. Lo de cenar todos los amigos en un bar, los sevillanos y los vascongados -que María José y Ramiro se apuntan a todo-, estuvo fenomenal. Lo malo fue que esta gente del norte no tiene jartura ni la Peque -una vez metida en harina-, tampoco. Reconozco, de todas formas, que la caseta de Tomás y Beni estaba la mar de animada con un tablao flamenco casero que tenía al público encandilado, la verdad. Pero yo me caía de sueño y de cansancio. Las dos de la noche, tú, acostumbrado mi body a acostarse a las once... Solamente me despabilé un ratito, el tiempo que duraron las sevillanas que bailó una morena rellenita ataviada con un pantalón corto y apretujado, y un chaleco de sisa laxa por donde en cada revolandeta se le salía media teta por cada lado. A las tres de la aurora caímos en la cama. Por fin. Y a las cinco, derechos al hospital con otra -una más- de mis taquicardias. La madre que...

Ni acordarme quiero de las fatigas de otros años, de otras tantas ferias de obligada visita solo por vivir allí. ¡Coño, vives en Sevilla y no vas a ir a la Feria!... No estaba ni bien visto. Y mucho más cuando hemos vivido en Triana, a tiro de piedra. ¡Qué de sin razón!, como canta Sabina. 

Mirad, si no. Son las cinco y media de la tarde. Acabo de levantarme de mi siesta reglamentaria y me meto en mi cuarto a escribiros con toda tranquilidad y sosiego. De haber ido a Sevilla ya estaría inquieto, ya me sobraría media feria. Tanto jamón y tanta fritanga exigen más y más rebujito, y este dichoso brebaje aumenta exageradamente la diuresis. Ponte en cola pa mear, anda. Eso si las papas con chocos no te pegan un retortijón de los míos. Entonces ni te cuento. Yo no soy exquisito, soy capaz de mear en cualquier sitio por manchado y encharcado que esté, ancha es mi experiencia en estas lides, como ya sabéis. Lo que no puedo es mear con prisas, la próstata. Contri más prisa, menos sale. Y menos, con la puerta del wáter pegándote en la espalda por los achuchones de la gente. Y pienso: "Menos mal que he nacido tío, no puedo imaginarme cómo se las arreglarán las tías para trajinarse las meadas en estos sitios tan cutres, tan estrechos, tan puercos... y con sus trajes de flamenca y sus abalorios". Por lo que me cuenta la Peque, ella no se sienta en la tapa, sino que se sube encima y se agacha en cuclillas. ¡Qué equilibrio, macho! 

Dentro de una hora, sobre las siete de la tarde, ya me estorba todo, me sobra la feria entera. Empieza el mareo. Caminatas lentas y eternas bajo un sol inclemente, con interrupciones continuas por encontrarse alguien con otro alguien, o por perderse la María Jesús o el Jaime, y todo para alcanzar a llegar a la caseta de fulanito. Y el fulanito que ha salido hace un rato y que no está. O que sí está, que no sabe uno qué sea peor, pero no hay sitio dentro. Y aguantas en la puerta con una copita de fino en una mano y con un plato de calamares en la otra para que vayan picando los colegas. Y nadie se queda con el plato. Y ya no sabes en qué pierna apoyarte. Ni de qué hablar. Y cuando parece que una mesa se va a quedar libre va y dice alguien que no, que ahora toca a la caseta de perenganito... Y así todo el rato. Y entre caseta y caseta, kilómetros de arena, de sudor, de peste a mojones o a zotal, de humana marabunta... 

El punto de no retorno, la hora crítica en que ya no aguanto más, lo marca el momento en que ya ni siquiera me interesan las gachises, cuando ya no atiendo al paso de tórtolas. Estoy hundido. Eso solía ocurrir sobre las nueve de la noche. "Peque, vámonos a los buñuelos". "Pero si son las nueve na más" -se revolvía furiosa. De ahí en adelante era todo un suplicio para mí, aguantando la fiesta de los demás casi sin sentir, anestesiado por el cansancio, como un sonámbulo.

No me considero un hombre aburrido, ni mucho menos. Lo que pasa es que mi cuerpo, tan disfrutón como el de cualquiera, me pone límites. Celebro mucho más las pequeñas reuniones domésticas con los amigos que estos esperpentos multitudinarios que agobian mi espíritu tan sensible. No puedo estar doce horas seguidas en pie derecho. Imposible. No puedo comer, beber y deambular sin hora como perro sin amo. Las cosas tienen su tiempo. Seis o siete horas de feria es algo muy razonable para mí. No más. Eso es todo.  Lo demás, un tostonazo.

Dado que una imagen vale más que mil palabras, mirad la diferencia en las sensaciones que os transmiten estas dos fotos. En la primera, mis amigos Juan Francisco y Palanco departiendo en un chiringuito de playa, plácida y saludablemente, ayer mismo.

En la siguiente, mi amigo Pozuelo se lo está pasando genial esta misma tarde en su caseta de Feria.

Vosotros mismos.

miércoles, 18 de abril de 2018

El asunto de la jodienda...

A mis años, me he echado unos nuevos amigos aquí en Antequera. Tenía para mí que el cupo estaba más que completo, tantos amigos tiene uno que sinceramente no doy abasto para poder tenerlos contentos a todos. No exagero ni me pongo moñas. Como dice mi amigo Juan Francisco, el patrimonio de los que no tenemos patrimonio son nuestros amigos.

Bueno, pues ha querido la casualidad que dos buenos hombres de aquí se hayan encontrado con mi blog y con mi libro, y se hayan prendado de su autor, hasta el punto de haberme localizado. Hemos quedado a tomarnos una cervecita, y oye... tan amigos. Naturalmente, tengo que conocerlos mejor, pero la primera impresión es prometedora.

Diego es odontólogo y rondará los cincuenta y cinco, por ahí por ahí. Dice que en su casa son cuatro: la mujer, la hija, la perrita y él mismo. Y ya más tarde se acaba de confesar: "y además tengo un yerno negro". Cubano. Que es atleta. Vive en pecado con su hija pero aún no le han dado un nietecito mulato. Ya va teniendo ganas. La hija es podóloga, lo cual me va a venir de perlas, habida cuenta de mis uñas almejeras. Las de los pies. Aunque diez años más nuevo, Diego y yo hemos compartido muchas cosas de nuestra Córdoba juvenil aunque en tiempos diferentes: el instituto Séneca con don Rogelio "El Chino"; "El Bocadi"; la taberna del fifty-fifty; los paseos furtivos por la judería tras las nenas; la bajada desde las Tendillas al Séneca por la calle Céspedes, el seminario y la travesía de san Basilio; los sótanos del hospital provincial y luego la flamante facultad de medicina; las clases imperecederas de don Pedro Montilla y su flequillo beodo, de don Pedro Sánchez Guijo y, por encima de todas, las de don Carlos Castilla del Pino, su verdadero ídolo. Hizo medicina, quiso ser médico de familia, de aquéllos que iban a las casas de los enfermos con su cartera recolgada, pero su destino eran los piños. Un cuñado lo convenció para matricularse en odontología y se hizo dentista. Y se forró en aquellos tiempos. Diego es natural de Espejo donde ha heredado de su padre una tierra fértil de olivos y de pistachos, mira tú qué cosa. Debe andar sobrado y trabaja solo tres días en semana. Los lunes se los coge para su campo, y los viernes para su cuerpo serrano. Hace bien.

Joaquín es un maestro jubilado que va a cumplir pronto setenta y uno. Pero parece un chaval. Es enjuto y pequeño. Dos cuartas más y parecería enteramente don Quijote. De hecho, posee la mística y la fantasía del hidalgo manchego. Es muy gracioso. Y muy rutinario. Se levanta antes de que claree el día, a las cinco de la mañana; a las seis, ya está andando por la sierra. Se cronometra los pasos y los kilómetros con uno de esos modernos artefactos, una pulsera electrónica. "Hoy ya llevo 11 kilómetros" -me dice a las doce del medio día. "Pero chiquillo ¿por qué te mueves tanto, dónde vas tan temprano si tienes todo el día por delante?" Y me contesta con solemnidad: "Mira joven, a mi edad un viejo que se quede sentado en su casa media hora más de la cuenta, ya huele a muerto". Nunca ha ingresado en un hospital, no toma ninguna medicina, come de todo -"lo que más me gusta de los bares son los calamares fritos, me gusta entrar en mi casa oliendo a calamares fritos"-, desde luego no fuma y muy ufanamente se considera un picha brava. "Aunque he de reconocer que últimamente solo puedo usarla con fines domésticos -se pone el tío-, ya no da para otras faenillas". ¡Cojones con Joaquín! Lo que más le ha impresionado de mí, de lo poco que conoce mío a través de las lecturas del libro y del blog, es la apología que hago de mi pasado seminarista, de mis maestros y amigos, que no solo no reniegue de mi pasado, sino que lo ensalce de esa manera. "Joaquín, ¿cuándo vamos a quedar con nuestras mujeres?" -le pregunto. "Tranquilidad, muchacho. Primero nosotros. Las mujeres tienen otro bioritmo". Ayer recibí un wassapt suyo anunciándome que se va unos día al monasterio de El Parral, en Segovia, a convivir con cuatro o cinco jerónimos que quedan. Un místico, ya os digo.

Y ya en confianza, Diego nos cuenta una anécdota reciente en su clínica dental. Resulta que tiene un paciente con una enfermedad neurológica muy avanzada, tanto que lo imposibilita ya hasta para caminar. Que no responde a los fármacos y que hace poco lo han operado en el "Carlos Haya" de Málaga como último recurso. Le han colocado unos electrodos, unos neuro estimuladores dentro del cerebro, en una zona denominada "Sustancia Nigra". Y ha mejorado una barbaridad. ¡Lo que hacemos los artistas! Bueno, pues entra este hombre todo ufano en la consulta de Diego para una revisión bucal y le cuenta los pormenores de la operación. La cirugía de cerebro se hace con el paciente despierto y alerta. El cerebro no posee receptores sensitivos y, por tanto, no duele. Además, el cirujano necesita tener al paciente despierto para que éste le indique qué sensaciones o qué dificultades va notando.

-Me operaron dos chicas jóvenes, guapísimas, Diego. No veas cómo estaban...
-Anda hombre, estarías tú como para fijarte en eso...
-Como te lo digo. Estaba la mar de tranquilo. A lo mejor me pusieron algo. No lo sé. Mira, mientras me trasteaban por dentro yo veía mis sesos por un monitor enfrente mío. Y la cirujana cada ratito: "¿Manolo, cómo va?" Y yo: "Bien, bien, por mí sigan hurgando por ahí." Y ya a lo último, mucho más animado, va y le digo, "Doctora, escarbe usted un poquito más, a ver si consigue dar con el núcleo de la erección y me pone ahí un par de electrodos de esos". Mira, Diego, las pobres doctoras por poco si se asfixian al no poder reírse tanto por mor de sus mascarillas. Qué pechá de reír se dieron todos en el quirófano... Y la doctora más jovencita, la ayudante, va y me dice: "Manolo, si diéramos con ese núcleo nos hacíamos de oro".
-¡Qué cosas se te ocurren, y en un momento tan delicado, tío!
-Es verdad, pero es que los tíos somos todos unos salíos en esto del sexo, ¿o no es así?


Estoy con Manolo. El sexo es la vida. Y ya se sabe, el asunto de la jodienda...




miércoles, 11 de abril de 2018

Rectificación

De sabios es rectificar. Eso dicen. Yo creo que no es necesario ser sabio para eso sino simplemente decente.

Va y resulta que nada más publicar mi último artículo, el de hace dos días, sobre cómo era mi padre, me envía un wassapt mi sobrino Juan en su habitual tono cachondo para advertirme que la anécdota de su abuelo con Diego el dentista no debe ser atribuida a  mi padre sino a su otro abuelo, Manuel Cabeo. ¡La hemos liado! Me cachis en la mar. Desde luego que no ha habido por mi parte intención alguna de ensalzar a mi padre en detrimento del bueno de Cabeo, eso está fuera de toda duda. Simplemente que Diego me lo contó tal como yo os lo he referido y creyendo él también que Manuel Cabeo sería mi padre, porque no se acordaba del nombre, claro. Bueno, todos los males sean esos. No pasa nada. Es lo que tiene a veces la transmisión oral, que se pueden tergiversar sin malicia hechos y personas.

La verdad es que ahora que ya lo sabe uno, se me hacía difícil pensar que mi padre se dejase engatusar para ir al dentista.

Lo demás, lo de las multas, los pequeños siniestros y los pitos de los otros conductores, es todo suyo, ahí no hay tu tía.

De manera que al César lo del César. Sus dos abuelos, ambos ya fallecidos, se han desvivido de una manera muy parecida por ver colocado a mi sobrino Juan. Porfiaban en misas y plegarias convencidos de que la estabilidad laboral del nieto vendría de la mano divina. Pero, llegado el momento, Manuel no pudo desperdiciar la ocasión de agarrarse a la mano humana. Con mucho mérito además dado su carácter mucho más tímido e introvertido que mi padre. Bravo por Manuel Cabeo. Por un nieto, lo que haga falta.

martes, 10 de abril de 2018

Así era mi padre

En el trayecto desde La Capilla a Antequera, y desde luego ya dentro de la ciudad, son célebres entre nosotros las variadas barrabasadas que mi padre desencadenó al volante. Es lo que tiene conceder el carnet de conducir a gente mayor. Mi madre, mi hermana Josefa y yo -los demás eran muy pequeños- no lo aprobábamos, pero ¡bonito era mi padre!... "Pues mi primo Blas es de mi edad y lleva su coche... ¡Y poco ancho que va!"...  En fin, tuvo también la suerte de que su amigo Manuel Pedrosa fuera guardia civil en el cuartel de Antequera y le facilitara las cosas, que si no... Fuera de lo que es el campo y sus laboreos, mi padre era un desastre; como yo , más o menos, para qué vamos a decir otra cosa. En el cielo estarán ajustando cuentas ambos, Manuel y mi padre, sobre la cantidad de multas que ese guardia civil tuvo que desactivar desde su despacho. "Pero, coño Juanillo, cómo te las arreglas, que me pones en evidencia delante del capitán"...

Mi madre, la pobre, le temía venir a Antequera con él. "Con lo tranquilita que voy yo en la Empresa -se quejaba-, y no que tengo que ir con este basturrón que va siempre distraído y chiflando". Se metía por direcciones prohibidas, a contra mano, aparcaba donde le venía bien, le hacía el caballito a aquel viejo cuatro latas cada dos por tres, se le calaba en mitad la calle... Y la gente, claro, le pitaba. "Niño, por qué te pita tanto la gente" -le preguntaba mi madre. "Ah, nada, mujer, eso es que me conocen y me saludan". Y se quedaba tan pancho.

Eran otros tiempos, también es verdad.

Y ahora, hace un mes, a título póstumo, me entero de una de sus últimas anécdotas vividas aquí, en Antequera.

Acaban de extraerme una muela picada. Ha sido todo muy rápido, pese a mi miedo ancestral apenas si me he enterado. Fernando, el odontólogo, me distrae un ratito hasta asegurar la hemostasia. Y hace venir a otro compañero.
-Mira Diego -le dice al otro-, mira a Juan Rivera cuando se haga mayor -por lo visto, me encuentran mucho parecido con mi sobrino Juan, que ha trabajado de odontólogo con ellos.
-Vaya que sí -se pone Diego- es clavadito.
Y va Diego y me cuenta una historia de mi padre que yo no conocía.
Resulta que hace ya unos dos o tres años, estando ya mi sobrino Juan con un contrato temporal de dentista en esa clínica, llevó a mi padre a que le tomaran medidas de la boca para intentar por enésima vez encasquetarle una dentadura postiza, que es que no había forma. "A ver si con Juan allí consiente". Bueno, pues mi sobrino le presenta a Diego, que va  a ser el encargado del trabajito. Mi padre, muy dócil ante las indicaciones del dentista, permanece casi todo el rato callado y solícito; él sabe muy bien cuándo hay que guardar las formas y cuándo no. Con su nieto allí, buscándose las habichuelas, no podía dar la nota. Entra por todas. "Juan, abra usted la boca, Juan póngase de este lado, Juan, saque la lengua, Juan"... A todo que sí. En otras ocasiones, a la segunda molestia se había largado. Una vez Diego hubo terminado las medidas, mientras realizaba los cálculos oportunos, lo agarra mi padre por el brazo -mi padre no coge las cosas, las agarra- lo hace agacharse hacia sí, y como en secreto le susurra: "Hombre, haga usted el favor, quédense con mi nieto, que es mu formal. Aunque solo sea por la comida". Diego, que es hombre sencillo y también de campo, hace años que no ha escuchado una expresión parecida, tan auténtica, tan antigua, tan genuina, tan nuestra. Y se jartó de reír. Pero también se emocionó -me confiesa ahora- ante la única preocupación que llevó a este anciano a la clínica, que no fue, desde luego, para ponerse piños artificiales, sino para intentar buscarle trabajo a su nieto.

Cuanto más lo recuerdo, más me emociono, más siento el privilegio de haber gozado de un padre como éste nuestro. Un hombre único. Que el Señor lo tenga en su gloria.

jueves, 5 de abril de 2018

La fonda



Fraski y un servidor teníamos nuestras dudas sobre si entrar o no en la Cueva de Ardales por una supuesta claustrofobia que entre ambos nos habíamos auto contagiado. El magisterio de nuestro amigo Sebas sobre estos temas nos había convencido a entrar: se trata de una cueva única en España, donde se encuentran las pinturas rupestres más antiguas, datadas de la época del homo Antecesor y de Neardhental. El guía nos animaba también asegurándonos la altura y grandiosidad de la cueva que no dan pie a la claustrofobia. Yo iba con mi miedo, no os mentiré, pero, en fin, ya me había decidido. No quería ni pensar en la última cueva que visité, la de Sorbas, en Almería, en la que había que reptar por algunos tramos, y en la que sufrí un ataque de pánico que obligó a todo el mundo a retroceder para que yo pudiera escapar. Mis cosas. El guía fue, sin querer, nuestra salvación. En el centro de interpretación nos conminó a que pasásemos todos por el baño toda vez que la visita dura dos horas y dentro de la cueva no se puede soltar aguas, ni menores ni, mucho menos, mayores. Fraski enseguida adujo que él toma un diurético para su tensión y que por las mañanas orina cada media hora, de manera que vio el cielo abierto. Y yo no desaproveché un tren que pasaba tan cerca: "Yo me quedo contigo, no vas a estar dos horas solo por estos mundos". 

Mientras nuestros amigos y la Peque se unieron a unos navarricos para adentrarse en la famosa cueva, Fraski y yo decidimos en buena hora ir a visitar el vecino pueblo de Carratraca. Este precioso pueblo alberga un hotel de lujo con unas termas de aguas sulfurosas de singular fama y tradición, y tiene unos limoneros en las aceras que, en vez de limones, dan naranjas. En serio. Paseando por una de sus calles más altas, en busca de un sendero para caminar por el campo, dimos con un cartelito discreto y perjudicado por la edad que ponía "fonda casa Pepa". Sentí curiosidad y quise entrar. "Vamos a entrar, Fraski". Y entramos. Y quedamos prendados. Es una casa grande y antigua, con suelo irregular y tosco por culpa de las lozas de barro. En la planta baja se distribuyen varias estancias de distintos tamaños convertidas en comedores, pero con sus paredes adornadas de santos, de fotos familiares y alacenas, como si estuviésemos de niños en la casa de nuestra abuela; no me gustaron, sin embargo, una tele moderna, de esas planas, que claramente no tiene cabida en ese ambiente, ni el reclamo de fotos de famosos que han comido allí. "Esto le encanta a mi Peque -le dije a Fraski-. Aquí reservamos".

Aunque de nuestra misma edad, Fraski es un tío mucho más moderno que yo. Quizás por deformación profesional no ha tenido otra que el aprendizaje "forzoso" de toda la armamentística informática juvenil, y, así, domina el móvil como un jovenzuelo (menos el teclado, claro está, con esos dedos tan porrudos), todo lo consulta a su teléfono, cuántos habitantes tiene Pizarra, qué distancia hasta Málaga, qué tal la carretera hasta el Valle de Abdalajís, qué valoración posee la fonda de Pepa, donde vamos a reservar una vez vea las puntuaciones, si lloverá o no en Priego pasado mañana... Me hace gracia y a la vez me admiro de cómo funcionamos hoy, del enorme adelanto de Internet, que es que en el campo médico yo hago lo mismo, preguntarle a la señorita, la tal Ciri, esa sabelotodo.

Con su móvil, Fraski ya le ha dado aviso a los demás de dónde comeremos hoy y les ha enviado la localización. Para mayor sorpresa, una vez que han llegado les hemos advertido de que vamos a comer en un restaurante de diseño, de ésos de comidas minimalistas. Las mujeres han dado el visto bueno, pero Sebas está que trina por dentro porque él es de comer.

Tenemos que remontarnos la Peque y yo a nuestros años mozos de Pozoblanco para rememorar la última vez que comimos en una fonda. La fonda Damián era un referente gastronómico de primer orden en todo el Valle de los Pedroches. Recuerdo que era regentada por dos venerables ancianos, creo que hermanos mocitos viejos, y era enteramente una casa antigua de pueblo cuya intimidad invadíamos discretamente los comensales. Lo más característico de la misma era que el menú lo constituían no dos, sino tres platos, y que uno de los hermanos vigilaba las mesas para que nadie dejase ningún plato a medias: te obligaba a apurarlo todo, no te servían un plato hasta no haber rebañado el anterior. Nos resultaba extrañamente gracioso, pero nosotros cumplíamos la norma. Con treinta años, uno arrasa con todo. Mis amigos el "Pintor" y el "Laín", y mis compañeros que a la sazón poníamos en marcha el hospital de Pozoblanco, pueden dar fe de lo que digo. Comíamos allí, en familia, casi a diario.

El evento fue apoteósico. Las mujeres alucinaron cuando se percataron del engaño y vieron el "antro" donde las metimos. Un día de entre semana, un miércoles cualquiera, y todas las salas estaban atiborradas de turistas deseosos y expectantes de probar nuestras comidas de siempre. Y nosotros, también. "Peque, no te impacientes, ya nos tocará". No hay carta ni menú del día. Tú vas allí a lo que te pongan. No hay aperitivos. De pronto, aparece una señorita de culo respingón y mallas apretujás y te coloca una sopera de cocido de coles, uhmmm, sabores de antes que nuestro paladar ya había olvidado, qué cosa más rica, con su pringá y todo; enseguida, otra sopera con gazpachuelo de huevo, aquel guiso de tantas reminiscencias infantiles, el único que me gustaba de niño en la casa de mi abuela; pero es que a continuación, otra sopera, ésta de lentejas. Ya no pudimos con ellas. "Señorita, imposible". Y ahora vienen los segundos: un plato con seis huevos fritos y chorizitos; otro plato de carne de ternera con tomate, y otro postrero de albóndigas en salsa con patatas fritas. A ver quién tiene cojones. Pues dimos cuenta de casi todo. Casi. ¡Qué satisfacción comer en una casa!, nada que ver con la frialdad de un restaurante; un entorno tan agradable y cálido, los adornos y las fotos de las paredes, los ventanales dando al patio central donde crecen a su amor  lirios, gitanillas y aspidistras...


Yo tenía las fondas por extinguidas, reliquias de algo que se nos fue con las sucesivas modernidades. Normalmente no te aparecen fondas en las búsquedas de Airbnb, Booking o Trip Advisor. Pues parece que no, que aún perviven algunas escondidas como arcanos tesoros en algunos de nuestros pueblos profundos. Ayer mismo nos topamos con una fonda. De pura chiripa. Y bien que supimos aprovecharla.

Ea, sed buenos.



lunes, 2 de abril de 2018

La rumana y el pollo

Tengo fichados a tres pedigüeños que se apostan diariamente y a jornada completa en determinados sitios estratégicos de la calle Infante don Fernando -vulgo calle Estepa-. Y yo, casi religiosamente y de manera rotatoria, les abono mi diezmo, un euro. Ya nos conocemos, claro está. Los tengo fichados, me ufano ante la Peque. Ellos son quienes te tienen fichado a ti, so inocente, me responde enseguida. Mujeres.

Son dos hombre y una mujer. Ellos son muy correctos y discretos, nunca piden de manera llamativa, simplemente están sentados frente a su platillo, uno le echa la moneda y ellos te devuelven un "gracias señor" y ya está. Pero ella, la mujer, es mucho más tentona. Desde diez metros antes de que uno llegue a su puesto ya está componiendo los gestos lastimeros e inventando el pretexto oportuno: "Deme algo, por favor, para las medicinas de mi nieto", por ejemplo.

Me hace gracia, qué queréis que os diga, me cae bien esta mujer añosa y agitanada. Acostumbrada a su euro cada tres días, según tocas, si en alguna ocasión le entrego calderilla -la pettite monnaie de los franceses- me afea la conducta meneando negativamente la cabeza delante mía mesma, como diciendo "esto no es lo acordado". 

Un día se sintió descubierta, creo yo. Paseando mi perrita por una de las calles señeras de Antequera, nos salió al paso otra perrita muy ladradora y perfectamente acicalada que venía suelta. Mientras yo tranquilizaba a la mía nos abordó por la espalda una mujer andrajosa que venía a por su perrita. "Qué susto, creía que se me escapaba -se me disculpa-, es que es la perrita de mi nieta". Al levantarse de recogerla me quedo mirándola y era mi pedigüeña, mi rumana de la calle Estepa. "¡Anda, pero si es usted!" -le dije sorprendido. Y ella, más sorprendida aún: "Ah, mire qué casualidad"... Y sin dejar de sonreírme se alejó hacia su casa, una casa de cierto postín. Y supuse que ella y su hija serían del servicio doméstico y vivirían allí, claro.

Últimamente parece haber cambiado de estrategia. Seguramente "despedida" por el dueño de la pastelería en cuya puerta se apoltronaba, ahora me la encuentro sentada a la salida del Mercadona que frecuento. Y ya no me pide dinero, o sí, pero sobre todo, comida. "Señor, cuando usted salga, a ver si me puede comprar una cajita de fresas... Para mis nietos, los pobres"... Y allí que salgo yo muy solícito y le entrego las fresas. A ver... Lo de hoy ha sido muy gracioso. "Señor, qué buena persona es usted, me haría falta un pollo". "¿Un pollo?" -le respondo casi mosqueado. "Sí, por favor, un pollo entero, que es que a mis nietecitos les gusta mucho, y no podemos". Ea, pues ahí está, un pollo entero, cinco euros del tirón. Joer con la vieja, me digo. Y cuando se lo estoy entregando en la misma puerta de la calle se me ocurre... Bueno, estas cosas que solo me pasan a mí. Se me ocurre preguntarle que por qué un pollo entero, si no sería mejor bandejas de piezas de pollo ya despellejadas y más fáciles luego para cocinarlas que no tener que andar desollando y cortando huesos... En fin, uno por ayudar. Y va y se pone la señora: "Pues es verdad, mañana me compra usted  bandejas de esas". La madre que la parió. 

La Peque ya me ha sentenciado: "Esa mujer te tiene cogido el pan bajo el brazo. Ya no vas más al Mercadona".