En el trayecto desde La Capilla a Antequera, y desde luego ya dentro de la ciudad, son célebres entre nosotros las variadas barrabasadas que mi padre desencadenó al volante. Es lo que tiene conceder el carnet de conducir a gente mayor. Mi madre, mi hermana Josefa y yo -los demás eran muy pequeños- no lo aprobábamos, pero ¡bonito era mi padre!... "Pues mi primo Blas es de mi edad y lleva su coche... ¡Y poco ancho que va!"... En fin, tuvo también la suerte de que su amigo Manuel Pedrosa fuera guardia civil en el cuartel de Antequera y le facilitara las cosas, que si no... Fuera de lo que es el campo y sus laboreos, mi padre era un desastre; como yo , más o menos, para qué vamos a decir otra cosa. En el cielo estarán ajustando cuentas ambos, Manuel y mi padre, sobre la cantidad de multas que ese guardia civil tuvo que desactivar desde su despacho. "Pero, coño Juanillo, cómo te las arreglas, que me pones en evidencia delante del capitán"...
Mi madre, la pobre, le temía venir a Antequera con él. "Con lo tranquilita que voy yo en la Empresa -se quejaba-, y no que tengo que ir con este basturrón que va siempre distraído y chiflando". Se metía por direcciones prohibidas, a contra mano, aparcaba donde le venía bien, le hacía el caballito a aquel viejo cuatro latas cada dos por tres, se le calaba en mitad la calle... Y la gente, claro, le pitaba. "Niño, por qué te pita tanto la gente" -le preguntaba mi madre. "Ah, nada, mujer, eso es que me conocen y me saludan". Y se quedaba tan pancho.
Eran otros tiempos, también es verdad.
Y ahora, hace un mes, a título póstumo, me entero de una de sus últimas anécdotas vividas aquí, en Antequera.
Acaban de extraerme una muela picada. Ha sido todo muy rápido, pese a mi miedo ancestral apenas si me he enterado. Fernando, el odontólogo, me distrae un ratito hasta asegurar la hemostasia. Y hace venir a otro compañero.
-Mira Diego -le dice al otro-, mira a Juan Rivera cuando se haga mayor -por lo visto, me encuentran mucho parecido con mi sobrino Juan, que ha trabajado de odontólogo con ellos.
-Vaya que sí -se pone Diego- es clavadito.
Y va Diego y me cuenta una historia de mi padre que yo no conocía.
Resulta que hace ya unos dos o tres años, estando ya mi sobrino Juan con un contrato temporal de dentista en esa clínica, llevó a mi padre a que le tomaran medidas de la boca para intentar por enésima vez encasquetarle una dentadura postiza, que es que no había forma. "A ver si con Juan allí consiente". Bueno, pues mi sobrino le presenta a Diego, que va a ser el encargado del trabajito. Mi padre, muy dócil ante las indicaciones del dentista, permanece casi todo el rato callado y solícito; él sabe muy bien cuándo hay que guardar las formas y cuándo no. Con su nieto allí, buscándose las habichuelas, no podía dar la nota. Entra por todas. "Juan, abra usted la boca, Juan póngase de este lado, Juan, saque la lengua, Juan"... A todo que sí. En otras ocasiones, a la segunda molestia se había largado. Una vez Diego hubo terminado las medidas, mientras realizaba los cálculos oportunos, lo agarra mi padre por el brazo -mi padre no coge las cosas, las agarra- lo hace agacharse hacia sí, y como en secreto le susurra: "Hombre, haga usted el favor, quédense con mi nieto, que es mu formal. Aunque solo sea por la comida". Diego, que es hombre sencillo y también de campo, hace años que no ha escuchado una expresión parecida, tan auténtica, tan antigua, tan genuina, tan nuestra. Y se jartó de reír. Pero también se emocionó -me confiesa ahora- ante la única preocupación que llevó a este anciano a la clínica, que no fue, desde luego, para ponerse piños artificiales, sino para intentar buscarle trabajo a su nieto.
Cuanto más lo recuerdo, más me emociono, más siento el privilegio de haber gozado de un padre como éste nuestro. Un hombre único. Que el Señor lo tenga en su gloria.
Mi madre, la pobre, le temía venir a Antequera con él. "Con lo tranquilita que voy yo en la Empresa -se quejaba-, y no que tengo que ir con este basturrón que va siempre distraído y chiflando". Se metía por direcciones prohibidas, a contra mano, aparcaba donde le venía bien, le hacía el caballito a aquel viejo cuatro latas cada dos por tres, se le calaba en mitad la calle... Y la gente, claro, le pitaba. "Niño, por qué te pita tanto la gente" -le preguntaba mi madre. "Ah, nada, mujer, eso es que me conocen y me saludan". Y se quedaba tan pancho.
Eran otros tiempos, también es verdad.
Y ahora, hace un mes, a título póstumo, me entero de una de sus últimas anécdotas vividas aquí, en Antequera.
Acaban de extraerme una muela picada. Ha sido todo muy rápido, pese a mi miedo ancestral apenas si me he enterado. Fernando, el odontólogo, me distrae un ratito hasta asegurar la hemostasia. Y hace venir a otro compañero.
-Mira Diego -le dice al otro-, mira a Juan Rivera cuando se haga mayor -por lo visto, me encuentran mucho parecido con mi sobrino Juan, que ha trabajado de odontólogo con ellos.
-Vaya que sí -se pone Diego- es clavadito.
Y va Diego y me cuenta una historia de mi padre que yo no conocía.
Resulta que hace ya unos dos o tres años, estando ya mi sobrino Juan con un contrato temporal de dentista en esa clínica, llevó a mi padre a que le tomaran medidas de la boca para intentar por enésima vez encasquetarle una dentadura postiza, que es que no había forma. "A ver si con Juan allí consiente". Bueno, pues mi sobrino le presenta a Diego, que va a ser el encargado del trabajito. Mi padre, muy dócil ante las indicaciones del dentista, permanece casi todo el rato callado y solícito; él sabe muy bien cuándo hay que guardar las formas y cuándo no. Con su nieto allí, buscándose las habichuelas, no podía dar la nota. Entra por todas. "Juan, abra usted la boca, Juan póngase de este lado, Juan, saque la lengua, Juan"... A todo que sí. En otras ocasiones, a la segunda molestia se había largado. Una vez Diego hubo terminado las medidas, mientras realizaba los cálculos oportunos, lo agarra mi padre por el brazo -mi padre no coge las cosas, las agarra- lo hace agacharse hacia sí, y como en secreto le susurra: "Hombre, haga usted el favor, quédense con mi nieto, que es mu formal. Aunque solo sea por la comida". Diego, que es hombre sencillo y también de campo, hace años que no ha escuchado una expresión parecida, tan auténtica, tan antigua, tan genuina, tan nuestra. Y se jartó de reír. Pero también se emocionó -me confiesa ahora- ante la única preocupación que llevó a este anciano a la clínica, que no fue, desde luego, para ponerse piños artificiales, sino para intentar buscarle trabajo a su nieto.
Cuanto más lo recuerdo, más me emociono, más siento el privilegio de haber gozado de un padre como éste nuestro. Un hombre único. Que el Señor lo tenga en su gloria.
Entrañable anécdota José Maria. La verdad es que nuestros ancestros estaban hechos de otra pasta...habría que quitarse el sombrero ante ellos y sus "cosas". Va pasando muy rápidamente el tiempo y esta forma de ser y actuar, tan auténtica, se ha perdido.
ResponderEliminarUn abrazo.
Cuando alguien cercano me tacha de desastrado y despistado me enorgullezco porque también así era mi padre.
ResponderEliminarUn abrazo
Todo un placer leerte.
ResponderEliminarGracias Fili.
José María, es muy loable y admirable el profesar afecto y respeto, hacia los padres que nos pusieron en el Mundo. Tu nos lo recuerdas magníficamente con este escrito.
ResponderEliminarUn abrazo.
Juan Martín
El reconocimiento de la entrega y cariño de nuestros mayores es la mejor recompensa que podemos dedicarles. Tu lo has bordado con este testimonio como nadie. Un abrazo
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